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lunes, 15 de marzo de 2010

Lunes, 15 de marzo de 2010

LITERATURA › MARIA ROSA LOJO Y SU ULTIMA NOVELA, ARBOL DE FAMILIA

“Sentí que yo no era yo sino un sujeto colectivo”
Como depositaria del trauma nacional y generacional de la Guerra Civil Española, la escritora conformó un vigoroso tejido en el que se descubren los múltiples matices de la identidad y una lúcida reflexión sobre la familia.


Por Silvina Friera

La mirada intensa de María Rosa Lojo se humedece de vez en cuando. Como la narradora de su última novela, Arbol de familia (Sudamericana), con sus ojos escucha a esos muertos de allá (Galicia por la vía paterna; Madrid, por la materna) y de acá, que no sólo le hablan de sí mismos sino, sobre todo, de ella. No desperdicia ningún recuerdo, incluso los ingratos; hasta el sueño (o la pesadilla) con la madre, poco después de ponerle punto final al libro, prolonga por otros medios un diálogo brutalmente quebrado. Esa mujer que coqueteó con el suicidio le aprieta el hombro y le pide que la perdone. Los muertos propios son únicos, irreemplazables, irrefutables. Como las herencias que arrojan al porvenir, que a veces pertenecen al orden de lo imperdonable. La familia es la primera patria con la que nos peleamos. “El disparador es la propia historia, vista cuando una ya es relativamente grande”, dice la escritora. “Son novelas que se escriben a cierta edad, cuando se adopta cierta distancia. Mis padres están muertos y muchos de los personajes que están transfigurados en este libro se inspiran en seres reales que conocí, o de los que oí hablar.”

La novela de Lojo sutura lo viejo y lo nuevo, el allá de la “Terra Pai” y la castellana “Lengua Madre” con el acá, las voces y narraciones que hubieran quedado oxidadas en un rincón lejano de la memoria de no haber sido rescatadas y recreadas hasta conformar un vigoroso tejido de su identidad española-argentina. Al fin y al cabo, la narradora es la bisnieta de la hechizada, bellísima historia de apertura, y de un armador de Porto do Son que una noche de tormenta desafió al diablo. Es la nieta de Rosa, que trajo a Buenos Aires dos baúles colmados de ropa de cama y fina mantelería; la sobrina de Rafaeliño, el bígamo; y la hija inmediata de Antón, el rojo, que perdió el alma en su vejez en las afueras de Buenos Aires. Pero también, por el lado de su madre, es la bisnieta de doña Adela y del capitán andaluz, que murió en la guerra de Cuba defendiendo los últimos restos del imperio; la nieta de su hijo el pintor, que no pasó de copiar inútilmente al Greco; la sobrina de Adolfo, el artista de varieté que adoraba a Bing Crosby y a Buster Keaton, y que hubiera dado la mitad de su vida por nacer en Nueva York y no en Madrid; la hija de Ana, la bella “suicida” que jugaba a ser Hedy Lamarr o Rita Hayworth.

La escritora es la depositaria del trauma nacional y generacional de la Guerra Civil Española. “Por ese motivo llegaron mis padres a la Argentina, y desde ese lugar también me contaron sus historias”, señala Lojo a Página/12. “Hay momentos muy duros en el libro, un episodio muy doloroso que me toca en el presente. Mi único hermano tiene una enfermedad psiquiátrica, está internado –confiesa–. Un quiebre tan grande hace que uno vuelva atrás para revisar el hilo y ver cómo empezó la madeja en la que estamos metidos. Invocar las voces de los muertos de alguna forma es curativo. Este es un libro de ficción, un trabajo literario, de eso soy muy consciente. La literatura ayuda a restablecer sentidos; no sentidos definitivos, no los hay, pero permite formular lo que no se puede decir de otra manera y desatar los nudos que están en lo profundo de uno. Siempre que las palabras salen de donde están sumergidas, curan. Pero no quiere decir que uno escribió un libro y se acabó el problema. Siempre se sigue dialogando con los traumas del pasado y los dolores del presente.”

–¿Cómo fue revisitar ese trauma de la Guerra Civil? ¿Qué impacto tuvo en su mirada esa fractura española con la que vivieron y viven millones de personas en España y la Argentina?

–Una cosa es el mundo de los que nos quedamos aquí, los que nacimos de este lado, y otra cosa es el mundo donde viven los españoles actuales. Viven en Europa, están en otro contexto; antes había una escisión fuerte entre España y Europa. Mi padre vino aquí con una gran decepción respecto de la Europa aliada. Los dejaron solos; cuando se ganó la Guerra Mundial, los republicanos esperaban que los aliados ayudaran a España a deshacerse de Franco. Pero no ocurrió así. Esa decepción contribuía a que los que quedaron de este lado se sintieran muy aislados, no aislados del todo de los que quedaron allá, porque el dolor fue un lazo común. La dimensión de la desgracia y de la tragedia personal es algo indiscutible. El personaje de doña Ana y el novio que le mataron está inspirado en un hecho real. El documento que usé en el libro son las cartas de Pepe, porque se conservaron en mi casa durante toda la vida de mi madre.

Cuando estaba escribiendo la novela, Lojo asistió a tres sesiones de la escuela de Psicología Transpersonal y Familiar que sigue la teoría de Bert Hellinger. Fue apenas a tres sesiones, después no volvió. Pero capitalizó lo que escuchó. “La teoría que sostiene esta escuela es que no-sotros estamos enlazados con el pasado, cargamos las deudas y las culpas y estamos doblegados por el peso de lo que no se dijo: los secretos de familia, las cosas ocultas que no sabemos, pero que están ahí. El caso de Pepe fue una de esas deudas porque fue una presencia ante la que mi madre tuvo que actuar como si no hubiera existido –plantea la escritora–. Me resultó muy conmovedor releer esas cartas, volver a los 20 años de los dos y pensar que sí, por qué no, Pepe es un ‘falso’ padre, otro padre; forma parte de la familia, aunque no tenga ningún lazo sanguíneo; es un miembro más de la familia virtual que está compuesta por todos los fantasmas de las personas que se quisieron en algún momento. Pepe tenía un lugar también en ese mundo de fantasmas que había que reconocer. La teoría de Hellinger se basa en el reconocimiento y el perdón: se pide perdón a los muertos y se los perdona. De alguna manera, este libro tiene que ver con reconocer a los muertos y darles un lugar, perdonar y pedir perdón.”

–Hacia el final, la narradora se pregunta qué es una familia, si es una repetición secular de afinidades y de taras, si es una sucesión de malas copias que provienen de originales desaparecidos, entre otras cuestiones. ¿Coincide con los interrogantes que formula la narradora?

–Sí. Nacer en una familia es un destino complicado. Nacemos en un tejido que no hicimos nosotros, en algo que viene determinado. Creo que la única forma de negociar con ese hecho es la aceptación de esa cadena y el enfrentamiento con esas voces. En la novela hay una suerte de “Credo” al revés porque normalmente se idealizan los vínculos familiares, la familia como refugio de todo. Pero el mal de la vida nace en la familia, ¿no? Por eso la narradora dice: “Creo en la comunión de los pecadores, los pecados imperdonables, la resurrección de mi carne y la carne de mis hijos”...

–¿Cómo convivió con esos fantasmas que fueron apareciendo mientras escribía la novela? La impresión es que el mundo del padre es más aceptado que el de la madre, ¿no?

–Hay un mundo con el que tengo una profunda conexión afectiva. Galicia es un cosmos, sensación que jamás tuve con el Madrid de mi mamá. Mientras que los relatos de mi padre me transmitían aspectos maravillosos, a veces extraños o siniestros, la experiencia de mi mamá era muy urbana, bastante típica del aislamiento de una persona en una gran ciudad. Papá me hablaba todavía de un mundo rural que se remontaba a principios del siglo XIX. En el caso de mi mamá, no era una memoria tan lejana, pero además estaba contaminada porque era una familia venida a menos que había tenido más dinero y posición, pero que había caído, como el hidalgo de El lazarillo de Tormes, que tenía que salir a la calle fingiendo que había comido y estaba con el estómago vacío. Esa sensación de irrealidad, de parecer lo que no era, era muy fuerte del lado de mi mamá, y es algo que nunca me fue simpático; mientras que en la familia de mi papá eran campesinos con los pies en la tierra, que negociaban mucho mejor con el mundo real. La cuestión del trabajo en Galicia es realmente un eje de la vida. La dignidad humana la da el trabajo. El que no trabaja, salvo que esté tocado por alguna enfermedad, es un ser indigno que no merece vivir. Creo que mi afición al trabajo me viene de ese lado (risas). Es algo más que una idea, es una condición que tengo marcada a fuego. Lo que me resultó más difícil fue negociar con el lado materno. Los episodios suicidas de doña Ana ocurrieron; es un trauma que no superé porque son del orden de lo imperdonable, en el sentido de que es muy difícil atravesar el dolor de la fractura que eso causa. Hay algo que no se puede reparar del todo. Por momentos, creo que llegué a reconciliarme bastante con mi madre a través de la escritura del libro.

–Al recrear materiales autobiográficos, ¿con qué desafíos se enfrentó durante la escritura?

–El lenguaje me fluía desde la profundidad, pero no era sólo mi lenguaje sino que recuperaba el habla de una niñez española. Sentía los ecos de cómo hablaban mi padre, mi madre, mi abuela, mis tíos; era una música olvidada que volvía a la vida. Pero mientras escribía la novela, me preguntaba: ¿a quién le va a interesar esto? Después de todo es el mundo que yo conocí, es la historia de mi familia; hasta que la respuesta se dio de forma muy natural porque lo que le pasa a una familia de alguna manera les pasa a todas. En todas las familias hay pérdidas, muertes, traiciones, mal casados y mal casadas, locos... Y, desde ya, el exilio y la inmigración la han vivido miles y miles de personas. La creación literaria hace que lo privado se vuelva público y lo singular se vuelva universal.

–Arbol de familia es una novela, pero también podría ser un collar de relatos trenzados por la misma narradora. ¿Qué buscó con esta forma de capítulos breves?

–La apuesta es por la síntesis. Este libro es un árbol de relatos breves; están unidos por la voz de una narradora elusiva que dice poco de ella, y eso también fue muy deliberado. No es una novela convencional, ni hay una intriga poderosa. La intriga está en el placer que el lector puede encontrar al ver cómo van emergiendo o develándose las ramas de un lado y del otro. Esta novela es como un álbum de fotos que abren ventanas, o un árbol de ramas que va rotando en la medida en que el lector va recorriendo el libro.

–¿Por qué quiso una narradora tan elusiva?

–La idea central fue hacer que los personajes desenvolvieran sus vidas como en una película. La narradora los está construyendo y los está mirando vivir. En la medida en que se desenvuelven esas vidas y las ve vivir, se entiende a sí misma. La idea fue recuperar la memoria y las historias de los personajes, pero jugando con la intimidad y la distancia. No está centrado en un yo. La Autobiografía de Victoria Ocampo es muy autocentrada. Ella mide el mundo a medida que pasa a través de su yo. En el caso de mi novela, los personajes están mirados por un yo, pero no es explícito, no es evidente, y se juega siempre a la distancia.

–¿Sería como un yo que quiere ser un él?

–Sí, claro. Hay un velo que lo cubre. Creo que hay muchos más contactos con una narradora como María Rosa Olivier que con Ocampo. Son dos maneras de construir autobiografías. Olivier se esconde, Ocampo se muestra. La narradora elusiva me permitía ver mejor a los personajes. La idea es volverse casi transparente, para que los personajes aparezcan con mejor luz y más iluminados.

–Esta narradora elusiva, ¿le permitía también evitar juzgar a los personajes?

–Sí. En la medida en que la narradora pronunciara juicios sobre estos personajes, quedarían oscurecidos. Este libro tiene mucho que ver con una narradora-dramaturga que no está del todo. Siempre he admirado el teatro, además hice teatro de adolescente. Abandoné las tablas y los espectadores no me lo han reclamado todavía (risas). En la secundaria teníamos un profesor de literatura, Carlos García Mochales, que era genial. Le encantaba el teatro y le gustaba dirigir obras. Entre las cosas extrañas que se le ocurrió hacer fue montar una tragicomedia renacentista de Gil Vicente, con trajes de época. Yo formaba parte de un coro y cantaba una canción renacentista que todavía recuerdo. También hicimos Bodas de sangre, de Lorca. Después armamos por nuestra cuenta un grupo y pusimos en escena una obra de Arthur Miller, Todos eran mis hijos; teníamos 16 o 17 años en aquella época. Lo que me quedó de esta experiencia con el teatro fue esa fascinación por el estar y no estar, por el narrador que se esconde. En el teatro hay alguien que está contando cosas, pero las cuenta a través de los personajes que actúan. Ese yo elusivo para mí era imprescindible para negociar con el gran agujero negro, el de mi madre. Juzgamos a una madre en tanto que fue madre, así como me juzgarán mis hijos a mí; pero difícilmente vemos a las madres como individuos, independientemente del lazo que nos unió. Yo logré ver a mi madre más allá de mí.

Antes de rumbear hacia el dentista, Lojo cuenta que con Arbol de familia sintió con más fuerza que “yo no era yo sino un sujeto colectivo, un médium de muchas voces que surgían a través de mi voz como un canal”. Mueve las manos en el aire, con suma delicadeza, como convocando nuevamente los ecos, tonalidades y acentos de esas voces. “De golpe la narración fluía sola; era como si no tuviera que esforzarme por escribirla. Surgía con una voz que era la mía, pero también la de otros”, revela la escritora de ojos intensos, que cambió los nombres de algunos familiares más cercanos, con historias más conflictivas, para que no fuera tan crudo. “Los escritores transfiguramos siempre la realidad y la convertimos en literatura.”

domingo, 14 de marzo de 2010

Vade retro


Por Alfredo Zaiat

El desarrollo del proceso de liberalización financiera desde principios de la década del setenta, que coincidió con el cuestionamiento a las políticas de intervención estatal (keynesianismo), vino acompañado con la intensificación de las estrategias de endeudamiento externo de los países. El período de oro del capitalismo 1945-1970 fue motorizado por la movilización de recursos propios y de inversión extranjera, con escasa participación del crédito del exterior. En cambio, esa nueva etapa de expansión de las ideas neoliberales empezó a estar dominada hasta su total hegemonía por las finanzas globales. El crédito es una herramienta necesaria para la economía y la refinanciación de los vencimientos forma parte del ciclo normal de su funcionamiento. Cuando la dependencia con el acreedor es creciente, ese vínculo se convierte en un potente perturbador de la estabilidad macroeconómica. En esa instancia se pierden márgenes de maniobra y la autonomía queda muy condicionada. En Argentina, esas restricciones fueron en aumento desde la década del ochenta hasta niveles asfixiantes a fines del siglo pasado, cuyo desenlace fue la cesación de pagos. Desde entonces, con el repudio de la deuda y una audaz renegociación con una elevada quita de capital, comenzó una etapa de fuerte crecimiento económico sin contar con financiamiento externo, eludiendo esa restricción vía los superávit fiscal y comercial. La caída del Muro de Wall Street permitió la revalorización mundial de las políticas keynesianas y se inició un incipiente pero intenso cuestionamiento a las finanzas globales. En ese contexto, cuando se probó que se puede crecer con ahorro interno y empieza el Estado a tener más legitimidad para su intervención en la economía, la insistencia acerca de la necesidad de “volver al mercado voluntario de crédito” va a contramano de esa tendencia internacional, de la notable experiencia local reciente y encierra un riesgo del que se debe estar prevenido.

La posición oficial para defender la apertura del canje de deuda, la utilización de las reservas y los cambios en el Banco Central tiene como uno de los argumentos la posibilidad de conseguir endeudamiento externo a tasas más bajas. Al margen de ese extravío conceptual, no puede considerarse un costo de financiamiento satisfactorio que la actual tasa de interés del 15 por ciento anual que exige el mercado disminuya al 10 por ciento. Este sería el nivel “razonable” que Economía pagaría si avanzaran los proyectos del Gobierno. La tasa internacional se ubica en sus mínimos históricos, cerca del cero por ciento, y economías vecinas colocan bonos de deuda a la mitad de esa tasa proyectada.

Existen motivos más sólidos en términos macroeconómicos para explicar la relevancia de esas iniciativas. Y también existen razones para que los financistas sigan “castigando” a la economía argentina con tasas elevadas, que no se diluirán con el supuesto de hacer buena letra con los mercados.

“Amigarse” con el mercado para regresar al circuito financiero internacional con el objetivo de inducir un despegue de la inversión es una idea sumamente débil desde el punto de vista productivo. Se sabe que los empresarios destinan recursos a su actividad sólo si evalúan que la demanda para sus bienes crecerá, si además estiman que será prolongada la bonanza y si los ruidos políticos no son tan fuertes como para generar una incertidumbre paralizante. El crédito externo y las tasas pueden ser muy bajas, pero esas condiciones no provocarán necesariamente una mayor inversión si el nivel de actividad está estancado. Un país “serio” con un riesgo país bajo no alienta las inversiones si no impera un entorno de crecimiento sostenido con ampliación de los mercados. El crédito externo puede colaborar en ese proceso pero no ser su motor. Ese flujo de capitales termina ingresando a la plaza local sin generar grandes condicionamientos cuando el principal factor dinamizador se encuentra en el ahorro interno. La experiencia reciente muestra que la positiva evolución de la actividad económica no requirió de financiamiento externo. El castigo de los mercados, en tanto, se reconoce en la resistencia de los financistas a la opción heterodoxa para salir de la crisis y, en especial, por el dolor que le significó al sector financiero la cesación de pagos, la posterior renegociación con quita y la permanencia aún de un stock de unos 27 mil millones de dólares en default (holdouts y Club de París). Es poco probable que cambien de opinión por la irrupción de una estrategia amigable. El economista Aldo Ferrer explica que “conviene recordar que en los mercados ya estuvimos hasta el hartazgo, con los resultados conocidos. El problema no es estar o no en los mercados, sino cómo estar. La única forma de hacerlo, compatible con el interés nacional, es no depender de ellos, estar parado en los recursos propios y entonces sí, pueden surgir en los mercados muchas operaciones posibles mutuamente convenientes”.

Tantos años de dominio de la corriente ortodoxa instaló la idea, que alcanza a ciertos representantes de la heterodoxia económica y a funcionarios del Palacio de Hacienda, acerca de que salir del default o volver al FMI permitirá al país recuperar la “confianza” de los mercados. Esto no significa desestimar el canje como un objetivo de normalizar el estado de la deuda, sino ubicarlo en su dimensión en relación con lo que puede influir su resultado en el recorrido inmediato de la economía. Existe una expectativa errónea en ese gaseoso concepto de convertirse en un “país serio”, que nace de depositar un papel exageradamente relevante al capital y a la inversión externas. El economista Alejandro Fiorito, investigador de la Universidad de Luján, señala que “las cosas no son tan lineales. Argentina transitó estos años de crecimiento record sin financiamiento externo. Por lo demás, el flujo de capitales puede ser una verdadera trampa de recesión y pobreza”. Rescata la exposición del economista heterodoxo de origen indio Amit Bhaduri, de un seminario organizado por el Cefid-Ar, quien precisó que la trampa reside, precisamente, en que los países subdesarrollados sufren intensamente fugas de divisas. Por ello, buscan “demostrar” que son “confiables” ante los ojos del capital financiero. El actor que otorga el certificado de “confiabilidad” es el FMI o, ahora que ese organismo perdió prestigio, las agencias calificadoras o los analistas-empleados de los bancos. Entonces buscan su aprobación para ser “creíbles”. Pero esa aprobación incluye como condición el freno y anulación de las políticas expansivas, redistributivas y de desarrollo, conformando un círculo vicioso. Las imágenes de convulsión social que en estos días ilustran el caso griego deberían ser un potente disuasivo para volver a transitar ese sendero. Como enseña Ferrer, la prioridad es retener y reciclar el ahorro interno en el proceso productivo y después, todo lo demás, incluso “la vuelta a los mercados” internacionales, viene por añadidura. La forma de sortear entonces la trampa que emerge de la estrategia de amigarse con el mercado es minimizar la dependencia respecto del capital externo en lugar de profundizarla.

azaiat@pagina12.com.ar

viernes, 12 de marzo de 2010

A los 89 años murió el escritor Miguel Delibes

Su carrera literaria comenzó con "La sombra del ciprés es alargada", con la cual ganó el Premio Nadal en 1948, un galardón que lo impulsó a seguir escribiendo. En sus más de 50 novelas, entre las que se destacan "Los santos inocentes" y "Cinco horas con Mario", dejó un dominio excelente del castellano y una prosa exacta en la que no sobraba ninguna palabra. "Era la voz austera de un país sumido en el silencio", se lamentó el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero.

Delibes, uno de los grandes referentes de la literatura española del siglo XX, murió rodeado de su gran familia en su casa de Valladolid. Durante los últimos 12 años había tenido que convivir con un cáncer de colon. El jueves, su estado de salud se había agravado de forma drástica y el escritor cayó inconsciente. Murió a las 7 de la mañana de hoy, sumiendo al mundo de la cultura y las letras.

El ayuntamiento de su ciudad decretó tres días de luto oficial por la pérdida del autor de "El camino", y entre aplausos y gritos de emoción se instaló su capilla ardiente al mediodía en el consistorio.

Los últimos cinco meses de vida del escritor fueron "muy difíciles", según explicó hoy su familia. Su salud se fue deteriorando mucho a lo largo de ese tiempo. Y ante el drástico empeoramiento de su estado, sus siete hijos cancelaron el jueves todas sus actividades para acompañarlo.

"Toda la familia hemos vivido unos momentos de emoción y de cierta desolación, pero también con satisfacción porque su muerte ha sido bastante corta y dulce", dijo su hijo Germán, catedrático de Prehistoria en la Universidad de Valladolid.

"El hereje" fue su última novela. En 1998, el día en que escribió la última página le diagnosticaron el cáncer que puso fin a su escritura, 12 años antes de morir.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Batalla de Agincourt


Por Horacio González *

En 1415 tuvo lugar la batalla de Agincourt, tema para especialistas en historia inglesa. Se recordaría menos si no la hubiera tomado Shakespeare en su Enrique V. El monólogo que pone en boca del rey Enrique es una formidable pieza que llama a no decaer nunca en el entusiasmo, a pesar de la inferioridad de condiciones. Pero el monólogo no es el del mero entusiasta, por encima de una realidad desfavorable. Se trataba de preguntarse por las bases mismas de la acción, la emotividad del hombre político que renace ante el umbral mismo del fracaso o el desastre. El discurso de Enrique V consistía en un brebaje, tomado de un solo sorbo, compuesto por el elixir del honor. El día de la batalla, ese “día de San Crispín”, iba a ser siempre recordado, cualquiera fuera el resultado, por componer una refundación de la vida en común. La hermandad de los valientes en medio de una empresa casi imposible. Entonces, con su horror y sus muertos, la batalla fundaría una nueva estirpe heroica, aunque no vanidosa. Sólo vigente en un callado recuerdo.

Es el discurso de la emoción política en torno de un heroísmo prodigioso; el heroísmo de los que estaban en minoría y hambrientos. Implica la recreación humana a partir de su irrisoria condición de debilidad. Es la epopeya de los exhaustos y alicaídos que extraen un arrebato épico casi de la nada. Los poemas de René Char en sus cantos de la resistencia francesa retomarían el tema bajo el nombre del “tesoro perdido”, pues el recuerdo de un fervor desaparecido seguía siendo una nostalgia fecunda. Eran esos hombres comunes que en un momento de sus vidas toman sobre sí una tarea extraordinaria. Creaban la hermandad de los resistentes desprovistos de fuerzas materiales. Sólo poseían su convicción, su pensamiento o su gratuidad militante.

Todos los momentos generosos de una sociedad parten de sentimientos que brotan inesperadamente. Nadie es un héroe. La situación heroica es la más común de las situaciones. Surge de la fragilidad, la angustia o de la desesperanza. No vivimos hoy momentos de entusiasmo cívico, colectivo o político. Si el entusiasmo es la forma laica de un deseo trascendente, no estamos en una época propicia a estos afanes. Por el contrario, nos hallamos inmersos en sociedades que creen ser hedónicas y son apenas espasmos de avaricias reivindicantes. La incredulidad generalizada es un subproducto de la democracia mediática, del predominio de pequeñas maniobras, de la irritación táctica y de tácticas irritadas. Sin “discursos de San Crispín”.

La palabra pública reflexionante ha sido reemplazada por mandobles calculados, ensayos chulos de lenguaje, monosílabos que si son groseros calan más. El concepto de lo político, con su sujeto dramático, ha sido reemplazado por la “operación política”, la noticia “plantada”, la obstrucción tramada en trastiendas políticas. El despliegue de ideas sostenidas por razonamientos complejos ha sido reemplazada por chicanas y gracias televisivas, mezquinas acciones toleradas llamadas “palos en la rueda” o “pases de factura”; las construcciones en común han sido reemplazadas por exorcismos y cuarentenas: “no quedar pegado”, “le soltó la mano”.

Entendámonos: los requiebros en el habla colectiva y las metáforas del acervo picaresco no son enemigos de la democracia, son el grano de sal que condimenta el viejo pacto entre los lenguajes cultivados y el manantial justiciero de las ironías populares. Pero ahora la política nacional parece estar en estado permanente de chicotazo verbal, con especialistas en “meter la tapa” en programas de tevé, investigadores de la vida privada, moralistas que prometen adecentamiento y parecen emisarios espectrales de Savonarola, manoseadores de biografías con técnicas de basural, gritones mutuamente profesionales de frases como “yo lo dejé hablar, ahora hablo yo”, que son el síntoma disgregador de un espacio dialogal del que deben surgir sujetos políticos y no energúmenos trastrocados. Estamos tentados a decir que falta el “discurso de San Crispín” –el alegato de Agincourt– para despertar la conciencia pública de sus encasillamientos facciosos.

Las migas deshechas de los pensamientos políticos que otrora producían el entusiasmo público acabaron siendo formas atrincheradas del rencor. El país se mira sus manos, medio vacías o medio llenas según quién opine, y recrea el espectáculo de una sociedad viva pero turbada, ensimismada y a punto de ser arrastrada por cualquier bribonada política. Durante el conflicto con el campo se discutió qué cosa impulsaba a las conciencias, el motor anímico que llevaba a manifestar en las calles. Las formas ya encuadradas del pueblo fueron condenadas en nombre de una conciencia incontaminada, regenerativa. Eran los “dignos” de alma traslúcida contra los hombres suburbanos subidos en camiones. Un nuevo clasismo “sin intereses” pudo presentarse como superior a las formas heredadas de adhesión popular. El gran éxito de las difusas derechas fue el hacer creer que retenían para sí la militancia desinteresada y emitir un sello condenatorio contra los engarces habituales de la movilización colectiva. Esa batalla la perdió el Gobierno. Y también la sociedad, aunque ella no se haya dado cuenta.

Fue la pepita de oro encontrada para hacer creer, luego, que el máximo atentado contra la institucionalidad vigente –un vicepresidente considerado por el periodismo pendenciero como un “obispo entre infieles”–, sea considerado un gesto republicano y no una grave alteración del cuadro constitucional. Juristas destacados, políticos éticos y analistas sesudos –es fácil conseguir esos títulos en la fábrica de certificados de la alta prensa nacional– insisten en que ese hombre, vicepresidente de marras, cumple correctamente su misión y nada importan los actos secesionistas que se producen por el solo hecho de estar sentado en esa silla, como Kagemucha, el criado japonés. Este hombre trivial con sus ávidos asesores de otros carnavales, ha descubierto que hacer política es quedarse apenas sentado, dejando un recado cismático cotidiano en el seno del Estado con sólo poner sus posaderas en una angarilla del Senado. En esta institucionalidad dividida, su voto tiene valor catastrófico, revelando cómo un sistema que se postula republicano se desgarra por la presencia del hombre sin cualidades, sin dignidad, pero con su trasero en el “juste lieu”. Los empalagosos citadores del republicanismo trucho –no del verdadero, el de los fundadores de la teoría política– lo consideran una curiosidad, como quien mira un grato desfile de la Reina de la Vendimia. Esta batalla la está también perdiendo el Gobierno. Y la sociedad, aunque ella no se dé cuenta.

Se recordará esta época como la de los petimetres que ponen en vilo a un gobierno haciendo declaraciones en la puerta de sus petithotels del Bajo Belgrano. ¿Qué puede decirse? ¿Que en esa situación se debieron cuidar procedimientos? No cabe duda. Pero otra cosa es el infortunio de las instituciones, que por un espectacular equívoco se cree que son defendidas por estos personajes que conocen y usufructúan de las características de una sociedad con profundas corrientes refractarias al cambio, a la gran aventura libertaria del vivir y a la innovación política. Léase a la prensa hegemónica en su combate ciego: una palabrita suspicaz del FMI es recibida con regocijo por los adversarios del Gobierno, pero al otro día pasarán por “antiimperialistas” proclamando la protección de las reservas, a la tarde saludarán a algún enviado de Estados Unidos proclamando la cartilla “demigolpiste” de los académicos latinoamericanos reciclados en los partidos conservadores norteamericanos, a medianoche podrán sentirse “atropellados” con Redrado, alborozados con la jueza Sarmiento, anunciar a la siguiente mañana la suspensión de la ley de medios audiovisuales con vergonzosas coartadas de bufete, y al caer la noche del otro día promover una depuración robespierreana de la república, los “virtuosos” contra los “corruptos”, con un moralismo simplificador que no pocas veces fue el sustrato de dictaduras mesiánicas. Y a la hora del té podrán observar como togados imperturbables de alguna academia internacional que se está “sobreactuando” en la protesta por la explotación petrolífera en Malvinas. Y los fines de semana, los editoriales en comandita de los grandes medios, augurando “el fin del ciclo” o preguntándose con un halo de ingenuidad “¿cómo harán para mantener el poder en los dos años que faltan?”.

Todo está sujeto a escarnio en el país. Así no es posible restituir la pertinencia de la palabra pública en la nación, dicha como soporte invisible de su armazón moral. Acciones de progreso colectivo y social evidentes corren peligro ante un nuevo reaccionarismo que supo expropiar los estilos reivindicativos y militantes, anexándolos como “ala de los luchadores” en la procesión neoconservadora. No hay fórmulas probadas para desarmar este enorme equívoco detrás del que corre una parte sensible de la sociedad. Pero en algún momento podrán aparecer los equivalentes del “discurso de Agincourt”.

* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.