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viernes, 29 de enero de 2010

El amor y la asfixia


Por Juan Forn

La consagración de Salinger empezó con la espléndida crítica que escribió Eudora Welty para The New York Times sobre los Nueve cuentos. Titulada “Criaturas de Dios”, decía en determinado momento que los jóvenes protagonistas de los cuentos de Salinger estaban “condenados” al amor, a ser amados. Diez años después, y también en The New York Times, John Updike escribió la que sospecho es la más lapidaria de las críticas que recibió Salinger en su carrera. Comentando Franny & Zooey, Updike decía: “Salinger ama a la familia Glass más que Dios. Los ama con tanto celo que ha quedado encerrado sin llave ahí dentro”.

Creo que ambas frases son igualmente ciertas y que marcan, la una y la otra, el inicio y el ocaso de la relación que uno establece con Salinger. La epifanía al descubrirlo; los diez años de leer y releer sus cuatro libros, y de conseguir los cuentos que no quiso reunir en libro, y encontrar ahí más fogonazos de genio (cuando se reediten “The Inverted Forest” y “The Varioni Brothers”, acuérdense de mí), el comienzo entretanto de la decepción (en dos direcciones paralelas y simultáneas: ¿por qué no publicó más? y ¿por qué publicó ese mamarracho llamado “Hapworth 16, 1924”, el último cuento que mandó al New Yorker, antes de llamarse a silencio?). Mientras tanto uno se va acercando a los cuarenta y, como sucede con tantos otros ritos de pasaje, un día, sin darse cuenta siquiera, manda a Salinger al desván de los recuerdos, de los buenos recuerdos de juventud.

Obviemos piadosamente los libros que escribieron sobre él la golfita Joyce Maynard y la propia hija de Salinger, Margaret. Obviemos también la pomposa y tramposa biografía que le dedicó el británico Ian Hamilton. Y especialmente, tratemos de olvidar, al menos hoy, el día de su muerte, sus desafortunadas, neurasténicas apariciones finales en la escena pública, exigiendo a través de millonarias querellas judiciales que se lo dejara en paz. El tipo descansa en paz, finalmente. En poco tiempo sabremos si siguió escribiendo todos estos años, o no. Y si, antes de morir, mandó quemar todos esos papeles inéditos o se publican póstumamente. Quizá vuelva a maravillarnos, quizá vuelva a decepcionarnos. Pero ni lo uno ni lo otro borrarán el relámpago de gloria que produjeron y seguirán produciendo “Para Esmé” o Levantad, carpinteros en la persona que los lee por primera vez.

LITERATURA J. D. SALINGER, FIGURA INEVITABLE DE LAS LETRAS

La vida de un escritor que prefirió volverse anónimo
Su muerte, en su bunker de New Hampshire, reactivó todas las preguntas que laten desde que se retiró de la vida pública. ¿Cómo explicar ese ostracismo? ¿Hay una obra oculta que ahora verá la luz? Mientras tanto, vale el repaso de un legado brillante.


Por Silvina Friera

¿Qué habrá escrito el gran ermitaño de la literatura norteamericana en este medio siglo de reclusión? La pregunta surge inmediatamente después de que la noticia de su muerte comienza a rebotar por el mundo entero, casi sin necesidad de atribuirle un sujeto a tamaño interrogante. El escritor genial, misterioso y esquivo con los medios de comunicación –si alguien se atrevía a profanar su preciosa intimidad lo pagaba caro; pocos han demostrado tan férrea voluntad para mantenerse a salvo del fervor público– no necesitó del espaldarazo fúnebre y los ritos del adiós para convertirse en un mito o en una leyenda. Fue un mito en vida, a pesar de esa cara huidiza a las fotos, que se tornó amenazante y llena de aristas, cuando lo escracharon aquella vez, en plan de viejito de barrio que hace las compras, a la salida del supermercado, cerca de su inexpugnable bunker de New Hampshire, donde vivió atrincherado todos estos años hasta volverse casi invisible. No sería extraño leer próximamente en alguna pared “Salinger vive”, aunque haya muerto ayer, a los 91 años. No es sólo una declaración de deseo, monopolio exclusivo de la cultura del rock, pop o como se prefiera llamarla. Esta frase podrían escribirla hombres y mujeres de varias generaciones –desde los años 50 hasta la actualidad– que leyeron la novela El cazador oculto y aún siguen bajo los efectos de esa voz repentina, como un latigazo, la del joven protagonista Holden Caulfield. El escritor transmigró la fosilizada piedra del lenguaje por uno nuevo, radical, que taladró todas las referencias de “lo bueno” y “lo malo”. Y compuso, vaya proeza, la primera crónica de la adolescencia con dinero, consumidora de productos industriales y lenguajes que se venden como productos, pero que vive tambaleándose por el borde filoso de un precipicio, sin intuir que estaba articulando literariamente el primer antecedente en tierras americanas de la rebelión juvenil y universitaria de los años ‘60 y ‘70.

“Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso.” Así, con ese registro fluido y cotidiano, comienza El cazador oculto, publicada en 1951, traducida a 40 idiomas y celebrada nada menos que por William Faulkner como la mejor novela de su generación. Holden cuenta la historia de su última Navidad, cuando fue expulsado de la reputada escuela Pencey (“cuanto más caro es un colegio, más delincuentes tiene”, sugiere) con una intención deliberada: esta narración le demanda al lector ponerse en el lugar de un joven que se siente extranjero en su propia ciudad (Nueva York), por la que deambula durante tres días y tres noches; un joven que visita su casa a hurtadillas como si fuera un fantasma o el protagonista de una pesadilla. Holden, un adolescente de 16 años, excepcionalmente sensible, es víctima del desencanto de la época del complejo militar-industrial de Eisenhower y de la paranoia sistemática del macartismo. Cada tanto hay que mirar por dónde se pisa: esa sutil advertencia podría ser una minúscula nota al pie de su literatura. Salinger narró la tragedia y la comedia de la fulminante pérdida de la inocencia, la imposibilidad de crecer sin dolor, sin astillarse en mil pedazos ante la corrupción impávida de los adultos.

Lo compararon con Mark Twain y Nathaniel Hawthorne, con Herman Melville y Scott Fitzgerald. Como las familias literarias se arman a gusto del consumidor, la lista podría incrementarse. Pero J. D. Salinger era Salinger. Este enigma –que se preserva hasta en la sigla acotada de su nombre– nació como Jerome David Salinger el 1º de enero de 1919 en Nueva York. Hijo de un comerciante polaco de origen judío que vendía quesos kosher y de una escocesa-irlandesa católica, vivió en Park Avenue junto a su hermana Doris. Cuando se enteró de que su familia era sólo “medio judía”, el joven Salinger padeció una terrible crisis religiosa: primero pasó del judaísmo al cristianismo, de ahí a las enseñanzas de Yogananda, a la dianética e incluso a la cienciología, sin descartar apenas ninguna fe de orientación. Jerome David fue apodado Sonny por su padre. Igual que Lionel, el protagonista del cuento “En el bote” (hijo de Boo Boo Glass), de muy niño Salinger siempre se estaba escapando de casa. El padre solía jugar con sus dos niños en la playa, los tomaba por la cintura para salvarlos de las olas y les decía: “Estad atentos, a ver si veis un pez plátano”, exactamente igual que Seymour Glass. Tras recibir formación militar en una academia de Pennsylvania y sin sobresalir en los estudios, completó su formación en Viena, París, Londres y Varsovia. Comenzó a escribir sus primeros cuentos, pero no logró que los editores de las revistas mordieran el anzuelo y los publicaran. La clave de su existencia se resumía en dos máximas: “Sólo te inmiscuirás en asuntos de arte si piensas dedicarte monásticamente”, y “usarás siempre la palabra más sencilla”.

En 1942 empezó a trabajar para The New Yorker. En 1943 envió tres relatos al periódico Saturday Evening Post, que le pagó 2000 dólares por los cuentos. Uno de ellos narra la historia de una despedida. El adiós de un joven que está a punto de salir hacia el frente de guerra. No era más que una extrapolación de los temores de Salinger a ser movilizado hacia el frente y perder la vida en él, al igual que el protagonista de su relato. Su participación en la guerra fue más que directa. El 6 de agosto de 1944 estuvo en el desembarco de Normandía como infante del XII regimiento. Testigo de los horrores del combate, estos hechos le dejaron una profunda huella emocional e incluso estrés postraumático, lo que se percibe en algunos de sus relatos, especialmente “Un día perfecto para el pez banana”, sobre un ex soldado suicida, y también en “Para Esmé, con amor y sordidez”, narrado por un soldado traumatizado. Con un talante polémico, el soldado Salinger consideraba a Ernest Hemingway, a quien conoció en París, y a John Steinbeck, escritores de segunda clase. Preservaba su admiración, claro, hacia Herman Melville.

El primer éxito literario llegó de la mano del relato “Un día perfecto para el pez banana”, publicado en 1948 por The New Yorker, historia que gira en torno de su gran héroe, Seymour Glass, veterano de guerra y suicida inocente. Entre 1951 y 1963, publicó cuatro libros: El cazador oculto, Nueve cuentos, Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado. Desde el principio sus obras fueron diseccionadas hasta un extremo difícil de concebir. La reacción de Salinger, de naturaleza extremadamente tímida, fue el repliegue. No quiso leer las críticas de sus libros, eliminó la fotografía de las ediciones de sus obras, no permitió las reediciones de sus otros textos ni siquiera para antologías o libros de texto y, por último, dejó de publicar ficción. Pero continuó escribiendo en su guarida sin intención alguna de volver a publicar. ¿Cómo explicar ese ostracismo prematuro, inesperado, ese silencio inquebrantable que moldeó conjeturas de largo alcance? ¿Se borró del mapa porque había escrito todo lo que tenía que escribir? Estas y otras preguntas de respuestas inciertas no hicieron más que atizar el fuego de este “nuevo Bartleby”, ese personaje de Melville que esgrimía su lacónico “preferiría no hacerlo” cada vez que su jefe le pedía algo.

Desde que publicó en 1963 su último libro, Levantad, carpinteros, la viga del tejado, el escritor se transformó en el guardián más celoso de su privacidad. Su última pieza publicada fue un cuento corto, “Hapworth 16, 1924”, en The New Yorker en junio de 1965, defenestrado por la mayoría de los críticos, que afirmaron que fue “lo peor que escribió”. “‘Hapworth’ es como los Rollos del mar Muerto para el culto de Salinger –comparó el crítico Ron Rosenbaum–. La fascinación que tiene este texto es que en algún lugar yace el secreto del silencio de Salinger desde entonces.” Ese cuento es la carta que desde un campamento de verano envía Seymour Glass a sus padres. Le duele a ese niño de siete años no estar en su casa, pero más le molesta la obligación de aprender a ser mayor en contacto con seres de su edad. Hay que decirlo sin sobresaltarse: los niños de Salinger son criaturas prodigio, escritores y actores precoces, políglotas con superpoderes, campeones del baile y el deporte, tremendos desgraciados, futuros suicidas. “Pocos de estos niños magníficos, saludables y a veces muy guapos, madurarán. La mayoría –doy mi desgarradora opinión– se limitará a envejecer”, escribía Seymour con un escepticismo pavoroso. Crecer es como subir a un cerro con un gran cartel atado al cuello que dice “olvida”.

La periodista y escritora Joyce Maynard, amante de Salinger cuando ella tenía 19 años y él ya superaba los 50, revela en su libro Mi verdad el enojo que los críticos le producían a Salinger. “Quiero que entiendas que cuando publicas un libro se te escapa de las manos. Los primeros que te atacan son los críticos, deseosos de hacerse un nombre a costa del tuyo. Y lo consiguen.” También su ex amante recuerda lo que el escritor decía sobre los editores. “Prefiero pasar dos horas en el sillón de un dentista que un minuto en el despacho de un editor. No son más que una pandilla de escritorzuelos insoportables, complacidos de sí mismos; no han leído a Tolstoi desde que iban a la Universidad.


Todos detrás del best seller.” Maynard sostiene que Salinger ha escrito dos libros que guardó en una caja fuerte. Quizás encerrado en su fortaleza, escribió la saga de los Glass, a la espera de un mundo más soportable. Lentamente, todo fue reduciéndose al silencio. Desde entonces, su frase de cabecera podría haber sido: “Preferiría no escribir, pero reediten mis obras”. No hay que confundir el mito del hombre huraño y discreto con un escritor que nunca prohibió la circulación de sus libros, si contaba con su debida autorización. Pulseó con uñas y dientes contra todas las ediciones piratas de sus obras. En el teatro de una guerra donde se representaba la lucha espectral por el dominio de la palabra, siempre a través de sus abogados, Salinger querelló a todos aquellos periódicos, periodistas y biógrafos que osaron invadir su intimidad.

El litigio más importante que tuvo que librar para defender su tan preciada intimidad fue en 1987, cuando consiguió que otro tribunal estadounidense cancelase la publicación de una biografía no autorizada. El tribunal falló a favor del autor con el argumento de que el libro escrito por el crítico inglés Ian Hamilton En busca de J. D. Salinger, “citaba o parafraseaba” sin su consentimiento cartas escritas por él hace veinticinco años. Salinger abandonó el hermetismo para declarar ante el tribunal: “Soy un autor de cierto renombre” que por motivos personales había “decidido abandonar por completo la atención pública”.


La última querella fue el año pasado, cuando consiguió que se prohibiera la publicación de un libro de un autor sueco que pretendía lanzar al mercado una continuación de El guardián... con un Holden septuagenario. Las mujeres que estuvieron cerca del escritor cometieron infidencias autobiográficas imperdonables. Su hija Margaret publicó en 2000 unas memorias tituladas Dream Catcher (El guardián de los sueños), que por su contenido suenan más a ajuste de cuentas. En esas páginas, escritas al calor de la admiración por la obra del escritor y del rencor por su manera de ser, retrató a un Salinger tiránico, un machista que hizo sufrir a sus mujeres y las abandonó en cuanto disentían, un tipo capaz de convertir a su familia en una secta, un iluminado entregado sin acierto a hacer de su vida su gran obra.

La hija incluso afirmó que el escritor abusó de su segunda mujer, Claire Douglas, a la que mantuvo como una “virtual prisionera”. Basta citar un breve párrafo para ilustrar el tono de estas memorias: “Para mi padre, tener algún fallo es motivo de repulsión, tener un defecto es ser un desertor, un traidor, o una traidora. No me extraña en absoluto que su mundo esté tan vacío de personas reales ni que sus personajes de ficción se suiciden tan a menudo”.

En esa larga campaña por borrarse de la vida pública, sólo en 1974 “suspendió” por menos de una hora ese blindaje para aceptar una entrevista telefónica con el The New York Times, en la que declaró que editar sus cuentos sin su permiso suponía “una terrible intromisión en mi vida privada”. También amenazó con acciones legales a las universidades que, al otorgarle un premio, usaban su nombre. Por si alguno duda y cree que esa reticencia a ser carne de cañón de la vida pública era una pose, el escritor ordenó a su representante quemar, sin abrirlas, todas las cartas de admiradores. Además, arremetió contra una página de Internet dedicada a su obra y logró que la quitaran.

La brevedad de su excepcional obra fue más que suficiente para entrar por la puerta grande de la historia mundial de la literatura. Salinger ha muerto y es un día triste, sin duda. Pero vive y seguirá viviendo en sus libros.
Larga vida a Kenzaburo


Por Juan Forn

El artículo noveno de la Constitución japonesa es único en el mundo: estipula que Japón no puede tener fuerzas armadas. Como bien se sabe, esa Constitución fue redactada después de la rendición de Hirohito en 1945, momento en el que “era un imperativo moral para el Japón demostrar que renunciaba para siempre a la guerra”, según las famosas palabras que pronunció Kenzaburo Oé cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994. Por eso cada vez que la comunidad internacional “sugirió” en los últimos tiempos a Japón que debía ofrecer efectivos militares a las brigadas internacionales cuya presunta función es “preservar” o “restaurar” la paz en el mundo, Oé alzó su voz en contra. Y cuando la derecha japonesa intentó ampararse en esas presiones de Occidente para derogar el Artículo 9, Oé creó una asociación en defensa de ese artículo de la Constitución. Aunque sólo logró siete mil firmas de apoyo, cifra más que exigua en Japón (baste mencionar que cada libro de Oé que se publica allí tiene una tirada inicial cinco veces superior, y eso que Oé no es precisamente un autor de éxito en su país), eso no ha impedido que la derecha japonesa pusiera en marcha una sonada causa judicial contra él, en la que según ellos está en juego el honor militar de la nación, mancillado por Oé en su libro Notas de Okinawa, de 1970.

Oé ha declarado famosa y repetidamente (la última vez ante al tribunal de Osaka que lleva la causa contra él): “Mi vida está marcada por tres eventos: el nacimiento de mi hijo con daños mentales permanentes en 1963, el viaje que hice a Hiroshima al año siguiente y el que hice a Okinawa dos años después. Todo mi trabajo intelectual se sostiene en esos tres pilares. Y me enorgullece que el resultado literario de esas tres experiencias, la novela Una cuestión personal y los ensayos Notas de Hiro-shima y Notas de Okinawa, pudieran publicarse y puedan leerse hasta hoy en mi país tal como los escribí”. Ríos de tinta han corrido en el mundo sobre el modo en que Oé escribió sobre su hijo en Una cuestión personal. Mucho menos se sabe sobre los dos ensayos (de hecho, ni siquiera están traducidos a nuestro idioma). En el libro sobre Hiroshima, Oé hacía foco en la traumática manera en que Japón lidiaba con los sobrevivientes de la bomba atómica. En el de Okinawa, trataba una materia aun más volátil: la manera en que su país recordaba los “suicidios en masa” de civiles en las islas okinawenses, ante la llegada de las tropas norteamericanas, cerca del fin de la guerra.

Oé había descubierto con horror, al visitar en 1965 el templo en honor a las víctimas en Yasukuni, que se las honraba como combatientes de guerra (aunque la mayoría de las setecientas víctimas eran no sólo civiles sino mujeres, ancianos y niños). Lo ocurrido en aquellas abominables jornadas de 1945 fue que las tropas imperiales, en su repliegue, ordenaban a los civiles de cada aldea que se suicidaran antes de caer en manos del invasor, en algunos casos entregándoles granadas de mano, en otros obligando a los jefes de aldea a arrear a la población hasta los acantilados para que se arrojaran todos al vacío.


Oé sostenía en su libro que era una falacia moral llamar “suicidios en masa” a aquellas muertes inducidas y que era indispensable para la memoria colectiva japonesa que no se callara lo que había ocurrido realmente.

Siguiendo al libro de Oé y al monumental trabajo del historiador Saburo Ienaga (La Guerra del Pacífico), los manuales de historia que utilizan los estudiantes japoneses desde 1970 se refieren al episodio como “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”. Así se mantuvieron las cosas hasta que en el año 2004, los descendientes de uno de los comandantes militares de Okinawa durante la guerra se presentaron en los tribunales japoneses y, amparándose en un libro de 1973 de la historiadora revisionista Ayako Sono (La historia detrás de un mito), exigieron que se retiraran inmediatamente de circulación en todo Japón esos manuales de historia y que Oé les pagara 200 mil dólares en resarcimiento por las calumnias que contenía su libro sobre Okinawa.

Asombrosamente, el poderoso equipo legal armado para sustentar el reclamo, compuesto por conspicuos personajes de la derecha y del lobby promilitar japoneses, fundamentó la causa en un párrafo del libro de Sono en el que, malinterpretando arteramente palabras de Oé, sostenía que éste acusaba de genocidio al comandante Akamatsu.


En realidad, Oé se había cuidado bien de dar nombres en su libro: según él, no se trataba (en 1970, veinticinco años después de los hechos) de hacer condenas individuales sino de lograr que el pueblo japonés entendiera cabalmente que el espíritu militarista que había regido al país era una aberración que no debía repetirse jamás.

Dos episodios inquietantes parecieron anticipar una derrota judicial de Oé: el diario conservador Yomiuri Shinbun reprodujo en primera plana unas declaraciones hechas en el estrado por la historiadora Sono (en realidad se había limitado a leer un párrafo de su libro de 1973, donde decía: “Lo que encuentro incomprensible es por qué, tanto tiempo después de la guerra, el señor Oé insiste en cuestionar la pureza del gesto de todas esas personas que eligieron morir por la patria y pretende hacernos creer que fue un acto realizado a la fuerza”); acto seguido, el Ministerio de Educación decidió de motu proprio retirar de currícula aquellos manuales de historia que mencionaban “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”.

Para sorpresa y alivio de muchos, cuando finalmente se conoció el fallo del tribunal de Osaka fue favorable a Oé: se desestimó la demanda y se ordenó que aquellos manuales volvieran a integrar la currícula de las escuelas japonesas (lo que generó que más de cien mil personas salieran a festejar por las calles de Okinawa, la mayor manifestación de su historia).


Los litigantes, sin embargo, han logrado que se les conceda una apelación y el proceso, que ya lleva seis años, se prolongará cuanto menos por tres años más. Oé, quien cumplirá los setenta y cinco este domingo 31 de enero, declaró que sólo le importa tener tiempo en este mundo para poder hacer dos cosas: una de ellas es llegar vivo al momento en que la Corte Suprema japonesa se expida sobre el caso; la otra es escribir una novela que cuente la historia del Japón moderno (desde que comenzó a manifestar sus primeros signos imperialistas de conquista hasta el derrumbe de la burbuja de bienestar económico en 1990).

Con la siguiente salvedad: el narrador, el punto de vista de esa historia, será el de su hijo Hikari, el disminuido mental que logró aprender música gracias a su asombrosa capacidad para imitar el canto de los pájaros y cuyas piezas han sido ejecutadas por Rostropovich y Martha Argerich. Difícil imaginar un libro más valioso, y más difícil de tragar, para el Japón de hoy.

jueves, 28 de enero de 2010

SOBRE EL LIBRO JUICIO A LOS 70, LA HISTORIA QUE YO VIVÍ

Reflexiones sobre la violencia política
Por: Juan Terranova.

¿Qué es Juicio a los 70, la historia que yo viví? ¿Una memoria política? ¿Un ensayo autobiográfico? ¿Una confesión? La prosa de Julio Bárbaro es idealista y blanda, a veces incluso un poco ingenua, y el libro, que acaba de lanzar editorial Sudamericana, tiene de todo un poco. Su lectura es amena y su problema central, uno de los grandes problemas negados de la política y la historia argentina reciente.


Los aciertos

La idea general de Juicio a los 70 es apreciar desde el presente qué pasó en los años en que la lucha armada, sobre todo peronista, tuvo peso político pero también cómo esos años inciden y resuenan en la actualidad. Con subtítulos como el muy freudiano “Autocrítica o ansiolíticos”, Bárbaro describe, explicita y construye aciertos básicos. Primero señala que algunos no pueden poner en palabras lo que les pasó, y otros no pueden dejar de hablar de eso. La idea tiene sus matices y toca varias cuerdas. Bárbaro es duro y justo cuando señala que las madres de Plaza de mayo “son deudos, no actores”. O cuando dice que comprender los 70 quizás implique “devaluarlos”, o incluso cuando se anima con una fija: “Para muchos fue más fácil pasar de pequeñoburgués a guerrillero que convertirse al peronismo”.


La crítica al Che Guevara y a “la política como acto que, para ser puro, debe convertirse en suicidio o, al menos, en fracaso” es atendible. Este conjunto de aciertos no son nuevos, ni siquiera novedosos, pero delimitan un espacio de pensamiento poco convencional, alejado del ruido mediático, y aportan en ese contrapelo para pensar nudos de sentidos históricos más manoseados que complejos. Por otra parte, su lectura del menemismo es la que podemos hacer todos. El folletín, el mercado, la traición y listo. Ahí la deuda, con un sistema económico y político semi-criminal, sigue pendiente.

Los desaciertos

“Cuando entendamos a los Herminios –escribe Bárbaro– estaremos al fin uniéndonos al sustrato de la patria sublevada, como decía el maestro Raúl Scalabrini Ortiz.” Es posible. Más allá de eso, lo que queda claro es que el mismo Herminio fue el que no entendió cómo era hacer política una vez terminada la dictadura. ¿Y Bárbaro? Bárbaro sí, fue ministro con Menem y atendió el Comfer con Kirchner, después de haber sido diputado de la vuelta de Perón. Pero la relación con los dos primeros terminó mal. A ambos critica en su libro.


Y si leyendo el ciclo de los 90 no logra ningún resultado nuevo, su punteo sobre el kichnerismo es superficial y facilista. “Parte de ese programa kirchnerista fue la liturgia de los 70” dice Bárbaro. Y sigue por ahí, como si hubiera una consecuencia directa entre los monto y Kirchner, y solamente ese canal funcionara para llevar y traer entre la actualidad y el pasado reciente. El error es grande desde el momento en que los reflejos y las posturas kirchneristas –menos Cristina que Néstor, pero hasta por ahí nomás– están bastante más cerca del peronismo partidocrático o movimientista de lo que Bárbaro parece dispuesto a aceptar.

Hay otros momentos menos graves de solapamiento y desprolijidad en el libro. Por ejemplo, cuando usa la ya famosa metáfora médica: “(…) una sociedad en la cual la violencia se había instalado como un virus”. Pero la gran bifurcación se da en el juicio a los actores. “Pinta como épicas experiencias que en realidad fueron aciagas” dice de Bonasso y no se equivoca. Pero luego es grosero, en más de un sentido, con los que impulsan Carta Abierta: “Como buenos intelectuales, a todos les sobra biblioteca y les falta estaño”. A esta altura de la discusión, esta especie de cita jauretcheana, tanguera y trunca no es argumento válido. Ni siquiera funciona como chicana.

¿Crítica o autocrítica?

En su núcleo central, Juicio a los 70 se presenta como crítico a una época de inútiles epifanías transgresoras. ¿Llega tarde? No se trata tanto de la cronología y el tiempo, sino de una oscilación. Bárbaro pide una necesaria autocrítica que nunca llegó y como va la cosa no va a llegar. Dice, y no es difícil constatarlo, que Horacio Verbitsky y Juan Gelman hablan del dolor del pasado sin esbozar una autocrítica. Ahora bien, él no puede, y lo sabe, encarnar esa autocrítica. Ni siquiera puede forzarla o ponerla en evidencia. Y también sabe que a la distancia y en este caso señalar los errores ajenos es gravemente antipático. Entonces, toma parte de la responsabilidad para no transformar su discurso en acusaciones y el uso de la palabra “nosotros” se vuelve esquivo. A veces “nosotros” refiere a “los militantes”, a veces a “los militantes peronistas”, y en otras partes “los militantes que no hicieron la lucha armada”. Copio apenas dos citas.

“(…) los asesinaron los militares pero la incomprensión histórica es nuestra: es culpa nuestra, pesa sobre nuestras espaldas. En cada desparecido hay un error de concepción de alguno de nosotros, inclusive la frivolidad o la incapacidad de no haber sido alternativa cuando debíamos.”

“Casi ninguno de ellos reconoció su lugar en la historia: no asumieron que las vidas inmoladas exigían un testimonio y una explicación desde la política, no sólo desde los derechos humanos.”

Nótese la diferencia de reparto entre la culpa, la responsabilidad y el uso de los pronombres personales. Ambas citas dicen mucho sobre la vuelta de la democracia. Y el pedido de “la explicación política” sigue pendiente. El rol de los Derechos Humanos como salvavidas de plomo del campo nacional y popular en la Argentina debería producir en el futuro, espero que no lejano, una extensa polémica en las nuevas generaciones de cientistas sociales.


“Fuimos –escribe Bárbaro– una generación política que se consideraba dividida por las ideas pero, quizá, apenas estaba fracturada por la ambición. Entre los resentidos, los enriquecidos y los desaparecidos, mostramos una paisaje triste del que ni siquiera logramos extraer algunas sabiduría”. Más allá del lugar en el que se pare el autor para hacer estas reflexiones, como tales son atendibles. Quizás, insisto, la voz de Bárbaro sea antes “objeto” que “critica” y los responsables de tomar la posta sean los historiadores que, por su juventud, pueden despegarse un poco más de ese momento del la historia.

Good bye, Perón

Juicio a los 70 abunda, recursivamente, en frases como esta: “El mejor homenaje a los caídos implica respetar su experiencia sin paternalismos: no tenemos derecho a cuestionar la grandeza de su entrega pero estamos obligados a debatir sobre la racionalidad de esos actos”. Son frases punzantes, que responden a una experiencia clara y a cierta lucidez. Bárbaro sabe que no todo fueron los fierros en los pasos previos a la dictadura. Hubo política. Su versión de los días que anticiparon al golpe del 76 lo demuestra. Ahora bien, el libro se queda corto. Hay un gesto de resumir todo a que aquellos que gobernaron en la soga peronistas después de Perón no lo entendieron, lo tergiversaron o corrompieron su legado.

Bárbaro puede recaer en párrafos de verdulero como el que sigue: “En la casa de mi infancia no se echaba llave a la puerta porque la seguridad venía con la integración, no con los discursos inflamados de los políticos en campaña. Creo que no escuché la palabra “desocupado” hasta después de los cuarenta años”. Para después señalar que “Ninguna de estas actitudes –la negación, la melancolía, la vergüenza- puede producir política. Y no produjo. Y así nos va.” La negación, la melancolía, la vergüenza. Es verdad, desde ahí no despega la política. ¿Y desde la nostalgia, Bárbaro? Porque no es lo mismo la melancolía que la nostalgia.

Como en la película de Wolfgang Becker, Good bye, Lenin, Juicio a los 70 demanda permanentemente una vuelta al pasado, a los orígenes. Nadie debe cambiar la escenografía. Pero la escenografía cambia, como cambia el rollo de la película para filmar. Con una cámara vacía en la mano, a Bárbaro le falta una crítica al peronismo histórico, la que sin duda es su aurea aetate. “Yo soy peronista, pero de Perón” se escucha por atrás de Juicio a los 70. Y el enunciado parece salido de alguno de los personajes más duros y poco entendidos de las novelas de Jorge Asís. Ahí sí el autor se pierde de hacer una buena autocrítica.

Juicio a los 70 es un libro simple, que cae en simplificaciones. Su autor tiene mucho para contar, aunque sus reflexiones sean cortas y demasiado directas. Y su tema es un gran tema sobre el que vale la pena volver con una mirada crítica. Ojalá sirva como disparador de un debate más extenso.



Entrevista a la escritora Laura Restrepo, sobre su nueva novela, Demasiados héroes
Mar 12/05/2009 - 23:57 Arte y Cultura
Por: Raúl Kollmann/Página 12

“La dictadura fue también una condena al silencio”
La escritora colombiana vivió en los ’70 en la Argentina y militó durante cuatro años en el PST. De esa experiencia surgió una ficción con fuertes implicancias autobiográficas y nacida, según reconoce la autora, “de la dificultad para contar aquel período”.

Laura Restrepo hurgó en los vínculos familiares condicionados por la militancia.

Laura Restrepo lo resume así: “La mamá le cuenta de la militancia y la clandestinidad, pero el hijo no quiere saber de eso. El hijo, ya adolescente, busca a su padre al que vio por última vez cuando tenía dos años y medio. Ella no termina de contarle sobre lo que los dos llaman el episodio oscuro, ocurrido cuando Ramón, el padre, y Lorenza, la madre, dejaron el partido y se fueron a vivir a Colombia. Ahí, en Bogotá, Ramón secuestra o rapta o roba a Mateo y usando los recursos de la clandestinidad –aquella habilidad para fabricar y moverse con documentos falsos– se lleva al niño. La madre trata de endulzar, de atenuar el dolor; Mateo quiere afrontar el dolor”.


Durante la dictadura, Laura Restrepo, la gran escritora colombiana, vivió y militó a lo largo de cuatro años en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) de la Argentina, la organización que después devino en el Movimiento al Socialismo (MAS). La novela que acaba de publicar, Demasiados héroes (Editorial Alfaguara), se parece muchísimo a la realidad y, en concreto, a la realidad que ella vivió, incluyendo el episodio oscuro. Se acerca con calidez a las dificultades que tuvieron y tienen los padres que militaron para contarles la historia a sus hijos, explicarles algo de aquella pareja que tuvieron algún día y ya no tienen y que es un padre o una madre ausente.

Paralelamente, es la historia de un adolescente que no quiere que le cuenten nada más: confronta con su madre, necesita ver y descubrir al padre de carne y hueso. Es más, Demasiados héroes es en gran parte la historia del viaje de Lorenza y Mateo a Buenos Aires, unos doce años después de la dictadura, para que Mateo conozca a su padre.

En esos años, los de la dictadura, yo conocí a Laura Restrepo –le decíamos Laurita– en el PST. De manera que este diálogo no es entre dos desconocidos. La llamé a su casa de Bogotá –aunque vive habitualmente en México– conociendo su historia y sabiendo que lo que cuenta en la novela, casi todo, pasó realmente. Incluyendo los hechos más asombrosos e impensados.

–¿Por qué Demasiados héroes?

–Quise sacarle a la historia las dos retóricas. Por un lado, la retórica literaria y, por el otro lado, la retórica política. Tardé cinco años en escribir este libro y lo escribí seis veces. Las primeras versiones me parecían una especie de boletín interno político, con esa visión heroica, habitual en nuestro relato de la izquierda, con excesiva valoración de lo que hicimos. Así que fue como deshojar un alcaucil. En la medida en que el hijo, el adolescente, va confrontando a la madre, ella se ve obligada a contar una historia de seres humanos y ya no de militantes un poco fuera de lo normal o dotados de una ética superior o de superpoderes.

–¿Y qué pasó con la retórica literaria?

–El noventa por ciento del libro son diálogos y eso fue todo un desafío. Porque cualquier metáfora, cualquier utilización del lenguaje literario, chirriaba, desafinaba. Por eso la exigencia era de lenguaje cotidiano. Y más porque el hijo cuestiona a la madre. Tiene que ver con los intereses diferentes que hay entre ellos. Ella cuenta una historia de militancia, con partes autocomplacientes, y el chico necesita encontrar al padre. Esto genera dos lenguajes distintos, con enormes dificultades para comprenderse. Una parte de la novela lo constituyen diálogos imperfectos, difíciles, donde prima la incomprensión.

–¿En qué sentido?

–Es que también tiene que ver con lo que vivimos. La dictadura fue una condena al silencio. Te lo imponía la clandestinidad, te lo autoimponías por razones de seguridad. Uno no quería saber porque se ponía en riesgo la seguridad. Nadie anotaba nada, no se podía hablar por teléfono. Y en el fondo, esa misma clandestinidad hace que ella tampoco sepa mucho de Ramón, su ex pareja, el padre del chico. Mateo, el hijo, la pone contra la pared: ella no tiene mucho para aportar y eso hace todavía más imperioso que él encuentre al padre y construya su propia imagen de él.

–¿Y por qué no le dice directamente que el padre se robó al hijo de ambos?

–Bueno, ése es el reclamo de Mateo: díganme la verdad. La dictadura era un enemigo poderoso que te imponía el silencio y era tan monstruoso que se te metía adentro. Y Mateo de alguna manera estaba diciendo que su padre lo secuestró, hizo con él lo mismo que hizo la dictadura. La madre eso no lo puede nombrar directamente, no puede. Pero la verdad es que la situación se te mete adentro. Mi anterior libro Delirio trata justamente de eso, pero respecto de Colombia. No se puede pensar que en un país existen la guerrilla, los parapoliciales, los narcotraficantes, y uno se mete en su casa, cierra la puerta y la guerra queda afuera. El personaje de Delirio, Agustina, pierde la cabeza, delira.

–¿No fue muy, pero muy inhabitual eso que te pasó, que un padre, militante, o ex militante, se robara al hijo de ambos?

–Tal vez eso no, pero las relaciones personales, con los hijos, con los padres, con la propia pareja, todo fue afectado por la dura prueba por la que atravesamos.

–En algún momento Mateo dice que está cansado de mudarse, de las distintas parejas de su madre en la militancia.

–Sí, es verdad. Mateo dice en la novela “vos me tenés corriendo detrás de tus cosas y yo ni siquiera sé cuáles son tus cosas”. Creo que la dictadura hizo que uno hiciera una alianza muy estrecha con la pareja, una especie de solidaridad muy fuerte, pero al mismo tiempo eso hizo que uno no supiera del todo quién era la pareja. Cuando en la novela Lorenza y Ramón se van a Colombia, abandonando el partido, o cuando cayó la dictadura, esa unión solidaria, esa alianza, esa cohesión contra el monstruo, desapareció. Y entonces nos enfrentamos y en el libro se enfrentan dos personas que ya no se reconocen como antes.

–¿Y cómo lo ves mirando hacia atrás?

–Contradictoriamente, yo siento nostalgia de esos años en que estuve en la Argentina en el PST. Por supuesto que era sumergirse en el horror. Pero también fue algo entrañable, acogedor. Por eso el libro está escrito con cariño: la solidaridad entre la gente te hacía sentir arrullado. Y cuando todo eso pasa, se produce una cierta soledad. Uno sentía que tenía gente de su lado, compañeros. Paradójicamente te diría que aquellos fueron algunos de los años más felices de mi vida. Estaba tan claro contra quién luchábamos, qué era lo que nos unía. La compañía de la gente que estaba de nuestro lado es una compañía que fue muy difícil de encontrar después.

–¿En qué se diferencia tu novela de lo que has visto escrito por los que participaron de la lucha armada?

–Hay libros muy valiosos, como el de Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte. Pero en general son libros muy duros, de una autocrítica feroz, despiadada. Yo quise contar lo que fue la resistencia pacífica, invisible, la de los militantes que cruzaban la ciudad para entregar un periódico del partido, doblado hasta el cansancio para meterlo en un atado de cigarrillos. El militante que valoraba en forma increíble haber conseguido uno o dos contactos entre las trabajadoras de Bagley.

Cuando Lorenza y Mateo viajan a Buenos Aires, doce años después de la dictadura, ella le muestra los lugares donde se reunía con estibadores del puerto para hablar, choriceada mediante, de la situación política. Y Mateo le pregunta: “¿Y en qué molestaban ustedes a los dictadores comiendo chorizo y hablando mal de los dictadores?”. Ella le dice: “Era una forma de romper el silencio, de mencionar a los muertos, a los desaparecidos”. Honestamente, para bien o para mal, yo no sería la persona que soy sin aquella formación en el PST argentino. No sería la escritora que soy. Por eso el libro tiene también cariño, añoranza.

–Hubo aspectos negativos, me imagino.

–Quiero remitirme a uno de mis primeros libros: Historia de un entusiasmo, que trató sobre las negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla del M-19. Yo estuve muy cerca de los militantes y dirigentes del M-19 que fueron asesinando durante aquel proceso de paz. Y ése sí fue un libro de héroes. Yo escribí sobre las actitudes heroicas del M-19, pero minimicé, pese a que conocía, los desastres que hizo el M-19. Eso dejó el libro chueco y nunca me lo perdoné. Más allá de todo, aquel proceso de paz fue un modelo, y hoy Alvaro Uribe lo tergiversa todos los días. Este libro es en cierta manera una respuesta a Historia de un entusiasmo, mostrando las cosas positivas y las negativas.

–Obviamente está el episodio oscuro como parte de las cosas negativas.

–Está explicado en el libro, a partir de la dureza de la situación que vive Ramón, llevado por Lorenza a Bogotá. El se encuentra totalmente perdido, dejó el partido, su espacio en Buenos Aires y el rapto del hijo es la búsqueda del espacio anterior, un territorio en el que sea local.

–Casi no se habla del duro trance que significó dejar el partido. Tanto por parte de Lorenza como por parte de Ramón. Aquello era traumático.

–Es cierto. Decidí pasar por encima de eso. En los términos de la novela igual se ven los efectos, con un padre que perdió completamente la identidad en Bogotá y una madre que también perdió la identidad.

–¿Existió el viaje con tu hijo a la Argentina a conocer al padre?

–Sí, existió. Y muchas de las discusiones, los líos con mi hijo de entonces, son la base de este libro. Es más, originalmente, el personaje central del libro era la madre, pero el cambio decisivo que me llevó a transformar todo es haber convertido al hijo, al adolescente cuestionador, en el protagonista central.

–Sé que hoy es un licenciado en Letras que se acerca a los 30 años. Nació en 1980.

–Sí, es un muchacho magnífico.

–No vamos a contarle a la gente el final, pero no puedo dejar de preguntarte si el final de tu novela, la forma en que recuperaste a tu hijo, se parece a la realidad.

–Sí, se parece mucho, mucho.

–En la novela, Ramón, siendo dirigente del partido, ante tareas difíciles alienta a los militantes con la frase “¿Qué somos? ¿Héroes o payasos?”. Y en tu mirada, ¿qué conclusión sacaste? ¿Héroes o payasos?

–Ni héroes ni payasos. El necesario punto intermedio que hace la historia humana. Héroes no, pero payasos menos. Militantes humildes, que hicieron lo que había que hacer, como también lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo. Una resistencia infinita, invisible, una resistencia de la gente del montón, que fue la que derrotó a la dictadura.

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Las patas en la fuente
Con los cuentos de Villa Celina, Juan Diego Incardona abrió un surco original de una narrativa en busca de recuperar la mitología del barrio bonaerense. Ahora, con El Campito avanza en el camino de una épica fantástica del pueblo peronista.

Por Alejandro Soifer

El Campito
Juan Diego Incardona
Mondadori
256 páginas

En su primer libro (Villa Celina, 2008) Juan Diego Incardona se inscribió en una tradición de escritores nacidos y criados en el conurbano bonaerense que en los últimos años han puesto buena parte de su literatura al servicio de la representación de esos espacios natales y de infancia, en un tono que sabe mezclar con habilidad la melancolía con el romanticismo y cierto espíritu de aventura.

El Campito toma estos elementos para condensarlos y superarlos, en una novela que reconstruye esa topografía en clave fantástica puesta al servicio de una neoépica del primer peronismo; como si éste se hubiese conservado intacto e ininterrumpido desde 1955 para reflotar en un tiempo no definido pero presuntamente cercano.

Juan Diego, el narrador, relata la historia que le refiere Carlitos, ciruja andante y especie de trovador que va contando sus fantásticas aventuras en una Matanza que se parece al escenario de un alto fantástico como El Señor de los Anillos, pero en clave subdesarrollada, entre basurales, mutantes producto de la contaminación del Riachuelo y barrios secretos creados por orden de Eva Perón.

La estructura dialoga en forma directa con el libro Séptimo del Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, “Viaje a la Oscura ciudad de Cacodelphia”, donde el protagonista era llevado por su amigo Schultze a conocer los misterios ocultos en esa propia reescritura marechaliana del Infierno de Dante debajo de Buenos Aires. El Campito trabaja con esa misma idea de mostrar un mundo fantástico en boca de un guía. A su vez, al ciruja, ese mismo mundo también le será enseñado como algo nuevo por sus eventuales compañeros de aventuras.

El diálogo con Marechal no terminará allí sino que habrá ocasión de volver a toparse con los “Excursionistas de Saavedra”, el Taita Flores, el Gliptodonte y el Neocriollo, mezcla de temas y personajes de su obra magna. También harán acto de presencia Roberto Arlt y sus estrambóticos proyectos de galvanizar flores con lo que Incardona parece delimitar, en el terreno de los homenajes, sus propias identificaciones de lectura y escritura.

La inclusión de un “Glosario de personajes, lugares y algunos objetos” así como un mapa con las locaciones en las que se desarrolla la acción son elementos clave en el encolumnamiento de la novela dentro del género de la épica fantástica y aportan a cerrar el microcosmos creado.

Quizás en ese mismo ánimo de mostrar demasiado el mundo nuevo, se ralentiza en algún momento la prosa que se convierte así en un muestrario de situaciones fantásticas, sujetos extraños y curiosidades varias con una intención didáctica que quita la posibilidad de una participación más espontánea de los personajes en la trama. Son instantes en los que el autor, en su ánimo de juego, que se nota en el tono y un espacio que aparecen como el reflejo de sueños infantiles, leyendas y anhelos, parece perderse en la intención de aprovechar todas las posibilidades que le ofrece su propia creación.

Esta épica que construye Incardona es popular y peronista, por lo que el ciruja que en un comienzo sólo le cuenta a Juan Diego su historia irá obteniendo más público así como se irá viendo, en su propio relato, rodeado de nuevos compañeros, conformando así, en los dos planos de la narración, esa mítica masa junta y feliz del imaginario justicialista.

Los materiales de desecho (basura, aceite derramado, contaminación del Riachuelo) que forman parte del paisaje natural del conurbano son reescritos en El Campito al punto de transformar ese mundo de asfalto, metal y fuego (referentes clave del ideal industrial de la zona) en elementos de un paisaje que condensa el espíritu del primer peronismo y rinde pleitesía a Evita Capitana. Como en toda épica fantástica, el enfrentamiento final será de grandes proporciones y el resto, una excusa hasta llegar y dar sentido a ese evento.

La novela, que tiene algunos rasgos de parodia, se despega hacia los últimos capítulos de la ironía para asentarse en un tono que conjuga la alegoría política con el recuerdo sentimental del barrio. El resultado es una mezcla final de fantasía infantil, juego y festividad que quedan utópicamente coronadas con el triunfo del pueblo. Una pieza que se suma desde un lugar original de la nueva narrativa a la particular mitología peronista.
EL DIARIO NOTICIAS, DE GABRIELA ESQUIVADA: LA HISTORIA DEL PERIÓDICO DE LOS MONTONEROS
LA AUTORA PLANTEA LOS MODOS DE HACER PERIODISMO Y LOS MODOS DE HACER POLÍTICA EN UN PERÍODO CLAVE DE LA HISTORIA ARGENTINA


En el breve interregno de su vida pública, entre noviembre de 1973 y agosto de 1974, Montoneros sacó a la calle un diario de tipo comercial dirigido a los sectores populares. Noticias intentaría emular a Crónica, aunque muchos de sus redactores y editores se sintieran más cerca de La Opinión. Con conducción militante y una redacción en gran parte profesional, financiado tanto con fondos provenientes de secuestros como con publicidad oficial y privada, alcanzaría una circulación promedio de 100.000 ejemplares. En una excelente investigación, la periodista Gabriela Esquivada analiza un caso interesante tanto por su valor histórico como por las preguntas que abre sobre los modos de hacer periodismo y los modos de hacer política.

"Anoche vino Dardo [Cabo] y me largó una idea sensacional: la Orga quiere lanzar un diario popular de gran nivel, con los mejores periodistas del país. [...] Me encanta la idea de unir lo profesional con la militancia política", escribió sobre los orígenes de Noticias quien sería su director, Miguel Bonasso, en Diario de un clandestino.
La dirección, colegiada y toda "encuadrada"-militante- se completaría con Norberto Habegger, Francisco Urondo, Rodolfo Walsh, Juan Gelman y Horacio Verbitsky. Relata Esquivada que la redacción contaría con otros "periodistas militantes", como Silvia Rudni o Alicia Raboy, pero también con periodistas "con otras formas de actividad política" como Pablo Piacentini, Pablo Giussani, Zelmar Michelini, Sylvina Walger o Martín Caparrós -que entró como cadete y allí escribiría sus primeras crónicas-; y con periodistas sin activida d política como Carlos Ulanovsky o Luis Soto -que llegaba de Crónica y estaba a cargo de turf.


Esquivada muestra las tensiones de un emprendimiento ideado y financiado por dos organizaciones guerrilleras como Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) -que se fusionarían en esos nueve meses- pero que buscaba influir en la opinión pública a través del ejercicio del periodismo profesional. Discusiones sobre los contenidos editoriales o sobre cuestiones gremiales dejan en evidencia el "inestable equilibrio" del proyecto. Las rispideces internas se daban en el contexto del creciente enfrentamiento entre la izquierda y la derecha peronista, que complicaba la impresión del diario, y llevaron a su conducción a tomar medidas de seguridad.
Una anécdota que muestra las dificultades de un proyecto que bordeó la imposibilidad y el absurdo es el relato de cómo se desplazaban sus directores. Cuenta Bonasso: "Salíamos del diario en un auto, y otros dos autos con compañeros se ponían atrás y adelante [...]. Todo muy racional, salvo que íbamos como seis en un Renault 12. ¡Unos arriba de otros, no podíamos ni respirar!"


El diseño del artista plástico Carlos Smoje -del que hay en anexo ejemplos de tapas y páginas internas- es quizá la mejor muestra de la búsqueda por renovar el lenguaje gráfico popular. Inspirado en los tabloides ingleses, es claro y dramático, con un uso importante de las tipografías y la fotografía e incluye secuencias con sentido narrativo. Algunas de estas innovaciones, se comenta en el libro, fueron retomadas por publicaciones posteriores, como Tiempo Argentino o Página/12.


A mediados de 1974 se extremó la línea. Sobrevino la clausura. Para entonces el diario ya había perdido mucha de su pretensión de independencia. En sus últimos meses, Noticias mostraba un "cambio de agenda" que lo distinguía del "temario hegemónico nacional, sin lograr imponer el propio a otros medios", en palabras de la autora. El día del cierre, un editorial de La Causa Peronista firmado por Galimberti anunciaba la vuelta a la clandestinidad de Montoneros.
A la vez cuidadoso y situado, el trabajo de Esquivada, requisito final de sus estudios de maestría en la Universidad de La Plata, constituye un aporte relevante a la historia del periodismo argentino.

Por Ana María Vara
Fuente: diario “La Nación”


Más información: www.lanacion.com.ar
Gabriela Esquivada. El diario “Noticias”, Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires, 2005. 244 páginas.



CRONICAS”, DE ENRIQUE RAAB

La crónica raabiosa

Por María Moreno

¿Por qué no se reeditan las crónicas de Enrique Raab? ¿Qué somnoliento conformismo hace que se siga recitando Carlos Monsivais-Juan Villoro-Pedro Lemebel-Martín Caparrós-Cristian Alarcón como si se intentara formar un canon con una muestra gratis? Es cierto que Enrique Raab no cultivó la novela –ese género fálico que permite pisar los papers–. Que su condición de homosexual (él usaba ese término) no favorecía el mito revolucionario para una izquierda que aún trata de asimilar a Néstor Perlongher, que no advirtió o dejó para más tarde la articulación entre política y política sexual, entonces tampoco da para ícono Glttb. ¿Pero quién puede dudar de su prosa de prensa? El la afinó en Confirmado, Primera Plana, Análisis, Siete Días, La Razón... y siguen los medios hasta llegar a los de la militancia revolucionaria Nuevo Hombre, desde 1974 en manos del PRT, Informaciones de Montoneros y el proyecto de El Ciudadano, también del PRT, en el que trabajó hasta que fue secuestrado. Cuba: vida cotidiana y revolución y un trabajo sobre Luchino Visconti editado por Gente de Cine son sus únicos libros. También hizo un cortometraje, José, sobre texto de Ricardo Halac, que en 1962 ganó el primer premio del Concurso Anual de Cinematografía.

Nacido en Viena en 1932, Enrique Raab fue un periodista “todero” como se dice en algún lugar de Sudamérica, al igual que José Martí o Amado Nervo. Si la especialidad que más frecuentaba era la de crítico de arte y espectáculos, podía ser anfibio e ir de cubrir la revolución de los claveles en Lisboa a las ofertas del verano en la costa atlántica, pasando por una entrevista a Bertrand Russell o una a Juan José Camero. En sus tres crónicas de Plaza de Mayo entre 1973-1975 puede leerse toda la historia del peronismo y un efecto de objetividad –sus lectores eran los de La Opinión pero también sus compañeros adversarios en la militancia revolucionaria (Montoneros) y los del propio grupo de pertenencia (PRT)– que no excluye la ironía: señalar la pancarta “Perfumistas con hambre”, leer en el bombo del Tula un golpe rítmico que “queda punteado con otros ritmos, binarios y ternarios, producidos por bombos más pequeños accionados alrededor del bombo gigante”. Quien quiera palpitar ese estilo tal vez consiga Crónicas ejemplares, diez años de periodismo antes del horror, 1965-1975, una recopilación de sus notas con prólogo de Ana Basualdo, a través de Mercado Libre y en librerías, Enrique Raab, claves de una biografía crítica. Periodismo, cultura y militancia antes del golpe de Máximo Eseverri, con amplias citas.

Si la crónica es un laboratorio de escritura, Raab hizo lo más difícil: crear dentro de la más estricta convención periodística. Era un pedagogo al paso con la misma fuerza con que era antipopulista, pero lo que escribía como plus de información no exigía un código en común con el lector: era clarísimo: las fans de Palito Ortega le evocaban a las mujeres que se desmayaban ante el piano de Franz Liszt, y el gordo Porcel, una suprarrealidad digna de André Breton. La comparación de Mirtha Legrand, en su papel protagónico de Constancia de W. Somerset Maugham con las mujeres del clan japonés de los Taira y su teatro gestual, es una ironía pero también sitúa a la diva, en brillante síntesis, como maestra en un arte “sin más sentido racional que el mero ejercicio de la grafía física”.

Mediante la comparación, el cronista “traduce” el primer mundo al tercero, o busca del modelo la versión local. José Martí escribía que la torre de Gable era tres veces más grande que la de La Habana, Mansilla que el sistema parlamentario alemán se parece al de los ranqueles. Raab sitúa a Mirtha Legrand en una tradición que ella sólo puede ignorar. Pero él vio de antemano esa manera de no estar presente a su propia mesa –Mirtha escucha con una atención flotante, hasta sus almuerzos en público sólo utilizada por los psicoanalistas, como si fuera mersa escuchar con atención, por eso puede oponer a la enfática demostración de Valeria Lynch del uso de alcohol en gel con “es algo muy interesante”, hablar de sí misma en tercera persona (“estás vestida como Chiquita Legrand”) o situarse más allá de las suspicacias sobre cualquier singularidad en el gusto erótico (“mirá qué piernas que tiene esta chica”).

En “Borges y la Galería del Este”, Raab negocia entre su admiración al maestro –de quien tiene un legado notable: el enciclopedismo en solfa– y su juicio crítico de marxista militante del PRT, buscando la metáfora del conflicto en una suerte de guerra de gustos musicales en donde Borges, replica de manera desplazada, como un caballero, y repite un gesto de fastidio ante un retoño de milico.

En una época en que los intelectuales veían a la televisión y al teatro de la calle Corrientes y de Mar del Plata malos en bloque, Raab no era una excepción. Pero también se cargaba a la cultura de izquierda: si Mirtha Legrand le resultaba burlable, más burlable era para Alejandra Boero que la compararan con una “Mirtha Legrand para públicos seudocultos”; su papel en Madre Coraje le valió el siguiente párrafo raabioso: “Boero tiene un gesto fijo, estratificado, endurecido, o sea su propio mohín. Hay un tono de voz para la mujer bromista, otro para la mujer sufriente, otro para la tabernera pendenciera, otro para la pobre víctima.


Al final –y eso es una delicia– casca su voz y encorva su osamenta porque el público debe saber que los años no han pasado en vano, que Madre Coraje está vieja y vencida, que los infortunios no han terminado por quebrarla. La visualización del director Hacker y la de Boero no pretenden mayores complicaciones: una mujer vencida y quebrada es, simplemente, una mujer con el lomo encorvado y la voz inaudible”.

Cabe preguntarse, más allá de la gracia estilística, qué garantizaba esa saña crítica, ese uso calificador de un saber que no había pasado por una formación formal (Raab debía Historia del secundario): parece que pertenecer a los medios fundados o sellados por Jacobo Timerman bastaba; entonces hoy sorprende que a muchos que difícilmente hubieran sido aceptados en sus redacciones, el mercado los califique de “cronistas” para adjudicarles el sello de lo narrativo literario cuando en realidad ejercen un realismo ramplón en donde se trataría de representar el objeto en sí, con el estilo del inventario, o retuercen la lengua para ver si cae una metáfora, hasta el ripio o el kitsch inconsciente. Porque Raab no redactaba: escribía.

Hay compañeros que lo recuerdan participando de un paro gremial –formaba parte de la agrupación de prensa Emilio Jáuregui– vestido como para ir a un estreno, entrando a la redacción de La Opinión por la puerta prohibida, la del taller, o mostrando con orgullo un mensaje de amenaza de las Tres A en donde se le decía “Judío, rusito, estás muerto”. Si bien se lo llamaba “Radio Varsovia” –radio clandestina durante la Segunda Guerra Mundial– por su gusto por las versiones jugosas, su ánimo no era especialmente expansivo en épocas en donde el silencio, sobre todo si se militaba en el PRT, era el hábito más recomendable para la seguridad personal: tenía ese fervor de todos los periodistas por la nota de tapa calibrada en un rumor, la iluminación súbita al relacionar un dato con otro, cierta épica de la primicia.

Enrique Raab fue secuestrado el 16 de abril de 1977 y está desaparecido
Una fábula estival

Por Mario Goloboff *

Cuentan que en tierras fervientemente pobladas del Indostán (arcaísmo con el que se conocía la enorme extensión que hoy comparten la India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Bután, Nepal y hasta las islas Maldivas) convivían diversos pueblos de diversos orígenes, creencias y lenguas durante los primeros siglos de nuestra Era. Habían dejado ya bien atrás la esforzada y mezquina época de cazadores y recolectores y se dedicaban con ahínco e inexperiencia a una agricultura favorecida por las bondades del clima, la exuberancia de la vegetación, el régimen de las aguas, la feracidad del suelo. Hombres, mujeres, viejos y niños trabajaban del alba al crepúsculo, se alimentaban discretamente con poco arroz, dátiles, higos, leche de coco, semillas de lino y de sésamo y, los que podían, y ocultándose, frutos marinos que quedaban en las playas y ostras; rezaban a sus dioses (que eran numerosos y extraños, antes de empezar, para algunos, a ser uno solo), cantaban sus cánticos y mantras, bailaban ardientes y para ellos eróticas danzas, tomaban un exquisito té, absorbían vapores de cáñamo, mascaban hojas de betel, comían o fumaban opio, vivían en una relativa paz. Eran pobres y no ambicionaban ser ricos porque nada sabían todavía de la pobreza ni de la riqueza, salvo las generosas versiones del más allá que ciertos dioses de aquéllos les prometían y muy pocos probadamente otorgaban.

Purna era uno de esos poblados. En sánscrito, este nombre equivale a lleno, pleno, abundante, cumplido a cabalidad, satisfecho, acabado, contento, perfectamente familiar, la plenitud, lo suficiente... El topónimo que se daban, da cuenta, también a cabalidad, de lo que de ellos mismos pensaban esencialmente sus habitantes y habían pensado durante generaciones sus ancestros. Como es fácil advertir, se sentían, o quizá fueran, algo diferentes de los otros. Practicaban, claro, los mismos oficios; trabajaban la tierra y comerciaban elementalmente con los vecinos; tenían dioses similares o levemente distintos; hablaban parecido sánscrito, aunque, en proporción, más mezclado con voces zend, persas, parsi, malabar, pali, pehlevi, talinga y un tantico griegas, quizá por su cercanía del mar.

El mar era el del oeste, el Arábigo o, para conservar el gusto por los arcaísmos, el Mar de Omán. Aquella impureza del habla no les impedía tener un discurso elaborado, inteligente y complejo, una literatura oral bastante estimada y una poesía sublime y opaca. Tampoco callar, ejercer la meditación, practicar con éxito la inspiración, la retención del aliento, la exhalación; ascender o creer ascender cada tanto al Nirvana, transcurrir por el éxtasis.

Los habitantes de Purna pensaban, así, ser muy diferentes. En realidad, tenían sus pequeñas particularidades como todos los otros, y nadie, salvo los nativos de Purna, los veía tan distintos. Se adornaban con unas pocas virtudes que no valoraban sobremanera y con numerosos defectos que tomaban como virtudes. Había, sin embargo, un rasgo de su carácter que con el tiempo se fue ahondando y que con la reiteración terminó por perderlos.

Cada vez que después de una tempestad, un devastador vendaval, una inundación, una hambruna espantosa, un temblor agónico, comenzaban de nuevo a erguirse, lo conseguían gracias al tesón y a la voluntad que de modo innato los animaba. Volvían a avizorar la plenitud, el bienestar, la tranquilidad. Pero a los pocos años (o, lo que, para nosotros son nuestros años) un mal singular los acometía, una fatiga, un desencanto primordial; dejaban de trabajar, de dormir, de procrear, de crecer, comenzaban a disputarse entre ellos, a cambiar rápidamente de jefes y jefas, a aborrecerlos, volvían a sentirse incómodos, hostigados, propicios para cualquier castigo divino o humano. Nadie sabía de dónde venía ese malestar, el desánimo, la incertidumbre, el apocamiento, pero él cundía como una tormenta, como un temporal. Los enemistaba consigo, con los demás, con la naturaleza y el viento, con las riquezas y las fierezas del mar.

Es probable que en medio de estos estados del alma, durante una baja de las mareas, durante tres noches de luna llena, durante un largo y sofocante temblor, también ellos se hayan hundido, casi sin darse cuenta, así como los animales o los planetas no son conscientes de sus movimientos y sus caídas. Sólo se conoce otro caso de parecida extinción misteriosa en la historia humana, el de los Mayas, “los griegos del Nuevo Mundo”, de quienes los conquistadores apenas encontraron testimonios de su grandeza: monumentos arquitectónicos, escuelas pictóricas, descubrimientos astronómicos, la invención o hallazgo del cero, y muchos más, pero ni una sola señal de vida ni de las causas de su borramiento, tiempo antes de que aquéllos llegaran. En el caso de Purna es todavía peor: no se encontró nada, ni pirámides, ni altares de piedra o arcilla, ni restos de cerámica o barro, ni jeroglíficos tempranos y austeros. Absolutamente nada, salvo, en el vasto y desconocido espacio del tiempo, esta dudosa leyenda.

Los Sutras son aforismos o verdades espirituales cuyo contenido está expresado en lenguaje enigmático; generalmente, no son inteligibles por sí solos y requieren, a veces, de explicaciones aclaratorias. Un Sutra casi perfecto y muy emblemático (y, por eso, sólo en apariencia absurdo) dice que la India es más grande que el mundo. Acaso naturalmente, muchos aceptarían, entre cuarenta millones de seres que habitan otro rincón de la esfera y que en desdichada época portó también aquel nombre, que Purna reemplace en ese aforismo a la India.

* Escritor, docente universitario.

miércoles, 27 de enero de 2010

La vida breve


Por Guillermo Saccomanno

La vida breve de Rafael Barrett contiene todos los elementos que constituyen un excéntrico. Uno de esos escritores más preocupados en ser personajes que en crearlos. A pesar de su existencia vertiginosa, plagada de peripecias, no fue éste el caso Barrett. Su padre era un administrador de los negocios ingleses en Europa. Su madre, una española pariente de los duques de Alba. Rafael nació en 1876. Estudió en varias ciudades. Se recibió de ingeniero en París. Comulgó con la Generación del ‘98, la de Baroja, Valle Inclán, Machado y Unamuno. Amante serial, tirando a putañero. Provocador, duelista maniático. Romántico, un individualista exagerado. Y, como no podía ser de otra forma, imbuido por el anarquismo.

En 1904 vino a Paraguay como periodista para cubrir las revueltas liberales. Desde entonces no frenó con sus denuncias. Sufrió la cárcel y la tortura. Vivió en Buenos Aires, donde fundó el periódico Germinal, y también ancló un tiempo en Montevideo. Enfermo de tuberculosis, viajó a París buscando una cura. Murió allí.

No son pocos los admiradores de Barrett. Borges supo escribirle a un amigo que abandonara la lectura de las ñoñerías de su primo Alvarito Melián Lafinur y se concentrara en Barrett. Viñas, además de celebrar sus cuentos y relatos, consideró que sus crónicas políticas aún conservan vigencia. Para Roa Bastos, Barrett produjo una de las obras más lúcidas e incitadoras de su país. Galeano sostuvo que Barrett fue el escritor más paraguayo de los paraguayos. Terminante, Castillo escribió: “Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario. Escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética. Murió en 1910, a los treinta y cuatro años, edad en que otros escritores empiezan a pensar qué harán de sus palabras o de su vida”. El año pasado la editorial Mil Botellas reparó el olvido de Barrett publicando sus Cuentos breves. Justicia poética. Y no sólo.
Cuentos breves


Por Rafael Barrett



Sobre el césped

Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido. Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh, tus gritos de espanto, cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh, tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed! Y mis besos enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos extraviadas temblaron entre las ligeras batistas de tu traje...

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente. Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia y murmuraste:

–¡Nos está mirando!

–Tiene un año apenas...

–¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos. Pero yo te hablé en los siguientes términos...

Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide...

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta. Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


Baccarat

Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises. Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica. A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor. Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.

En las primeras horas de la madrugada se fueron retirando los corteses con la moral y con la higiene, los que tenían contratada una ración amorosa, y los aburridos, y los pobres, y los cucos que defienden su ganancia, y también los que se levantan temprano por exigencias de sport. No funcionaba sino la mesa central, la de las bancas monstruosas. Una fila de puntos con números y dos filas de puntos de pie la rodeaban. Detrás en sillas errátiles, los que se resignan a no ver, hacían penosamente llegar las puestas a su misterioso destino. Tallaba un ruso. Ante él, apoyado a un bloque de porcelana, yacía el flexible prisma de los naipes, impenetrable como la muerte. Los croupiers indiferentes movían sus palas delgadas, colocando las fichas, el oro, los billetes azules, los albos bank-notes. “Hagan juego señores... hagan juego... no va más... no va más...” Las mujeres, apretando los senos contra las espaldas de los hombres, deslizaban un brazo desnudo hacia la mesa; nadie se estremecía al contacto de la carne bella; no eran mujeres ni hombres, eran puntos. “No va más...” El banquero paseaba sus tristes ojos grises por el tapete, para darse cuenta de la importancia del golpe; miraba un momento las pilas de fichas redondas de cien francos, elípticas de veinticinco luises, cuadradas de cincuenta, los terribles cartones donde está escrito un 5.000, un 10.000... y luego, con su voz monótona, decía: “todo va”. Ponía un largo dedo pálido sobre el paquete de cartas, y las distribuía lentamente. “Ocho... carta... no... seis... buenas...” Y los croupiers pagaban, o bien, con sus paletas afiladas como hoces, segaban los paños, llevándoselo todo. El ruso, si le iba bien, apuraba las barajas hasta el último naipe: si le iba mal, clavaba de pronto una carta en mitad del paquete, y pujaba banca nueva, con el mismo gesto elegante y desolado. La insaciable ranura de la mesa tragaba su tanto, y se volvía a empezar: “Hagan juego, señores... hagan juego... no va más... doy... nueve... no... cinco... siete...” Una cortesana gallega, gloria cosmopolita, copaba de tarde en tarde. Su mano, oculta por los rubíes y las esmeraldas, hacía un signo; mientras se volcaban las cartas, el negro de su iris adquiría una fijeza feroz; en sus párpados oscuros se leían treinta años de orgía, pero sus dientes centelleaban entre sus pintados labios de diosa, y su torso, de un acero que templaron las danzas, se erguía en plena juventud, sosteniendo la imperial cabeza, coronada de bucles tenebrosos... Y el banquero, que no la cobraba nunca, se contentaba con sonreír imperceptiblemente bajo su bigote claro...

Dieron las tres. El ruso, la bailarina y la mayor parte de los puntos se habían marchado. Hacía fresco. Los mozos cerraron las ventanas. Con un suspiro de satisfacción, los verdaderos devotos del baccarat se instalaron cómodamente. Ahora podían saborear los pases, seguir a gusto todos los arabescos de la casualidad, perderse con delicia en todos los meandros de lo desconocido. Los caballeros pedían café o whisky, ellas sorbían por una paja menta mezclada con hielo. Talló un provinciano con fisonomía de procurador, después un cronista de boulevard, y otros después... Con fraternidad de enfermos en un sanatorio, los puntos se cuchicheaban las eternas frases: “Dos semanas de guigne... no he conseguido doblar aún... ha pasado seis veces... yo en la mala tiro a cinco... yo al revés... yo no, depende del temperamento del banquero... por fin un pase... yo no juego más que a mi mano...” Los croupiers, autómatas, movían las palas... “hagan juego, señores... hagan juego... no va más... Doy... cartas... carta... baccarat... ocho... tres... “ Una señora, de cuarenta años o de cien, quizá marquesa, quizá partera, jugaba invariablemente cinco luises por golpe. Usaba una amplia bolsa de mallas de oro, con cierre incrustado de perlas, donde guardaba el estuchito de las inyecciones, el dinero, una borla con polvos de arroz y dos lápices de maquillaje. Con celeridad impasible se empolvaba, se subrayaba la boca de rojo y los ojos negros, y resucitaba así por quince minutos.

A su lado, un jovencito lampiño, que apuntaba el mínimum –cinco francos– contemplaba las perlas; y la señora, con una indulgencia en que había algo de maternal y algo de infame, le prestó diez luises. El incesante chasquido de las fichas sonaba en el salón casi desierto. Los que ganaban cambiaban las chicas por las grandes, y siempre, entre los dedos infatigables, había fichas arregladas y vueltas a arreglar en montoncitos de a diez, de a cinco, de a dos, o confundidas, separadas y barajadas interminablemente. Poco a poco fueron enmudeciendo los jugadores. Dieron las cuatro. No se pronunciaban ya sino las palabras rituales... “no va más... doy... carta... no quiero... buenas... siete... Baccarat...” Todo estaba inmóvil menos los dedos, pálidas arañas, los naipes y las fichas. Una claridad repugnante se infiltró en el ambiente, untando de pus aquellas caras de muertos. Atracaron las maderas, y la noche quedó cautiva bajo las lámparas incandescentes. “No va más... carta... carta... nueve... buenas... buenas...” Y sobre la mesa se divertía el azar, arremolinando las fichas, despidiendo el oro de un bolsillo a otro. El azar era el único que jugaba allí, alegre y cruel como un niño en un cementerio. Dieron las cinco, las seis, las seis y media...

Al cabo, los cadáveres se fueron a acostar. Los cocheros roncaban en sus pescantes. La morfinómana y el jovencito prefirieron regresar al hotel por la playa. El sol llenaba el universo de un resplandor insoportable. El mar azul brillaba, precipitando sus ondas paralelas. La brisa batía las lonas contra los mástiles, y un viejo pescador, abatido, de color de tierra, caminaba trabajosamente, con los harapos de su red al hombro...

martes, 26 de enero de 2010

La pesadilla gozosa
En torno a El hombre que fue Jueves

José Antonio Millán



Este artículo apareció originalmente en la revista Archipiélago, número 65: El hombre que fue Jueves G.K. Chesterton



El hombre que fue Jueves me llegó por transmisión oral. Me la contó mi madre cuando yo tenía once o doce años. Por más peregrino que pueda parecer realizado a mediados del siglo XX, el acto de contar una novela en el fondo no es más extraño que el extendido contar una película, que (al menos en mi juventud) se practicaba mucho. Y tal y como recuerdo que me llegó, la verdad es que la historia era comparable a las mejores películas de acción. Por cierto: parece que aún no se ha rodado ninguna sobre esta novela , a pesar de que en palabras de su traductor al español (y obsérvese la deliciosa terminología de la época) : "no entiendo cómo los editores cinematográficos de Inglaterra no han sacado de aquí una preciosa cinta en jornadas".

Al propio Chesterton no le habría repugnado una versión fílmica, puesto que se inició como actor cinematográfico en la película Rosy Rapture (1914), escrita por J.M: Barrie —sí: el autor de Peter Pan—, en la que compartía reparto con... George Bernard Shaw (de quien había dicho cariñosamente: «La mayoría acostumbra a decir que está de acuerdo con Bernard Shaw, o que no lo entiende. Yo soy el único que lo entiende, y no estoy de acuerdo con él» ). De El hombre que fue Jueves lo que sí se han hecho son muchas versiones teatrales, y una adaptacion radiofónica (otro género hoy en día desaparecido), que llevó a cabo Orson Welles en 1938, año en el que hizo otra versión para las ondas que llegaría a ser famosa: La guerra de los mundos.

Pues bien: demostrado que la obra podía perfectamente cambiar de soporte narrativo, continúo. La versión oral que recibí de mi madre no dejaba de ser un aperitivo, con lo que pronto estaba pidiéndole que me dejara el libro verdadero, para encontrarme con que no lo teníamos en casa, porque ella lo había leído en la biblioteca de su padre. Y ahí ya estaba yo dando la lata a mi abuelo para que me dejara el libro.

Los criterios por los cuales en mi familia se permitía que un niño accediera a una lectura eran muy rígidos. Mi abuelo, Nicolás González Ruiz, no sólo era el adalid del pensamiento nacional-católico aplicado a la literatura, sino que además había juzgado moral y personalmente millares de obras, glosadas puntualmente en su libro 6.000 novelas. Crítica moral y literaria . Para que una obra pudiera llegar a las manos de un niño tenía que ser un dechado de virtudes, o bien carecer de cualquier sombra de problemas doctrinales, políticos... o morales. El libro de Chesterton cumplía ambas condiciones y por tanto mi abuelo lo puso en mis manos sin dudar. Puedo fechar bastante exactamente cuándo fue, porque a su muerte, el día de los Inocentes de 1968, yo lo estaba leyendo.

El ejemplar de su biblioteca (que nunca pude devolverle) era un libro de bolsillo, originalmente en rústica, y que había sufrido el proceso que sus obras favoritas experimentaban inevitablemente. Don Nicolás (como era universalmente conocido) tenía un encuadernador de cabecera, que visitaba su casa semanalmente para entregar los ejemplares recién cuadernados y llevarse una nueva remesa de obras en peligro. Sí: mi abuelo era de una época en la que se consideraba que un libro «de verdad» iba en tapa dura, y si por desgracia alguna obra de mérito había caído en la rústica, había que apresurarse a remediarlo...


Y eso es exactamente lo que pasó con esta obra de Chesterton (no así con otras del mismo autor). El encuadernador se la llevó y, a su debido tiempo, el volumen volvió a la biblioteca reforzado con una media encuadernación en piel y pasta española, que pronto recibió en el tejuelo la etiqueta estrellada con el número manuscrito «1241», con la que mi madre —que tenía formación de bibliotecaria, y ejercía de tal en la casa paterna— le dio el alta...

Se trataba de un ejemplar de la primera edicion española, publicado en Madrid por Saturnino Calleja en 1922, con traducción y prologo de Alfonso Reyes, nombre que en su momento no me decía nada. Aún no conocía la obra del gran escritor y crítico mexicano cuya influencia se extendió por al menos cuatro países (México, España, Argentina y Francia), y que —hecho que nos afecta más directamente— en 1914, con veinticinco años, despojado de su cargo diplomático, tuvo que sobrevivir en Madrid a base de artículos y traducciones.


¡Cuánto debe el duro y opaco oficio de traductor a las penurias y necesidades de la juventud! Reyes, que en México ya había publicado estudios sobre Chesterton, se apresuró en España a traducir sus obras, que fueron todas publicadas por Saturnino Calleja: en 1917, Ortodoxia; en 1920, Pequeña historia de Inglaterra; al año siguiente El candor del Padre Brown y por fin en 1922 El hombre que fue Jueves. El Reyes traductor no tenía nada que envidiar al ensayista, y sus páginas son una mezcla excelente de rigor (de traductor) y libertad (de escritor) .

Bien: heme entonces a los catorce años dedicado a la tarea de leer simultáneamente (gracias a la magia de la traducción) a dos grandes autores: Alfonso Reyes y Chesterton. Luego descubrí que en realidad estaba leyendo a tres, pero no adelantemos acontecimientos... Conocedor ya de la trama, estaba libre para entregarme prácticamente a los placeres de la relectura, lo que no impidió que devorara la novela de un tirón, para volver a comenzarla inmediatamente. La versión materna me había proporcionado una estupenda novela policiaca o de misterio, pero mi lectura me descubrió otra cosa más, difícilmente transmisible en la adaptación: que se trataba de una obra profundamente divertida. Aún más: una obra divertidísima, y que provocaba un fenómeno que ya desde el Quijote sabemos que se produce: ¡carcajadas en voz alta! .

La comicidad de la novela no provenía de sus peripecias, sino sobre todo de los diálogos de sus personajes: de los matices y sutilezas de las asombrosas relaciones que entablan. Y luego además estaba el sorprendente secreto que oculta su desenlace, y esa forma demorada de comenzar y terminar la obra, que nunca antes me había encontrado, y las singulares reflexiones sobre los hombres y el mundo, que inundaban constantemente el texto, y sobre todo el extraño clima en el que nacía y se desenvolvía la obra, y que quizás adelanta su explícito subtítulo. Porque al modo anglosajón, que con frecuencia aclara entre paréntesis tras el título el genero de una obra, este libro alertaba: «(Pesadilla)».

El hombre que fue Jueves se ha calificado de muchas cosas: de alegórica, surrealista (avant la lettre) o de pynchoniana (muy avant la lettre), pero atenerse a la etiqueta de que le dotó su autor ahorra muchos problemas de interpretación. Ya en su época Chesterton tuvo que recordarlo:

En su momento, el título llamó mucho la atención y los periodistas hicieron bromas. Algunos, al referirse a mis supuestas opiniones jocosas, simulaban confundirlo con «El hombre que fue nueves». Otros suponían naturalmente que Jueves era el hermano negro de Viernes. Y también los había que, con mayor perspicacia, lo trataban como un título totalmente anárquico como «La mujer que fue ocho y media» o «La vaca que fue mañana por la noche». Pero me interesa lo siguiente: apenas nadie entre quienes leyeron el título parece haber mirado el subtítulo —«Una pesadilla» [sic, por lo de una]— que respondía a muchísimas preguntas de la crítica.

Esta cuestión preocupo mucho a Chesterton. El día antes de su muerte aún se quejaba:

[...] aquellos que soportan la pesada tarea de leer un libro podrían posiblemente soportar la de leer la portada de un libro. Porque hay más ejemplos de los que se pueden imaginar en que el crítico más serio podría resolver muchos de sus problemas acerca de lo que es un libro sencillamente descubriendo lo que declara ser.

El clima de pesadilla, pues, tiene toda su justificación: pero ¿de qué pesadilla se trata? De la de un mundo dominado por las fuerzas del Caos —personalizados en un grupo anarquista— y en el que ya no se puede confiar en las fuerzas del Orden. Porque además de los siniestros activistas de la bomba y el incendio en el mundo late una conspiración:

Nuestra civilización está amenazada por una conspiración de orden puramente intelectual [...] El mundo científico y el mundo artístico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado.

El criminal peligroso es el criminal culto;
[...] hoy por hoy, el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi corazón está con ellos. Por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados. Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal.

Si quiero recorrer las claves conspiranoicas de la novela de Chesterton lo tengo fácil: sólo tengo que seguir los pasajes subrayados por mi abuelo. Sus acotaciones al margen y en el texto, trazadas con vigoroso lápiz rojo (que tenía sin duda el otro extremo azul), son una guía eficaz por aquellos pasajes más reaccionarios y anti-socialistas del libro. Y así mi lectura infantil de la prosa hispanomexicana de Reyes que traslucía la trama inglesa primisecular se veía completada en un tercer nivel: qué pensaba un conservador español sobre el mundo....

El éxito de Chesterton en el universo reaccionario hispánico desde el que me llegó tenía múltiples claves: el autor era un protestante inglés convertido al catolicismo (!), había escrito novelas detectivescas (de las que en esa época se leían por toneladas) y, por último, denunciaba valientemente la conspiración atea-marxista por derrocar las bases de nuestra civilización. ¡Y en El hombre que fue Jueves se juntaban las tres!

Por supuesto que en esta novela había otras cosas, y eso es lo que me permitió seguirla leyendo y disfrutando a través de mis etapas adolescente, trotskista, militar, drogadicta, profesional y presente. En cuanto tuve rudimentos de inglés me lo compré en su lengua original, y tuve el placer de leer lo que de verdad escribió el autor mientras mi memoria me suministraba los subtítulos (fue el primero de los muchos dobletes que en mi biblioteca combinan las traducciones por las que accedí a las obras y sus originales posteriores).

¿Por qué una obra tan reaccionaria sigue cautivando a todo tipo de lectores, de los cristianos que lo difunden por Internet en la Cristian Classics Ethereal Library (¡qué maravilla de nombre!) a los devotos de Pynchon? Porque está magníficamente escrita, porque —como he dicho— es muy divertida, y porque sumerge al lector en una pesadilla controlada : una pesadilla gozosa y feliz, aunque tenga momentos duros (como las de verdad). Es un sueño rematado por una sorpresa, del que se sale con una sensación de regocijo por los crepúsculos que iluminan el mundo y por «esa inconsciente gravedad que suelen tener las muchachas».

Lamentablemente, El hombre que fue Jueves fue la primera obra que leí de Chesterton. Luego he leído muchas otras; pero, ¿qué quieren que les diga? En los mejores momentos de las más buenas sólo veo ecos de las mejores escenas de la primera que leí, y desde luego no hay ninguna que sea tan redonda. Por eso, cuando me enteré de que los esforzados editores de Archipiélago planeaban este número monográfico, me volvió algo del niño que era cuando la leí por primera vez y (casi) grité: «¡Me la pido!, ¡me la pido!».

NOTAS

G.K. Chesterton, El hombre que fue Jueves, Madrid, Saturnino Calleja, 1922. Traducción y prólogo de Alfonso Reyes. Hay edición moderna en Editorial Losada, 2003. La edición original The Man Who Was Thursday es de 1908. En la red se encuentran varias versiones inglesas íntegras accesibles: The Literature Network (http://www.online-literature.com/chesterton/man_thursday/1/), Cristian Classics Ethereal Library (http://www.ccel.org/c/chesterton/thursday/thursday.html) y Proyecto Gutenberg (http://www.gutenberg.net/etext/1695).
EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS. AUTOR OSWALDO REYNOSO.

El valor de esta novela radica en que nos muestra la vida en la capital del Perú, su realidad descarnada y fría, a través de sus personajes y vivencias en el mes morado, tradicional para los limeños y en general para los peruanos por cuanto es durante él que se rinde homenaje al Señor de los Milagros. Durante sus diversos pasajes podemos notar las luchas sociales, los grandes negociados no siempre limpios, la suciedad de la política criolla y la vida tan disímil de los barrios elegantes y de las barriadas. La obra está enmarcada durante los gobiernos de Odría, Belaúnde, Velasco, Morales, García…pero es casi la historia repetida de las brechas entre pobres y ricos que determinan el modus vivendi de los peruanos.

Se desarrolla el Lima, en la época de los 60. El Perú atravesaba tiempos difíciles para los pobres. La clase marginada, que vivía una etapa de tugurización y miseria depositaba sus penas a los pies del Cristo Moreno, de quien esperaban milagros que arreglaran sus vidas. Pinta con palabras diversas costumbres de la época y las desigualdades sociales.

Todo parece converger a la realización de la procesión del Señor de los Mi- lagros y al hecho de que muchos creyentes esperen favores del Cristo Morado que por la complejidad de la vida, no se realizarán. Corolario de luchas desiguales son el desmoronamiento moral de un rico caudillo homosexual y la muerte de un muchacho marginal a manos de la policía, hechos que nos recuerdan que debemos vivir con apego a las buenas costumbres y ser consecuentes que tenemos lo que merecemos. Prepararnos y luchar nos dará mejor vida. Son dos las familias que dominan la escena y a cuyo alrededor se suceden los hechos, la familia de don Manuel y la familia Colmenares. El universo de los personajes secundarios está dado por los amigos de los muchachos Colmenares y del hijo de Don Manuel, los gente que de alguna manera rodean a Don Manuel y Don Lucho, los vecinos y otros.

Los adolescentes y jóvenes protagonistas de la obra de Reynoso, son personas de conciencia elemental que perviven en pandillas, colleras o bandas, cuya preocupación esencial es el sexo mal entendido y peor vivido que genera vacío y sentimientos de culpabilidad. Son los que de alguna forma dirigen las acciones hacia el desenlace. Don Manuel, porque su vicio lo vuelve vulnerable e incapaz de pensar en sus semejantes, solo vive para sí y pudiendo hacer mucho por los pobres, no lo hace, Don Lucho, personaje pusilánime, que no lucha por su familia con el ímpetu que debiera, no guía a sus hijos convenientemente y la vida de su fami lia se ve azotada por la tragedia. ..

El libro tiene características definidas entre las cuales podemos señalar su manifiesto testimonio social, su perspectiva marxista-leninista, realismo, introspección coloquial y el hecho de querer reivindicar minorías marginales y a la comunidad negra. Los periodistas críticos fueron implacables al momento de juzgar esta novela a la cual no le consideraron bondades, la tildaron de inmoral, irreverente, provocadora y hasta pornográfica y no le reconocieron méritos de fondo y forma que indudablemente los tiene.

El libro resulta innovador en lo técnico-estructural del lenguaje y en cuanto a su temática, introduce el habla juvenil y la jerga, lo mismo que el monólogo interior, tiene el mérito de haber abordado temas como la homosexualidad en una sociedad machista e hipócrita. Produce en el lector un sentimiento de extrañeza por la sordidez de la vida de algunos grupos , pena y culpabilidad por no hacer algo por ellos, pudiendo hacerlo. .
Presentación de "Las islas" de Carlos Gamerro

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Por Pablo Dema



El libro que tenemos ante nosotros, Las Islas, reeditado este año por Norma, viene precedido de su propia leyenda. Ha sucedido ya con ciertos textos de la literatura argentina, los de Osvaldo Lamborghini, por ejemplo, que son, antes de llegar al gran público, leyenda, el mito que gira en torno a ellos creado por algunos pocos lectores y por los que, sin haberlo leído incluso, agregan a esa fascinación primera datos que van formando un halo de misterio en torno al texto.

Las Islas fue publicado 1998 por la Editorial Simurg, desde entonces ha ido conquistando uno a uno a sus lectores, los cuales comenzaron a propagar la experiencia de esa lectura a la manera de un rumor fascinante. Pero al poco tiempo esa primera edición se hizo inconseguible y a partir de allí se volvieron frecuentes comentarios como: hay una gran novela sobre Malvinas, no, es Los pichiciegos, es otra, es un novelón, un thriller, un ciberpunk, un policial negro, un delirio de los sentidos; es autobiográfica, dice un blog que la menciona, Gamerro sabe de qué habla porque estuvo en Malvinas, tiene una esquirla de casco metida en la cabeza y todo.
Lo cierto es que Las Islas fue reeditada este año y para fortuna de los lectores se puede leer en una bella y cómoda edición.

Digo cómoda porque eso es importante a la hora de acometer la lectura de este texto, más de seiscientas páginas en primera edición, quinientas en la segunda en este formato que Norma adoptó para hacerle frente a los textos de largo aliento.

Dejando ya atrás el ámbito de la leyenda empecemos con una descripción ordenada de la novela, si es que eso es posible. En el comienzo del relato las cosas se presentan lo suficientemente claras como para intentarlo: Felipe Félix, un experto en informática, es contratado por el empresario Fausto Tamerlán para hacer un trabajo. Su hijo César ha cometido un crimen; tiró, en un episodio bastante confuso, a un hombre desde las alturas de la torre vidriada de sus oficinas. La misión que le encarga Tamerlán a Felipe es clara: violar los archivos de la SIDE y conseguir los nombres de los 25 testigos que vieron el crimen desde el edifico del frente antes de que los enemigos de Tamerlán aprovechen la tontería cometida por el hijo para ponerlo en aprietos.


Antes de la primera entrevista con su futuro contratista, Felipe se define a sí mismo ante uno de los empleados de Tamerlán. Primero menciona sus aptitudes y los servicios que brinda: “Especialista en seguridad de sistemas. Detección de anomalías. Redes telemáticas. Virus”. Su interlocutor le pide que resuma su profesión en una palabra. “Hacker”, contesta Felipe. Esa palabra lo coloca en el lugar de la ilegalidad y la tarea que emprenderá confirma ese rol al mismo tiempo que define a su contratante. La palabra empresario aplicada a Tamerlán es un eufemismo, lo mismo que la de secretarios y asistentes para sus sicarios. Pero por sí sola, la historia de Tamerlán, su llegada a la Argentina desde Europa y la manera en que hizo fortuna, da para una novela, o para varias.

Y no sólo que da, sino que Gamerro las lleva a cabo. Cada personaje que introduce es mucho más que la pieza de una trama, es un ser bajo cuyo nombre (se podría hacer toda una teoría sobre los nombres en esta novela) hay una historia demasiado fascinante como para insinuarla sin más. Tamerlán llegó con sus padres huyendo de la Alemania devastada por la Segunda Guerra Mundial, pisó suelo argentino el 17 de octubre de 1945, su padre fue amigo de Perón y amasó una fortuna luego haciendo negocios con los militares de la Revolución Libertadora, el mismo Fausto Tamerlán hijo siguió con ese imperio que su padre había fundado, conocerá a López Rega, hará negocios espurios con los militares, eliminará a su socio, y, borracho de poder en la Argentina democrática de los noventa, planea la tercera fundación de Buenos Aires que será dominada por él a partir de la perpetuación indefinida de su propia existencia gracias a experimentos genéticos.

Fausto Tamerlán, hombre, contrató a un científico para que le permitiera tener un hijo de sus entrañas, un descendiente puro, una réplica de sí mismo que le permita vencer el tiempo. Tamerlán es dueño de una retórica esplendorosa y grandilocuente en la que expresa sus teorías megalómanas de superhombre nietzschiano; según una de ellas, la clase alta, los ricos del mundo, deben realizar una revolución que les permita pasar de millonarios capitalistas a reyes. Estaríamos en la última etapa del capitalismo y a punto de pasar el feudalismo; en verdad, según Tamerlán, los ricos deberían sincerarse, quitar del medio ese falso telón que es la democracia y pasar directamente a ser señores y a tener siervos. La revolución política que se avecina nos sacará del capitalismo para instalar un neofeudalismo. Este personaje inescrupuloso, cínico, que compra políticos que literalmente gatean a sus pies como perros fieles, puede verse como un símbolo de la década menemista signada por la fastuosidad y la corrupción.

Pero ésta es apenas una parte de la novela de Tamerlán, la cual se irá desenvolviendo en los sucesivos diálogos entre él y Felipe a medida que avanza el trabajo del hacker. Pero cuando decía que esta vida da para una novela o varias, me refería al hecho de Tamerlán reaparece en La aventura de los bustos de Eva, la novela de 2004 de Carlos Gamerro en la que se narra un pasaje de su vida: aquél en el que la organización Montoneros lo secuestra en 1975 y pide como rescate que se coloque un busto de Eva Perón en cada una de las noventa y dos oficinas de su empresa. Quien llevará a cabo la misión de infiltrarse en la yesería San Simón tomada por sus operarios y negociar con Montoneros es Marroné, un especialista en gestión empresarial que en Las Islas aparece una y otra vez en el embarazoso trance de superar su constipación crónica que es, junto con el deseo de leer un rato tranquilo en el baño, la marca de su identidad.


Estas menciones a otra novela de Gamerro son de interés porque si bien sus libros tienen una autonomía como tales es necesario tener en cuenta que constituyen un corpus férreamente entramado, dato éste que no conviene pasar por alto. Tomando Las Islas como centro vemos, como dije, que ella se conecta directamente con La aventura de los bustos de Eva, la cual es, como el mismo Gamerro lo dice en una entrevista, “técnicamente una precuela”, utilizando esa palabra tomada de la jerga cinematográfica que Carlos conoce bien por su trabajo como guionista. Pero además, el protagonista de Las Islas, Felipe Félix, lo es también de otra de las obras, El secreto y las voces, novela cuya historia se sitúa a fines de los noventa y en la que Felipe emprende otra investigación, esta vez para sacar a la luz un crimen político ocurrido durante la última dictadura militar. Imprescindible es decir que el escenario de la acción de El secreto y las voces es Malihuel, un pueblo imaginario del sur de la provincia de Santa Fé al cual Fefe se referirá en Las Islas cuando se encuentre con Gloria, mujer que pasó allí, igual que él, parte de la infancia.


El sueño del señor Juez, por último, una novela de 2000, narra la fundación de ese pueblo ocurrida en el año 1877. Así, todas las novelas que Gamerro publicó hasta ahora, y aún una que ya anuncia al final de La aventura de los bustos de Eva, constituyen un espacio imaginario bien definido, un universo propio que cada texto revisita para agregarle densidad y para recubrir espacios cronológicos que el lector puede ir empalmando unos con otros. Incluso un período no visitado por sus novelas como el alfonsinismo y las rebeliones carapintadas está referenciado en su relato “El cuarto levantamiento”, de su único libro de cuentos, El libro de los afectos raros, de 2005.

Volviendo a Las Islas diremos que después de aceptado el trabajo que Felipe hará a cambio de cien mil dólares se produce el primer encuentro con los excombatientes de Malvinas y el tema de la guerra. Para ingresar a los archivos de la SIDE, donde Felipe prestó servicios, se le ocurre la idea de cumplir una vieja promesa que le había hecho a un militar veterano de Malvinas que trabaja para los servicios: hacer un video game de la guerra. Esta idea es la primera de una serie figuraciones, representaciones y simbolizaciones de las Islas que no sería fácil agotar en esta instancia. Todo lo que Felipe va tocando mientras realiza su trabajo termina conectándose, de uno u otro modo, con las Islas.


Es como si Malvinas fuese una suerte de embudo que, desde el sur, desde el pasado abierto, pretendiera chuparse a todos los que estuvieron allí durante la guerra. Y los personajes generan una serie de discursos pesadillezcos, delirantes y totalmente disparatados relacionados con las Islas y con la necesidad de volver y reconquistarlas. Cuando va a visitar a Emiliano, un ex combatiente de Malvinas que está internado en el Borda, donde también estuve Felipe, éste habla con uno de los enfermeros o médicos sobre el tema de las Islas. Dice: “Todos soñamos con volver. Es difícil de explicar. Yo no volvería ni loco. Pero sueño con volver (…) Ustedes también. (…) Los que no estuvieron ¿Para qué nos buscan, si no? Nos buscan y nos tienen miedo. Suponen que sabemos algo, que no les queremos decir, y que ustedes quieren saber; nos envidian porque conocemos el camino y temen que se los revelemos.

Dejamos un espacio preciso cuando nos fuimos, pero allá cambiamos de forma, y al volver ya no encajábamos, por más vueltas que nos dieran; volvimos diez mil iluminados, locos, profetas malditos, y ahí andamos, sueltos por los cuatro puntos del país, hablando un idioma que nadie entiende, haciendo como que trabajamos, jugamos al fútbol, cogemos pero nunca del todo, en algún lugar siempre sabiendo que algo valioso e indefinible quedó enterrado allá. En sueños, al menos todos volvemos a buscarlo ¿Cuántos te creés que quieren volver? Somos nosotros, los perdedores, los triturados, los que gritamos volveremos volveremos cada vez que hay alguien que quiera escuchar. (…) El infierno nos marcó de tal manera que creemos que volviendo lo haremos paraíso (…) ¿Sabés por qué todavía, diez años después, seguimos disfrazándonos de esta manera, reuniéndonos para organizar expediciones imposibles, reconstruyendo hasta el segundo cada uno de aquellos días que lo mejor sería olvidar? Estamos infectados, entendés, las llevamos en la sangre y nos morimos de a poco, como los chagásicos ¿No las viste, que son iguales a pólipos? Cada año que pasa, se extienden un poco más, como esas manchas en la pared.

Trauma de guerra, trauma de guerra, no es tan fácil. Estamos enamorados hasta la médula, y las odiamos. Fetichistas, adoramos una foto, una silueta, una bota vieja. No es verdad que hubo sobrevivientes. En el corazón de cada uno hay dos pedazos arrancados, y cada mordisco tiene la forma exacta de las Islas” (p. 337).

Una de esas fantasías de la recuperación de Malvinas, llevada al paroxismo de la insensatez, es la de Verraco, el militar que le pide a Felipe el video juego para recuperar, al menos virtualmente, las Islas. Pero Felipe pretende utilizar de modelo para armar el juego una maqueta de Malvinas hecha por un ex combatiente. Esta maqueta es usada por el grupo de ex soldados para planear estrategias de asalto destinadas a recuperar de verdad Malvinas.


Estos mismos personajes asisten a unos cursos dictados por Citatorio, un militar nacionalista paranoico que tiene una teoría sobre Malvinas: según él, es posible develar una trama milenaria de intrigas políticas llevada a cabo por la serpiente sionista que intenta apropiarse del mundo; en el caso de las Islas, su toma sería parte del Plan Andinia tramado por los ingleses para que las Islas pasen a ser habitadas por chilenos y judíos. Además, otro personaje que también trabaja en la SIDE (la cual, entre paréntesis, funciona en el subsuelo de un shopping de una Buenos Aires levemente futurista) escribe una fábula en la que equipara el país al cuerpo de la patria del que Malvinas serían las manos, cercenadas de ese cuerpo al igual que las de Perón lo fueron del suyo. Además existe también la leyenda del tatú cordobés según la cual en las Islas permanece enterrado el tesoro que Sobremonte se llevó de Buenos Aires durante las invasiones inglesas.

En otro momento, los excombatientes mencionan que se podría hacer una réplica exacta de Malvinas para instalar en la república de los niños de La Plata una Mundo Malvinas estilo Disneylandia. Los mismos personajes protagonizan este diálogo:
-“Fue una decisión equivocada invadir Malvinas. Hubiéramos invadido Aruba y Curaçao y ahora estaríamos tomando piña colada.
- “Seamos realistas –dijo Tomás- Lo lógico hubiera sido invadir Chile primero. Conocer otra gente, otras culturas. Qué se yo. Ir a los bares, a los restaurantes. Salir a bailar los fines de semana. Hay chilenas muy lindas.
-¡Y la fruta! –intervino Ignacio que sólo lo hacía cuando estaba seguro de no contradecir a nadie- ¿Vos viste la fruta de Chile? ¡El tamaño de los duraznos! Y no son congelados.
- Y, sí. Chile es otra cosa.
-Viña del Mar. La playa. Mi tío vive en Mendoza y siempre va.
- Además a ellos les ganábamos seguro.
- Perdimos una gran oportunidad. Todo por ese metido del Papa” (p. 55).

Como se ve, y este es un rasgo central de la novela, en el universo ficcional creado por Gamerro Malvinas es índice de locura y muchas veces disparador de la risa. Beatriz Sarlo encuentra en este punto la originalidad de la novela.


Dice: “Gamerro muestra (creo que por primera vez) lo disparatado como modelo de relato para un acontecimiento de la historia reciente; el género “menor”, ciencia ficción o thriller, no es utilizado para narrar verosímilmente unos hechos donde participan combatientes de la guerra de Malvinas, sino para ampliarlo hasta lo increíble. No se busca realismo ni hipótesis interpretativa sino el efecto revelador de la hipérbole cómica”1. Vale decir, en la perspectiva de Gamerro, la historia argentina, ciertos pasajes de ella como el peronismo, la dictadura y Malvinas, son tan descabellados, fueron propulsados de un modo tan extraordinariamente insensato que sólo se puede asirlos, mencionarlos, siguiendo su misma lógica delirante llevada al extremo.

Un ex comandante del ejército argentino juega a un video game hecho ad hoc para recuperar Malvinas y ¡pierde! Llama por teléfono a Felipe, llorando, desesperado, porque los ingleses le ganan y están invadiendo Buenos Aires. La risa que despierta el texto no es un indicador de un trato poco serio del tema, al contrario, es un procedimiento discursivo apto para diseccionar la historia política argentina, que es la historia de los máximos despropósitos que se puedan imaginar. “La política –dice Elsa Drucaroff- para quien pertenece a la generación de Gamerro (nacido en 1962) sólo puede ser tomada en serio cuando se vuelve fantástica y disparate”.

Situada en Buenos Aires en 1992, Las Islas, y tal vez todas las novelas de Gamerro, realizan un complejo trabajo con las temporalidades. Por una parte, no es casual que Las Islas salga reseñada en Axxón, revista especializada en ciencia ficción, porque es evidente que hay puntos de contacto con ese género, sobre todo a partir de elementos tecnológicos inexistentes en 1992 que le dan un aire futurista a la novela, al igual que la presencia de edificios en sitios de la ciudad en los que no los había por entonces. Las oficinas de Tamerlán están en una torre de Puerto Madero totalmente construida con espejos, los cuales se pueden manipular mediante un sistema de computación y están dispuestos de manera tal que hay un punto desde el cual el que está en la cima de la torre ve a todos los subordinados.


Perfecta idea del control materializada en este panóptico situado en un lugar que en 1992 todavía era un baldío. A su vez, las telecomunicaciones, sobre todo el manejo de Internet que realiza Felipe, también le dan a la novela un aire de familia compartido con la ciencia ficción. Cosas como el sexo virtual, por ejemplo, que es uno de los temas que Felipe habla con sus amigos hackers del mundo, dichas en 1992 resultan extrañas a ese presente. Al mismo tiempo Felipe tiene algo de ciborg, por una parte porque es capaz de pasar jornadas completas metido en internet, conectado a ese mundo virtual y olvidado de éste.

Además, su trabajo es realizado a través de la red y cuando por una dificultad práctica tiene que salir a la calle se ve en la obligación de imaginar a la cuidad como una cuidad virtual, y cada uno de los 25 testigos que irá visitando son como una “pantalla” de un videogame que va superando. A Felipe la realidad lo agobia, la gente lo cansa, su ámbito natural es el mundo virtual. Pero por otro lado, Felipe tiene algo de ciborg porque efectivamente lleva una esquirla de casco metida en la cabeza que no se le pasa por alto a los detectores de metales.

La esquirla del casco tiene que ver, por supuesto, con el pasado y con Malvinas. Todo el peso de la novela está puesto en las Islas pero es significativo el hecho de que se cuente la guerra desde 1992, y que desde ese presente se retroceda diez años. De alguna manera esta novela es una autobiografía negativa que tiene que ver con el pasado y el presente de Felipe Félix y de Carlos Gamerro. Dice el autor en uno de los ensayos de su libro El nacimiento de la literatura argentina (2006): “En 1992, diez años después de la Guerra de Malvinas, comencé a escribir una novela que se publicaría eventualmente con el título de Las Islas. La acción trascurre, también, exactamente diez años después de la guerra, más precisamente, de las semanas previas a su final, el 14 de junio de 1982, y su protagonista es un ex combatiente.

Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones personales para acometer semejante empresa no son ningún misterio. Soy clase 62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. De hecho, estaba fuera del país cuando comenzó la guerra, y tan alejado de ella como podía estarlo, geográfica y espiritualmente –en Méjico, viviendo mi primer amor. De ese sueño –el sueño de que la vida, después de todo, valía a veces la pena de ser vivida- me despertaron, con una semana de demora, los clarines de la guerra. Volví al país, perdí mi amor, recuperé mi vida cotidiana en la Argentina del Proceso, bajo la cual se había desarrollado –o más bien, atrofiado- entera en mi adolescencia. Malvinas, en ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi generación, a los que fueron y a los que se quedaron.

Y me dejó, además, la sensación de una vida, quizás también de una muerte, paralela, fantasmal –la mía, si me hubiera tocado ir. Malvinas no fue para mí una eventualidad remota; fue un destino al cual por pura suerte –haber pedido prórroga en lugar de hacer la colimba a los dieciocho años- escapé. Ese destino paralelo me seguiría hechizando de tal modo que, diez años después, me vi obligado a acatarlo, al menos en esa otra vida de la ficción. Las Islas es, de alguna manera, una autobiografía al revés: lo que podría haber sido mi vida si el ojo del destino hubiera sido un poco menos descuidado”.

De modo que Las Islas cruza presente, pasado y futuro aunque, repetimos, todo en la historia tiende hacia esa imagen que, como manchas de un test de Rorschach, fascina a todos los personajes de la novela desde su enigmática simetría al pié del mapa argentino. La estrategia para contar la guerra es el uso de flashbacks que se van sucediendo a la largo de la historia. Felipe recuerda y narra el momento en que vinieron a avisarle que debía presentarse al día siguiente en el regimiento de La Plata aunque todavía no conocía cuál era el destino de su viaje. En otros momentos las escenas de la guerra son contadas por los camaradas y también se aprovecha el proceso de construcción del juego Malvinas para dar cuenta del uso de la tecnología, las armas y contar algunas batallas.

Sin embargo, creo que hay dos capítulos fundamentales en los que la guerra aparece narrada del modo más directo y descarnado. En el capítulo titulado “La vigilia” Felipe va al cumpleaños de un ex combatiente, Hugo, que ostenta con orgullo su propio cuerpo cuyas piernas fueron arrancadas por una explosión en la guerra. La escena es de un dramatismo creciente porque se festejan los diez años de la guerra y los ex combatientes, siempre repitiendo el deseo de recuperar las Islas, han invitado a sus antiguos jefes. Aislado, Felipe tomo alcohol y recuerda, se mete cada vez más en ese pasado de pesadilla hasta que logra revivir la escena en la que uno de sus compañeros, Carlitos, fue torturado por Verraco, presente también en la fiesta. Muertos de hambre, los soldados habían logrado cazar una oveja y la estaban asando cuando Verraco los descubrió.

Como Carlitos se resistió a entregar el animal, su jefe ordenó la tortura del soldado y obligó a sus compañeros a ayudarlo. Desnudo, estaqueado, con la boca mordida por una pinza, todos los amigos de Carlitos contemplaron impasibles la escena mientras Verraco se disponía a comer la oveja como si estuviera en un asado de domingo en su casaquinta. Enloquecido de furia por verlo, diez años después, al mismo Verraco arengando a los ex combatientes que comen una torta con la forma de las Islas, Felipe estalla y lo insulta, le dice, por fin, que es un asesino.

Si en la novela predomina un tono que muchas veces es aligerado por la parodia y la sátira despiadada de los discursos nacionalistas de la derecha argentina, cuando la perspectiva de la narración se sitúa en la guerra el tono varía y va ganando en tensión a medida que aumenta el dramatismo. En ese sentido, en el capítulo “La batalla de Longdon” Gamerro despliega al máximo sus aptitudes narrativas para ponernos en contacto con el barro, el frío, el hambre y los alaridos del terror infernal de la guerra. Esa escena llega después de que Tamerlán muere a manos de su propio hijo y sus sicarios, todos envueltos también en un plan delirante de Arturo Cuervo (conocido como el Mayor X) para apoderarse de la fortuna de Tamerlán y reconquistar las Islas.

La historia del crimen cometido por el hijo de Tamerlán había sido urdida por este Mayor X y toda la trama de los testigos que envolvió a Felipe tenía que ver en el fondo con las fantasías de recuperar las Islas de sus amigos ex combatientes. Lo cierto es que después de que Tamerlán muere, su hijo César y un cómplice le administran a Felipe la “droga del dolor”. En el tiempo que dura el efecto de esa droga transcurre por la mente de Felipe la pesadilla de la batalla de Longdon.

Aquí los soldados argentinos no combaten sino que lisa y llanamente esperan en sus pozos que las bombas les den una tregua. Pero esto no ocurre sino hasta que el número de muertos es suficiente como para que los ingleses detengan el ataque. Cuando los británicos rematan a los últimos argentinos heridos, obligan a los pocos prisioneros que siguen en pié a cavar un pozo para sus propios compañeros. La guerra es eso, un soldado cubierto de barro, aterido, haciendo un pozo en el que va poniendo, unos sobre otros, los cuerpos de sus amigos Rubén, Hijitus, Toto, Rosendo, Carlitos. En eso, Felipe ve a un compañero de la colimba y lo reconoce. Dice: “está llorando, desde que empezamos a cavar, llora casi sin tristeza, como si cavar y llorar fueran naturalmente juntos” (p. 466).

Cuando terminan de tapar el pozo, tienen que apisonar la tierra, en esa tarea se encuentran cuando comienzan a caer proyectiles en el lugar. Advierte Felipe que los que disparan son argentinos, los cuales creen que en ese sitio ganado por los ingleses ya no queda ningún compatriota. Una esquirla le da en la cabeza a Felipe y es a causa de ella que el pedazo de casco se le incrustará en la cabeza. Tirado sobre un foso común en la que acaba de enterrar a sus propios compañeros, herido por los argentinos, Felipe se adormece y queda fuera de combate. La visión de la guerra que nos entrega Gamerro a partir de esta imagen es de una ironía magnífica y de una amargura trágica.

La guerra también es esto: una insensatez que nada tiene que ver con el honor, ni con la gloria, ni con la patria. Es gente muerta por nada y para nada.
Ese pedazo de casco en la cabeza de Felipe es, como la experiencia de la guerra, una incrustación en el propio cuerpo que no se puede ignorar; esa grieta en el cráneo es una herida de guerra que sigue ahí diez años después. Pero menos doloroso será el camino de Felipe a partir del momento en que parte de su pasado puede salir, como sueño, como pesadilla, como diálogo con los amigos vivos y con los muertos, y como diálogo también con Gloria, otra víctima de la política argentina siempre ejercida con enceguecida brutalidad, como absurda guerra.

Sé que me excedo con el tiempo y sé también que cualquier intento de ofrecer un texto cerrado sobre Las Islas está condenado al fracaso de antemano. Tan desmesurada es la novela, tantas son las líneas narrativas que abre para luego reunirlas inesperadamente, y ofrecer un giro y otro más a la trama. Pero si tan poco es dable decir en estas páginas es porque son muchas las virtudes que la novela tiene y grandes las sorpresas que depara.




1- “La novela después de la historia. Sujetos y tecnologías”, en Escritos sobre literatura argentina; Siglo XXI; 2007. p. 472.