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sábado, 29 de mayo de 2010

lunes, 15 de marzo de 2010

Lunes, 15 de marzo de 2010

LITERATURA › MARIA ROSA LOJO Y SU ULTIMA NOVELA, ARBOL DE FAMILIA

“Sentí que yo no era yo sino un sujeto colectivo”
Como depositaria del trauma nacional y generacional de la Guerra Civil Española, la escritora conformó un vigoroso tejido en el que se descubren los múltiples matices de la identidad y una lúcida reflexión sobre la familia.


Por Silvina Friera

La mirada intensa de María Rosa Lojo se humedece de vez en cuando. Como la narradora de su última novela, Arbol de familia (Sudamericana), con sus ojos escucha a esos muertos de allá (Galicia por la vía paterna; Madrid, por la materna) y de acá, que no sólo le hablan de sí mismos sino, sobre todo, de ella. No desperdicia ningún recuerdo, incluso los ingratos; hasta el sueño (o la pesadilla) con la madre, poco después de ponerle punto final al libro, prolonga por otros medios un diálogo brutalmente quebrado. Esa mujer que coqueteó con el suicidio le aprieta el hombro y le pide que la perdone. Los muertos propios son únicos, irreemplazables, irrefutables. Como las herencias que arrojan al porvenir, que a veces pertenecen al orden de lo imperdonable. La familia es la primera patria con la que nos peleamos. “El disparador es la propia historia, vista cuando una ya es relativamente grande”, dice la escritora. “Son novelas que se escriben a cierta edad, cuando se adopta cierta distancia. Mis padres están muertos y muchos de los personajes que están transfigurados en este libro se inspiran en seres reales que conocí, o de los que oí hablar.”

La novela de Lojo sutura lo viejo y lo nuevo, el allá de la “Terra Pai” y la castellana “Lengua Madre” con el acá, las voces y narraciones que hubieran quedado oxidadas en un rincón lejano de la memoria de no haber sido rescatadas y recreadas hasta conformar un vigoroso tejido de su identidad española-argentina. Al fin y al cabo, la narradora es la bisnieta de la hechizada, bellísima historia de apertura, y de un armador de Porto do Son que una noche de tormenta desafió al diablo. Es la nieta de Rosa, que trajo a Buenos Aires dos baúles colmados de ropa de cama y fina mantelería; la sobrina de Rafaeliño, el bígamo; y la hija inmediata de Antón, el rojo, que perdió el alma en su vejez en las afueras de Buenos Aires. Pero también, por el lado de su madre, es la bisnieta de doña Adela y del capitán andaluz, que murió en la guerra de Cuba defendiendo los últimos restos del imperio; la nieta de su hijo el pintor, que no pasó de copiar inútilmente al Greco; la sobrina de Adolfo, el artista de varieté que adoraba a Bing Crosby y a Buster Keaton, y que hubiera dado la mitad de su vida por nacer en Nueva York y no en Madrid; la hija de Ana, la bella “suicida” que jugaba a ser Hedy Lamarr o Rita Hayworth.

La escritora es la depositaria del trauma nacional y generacional de la Guerra Civil Española. “Por ese motivo llegaron mis padres a la Argentina, y desde ese lugar también me contaron sus historias”, señala Lojo a Página/12. “Hay momentos muy duros en el libro, un episodio muy doloroso que me toca en el presente. Mi único hermano tiene una enfermedad psiquiátrica, está internado –confiesa–. Un quiebre tan grande hace que uno vuelva atrás para revisar el hilo y ver cómo empezó la madeja en la que estamos metidos. Invocar las voces de los muertos de alguna forma es curativo. Este es un libro de ficción, un trabajo literario, de eso soy muy consciente. La literatura ayuda a restablecer sentidos; no sentidos definitivos, no los hay, pero permite formular lo que no se puede decir de otra manera y desatar los nudos que están en lo profundo de uno. Siempre que las palabras salen de donde están sumergidas, curan. Pero no quiere decir que uno escribió un libro y se acabó el problema. Siempre se sigue dialogando con los traumas del pasado y los dolores del presente.”

–¿Cómo fue revisitar ese trauma de la Guerra Civil? ¿Qué impacto tuvo en su mirada esa fractura española con la que vivieron y viven millones de personas en España y la Argentina?

–Una cosa es el mundo de los que nos quedamos aquí, los que nacimos de este lado, y otra cosa es el mundo donde viven los españoles actuales. Viven en Europa, están en otro contexto; antes había una escisión fuerte entre España y Europa. Mi padre vino aquí con una gran decepción respecto de la Europa aliada. Los dejaron solos; cuando se ganó la Guerra Mundial, los republicanos esperaban que los aliados ayudaran a España a deshacerse de Franco. Pero no ocurrió así. Esa decepción contribuía a que los que quedaron de este lado se sintieran muy aislados, no aislados del todo de los que quedaron allá, porque el dolor fue un lazo común. La dimensión de la desgracia y de la tragedia personal es algo indiscutible. El personaje de doña Ana y el novio que le mataron está inspirado en un hecho real. El documento que usé en el libro son las cartas de Pepe, porque se conservaron en mi casa durante toda la vida de mi madre.

Cuando estaba escribiendo la novela, Lojo asistió a tres sesiones de la escuela de Psicología Transpersonal y Familiar que sigue la teoría de Bert Hellinger. Fue apenas a tres sesiones, después no volvió. Pero capitalizó lo que escuchó. “La teoría que sostiene esta escuela es que no-sotros estamos enlazados con el pasado, cargamos las deudas y las culpas y estamos doblegados por el peso de lo que no se dijo: los secretos de familia, las cosas ocultas que no sabemos, pero que están ahí. El caso de Pepe fue una de esas deudas porque fue una presencia ante la que mi madre tuvo que actuar como si no hubiera existido –plantea la escritora–. Me resultó muy conmovedor releer esas cartas, volver a los 20 años de los dos y pensar que sí, por qué no, Pepe es un ‘falso’ padre, otro padre; forma parte de la familia, aunque no tenga ningún lazo sanguíneo; es un miembro más de la familia virtual que está compuesta por todos los fantasmas de las personas que se quisieron en algún momento. Pepe tenía un lugar también en ese mundo de fantasmas que había que reconocer. La teoría de Hellinger se basa en el reconocimiento y el perdón: se pide perdón a los muertos y se los perdona. De alguna manera, este libro tiene que ver con reconocer a los muertos y darles un lugar, perdonar y pedir perdón.”

–Hacia el final, la narradora se pregunta qué es una familia, si es una repetición secular de afinidades y de taras, si es una sucesión de malas copias que provienen de originales desaparecidos, entre otras cuestiones. ¿Coincide con los interrogantes que formula la narradora?

–Sí. Nacer en una familia es un destino complicado. Nacemos en un tejido que no hicimos nosotros, en algo que viene determinado. Creo que la única forma de negociar con ese hecho es la aceptación de esa cadena y el enfrentamiento con esas voces. En la novela hay una suerte de “Credo” al revés porque normalmente se idealizan los vínculos familiares, la familia como refugio de todo. Pero el mal de la vida nace en la familia, ¿no? Por eso la narradora dice: “Creo en la comunión de los pecadores, los pecados imperdonables, la resurrección de mi carne y la carne de mis hijos”...

–¿Cómo convivió con esos fantasmas que fueron apareciendo mientras escribía la novela? La impresión es que el mundo del padre es más aceptado que el de la madre, ¿no?

–Hay un mundo con el que tengo una profunda conexión afectiva. Galicia es un cosmos, sensación que jamás tuve con el Madrid de mi mamá. Mientras que los relatos de mi padre me transmitían aspectos maravillosos, a veces extraños o siniestros, la experiencia de mi mamá era muy urbana, bastante típica del aislamiento de una persona en una gran ciudad. Papá me hablaba todavía de un mundo rural que se remontaba a principios del siglo XIX. En el caso de mi mamá, no era una memoria tan lejana, pero además estaba contaminada porque era una familia venida a menos que había tenido más dinero y posición, pero que había caído, como el hidalgo de El lazarillo de Tormes, que tenía que salir a la calle fingiendo que había comido y estaba con el estómago vacío. Esa sensación de irrealidad, de parecer lo que no era, era muy fuerte del lado de mi mamá, y es algo que nunca me fue simpático; mientras que en la familia de mi papá eran campesinos con los pies en la tierra, que negociaban mucho mejor con el mundo real. La cuestión del trabajo en Galicia es realmente un eje de la vida. La dignidad humana la da el trabajo. El que no trabaja, salvo que esté tocado por alguna enfermedad, es un ser indigno que no merece vivir. Creo que mi afición al trabajo me viene de ese lado (risas). Es algo más que una idea, es una condición que tengo marcada a fuego. Lo que me resultó más difícil fue negociar con el lado materno. Los episodios suicidas de doña Ana ocurrieron; es un trauma que no superé porque son del orden de lo imperdonable, en el sentido de que es muy difícil atravesar el dolor de la fractura que eso causa. Hay algo que no se puede reparar del todo. Por momentos, creo que llegué a reconciliarme bastante con mi madre a través de la escritura del libro.

–Al recrear materiales autobiográficos, ¿con qué desafíos se enfrentó durante la escritura?

–El lenguaje me fluía desde la profundidad, pero no era sólo mi lenguaje sino que recuperaba el habla de una niñez española. Sentía los ecos de cómo hablaban mi padre, mi madre, mi abuela, mis tíos; era una música olvidada que volvía a la vida. Pero mientras escribía la novela, me preguntaba: ¿a quién le va a interesar esto? Después de todo es el mundo que yo conocí, es la historia de mi familia; hasta que la respuesta se dio de forma muy natural porque lo que le pasa a una familia de alguna manera les pasa a todas. En todas las familias hay pérdidas, muertes, traiciones, mal casados y mal casadas, locos... Y, desde ya, el exilio y la inmigración la han vivido miles y miles de personas. La creación literaria hace que lo privado se vuelva público y lo singular se vuelva universal.

–Arbol de familia es una novela, pero también podría ser un collar de relatos trenzados por la misma narradora. ¿Qué buscó con esta forma de capítulos breves?

–La apuesta es por la síntesis. Este libro es un árbol de relatos breves; están unidos por la voz de una narradora elusiva que dice poco de ella, y eso también fue muy deliberado. No es una novela convencional, ni hay una intriga poderosa. La intriga está en el placer que el lector puede encontrar al ver cómo van emergiendo o develándose las ramas de un lado y del otro. Esta novela es como un álbum de fotos que abren ventanas, o un árbol de ramas que va rotando en la medida en que el lector va recorriendo el libro.

–¿Por qué quiso una narradora tan elusiva?

–La idea central fue hacer que los personajes desenvolvieran sus vidas como en una película. La narradora los está construyendo y los está mirando vivir. En la medida en que se desenvuelven esas vidas y las ve vivir, se entiende a sí misma. La idea fue recuperar la memoria y las historias de los personajes, pero jugando con la intimidad y la distancia. No está centrado en un yo. La Autobiografía de Victoria Ocampo es muy autocentrada. Ella mide el mundo a medida que pasa a través de su yo. En el caso de mi novela, los personajes están mirados por un yo, pero no es explícito, no es evidente, y se juega siempre a la distancia.

–¿Sería como un yo que quiere ser un él?

–Sí, claro. Hay un velo que lo cubre. Creo que hay muchos más contactos con una narradora como María Rosa Olivier que con Ocampo. Son dos maneras de construir autobiografías. Olivier se esconde, Ocampo se muestra. La narradora elusiva me permitía ver mejor a los personajes. La idea es volverse casi transparente, para que los personajes aparezcan con mejor luz y más iluminados.

–Esta narradora elusiva, ¿le permitía también evitar juzgar a los personajes?

–Sí. En la medida en que la narradora pronunciara juicios sobre estos personajes, quedarían oscurecidos. Este libro tiene mucho que ver con una narradora-dramaturga que no está del todo. Siempre he admirado el teatro, además hice teatro de adolescente. Abandoné las tablas y los espectadores no me lo han reclamado todavía (risas). En la secundaria teníamos un profesor de literatura, Carlos García Mochales, que era genial. Le encantaba el teatro y le gustaba dirigir obras. Entre las cosas extrañas que se le ocurrió hacer fue montar una tragicomedia renacentista de Gil Vicente, con trajes de época. Yo formaba parte de un coro y cantaba una canción renacentista que todavía recuerdo. También hicimos Bodas de sangre, de Lorca. Después armamos por nuestra cuenta un grupo y pusimos en escena una obra de Arthur Miller, Todos eran mis hijos; teníamos 16 o 17 años en aquella época. Lo que me quedó de esta experiencia con el teatro fue esa fascinación por el estar y no estar, por el narrador que se esconde. En el teatro hay alguien que está contando cosas, pero las cuenta a través de los personajes que actúan. Ese yo elusivo para mí era imprescindible para negociar con el gran agujero negro, el de mi madre. Juzgamos a una madre en tanto que fue madre, así como me juzgarán mis hijos a mí; pero difícilmente vemos a las madres como individuos, independientemente del lazo que nos unió. Yo logré ver a mi madre más allá de mí.

Antes de rumbear hacia el dentista, Lojo cuenta que con Arbol de familia sintió con más fuerza que “yo no era yo sino un sujeto colectivo, un médium de muchas voces que surgían a través de mi voz como un canal”. Mueve las manos en el aire, con suma delicadeza, como convocando nuevamente los ecos, tonalidades y acentos de esas voces. “De golpe la narración fluía sola; era como si no tuviera que esforzarme por escribirla. Surgía con una voz que era la mía, pero también la de otros”, revela la escritora de ojos intensos, que cambió los nombres de algunos familiares más cercanos, con historias más conflictivas, para que no fuera tan crudo. “Los escritores transfiguramos siempre la realidad y la convertimos en literatura.”

domingo, 14 de marzo de 2010

Vade retro


Por Alfredo Zaiat

El desarrollo del proceso de liberalización financiera desde principios de la década del setenta, que coincidió con el cuestionamiento a las políticas de intervención estatal (keynesianismo), vino acompañado con la intensificación de las estrategias de endeudamiento externo de los países. El período de oro del capitalismo 1945-1970 fue motorizado por la movilización de recursos propios y de inversión extranjera, con escasa participación del crédito del exterior. En cambio, esa nueva etapa de expansión de las ideas neoliberales empezó a estar dominada hasta su total hegemonía por las finanzas globales. El crédito es una herramienta necesaria para la economía y la refinanciación de los vencimientos forma parte del ciclo normal de su funcionamiento. Cuando la dependencia con el acreedor es creciente, ese vínculo se convierte en un potente perturbador de la estabilidad macroeconómica. En esa instancia se pierden márgenes de maniobra y la autonomía queda muy condicionada. En Argentina, esas restricciones fueron en aumento desde la década del ochenta hasta niveles asfixiantes a fines del siglo pasado, cuyo desenlace fue la cesación de pagos. Desde entonces, con el repudio de la deuda y una audaz renegociación con una elevada quita de capital, comenzó una etapa de fuerte crecimiento económico sin contar con financiamiento externo, eludiendo esa restricción vía los superávit fiscal y comercial. La caída del Muro de Wall Street permitió la revalorización mundial de las políticas keynesianas y se inició un incipiente pero intenso cuestionamiento a las finanzas globales. En ese contexto, cuando se probó que se puede crecer con ahorro interno y empieza el Estado a tener más legitimidad para su intervención en la economía, la insistencia acerca de la necesidad de “volver al mercado voluntario de crédito” va a contramano de esa tendencia internacional, de la notable experiencia local reciente y encierra un riesgo del que se debe estar prevenido.

La posición oficial para defender la apertura del canje de deuda, la utilización de las reservas y los cambios en el Banco Central tiene como uno de los argumentos la posibilidad de conseguir endeudamiento externo a tasas más bajas. Al margen de ese extravío conceptual, no puede considerarse un costo de financiamiento satisfactorio que la actual tasa de interés del 15 por ciento anual que exige el mercado disminuya al 10 por ciento. Este sería el nivel “razonable” que Economía pagaría si avanzaran los proyectos del Gobierno. La tasa internacional se ubica en sus mínimos históricos, cerca del cero por ciento, y economías vecinas colocan bonos de deuda a la mitad de esa tasa proyectada.

Existen motivos más sólidos en términos macroeconómicos para explicar la relevancia de esas iniciativas. Y también existen razones para que los financistas sigan “castigando” a la economía argentina con tasas elevadas, que no se diluirán con el supuesto de hacer buena letra con los mercados.

“Amigarse” con el mercado para regresar al circuito financiero internacional con el objetivo de inducir un despegue de la inversión es una idea sumamente débil desde el punto de vista productivo. Se sabe que los empresarios destinan recursos a su actividad sólo si evalúan que la demanda para sus bienes crecerá, si además estiman que será prolongada la bonanza y si los ruidos políticos no son tan fuertes como para generar una incertidumbre paralizante. El crédito externo y las tasas pueden ser muy bajas, pero esas condiciones no provocarán necesariamente una mayor inversión si el nivel de actividad está estancado. Un país “serio” con un riesgo país bajo no alienta las inversiones si no impera un entorno de crecimiento sostenido con ampliación de los mercados. El crédito externo puede colaborar en ese proceso pero no ser su motor. Ese flujo de capitales termina ingresando a la plaza local sin generar grandes condicionamientos cuando el principal factor dinamizador se encuentra en el ahorro interno. La experiencia reciente muestra que la positiva evolución de la actividad económica no requirió de financiamiento externo. El castigo de los mercados, en tanto, se reconoce en la resistencia de los financistas a la opción heterodoxa para salir de la crisis y, en especial, por el dolor que le significó al sector financiero la cesación de pagos, la posterior renegociación con quita y la permanencia aún de un stock de unos 27 mil millones de dólares en default (holdouts y Club de París). Es poco probable que cambien de opinión por la irrupción de una estrategia amigable. El economista Aldo Ferrer explica que “conviene recordar que en los mercados ya estuvimos hasta el hartazgo, con los resultados conocidos. El problema no es estar o no en los mercados, sino cómo estar. La única forma de hacerlo, compatible con el interés nacional, es no depender de ellos, estar parado en los recursos propios y entonces sí, pueden surgir en los mercados muchas operaciones posibles mutuamente convenientes”.

Tantos años de dominio de la corriente ortodoxa instaló la idea, que alcanza a ciertos representantes de la heterodoxia económica y a funcionarios del Palacio de Hacienda, acerca de que salir del default o volver al FMI permitirá al país recuperar la “confianza” de los mercados. Esto no significa desestimar el canje como un objetivo de normalizar el estado de la deuda, sino ubicarlo en su dimensión en relación con lo que puede influir su resultado en el recorrido inmediato de la economía. Existe una expectativa errónea en ese gaseoso concepto de convertirse en un “país serio”, que nace de depositar un papel exageradamente relevante al capital y a la inversión externas. El economista Alejandro Fiorito, investigador de la Universidad de Luján, señala que “las cosas no son tan lineales. Argentina transitó estos años de crecimiento record sin financiamiento externo. Por lo demás, el flujo de capitales puede ser una verdadera trampa de recesión y pobreza”. Rescata la exposición del economista heterodoxo de origen indio Amit Bhaduri, de un seminario organizado por el Cefid-Ar, quien precisó que la trampa reside, precisamente, en que los países subdesarrollados sufren intensamente fugas de divisas. Por ello, buscan “demostrar” que son “confiables” ante los ojos del capital financiero. El actor que otorga el certificado de “confiabilidad” es el FMI o, ahora que ese organismo perdió prestigio, las agencias calificadoras o los analistas-empleados de los bancos. Entonces buscan su aprobación para ser “creíbles”. Pero esa aprobación incluye como condición el freno y anulación de las políticas expansivas, redistributivas y de desarrollo, conformando un círculo vicioso. Las imágenes de convulsión social que en estos días ilustran el caso griego deberían ser un potente disuasivo para volver a transitar ese sendero. Como enseña Ferrer, la prioridad es retener y reciclar el ahorro interno en el proceso productivo y después, todo lo demás, incluso “la vuelta a los mercados” internacionales, viene por añadidura. La forma de sortear entonces la trampa que emerge de la estrategia de amigarse con el mercado es minimizar la dependencia respecto del capital externo en lugar de profundizarla.

azaiat@pagina12.com.ar

viernes, 12 de marzo de 2010

A los 89 años murió el escritor Miguel Delibes

Su carrera literaria comenzó con "La sombra del ciprés es alargada", con la cual ganó el Premio Nadal en 1948, un galardón que lo impulsó a seguir escribiendo. En sus más de 50 novelas, entre las que se destacan "Los santos inocentes" y "Cinco horas con Mario", dejó un dominio excelente del castellano y una prosa exacta en la que no sobraba ninguna palabra. "Era la voz austera de un país sumido en el silencio", se lamentó el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero.

Delibes, uno de los grandes referentes de la literatura española del siglo XX, murió rodeado de su gran familia en su casa de Valladolid. Durante los últimos 12 años había tenido que convivir con un cáncer de colon. El jueves, su estado de salud se había agravado de forma drástica y el escritor cayó inconsciente. Murió a las 7 de la mañana de hoy, sumiendo al mundo de la cultura y las letras.

El ayuntamiento de su ciudad decretó tres días de luto oficial por la pérdida del autor de "El camino", y entre aplausos y gritos de emoción se instaló su capilla ardiente al mediodía en el consistorio.

Los últimos cinco meses de vida del escritor fueron "muy difíciles", según explicó hoy su familia. Su salud se fue deteriorando mucho a lo largo de ese tiempo. Y ante el drástico empeoramiento de su estado, sus siete hijos cancelaron el jueves todas sus actividades para acompañarlo.

"Toda la familia hemos vivido unos momentos de emoción y de cierta desolación, pero también con satisfacción porque su muerte ha sido bastante corta y dulce", dijo su hijo Germán, catedrático de Prehistoria en la Universidad de Valladolid.

"El hereje" fue su última novela. En 1998, el día en que escribió la última página le diagnosticaron el cáncer que puso fin a su escritura, 12 años antes de morir.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Batalla de Agincourt


Por Horacio González *

En 1415 tuvo lugar la batalla de Agincourt, tema para especialistas en historia inglesa. Se recordaría menos si no la hubiera tomado Shakespeare en su Enrique V. El monólogo que pone en boca del rey Enrique es una formidable pieza que llama a no decaer nunca en el entusiasmo, a pesar de la inferioridad de condiciones. Pero el monólogo no es el del mero entusiasta, por encima de una realidad desfavorable. Se trataba de preguntarse por las bases mismas de la acción, la emotividad del hombre político que renace ante el umbral mismo del fracaso o el desastre. El discurso de Enrique V consistía en un brebaje, tomado de un solo sorbo, compuesto por el elixir del honor. El día de la batalla, ese “día de San Crispín”, iba a ser siempre recordado, cualquiera fuera el resultado, por componer una refundación de la vida en común. La hermandad de los valientes en medio de una empresa casi imposible. Entonces, con su horror y sus muertos, la batalla fundaría una nueva estirpe heroica, aunque no vanidosa. Sólo vigente en un callado recuerdo.

Es el discurso de la emoción política en torno de un heroísmo prodigioso; el heroísmo de los que estaban en minoría y hambrientos. Implica la recreación humana a partir de su irrisoria condición de debilidad. Es la epopeya de los exhaustos y alicaídos que extraen un arrebato épico casi de la nada. Los poemas de René Char en sus cantos de la resistencia francesa retomarían el tema bajo el nombre del “tesoro perdido”, pues el recuerdo de un fervor desaparecido seguía siendo una nostalgia fecunda. Eran esos hombres comunes que en un momento de sus vidas toman sobre sí una tarea extraordinaria. Creaban la hermandad de los resistentes desprovistos de fuerzas materiales. Sólo poseían su convicción, su pensamiento o su gratuidad militante.

Todos los momentos generosos de una sociedad parten de sentimientos que brotan inesperadamente. Nadie es un héroe. La situación heroica es la más común de las situaciones. Surge de la fragilidad, la angustia o de la desesperanza. No vivimos hoy momentos de entusiasmo cívico, colectivo o político. Si el entusiasmo es la forma laica de un deseo trascendente, no estamos en una época propicia a estos afanes. Por el contrario, nos hallamos inmersos en sociedades que creen ser hedónicas y son apenas espasmos de avaricias reivindicantes. La incredulidad generalizada es un subproducto de la democracia mediática, del predominio de pequeñas maniobras, de la irritación táctica y de tácticas irritadas. Sin “discursos de San Crispín”.

La palabra pública reflexionante ha sido reemplazada por mandobles calculados, ensayos chulos de lenguaje, monosílabos que si son groseros calan más. El concepto de lo político, con su sujeto dramático, ha sido reemplazado por la “operación política”, la noticia “plantada”, la obstrucción tramada en trastiendas políticas. El despliegue de ideas sostenidas por razonamientos complejos ha sido reemplazada por chicanas y gracias televisivas, mezquinas acciones toleradas llamadas “palos en la rueda” o “pases de factura”; las construcciones en común han sido reemplazadas por exorcismos y cuarentenas: “no quedar pegado”, “le soltó la mano”.

Entendámonos: los requiebros en el habla colectiva y las metáforas del acervo picaresco no son enemigos de la democracia, son el grano de sal que condimenta el viejo pacto entre los lenguajes cultivados y el manantial justiciero de las ironías populares. Pero ahora la política nacional parece estar en estado permanente de chicotazo verbal, con especialistas en “meter la tapa” en programas de tevé, investigadores de la vida privada, moralistas que prometen adecentamiento y parecen emisarios espectrales de Savonarola, manoseadores de biografías con técnicas de basural, gritones mutuamente profesionales de frases como “yo lo dejé hablar, ahora hablo yo”, que son el síntoma disgregador de un espacio dialogal del que deben surgir sujetos políticos y no energúmenos trastrocados. Estamos tentados a decir que falta el “discurso de San Crispín” –el alegato de Agincourt– para despertar la conciencia pública de sus encasillamientos facciosos.

Las migas deshechas de los pensamientos políticos que otrora producían el entusiasmo público acabaron siendo formas atrincheradas del rencor. El país se mira sus manos, medio vacías o medio llenas según quién opine, y recrea el espectáculo de una sociedad viva pero turbada, ensimismada y a punto de ser arrastrada por cualquier bribonada política. Durante el conflicto con el campo se discutió qué cosa impulsaba a las conciencias, el motor anímico que llevaba a manifestar en las calles. Las formas ya encuadradas del pueblo fueron condenadas en nombre de una conciencia incontaminada, regenerativa. Eran los “dignos” de alma traslúcida contra los hombres suburbanos subidos en camiones. Un nuevo clasismo “sin intereses” pudo presentarse como superior a las formas heredadas de adhesión popular. El gran éxito de las difusas derechas fue el hacer creer que retenían para sí la militancia desinteresada y emitir un sello condenatorio contra los engarces habituales de la movilización colectiva. Esa batalla la perdió el Gobierno. Y también la sociedad, aunque ella no se haya dado cuenta.

Fue la pepita de oro encontrada para hacer creer, luego, que el máximo atentado contra la institucionalidad vigente –un vicepresidente considerado por el periodismo pendenciero como un “obispo entre infieles”–, sea considerado un gesto republicano y no una grave alteración del cuadro constitucional. Juristas destacados, políticos éticos y analistas sesudos –es fácil conseguir esos títulos en la fábrica de certificados de la alta prensa nacional– insisten en que ese hombre, vicepresidente de marras, cumple correctamente su misión y nada importan los actos secesionistas que se producen por el solo hecho de estar sentado en esa silla, como Kagemucha, el criado japonés. Este hombre trivial con sus ávidos asesores de otros carnavales, ha descubierto que hacer política es quedarse apenas sentado, dejando un recado cismático cotidiano en el seno del Estado con sólo poner sus posaderas en una angarilla del Senado. En esta institucionalidad dividida, su voto tiene valor catastrófico, revelando cómo un sistema que se postula republicano se desgarra por la presencia del hombre sin cualidades, sin dignidad, pero con su trasero en el “juste lieu”. Los empalagosos citadores del republicanismo trucho –no del verdadero, el de los fundadores de la teoría política– lo consideran una curiosidad, como quien mira un grato desfile de la Reina de la Vendimia. Esta batalla la está también perdiendo el Gobierno. Y la sociedad, aunque ella no se dé cuenta.

Se recordará esta época como la de los petimetres que ponen en vilo a un gobierno haciendo declaraciones en la puerta de sus petithotels del Bajo Belgrano. ¿Qué puede decirse? ¿Que en esa situación se debieron cuidar procedimientos? No cabe duda. Pero otra cosa es el infortunio de las instituciones, que por un espectacular equívoco se cree que son defendidas por estos personajes que conocen y usufructúan de las características de una sociedad con profundas corrientes refractarias al cambio, a la gran aventura libertaria del vivir y a la innovación política. Léase a la prensa hegemónica en su combate ciego: una palabrita suspicaz del FMI es recibida con regocijo por los adversarios del Gobierno, pero al otro día pasarán por “antiimperialistas” proclamando la protección de las reservas, a la tarde saludarán a algún enviado de Estados Unidos proclamando la cartilla “demigolpiste” de los académicos latinoamericanos reciclados en los partidos conservadores norteamericanos, a medianoche podrán sentirse “atropellados” con Redrado, alborozados con la jueza Sarmiento, anunciar a la siguiente mañana la suspensión de la ley de medios audiovisuales con vergonzosas coartadas de bufete, y al caer la noche del otro día promover una depuración robespierreana de la república, los “virtuosos” contra los “corruptos”, con un moralismo simplificador que no pocas veces fue el sustrato de dictaduras mesiánicas. Y a la hora del té podrán observar como togados imperturbables de alguna academia internacional que se está “sobreactuando” en la protesta por la explotación petrolífera en Malvinas. Y los fines de semana, los editoriales en comandita de los grandes medios, augurando “el fin del ciclo” o preguntándose con un halo de ingenuidad “¿cómo harán para mantener el poder en los dos años que faltan?”.

Todo está sujeto a escarnio en el país. Así no es posible restituir la pertinencia de la palabra pública en la nación, dicha como soporte invisible de su armazón moral. Acciones de progreso colectivo y social evidentes corren peligro ante un nuevo reaccionarismo que supo expropiar los estilos reivindicativos y militantes, anexándolos como “ala de los luchadores” en la procesión neoconservadora. No hay fórmulas probadas para desarmar este enorme equívoco detrás del que corre una parte sensible de la sociedad. Pero en algún momento podrán aparecer los equivalentes del “discurso de Agincourt”.

* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.

lunes, 22 de febrero de 2010

LAS NOVEDADES DE 2010 EN MATERIA DE LIBROS

Con los ojos bien abiertos

La lista es inabarcable, pero aquí se apuntan algunos de los nombres con que se encontrarán los lectores a lo largo del año: Murakami, Mankell, Irving, Auster, Le Clézio, Tabucchi, Coetzee, Ishiguro, Pauls, Forn y Kohan. Y muchísimos más, por supuesto.

Por Silvina Friera

La inyección de libros 2010 deja al lector con la boca y los ojos bien abiertos. Hay un nuevo Roberto Bolaño para devorar en breve, pero también Haruki Murakami, Henning Mankell, Philip Roth, John Irving, Paul Auster, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Leonard Cohen, Antonio Tabucchi, Chuck Palaniuk, Stephen King, Coetzee, Kazuo Ishiguro, Enrique Vila-Matas, Fernando Vallejo, Alan Pauls y Martín Kohan, entre tantos otros. Dos hermosos ladrillos que ya se pueden conseguir en las librerías estremecen por su tamaño y contenido. Son los Cuentos reunidos de Faulkner y Nabokov (Alfaguara). Si de cuentos se trata, otra perlita al alcance de la mano es Grieta de Fatiga (Eterna Cadencia), quince relatos extraordinarios del mexicano Fabio Morábito. Entre las novelas ya editadas están A cuántos hay que matar (Alfaguara), de Reynaldo Sietecase; el combo de la última premio Nobel, Herta Müller, En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo (Punto de lectura); la novela El cojo y el loco (Alfaguara), del peruano con aspiraciones presidenciales Jaime Bayly; la edición escolar de Crímenes imperceptibles (Planeta), de Guillermo Martínez; Los monstruos (Mondadori), de Dave Eggers, y ese extraño objeto, a mitad de camino entre el documental y la novela que es La biblioteca ideal (La bestia equilátera), de Matías Serra Bradford.

Hay poesía en las viñas del mercado editorial. Cuaderno griego (Adriana Hidalgo) es el último poemario de Arnaldo Calveyra; Poesía Buenos Aires (1950-1960) Antología íntima (Ediciones del dock), con selección, prólogo y notas de Rodolfo Alonso, es un compendio de los treinta números publicados por esta legendaria revista de vanguardia que difundió el trabajo de Edgar Bayley, Mario Trejo, Francisco Madariaga, Hugo Gola, Leónidas Lamborghini, Francisco Urondo, y el propio Alonso, entre otros poetas.

Con marzo pisándole los talones a un febrero pasado por agua, faltan pocos días para que comience lo que será un auténtico malón editorial 2010. Se viene otro Murakami con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (Tusquets). Por lo que anticipa la editorial, el escritor japonés combina cyberpunk, novela negra, relato fantástico y reflexión moral a un ritmo trepidante e hipnotizador. Pero para los fans habrá doblete; probablemente para el segundo semestre se lanzará otro libro del “boom japonés”: De qué hablo cuando hablo de correr. El tanque Anagrama arranca con la edición nacional de Vértigo, de W. G. Sebald y dos nuevas novelas de Alan Pauls y Martín Kohan: Historia del pelo y Cuentas pendientes, respectivamente. El héroe de la comedia de Pauls es un enfermo del pelo. En la novela de Kohan, la apuesta es el retrato de una vida en la que el fracaso lo alcanza todo. Otros dos escritores argentinos premiados recientemente le echan leña a la expectativa que han generado. Oscura monótona sangre (título tomado de un verso de Salvatore Quasimodo), es la última novela de Sergio Olguín con la que ha ganado el premio Tusquets 2009. El oficinista, de Guillermo Saccomanno, flamante premio Biblioteca Breve, se publicará por Seix Barral. A toda máquina empieza Ordeno y mando (Anagrama), de Amélie Nothomb, cuando un misterioso y multimillonario sueco muere de forma fulminante en la casa de Baptiste Bordave.

El cubano Leonardo Padura vuelve al ruedo con El hombre que amaba a los perros (Tusquets), una historia en la que un hombre viudo, aspirante a escritor y responsable de un paupérrimo gabinete veterinario en un barrio de La Habana, recuerda cuando conoció en 1977 a un enigmático hombre que paseaba por la playa en compañía de dos hermosos galgos rusos, que lo hizo depositario de una singular confidencia en torno del asesinato de Trotsky. Kriminal Tango (Alfaguara), es el nuevo policial de Alvaro Abós, ambientado en la Buenos Aires de hoy; también se publicarán Mi perra Tulip (Beatriz Viterbo), novela autobiográfica de J. R. Ackerley; La humillación (Mondadori), de Philip Roth; Ganar es de perdedores (Norma), un libro de cuentos futbolísticos de Ariel Magnus; la novela Bajo tierra (Norma), de Gustavo Valle, venezolano residente en Buenos Aires, y Grandeza boliviana (Eterna Cadencia), el regreso de Sergio Di Nucci, nuevamente bajo el seudónimo de Bruno Morales, después del sonado “plagio” de Bolivia construcciones. Para los que no pueden vivir sin la “morfina” de la literatura rusa, pronto tendrán los Relatos fantásticos (Adriana Hidalgo), de Iván Turgueniev.

La anunciada y esperada novela inédita de Roberto Bolaño, El tercer Reich (Anagrama), llegará en abril al país. Escrita en primera persona y en forma de diario, el narrador es Udo Berger, un joven de 25 años de Stuttgart, apasionado por los juegos de guerra, que emprende un viaje junto a su novia Ingeborg –uno de los personajes principales de 2666–, a la Costa Brava española. Otra novela que genera expectativas es la última del colombiano Fernando Vallejo, El don de la vida (Alfaguara), quien visitará la feria del libro. No podía faltar en el menú Arturo Pérez-Reverte con Asedio (Alfaguara), que recrea el Cádiz de 1812 bajo el asedio de las tropas napoleónicas. También para la Feria del Libro (abril-mayo) está prevista la aparición de Negar todo y otros cuentos (Ediciones de la Flor), de Roberto Fontanarrosa; y un volumen que reúne textos de Copi (Anagrama), prologados por María Moreno.

Desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008, el escritor francés Jean-Marie Gustave Le Clézio se convirtió en un “habitué” del mercado editorial argentino. Ahora llegará por partida doble: el ensayo El éxtasis material (Adriana Hidalgo), que condensa las propuestas filosóficas y literarias del autor de El africano; hacia fin de año, Revoluciones (Adriana Hidalgo), novela publicada originariamente en 2003 en la que aborda, en clave de ficción, distintos períodos revolucionarios relacionados con Francia. Como todos los años, el rescate de autores brasileños crece exponencialmente. Publicada originalmente en 1935, El día de las ratas (Adriana Hidalgo), de Dyonelio Machado, es considerada una obra maestra de la literatura brasileña del siglo XX. Otro clásico brasileño que se traducirá por estos pagos es Infancia (Beatriz Viterbo), de Graciliano Ramos. En el año en que Clarice Lispector cumpliría 90 años, los lectores tendrán su recompensa con Descubrimientos (Adriana Hidalgo), un libro de crónicas. También habrá más Caio F. Abreu con los relatos de Frutillas enmohecidas (Beatriz Viterbo); los cuentos de Sergio Sant’Anna, El monstruo (Beatriz Viterbo), traducidos por César Aira, y el joven brasileño Luiz Ruffato con la novela Ellos eran muchos caballos (Eterna Cadencia), una serie de instantáneas tomadas durante un día, el 9 de mayo del 2000, en San Pablo.


Para alquilar balcones

Las grillas de los planes editoriales, como el servicio meteorológico, están sometidas a imponderables que suelen modificar salida de algunos títulos. Así que de ahora en más se sorteará la árida cronología para dar cuenta de lo que vendrá tanto para el primer como segundo semestre del año. Algunos ya se están frotando las manos con la buena nueva: habrá Leonard Cohen por un rato más. Edhasa publicará Hermosos perdedores, su primera novela, una obra de culto que hace muchísimo tiempo que no circulaba en castellano. El influjo que ejercen algunos nombres augura un año para alquilar balcones: El tiempo envejece deprisa (Anagrama), de Antonio Tabucchi; El ojo del leopardo (Tusquets) de Henning Mankell; Snuff (Mondadori), la novela pornográfica de Chuck Palahniuk; los Cuentos completos de Thomas Mann (Edhasa), publicados por primera vez en español con el bonus track de las Confesiones del estafador Felix Krull; Summertime (Mondadori), de Coetzee; Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques (Anagrama), de William Burroughs & Jack Kerouac; Dublinesca, la nueva novela de Enrique Vila-Matas quien, después de abandonar al editor Jorge Herralde estrena editorial (Seix Barral); Contraluz, de Thomas Pynchon (Tusquets); Saña, de la mexicana Margo Glantz (Eterna Cadencia); Memorias de los cuarenta (La bestia equilátera), de Julian Maclaren-Ross; Nocturnos (Anagrama), de Kazuo Ishiguro; La vida entera (Lumen), de David Grossman; La cúpula (Mondadori), lo nuevo de Stephen King; Sunset Park (Anagrama), de Paul Auster; la nueva novela de John Irving, Last night in Twisted River (Tusquets); Muy lejos de Kensington (La bestia equilátera), de Muriel Spark; y Trilogía de la ocupación (Anagrama), de Patrick Modiano, entre otros. El plato fuerte, sin duda, será el libro inédito en español de Nabokov que publicará La bestia equilátera. Y siempre será bienvenido el rescate de Virginia Woolf que viene haciendo Lumen. La editora Leonora Djament supo capitalizar el viaje a la Feria de Frankfurt. Ahora tienta a los lectores con tres jóvenes alemanes que se publicarán por Eterna Cadencia: Tilman Rammstedt con Seguimos cerca; Ulrich Peltzer, con Parte de la solución; y Nora Bossong con El protocolo de Weber.

Después de diez años de infatigable escritura, llegará la última novela de Leopoldo Brizuela, Lisboa (Alfaguara). Por la misma editorial se publicará lo nuevo de Matilde Sánchez, Los daños materiales; La orfandad, de Sylvia Iparraguirre; En el aire, novela de Graciela Speranza; Cuentos escogidos, de Hebe Uhart, y Medio mundo, del escritor uruguayo Mauricio Rosencof. El menú argentino ofrece carne para todos los gustos. Mondadori publicará Barrefondo, de Félix Bruzzone; Dos hermanos, novela de Sergio Dubcovksy; las nuevas novelas de Leo Oyola, Juan Terranova, Lucía Puenzo y la primera novela de Roberto Pettinato. Edhasa se apoya en un trípode de mujeres jóvenes argentinas. De Laura Alcoba, residente en Francia, editarán su segunda novela, Jardín blanco (publicada el año pasado por Gallimard), ambientada en los años ‘50 con Evita, Ava Gardner y Perón como protagonistas; de la cordobesa Eugenia Almeida, La pieza del fondo, también publicada en Francia por ediciones Métailié (la muchacha se ganó una beca para escritores en Francia, en la casa de infancia de Marguerite Yourcenar, y se va en mayo); y de María Cecilia Barbeta, residente en Berlín desde hace 12 años, El taller de arreglo “Los milagros”, con la que ganó el premio “Aspekte” de literatura a la mejor opera prima en lengua alemana. Siguiendo con su plan de reediciones de la obra de Mempo Giardinelli, Edhasa lanzará Final de novela en la Patagonia. También se reeditará Los pichiciegos (El Ateneo), de Fogwill.

Ernesto Mallo publicará por Planeta una novela histórica en consonancia con el Bicentenario (ver aparte); otros libros para celebrar son los artículos escogidos de Juan Forn, la poesía reunida de Fabián Casas, las memorias del entrañable Leónidas Lamborghini, los cuentos de Federico Falco (todos por Emecé). Si alguien tiene que ser después (Adriana Hidalgo), es el nuevo libro de poesía de Juana Bignozzi; El corazón de Dolli (El Ateneo), la nueva novela de Gustavo Nielsen. De la chilena Lina Meruane llegarán los cuentos de Las infantas (Eterna Cadencia); y de Javier Guerrero la nouvelle Balnearios de Etiopía (Eterna Cadencia). La bestia equilátera promete la nueva novela de María Martoccia; Hélice (Entropía) es la segunda novela de Gonzalo Castro. En un mercado editorial que promedia los 20 mil títulos al año, toda nota que pretenda abarcar el panorama 2010 será apenas un recorte, una foto demasiado estática para la dinámica editorial de cara al Bicentenario.
La guerra del ruido


Por Diego Fischerman

No fue lo primero que leí de Antonio Di Benedetto. Fue Zama, por supuesto. Y ya en esa novela había aparecido el deslumbramiento frente a una prosa cuyas modestia y exactitud no podían compararse con nada. Eran años de excesos, de poetas embebidos en caudalosos e interminables encadenamientos de palabras, de novelistas emborrachados por la improbable evocación porteña de ciertos trópicos. Y Di Benedetto, allí o en los cuentos de un librito de sequedad esencial llamado Caballo en el salitral –una antología barata que se conseguía en esos años– mostraba, sencillamente, la posibilidad de otro camino. Las cosas podían contarse diciendo “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”, como en el formidable comienzo de Zama. Y también, como descubrí con El silenciero, se podía hablar del sonido y de la más terrorífica –y la más inevitable– de las invasiones posibles. La del mundo, devenido ruido.

Francisco Kröpfl, un gran compositor y pedagogo argentino, resume la cuestión en una sentencia inapelable: las orejas no tienen párpados. Abel Gilbert recopila noticias de asesinatos provocados por cuestiones sonoras –una fiesta, una canción que no para de repetirse, los bajos intercambiables de las cumbias sonando hasta las cinco, o las siete, o las diez de la mañana–. Y en Guantánamo, claro, se torturaba con música. Di Benedetto nada sabía de estas cosas pero El silenciero, publicada por primera vez en 1964, hablaba de ellas. Un hombre, solitario como todos sus personajes, a quien apenas rodean otros pocos, es acosado por el ruido. Hay un piano. Hay sucesivas mudanzas. Hay un incendio final de un salón de baile. Y una cárcel en la que los ruidos no son menores. Pero más allá de la visionaria percepción del mundo como un lugar ocupado y del ruido como un ente inarticulado capaz de tomar la casa desde cualquier lado y en cualquier momento, lo que traza Di Benedetto es un relato acerado, de precisión quirúrgica sobre una batalla, o una guerra, siempre perdida. La guerra con lo otro.
El silenciero

Por Antonio Di Benedetto

El trastorno de mi madre era también el nuestro. Sólo que ella tenía en la sangre el hábito de vivir allí donde pudiera decir “Esta es mi casa” o “Lo fue de mis padres y de otras dos generaciones con mi nombre”. Se le confundían, me parece, las casas de pensión con asilos y hospitales o con lugares donde habitara de prestado.

Ella opinaba que, por lo menos, debíamos conseguir casa en arriendo. Yo le contenía la voluntad, argumentando:

–¿Para qué, si pronto compraremos una?...

En verdad y reservadamente, las cifras me atajaban. De nuestra casa obtuvimos 900.000 pesos. Los honorarios del comisionista y la escribana, los gastos de bodas (ropa, reunión, viaje) mermaron el monto hasta 820. Los 820 se fueron descortezando, y asimismo los 800 y los 780: la pensión de los tres (y el piano, que estorbaba el regateo) costaba 18.000, más tarde 21, 24, 30, y arriba siempre. Frente a las salidas, mi sueldo perdió la ventaja inicial, se emparejó, cedió.

De los 780 y los 750, para alquilar tendría que tomar un bocado en pago de la llave, con lo cual se achicaría el capital para la compra o construcción.

Reiteraba su queja:

–Tendríamos que haber comprado aquélla...

Aquélla, la que antes que ninguna nos sedujo. Pero mi madre olvidaba:

–Mamá, usted se olvida de que era sábado, y el lunes, al volver, descubrimos detrás los ruidos del aserradero de madera.

–Sí, entonces te volviste desconfiado. Dabas vueltas.

–Es la manera, creo yo.

Si la casa ofrecida nos gustaba, yo me apartaba del diálogo y el vendedor quedaba con Nina o con mi madre. Detectaba los ruidos que podrían filtrarse por patios o paredes. El método solía derivar a lo enojoso. Si desistía y confesaba la causa, el vendedor la consideraba un menosprecio de mi parte y me trababa en discusiones inservibles acerca de la importancia o poder de alteración del ruido tal o cual.

Por lo tanto, si la casa estaba en venta y nos interesaba de algún modo, antes de entrar yo daba vueltas. Un letrero, en la calle de atrás o del costado, me revelaba la entraña ruidosa que podía tener esa manzana: “Fábrica de yeso”, “Fábrica de cocinas”, “Construcciones metálicas”, “Marmolería”, “Ferretería mayorista”... Máquinas trituradoras, hornos rugidores, motores trepidantes, remaches gigantescos, carga y descarga de chapas, sierras de inagotable paciencia para rebanar bloques de mármol... O más cerca los pequeños talleres: “Hojalatería”, “Vulcanización”, “Afilado de sierras sinfín”...

Sin fin.

–También la calesita...

–Sí, claro, por el altavoz con rondas que ponían desde la mañana.

–Pero –anotaba Nina una reserva– la calesita no impidió ninguna compra...

–Verdad, sólo nos corrió de otra pensión, la quinta o la sexta en que estuvimos.

–La cuarta. La quinta tenía el night club embutido en el subsuelo.

–No, ésa era la sexta. La quinta daba a la cervecería...

–...con mesitas sobre la vereda, y de noche, al pie de nuestro balcón: discutidores, cantores, chistosos, transistorizados; las órdenes del mozo, el tenedor que cae, el vaso que se quiebra contra el piso...

–Las motos estacionadas junto al cordón, motor en marcha, y los chaquetas-negras con sus aceleradas en seco, desafiantes...

–Las pitadas del guardacoches...

–Los picadistas, que habían elegido esa cuadra para concentrarse... Sus preparativos, con frenadas y debates... Las largadas y estampidos...

Nos hemos quedado callados, copados por aquella memoria de voceríos y de estruendos que asediaban nuestro sitio de reposar y de dormir, hasta que Nina admite:

–Sí, la quinta. O la séptima, no recuerdo. Era impar.

–Es lo mismo, ya entonces nuestro dinero no servía.

Novecientos mil nos dieron. Y setecientos ochenta, setecientos cincuenta o setecientos nos otorgaban un discreto poder de compra. Pero nuestros recursos se estancaron, sin crecer; disminuyeron, y en dos años para la casa capaz de conformarnos teníamos que disponer de un millón ochocientos.

El techo.

El ruido es un tam-tam.

Repica para convocar al más-ruido y ahuyentar a los adictos del no-ruido.

Forma parte de la agresión “contra papá”.

(El modo más benigno e indulgente de esa hostilidad es el desdén.)

“Estar en el ruido.” Es la consigna. Han elegido y no por antojo pasa a ser el ruido signo o símbolo de lo actual, lo novedoso, lo que pesa y acredita, y la ruptura.

“El mundo será del ruido o no será.” “El silencio es de los muertos.” Sí...

El tam-tam es una emanación, una armadura, un rechazo combatiente, o de precombate que no tendrá lugar, contra todo el enemigo, aunque no esté a la vista. (El tamborero de tam-tam sólo se considera a sí mismo.)

Los discos con voces infantiles del altoparlante de la calesita me ordenaban compensar una omisión:

–Si al menos tenerla tan cerca pudiera servir de diversión a un niño nuestro...

Nina, endurecida como ante la mención de una dolencia secreta, recusaba:

–Sí, un niño nuestro. Un niño que ocupe el lugar del piano en los camiones de mudanza.

Yo me dejaba esfumar por mi silencio y el humo calmo de mi cigarrillo. Ella callaba. Después se apaciguaba.

Yo tenía de los niños una herida. Una herida real.

En la pensión anterior, un rosado portón de hierro –abajo anchas planchas con rosetas, arriba barrotes contorneados y cúspide de lanza– se mantenía en potencia como tema para una página de rotograbado de los diarios.

Entretanto, preservaba el jardín, que constituía el atenuante de la impresión de cautiverio de la pieza.

Algún chico de la calle inventó tirarle piedras. La pandilla acogió la iniciativa y, del ocaso en adelante, cada noche el portón sufría un bochornoso bombardeo.

La granizada retumbaba en mi cabeza. La vena le tomó un miedo receloso y palpitaba en cuanto presentía la descarga.

Defendí el portón: corrí a los chicos.

Un atardecer los encontré agrupados, en el suelo, sin ostentaciones ni alborotos. Llevé los papeles a la pieza y pasé al jardín, sospechando que sentados intentarían la renovación de los ataques. No me miraban, tercos en no hacer nada.

Me apoyé en el portón, en un alarde posesivo, y parece que es lo que aguardaban: se despegaron del suelo, cada uno arrojó como granada su cascote, y cuatro, cinco –¡muchos!– me dieron en el rostro.

Emigramos del barrio: los vecinos me miraban.

El apego de Nina había declinado. Me cuidaba, me protegía; pero, tal vez, no me respetaba como antes.

En aquella otra pensión que abandonamos por causa del tocadiscos de la dueña, Nina conseguía, a mi llegada del trabajo, que el aparato cesara o, de sonar, lo hiciera con cordura.

Un día, Nina no tuvo tiempo de acudir con el ruego a la señora. Me sublevó una música furiosa y yo mismo acudí a la cocina en tren de interpelar. Grité.

Gritó la dueña:

–¡Qué tanto!... Silencio y silencio cuando el señor está. Y cuando se ha ido, la que pone los discos en el aparato es su mujer.

Después reflexioné y me dije que no soy un enemigo de la música, ni mi mujer lo es, ni yo pedía que lo fuera.

Pero ya la dueña había reclamado que dejáramos el cuarto.

Pensé que cuando tuviéramos una casa, nuestra y sin ruidos, Nina corregiría sus pequeñas defecciones con respecto a mí.

Alguien está lleno de amor hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)

Alguien está lleno de odio hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)

Alguien está lleno de reservas, desconfianza y sospechas hacia todos. (Puede que lo sea Besarión, que lo sea yo.)

Alguien está lleno de violencia hacia todos. (Es cada uno, son todos.)

Alguien está necesitado de ser respetado y amado. (Soy yo, Besarión lo es.)

¿Pero es que alguien puede estar lleno de amor hacia todos?...
El odio

Por Eduardo Aliverti

Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.

Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.

La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.

Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.

Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?

Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.

Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.

viernes, 19 de febrero de 2010

MUSICA › A LOS 88 AÑOS, MURIO ARIEL RAMIREZ, PIANISTA Y COMPOSITOR, UNO DE LOS GRANDES SIMBOLOS DE LA MUSICA POPULAR ARGENTINA

El músico que fue coronación del folklore
Autor de canciones emblemáticas como “Alfonsina y el mar” y obras conceptuales como la “Misa criolla”, desarrolló un aporte fundamental a lo mejor del folklore argentino.


Por Karina Micheletto

Fue uno de los compositores más renombrados de la música folklórica argentina y uno de los que mostró sus posibilidades en el mundo entero, con obras conceptuales y espectáculos que propusieron al folklore como “música para escuchar”, en tiempos en que se acostumbraba encasillar al género como “festivo”. Fue, también, un hombre que marcó records a fuerza de talento: se lo consigna como el autor de la canción traducida a más idiomas del cancionero (“Alfonsina y el mar”) y de la obra del género folklórico que más discos vendió en el mundo (Misa criolla). El pianista y compositor Ariel Ramírez falleció ayer, a los 88 años.

Había nacido en la capital santafesina el 4 de septiembre de 1921. Hijo de un maestro, periodista, matemático y escritor, Zenón Rodríguez, y de Rosa Blanca Servetti, también maestra de escuela, Ariel estudió piano de pequeño, pero no escapó al mandato familiar: obtuvo el título de maestro de escuela, al igual que otros nueve hermanos. “No podía haber un Ramírez que no fuera maestro en Santa Fe. No es que me obligaran, mi viejo nunca se opuso a mi vocación. El magisterio me dio una formación. Después, todo lo demás me lo dio la vida”, contaba él en una entrevista.

Contaba también el primer “encantamiento” que ejerció en él el instrumento que eligió para su vida, en un relato cinematográfico que incluía escenas muy claras, fijadas en la memoria de un niño de casi cuatro años. Fue en Gálvez, donde su padre era director de la escuela 290. Ariel vivía con su familia en la planta alta del edificio, así que los fines de semana, los patios y aulas eran territorio privilegiado de juegos para los hermanos Ramírez.


“Uno de esos domingos entramos al museo de la escuela. Entre lechuzas y loros embalsamados encontré un piano. Fue la primera vez que puse mis manos sobre uno, y fue un encantamiento. Desde entonces no quise separarme jamás de esos sonidos”, recordaba, con emoción. “Años después sentí palpitaciones cuando vi pianos en alguna vidriera. Y tuve mi primer piano a los 16 años. Un Fredrich, alemán. No sé cómo hizo mi viejo para comprarlo. Regresé al mediodía de la Escuela Normal y encontré el piano en el living. Me explotó el corazón. Estuve hasta las 3 tocándolo sin parar.”

Si de acuerdo con la tradición familiar completó el magisterio, el joven Ariel abandonó la docencia con la premura del caso: “Estuve dos días como maestro y fue un fracaso rotundo. Di clases en el mes de marzo y comprendí que no servía para el magisterio”, recordaba. Decidió entonces viajar, con la idea de conocer más en profundidad la música argentina. Terminó compartiendo pensión en Córdoba, en el bohemio barrio Clínicas de entonces, con estudiantes de medicina de diferentes provincias que le alquilaron un piano como forma de alentar los sueños de un músico en potencia.

En una de aquellas reuniones musicales de estudiantes cayó un músico ya conocido: Atahualpa Yupanqui. Puesto a evaluar las virtudes del joven, dictaminó: “Usted tiene buenas manos, pero tendría que irse al Norte, para aprender a tocar zamba y chacarera”. No sólo eso: al día siguiente hizo llegar un pasaje a Jujuy, diez pesos y cartas de recomendación, con las que Ariel Ramírez terminó viviendo siete meses en Humahuaca, y más tarde recorriendo el noroeste argentino durante tres años.

Aquel viaje iniciático marcaría la carrera del joven que finalmente lograría transformarse en pianista y compositor: obras como “La tristecita”, “Volveré siempre a San Juan”, “La equívoca”, “El Charrúa”, “Allá lejos y hace tiempo”, “Cuatro rumbos”, “El Paraná en una zamba” o “Zamba de usted” reflejan la forma en que Ramírez supo desarrollar los ritmos del mapa musical argentino, con un estilo propio que se volvería, con el tiempo, también tradición.

Piano en obra


La obra compositiva que dejó Ramírez es vasta, aunque no toda ha sido dada a conocer. Incluye unas cuatrocientas composiciones, entre canciones y obras integrales como Misa criolla y Mujeres argentinas. Fue en este último campo en el que el santafesino dejó su marca distintiva: el desarrollo de obras conceptuales que reunieron los géneros de la música argentina alrededor de un tema, una mirada integral que tendió puentes hacia lo que sería otro fuerte del pianista: la creación de espectáculos que presentaron al folklore ya no únicamente en peñas o festivales, sino en salas de concierto y teatros, con puestas que articulaban música y danza, y arreglos especialmente concebidos, abriendo nuevas posibilidades para el género.

En 1946 editó por RCA Víctor sus primeros discos en 78 rpm, con obras como la zamba “La tristecita” y el bailecito “Purmamarca”. Hasta 1956, cuando se desvinculó de esta discográfica, grabó 21 discos dobles, un promedio de dos por año. Ya en Philips, desarrolló también su faceta de recopilador, con series enfocadas en diferentes regiones del mapa musical argentino, o en selecciones de ritmos como la zamba, el vals criollo y el tango.

En 1955 creó la Compañía de Folklore Ariel Ramírez, a la manera de la histórica compañía de don Andrés Chazarreta, con espectáculos integrales de música y danza que llevó por escenarios del país y del mundo durante más de dos décadas. En su etapa inicial convocó a Los Fronterizos y el charanguista boliviano Mauro Núñez, entre otros, y por allí pasaron intérpretes como Eduardo Falú, Los Fronterizos, Jaime Torres y Raúl Barboza. Entre los hitos más destacados de esta compañía se recuerdan una gira de cinco meses por las principales ciudades de la Unión Soviética y los países del área socialista, realizada en 1957, y un espectáculo en el que reunió por primera vez a Los Chalchaleros y Los Fronterizos. Fue en 1964 en el Teatro Odeón de Buenos Aires, y la marca de aquellas presentaciones fueron las rivalidades de las hinchadas de los dos grupos folklóricos más exitosos del momento.

Un año antes, había llevado al disco lo que fue otra exitosa edición de la época: Coronación del folklore, donde sumó su piano a la guitarra de Juan Falú y las voces de Los Fronterizos, interpretando algunos temas muy populares del cancionero. 1964 fue un año significativo en su trayectoria: creó una de sus obras máximas, la Misa criolla. Enseguida convocó a su amigo Félix Luna para “completar” la segunda cara de un long play, y así compusieron “de un tirón”, “como recibiendo un dictado”, Navidad nuestra (ver aparte), concretando lo que sería un éxito histórico del género. Al año siguiente la dupla encaró la obra integral Los caudillos, con la voz solista del riojano Ramón Navarro, que no alcanzó el éxito esperado, pero que para Félix Luna fue lo mejor que había escrito. En 1969 presentaron Mujeres argentinas, que incluyó otro hito imborrable, “Alfonsina y el mar”, y fue compuesta pensando en la voz de quien sería su intérprete, Mercedes Sosa.

En 1972 presentaron Cantata sudamericana, que incluía el tema “Antiguos dueños de flechas” (conocido como “Indio toba”), nuevamente con Mercedes Sosa como solista. Años más tarde el pianista desarrolló otras obras conceptuales como Misa por la paz y la justicia (1981) y Los sonidos del nuevo mundo (1994), con textos de María Elena Walsh, Félix Luna y Miguel Brascó, que fue interpretada por Patricia Sosa.

Contra la opinión y los pronósticos de los ejecutivos de la compañía discográfica, aquella Misa criolla que Ramírez propuso entusiasmado vendió los dos mil discos que se editaron inicialmente sólo en el primer día a la venta –la discográfica había decidido sacar a la calle una cifra baja, como para “darle el gusto” al artista insistente–. En una semana se agotaron otros diez mil, en un mes ya eran cincuenta mil. En lo que fue el fenómeno discográfico más importante del género, Ramírez llegaba a admitir sesenta millones de discos vendidos en todo el mundo, y otros sesenta millones de la obra editados por otros intérpretes.

Decía que trabaja bien haciendo primero la música para que luego le pusiesen letra, aunque hay algunas excepciones: la milonga “No era más que un perro”, que le dio Cátulo Castillo (la musicalizó recién 22 años después del encargue), y “La hermanita perdida”, la poesía que Atahualpa Yupanqui dedicó a las Islas Malvinas. Contaba Ariel Ramírez sobre este tema que finalmente tomó forma de aire de milonga: “Atahualpa me decía que le devolviera la letra: ‘Para cuando la termines, los ingleses nos van a haber devuelto las islas y no va a tener sentido’”.

Su trabajo en Sadaic, adonde llegó de la mano de Cátulo Castillo, fue otra de las funciones que Ramírez ejerció con ahínco. Desde 1970 y hasta 2005 ocupó los cargos de presidente de la Sociedad de Autores y Compositores y de miembro del directorio, alternativamente. “Hasta el año 2000 fue todos los días a Sadaic, era su pasión. Tanto, que optó por no abrir su carrera al mundo, a pesar de lo famosas que eran sus obras, para trabajar en la Sociedad”, recordaba su hija Mariana. Ramírez explicaba claramente por qué se había vuelto dirigente autoral: “Fue porque me robaron una obra en Francia, grabaron con otro título ‘La peregrinación’.

Sentí mucha pena. Y pensé que si a un tema tan difundido y de un autor al que le habían grabado muchísimas composiciones le hacían eso, qué pasaría con los menos difundidos. Tras sentir en carne propia el daño moral y material que eso significa, decidí ponerme al lado de los que tanto lucharon y siguen luchando por los derechos autorales”. Ramírez, por cierto, ganó aquella batalla: “La peregrinación” se editó en Francia con el título “Alouette” y su correspondiente poesía en francés.

Ariel Ramírez enfermó hace unos años, pero su obra compositiva más importante había transcurrido unas décadas atrás. Lo trascienden, como trascienden las grandes obras a los mortales. Otras formas de trascendencia han multiplicado en fecundas direcciones: el talento de su hijo Facundo, también exquisito pianista y compositor; el amor a la música de sus hijas Mariana y Laura, o de su nieto, también pequeño músico.
El infierno desde adentro

Por Juan Forn

En junio de 1956, Nikita Kruschev y el mariscal Tito se reunieron en un vagón especial del tren que unía Moscú con Kiev. No había intérprete, no habían llegado aún al momento de poner por escrito lo que se conversaba, pero ambos líderes estaban flanqueados por sus hombres de confianza. La agenda era amplia: no eran pocas las diferencias ideológicas acumuladas durante los ocho años del cisma yugoslavo de Moscú. En determinado momento, Tito le alcanzó a Kruschev por encima de la mesa una lista de nombres. “Son los 113 miembros del partido yugoslavo que nunca volvieron de la URSS. Nos gustaría saber qué ha sido de ellos.” Kruschev entregó la lista a uno de sus hombres sin mirarla y dijo: “Tendrá una respuesta en dos días”. Exactamente cuarenta y ocho horas después, mientras ambos líderes fumaban sendos cigarros y brindaban por el buen resultado de las negociaciones, Kruschev sacó aquel papel de su bolsillo y murmuró detrás de una nube de humo: “Cien de estos hombres están muertos”. El resto, agregó, podría volver a Yugoslavia en cuanto la maquinaria de la KGB los localizara, a lo largo y lo ancho del territorio soviético.

Kruschev se refería por supuesto a los gulags de Siberia, donde unos meses más tarde la KGB localizó entre los muertos vivos de Krasnoyarsk al austríaco nacionalizado yugoslavo Karlo Stajner, quien luego de cumplir veinte años de trabajo forzado había sido sentenciado a exilio interno de por vida en Siberia. Stajner aceptó la buena nueva de su liberación con la misma parsimonia de hierro con que llevaba resistiendo veinte años en el gulag. Pero creyó con ingenuidad que su liberación se debía a una carta que había escrito a su amigo Josip Broz once años antes, luego de asistir, junto al resto de los prisioneros del campo de Malakovo, a una función de cine (en realidad, de noticieros sobre el resultado de la guerra) durante la cual se mostraron breves imágenes de la liberación de Belgrado por la coalición de fuerzas partisanas y soviéticas encabezadas por el mariscal Tito, a quien Stajner conocía desde los tiempos en que ambos reclutaban voluntarios en París para ir a pelear a la Guerra Civil Española (de hecho, habían sido los republicanos españoles quienes bautizaron con ese nombre a Tito porque se trabucaban al pronunciar su verdadero nombre: Josip Broz).

La biografía de Stajner es la de muchos centroeuropeos que formaron parte del Komintern, o Internacional Comunista, ese brioso caballo de Troya que marchó mansamente a su autodestrucción en el aciago período entre la Guerra Civil Española y el pacto Hitler-Stalin. Stajner era austríaco, hijo de padres proletarios, ingresó en la adolescencia en las juventudes comunistas, cambió su nombre natal cuando se hizo yugoslavo (de Carl Steiner pasó a llamarse Karlo Stajner) y, a causa de su temeridad para realizar misiones secretas y sus habilidades como organizador de imprentas clandestinas, sufrió encarcelamiento en Viena, Berlín, París y Zagreb (los revolucionarios consideraban el paso por la prisión como sus años “de universidad”, ya que esos períodos de cautiverio les servían para que los más veteranos les enseñaran lo que ellos no habían tenido tiempo de aprender allá afuera). En 1936 Stajner logró llegar a Moscú, se reportó a las oficinas del Komintern y recibió un inesperado nombramiento como jefe de la rama balcánica de la Imprenta Internacional Comunista, donde se destacó por su trabajo sin descanso hasta que, una noche, fue arrancado del catre que tenía en su oficina por agentes de la NKVD, juzgado sumariamente como contrarrevolucionario y enviado a los gulags.

En el infierno de las islas heladas, Stajner se impuso a sí mismo una obligación: sobrevivir, resistir como fuese, “para dar algún día testimonio al mundo, en especial a mis camaradas de partido, de la terrible experiencia que me tocó vivir”. A su regreso a Yugoslavia se sentó a escribir y en menos de un año tuvo listo el manuscrito de Siete mil días en Siberia. A diferencia de Solzhenitzyn (que terminó su Archipiélago Gulag el mismo año en que nuestro personaje puso punto final a su manuscrito, en 1958), Stajner prohibió que su libro se publicara en Occidente antes de ver la luz en su país. Eso lo obligó a esperar otros catorce años, soportando sin perder la paciencia infinitas posposiciones y misteriosas pérdidas de su manuscrito en oficinas editoriales de Belgrado y de Zagreb. Había tenido la precaución de enviarle una copia a su hermano en Lyon pero, a lo largo de esos años, rechazó ofertas de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, por gratitud personal hacia Tito, el hombre que le había salvado la vida, y por disciplina hacia el partido del cual era miembro desde 1919.

Cuando Siete mil días en Siberia se publicó finalmente en Yugoslavia, en 1972, obtuvo, para sorpresa de muchos, el codiciado premio Kovacic al Libro del Año. Pero a Stajner lo tenían sin cuidado los honores literarios en la misma medida que las prebendas políticas: nunca pidió ni esperó nada del partido, nunca volvió a ver a Tito, ni intentó hacerlo, tal como en su libro había evitado toda deliberación ideológica. Sin embargo, cuando en la traducción norteamericana de Siete mil días en Siberia se eliminó aquella mención a “mis camaradas de partido” en el celebérrimo párrafo donde Stajner se imponía a sí mismo la obligación de sobrevivir al gulag para dar testimonio), fue como si le hubieran cercenado el centro neurálgico del libro y repudió la traducción.

Nadie pudo entender esa lealtad indeclinable de Stajner a Tito y al partido. Es improbable que creyera que el uno y el otro habían logrado dar a Yugoslavia aquello que soñaban en los tiempos juveniles en que todos ellos integraban esa cofradía utópica llamada Komintern. Era otra cosa, que el gran Danilo Kis (quien aseguró repetidas veces que habría sido incapaz de escribir su obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich, sin la lectura de Siete mil días en Siberia) adivinó, cuando dijo que hay sólo dos libros que deberían ser lectura obligatoria si se pretende que la especie humana no vuelva a tocar el fondo moral que tocó en el siglo veinte: esos dos libros son Si esto es un hombre de Primo Levi y Siete mil días en Siberia de Stajner. Y, según Kis, lo que hace únicos a esos libros es que tanto el uno como el otro se abstienen de toda monserga ideológica en sus páginas: simplemente internan al lector, en el gulag y en Auschwitz, para que experimenten el infierno desde adentro y así aprendan eso que sólo puede entenderse con el cuerpo, con cada partícula del cuerpo, además de la mente, para que nos sirva de algo.

lunes, 15 de febrero de 2010

CULTURA › SIMBOLOS Y FANTASMAS, UNA INVESTIGACION DE GERMAN FERRARI

“Hay sectores con una fuerte carga de negacionismo”
El periodista escarba en el discurso autoritario argentino, a partir del seguimiento de cuatro casos emblemáticos de víctimas de la guerrilla: Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci.


Por Silvina Friera

Germán Ferrari confiesa que después de escribir Símbolos y fantasmas. Las víctimas de la guerrilla: de la amnistía a la “justicia para todos” (Sudamericana) quedó “ex-haus-to”. Lo dice pronunciando lentamente cada sílaba ante Página/12, con un fragmento del Parque Lezama que se filtra por la ventana del bar, para anticipar lo que representó sumergirse en las aguas contaminadas del discurso autoritario argentino, revisar libros brutales y apologéticos, “panfletos” en los que abunda el golpe bajo emotivo en vez de la argumentación y la cita de fuentes, revistas y sitios en Internet o cartas de lectores. Esta minuciosa, documentada y necesaria investigación, que confronta el pasado con el presente, arrancó con un interrogante: ¿por qué la sistemática evocación de las víctimas de la guerrilla en la década del ’70 por parte de ciertos sectores de la sociedad implica siempre, de manera explícita o velada, una reivindicación de la última dictadura militar?

Los recientes intentos de equiparar los actos de la guerrilla con el terrorismo de Estado ocultan una realidad más compleja, en la que se mezclan el dolor y el oportunismo político, advierte el autor en el prólogo del libro. El repaso de cuatro casos emblemáticos –Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci– le permitió explorar el cambio de consignas de la derecha que, a partir de la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y la reapertura de los juicios, ahora reclama que los actos de la guerrilla sean considerados también “crímenes de lesa humanidad”.

“Si la amnistía era imposible en la nueva coyuntura política, si no cabía la posibilidad de frenar las causas judiciales, entonces todos debían pasar por Tribunales, ex militares y ex guerrilleros –plantea Ferrari en relación con el cambio de la estrategia jurídica–. Así como en los ‘80 el ‘revanchista’ había sido Alfonsín, a pesar de sostener la ‘teoría de los dos demonios’, en el comienzo del nuevo siglo la calificación le era endilgada al matrimonio Kirchner, y se completaba con una conceptualización que trató de instalarse en la opinión pública: ‘el gobierno de los Montoneros’”.

–¿Cuál es el propósito que persiguen estos grupos al intentar equiparar bajo la figura de “crímenes de lesa humanidad” a los desaparecidos con los muertos por la guerrilla?

–En principio hay una fuerte carga de negacionismo. Así como hay sectores que niegan el Holocausto, en la Argentina sigue habiendo sectores, aunque minoritarios, que niegan el terrorismo de Estado. En todo caso, quienes no reivindican tan abiertamente la dictadura, plantean que algo había que hacer con la “subversión”. Esto se escucha en diferentes discursos; en el más brutal de Cecilia Pando, y en otros más moderados tendientes a hacer potable este planteo. Macri afirmó que había que juzgar todos los crímenes; después tuvo que decir que no estaba a favor de la amnistía. Tenemos un arco bastante amplio de reivindicadores de máxima y de mínima de la dictadura.

–No es casual que esta suerte de “empate técnico” que se quiere alentar cobre impulso como reacción a la política de derechos humanos del kirchnerismo.

–No lo es porque, desde el punto de vista histórico, la derogación de las leyes de punto final, obediencia debida y los indultos se dio durante el kirchnerismo. Después se puede debatir cuán ligado a los derechos humanos está el kirchnerismo, si es sincera la adhesión o es oportunista, pero éste no es el planteo del libro. Hay un hecho histórico concreto y es que empiezan a reabrirse las causas, y comienzan nuevamente a desfilar por el banquillo de los acusados los imputados por el terrorismo de Estado. Si el camino iniciado durante los ’80 con el Juicio a las Juntas hubiera seguido con los juicios que estaban abiertos y que se detuvieron con la obediencia debida y el punto final, seguramente hoy estaríamos ante otro panorama.

En Símbolos y fantasmas, excepto el asesinato de Aramburu, asumido por Montoneros, los otros casos –las muertes de Larrabure, Genta y Rucci– aún no han sido esclarecidos por la Justicia. Aunque el relato oficial construido por la dictadura sobre el destino “heroico” de Larrabure –el militar secuestrado en 1974 por el ERP apareció muerto al año siguiente– subraya la participación de “la delincuencia terrorista”, una investigación del periodista Carlos del Frade, citada por Ferrari, determinó que Larrabure no fue “ni torturado, ni mal alimentado, ni matado”, sino que se habría suicidado, tal como lo informaron, entre otros ex militantes, Enrique Gorriarán Merlo y Luis Mattini. El hijo de Larrabure es uno de los impulsores más tenaces de la ampliación de los “crímenes de lesa humanidad” para las acciones de la guerrilla. Encontró, claro, eco favorable en el diario La Nación, que entre noviembre de 2003 y septiembre de 2008 dedicó más de medio centenar de editoriales al tema.

“Escribir el libro fue un desafío porque es un asunto bastante espinoso, un tema de debate permanente con heridas que continúan abiertas”, señala Ferrari. “Tenía que documentar e historiar este fenómeno que había pasado en los ’70 y que estaba pasando ahora. Esta relación entre el pasado y el presente me parecía fundamental. Y también había que proyectarlo hacia el futuro, porque es un tema que va a seguir estando presente, si tenemos en cuenta que este año se realizará una serie de juicios contra el terrorismo de Estado en diferentes puntos del país. Estos hechos no estaban analizados como se debía porque se había delegado la palabra a historiadores, periodistas y voceros de la derecha, o de una aparente posición moderada. Faltaba una visión integral y profunda.”

–¿Cómo estima que se proyectará este tema en el futuro?

–Hay sectores que seguirán pidiendo amnistía lisa y llanamente; pasó con Abel Posse y con Diego Guelar, aunque la sociedad rápidamente los rechazó. No hay vía para ese tipo de pedidos. Sin embargo, este intento de instalar la “justicia para todos” tiene un discurso un poco más aceptable para diferentes capas de la población, sobre todo para sectores medios que son muy cuestionadores de los años ’70. En el fondo, el objetivo final de estos sectores es dar vuelta la página y que no se hable más del tema, no volver a mirar para atrás y exigir algún tipo de perdón. No nos olvidemos de que hay causas abiertas, y que si bien están enfriadas, la Justicia tendrá que dictaminar algo, por ejemplo en la causa Rucci.

–¿Qué opina de esta causa?

–La figura de Rucci es muy simbólica para determinados sectores del peronismo que la usan para oponerse al gobierno de Kirchner bajo el slogan “el gobierno de los Montoneros”. Por otra parte, la causa se reabrió en 2008, en un momento de bastante debilidad del Gobierno porque estaba saliendo del conflicto con los grandes terratenientes. El libro Operación Traviata se presentó como prueba para poder abrir la causa. A partir de ahí se fue generando un debate y se fue reinstalando nuevamente el icono de Rucci como símbolo de un tipo de sindicalismo nacional, cristiano y argentino, en contraposición a otras tendencias más de izquierda y combativas. Esto que se planteaba en los ’70 se traslada al presente; tanta repercusión tuvo el caso, que Claudia Rucci, su hija, llegó al Parlamento por la lista de Francisco de Narváez en las elecciones del año pasado. Claudia había trabajado muy cerca de Carlos Kunkel en la Subsecretaría General de la Presidencia en los primeros años del gobierno de Kirchner.

–Es significativa la “evolución” de la hija de Rucci, porque termina alentando la postura de los sectores más reaccionarios.

–Sí, me apasiona ese diálogo permanente que hay entre el pasado y el presente. Hay un hecho que documento en el libro: a fines del gobierno de Menem se le otorgó a la familia de Rucci una indemnización porque, por una investigación que había hecho en ese momento la Subsecretaría de Derechos Humanos, se había determinado que la muerte de Rucci había sido producto de la Triple A; entonces quedaba enmarcada para poder recibir la indemnización. Diez años después, los autores del asesinato son los Montoneros, situación que sirve para confrontar con el gobierno de Cristina. Pero hay también algunos antecedentes de reivindicación de la figura de Rucci que vienen de la propia dictadura. Cuando había que mostrar a sindicalistas asesinados por la guerrilla, se lo mostraba a Rucci como uno de los símbolos del sindicalista “argentino y cristiano”.

Ferrari dice que no hay dudas de que el “discurso brutal” de los seguidores de la última dictadura causa un profundo rechazo. Pero un discurso autoritario “un poco más moderado” tiene mayor recepción en amplios sectores de la opinión pública. “Lo vemos en Susana Giménez o Mirtha Legrand, cuando piden que no hay que hablar más de lo que pasó hace 30 años, que este Gobierno incentiva la ‘venganza’. Estas afirmaciones de dos señoras de la farándula son un toque de atención. No es Duhalde, que dice que con los juicios se ‘humilla’ a las Fuerzas Armadas, sino que son personas de amplia exposición mediática que pueden tener un predicamento mucho mayor del que tiene un político tradicional.” Ferrari insiste en que la lectura de la documentación y las fuentes del discurso autoritario fue un trabajo arduo. “No es fácil reconocer que el autoritarismo está presente en el día a día más de lo que uno imaginaba. Por momentos, la reivindicación lisa y llana que hacían de la dictadura algunos sectores me alarmaba; me resultaba increíble que no tuvieran ningún tipo de autocrítica; son los mismos discursos casi calcados de hace 30 años.” En el caso de los sectores que adhieren a las consignas de la amnistía y la reconciliación nacional, sin estar estrechamente vinculados con la dictadura, a Ferrari le preocupa la poca autocrítica que tienen después del discurso de Martín Balza. “Desde los sectores de la militancia, la autocrítica y la reflexión están en permanente cuestión. Un libro como No matar, compilado a partir de la carta que escribió Oscar del Barco, generó un debate interesante.”

–El hijo de Larrabure cita a Del Barco para llevar agua a su molino.

–Sí, es cierto. Pero aquí se desprende otro debate cuando la derecha utiliza determinados referentes de la izquierda para alimentar su discurso. El tema de la lucha armada sigue siendo complicado y genera muchos debates. Si no lo podemos enmarcar en el contexto histórico, político y social de lo que fue la Argentina –pero también Latinoamérica y el mundo en los ’60 y ’70–, todo queda circunscripto a discusiones de café o a pareceres apasionados de los diferentes interlocutores; entonces se llegan a decir barbaridades en algunas cartas de lectores o en los foros de Internet. Una cuestión tan compleja requiere una profundidad mayor y no un tratamiento ligero, sólo desde el sentimiento. Todavía podemos encontrar editoriales de La Nación que hablan de “terrorismo subversivo”.
Momento para reacomodar


Por Eduardo Aliverti

Debe atenderse al fuerte cambio de enfoque noticioso que se produjo entre el mes pasado y lo que va de éste.

Durante enero, la novela de Redrado sirvió para que se hablase, otra vez, de la diferencia entre el clima económico y el político. Mientras el primero estaba en positivo, con una temporada turística brillante y notables niveles de consumo, la situación institucional fue pintada como poco menos que caótica al mentarse un choque de poderes. Esto no tuvo ni tiene nada de inocente: construir el sentido de que el Banco Central es un poder “autónomo” significa, ipso pucho, que se le confiere un rango similar al de los otros tres. Y en consecuencia, también de modo automático y subliminal, queda establecido que esa institución es una suerte de Estado independiente, en condiciones de manejar el valor de la moneda como mejor le parezca. El abecé del manual de cualquier conservador de estas pampas. Esa diferencia, entre la percepción de una clase media que andaba de parabienes consumistas y un escenario político atormentado, permite inferir que el “caso Redrado/Fondo del Bicentenario” fue, visto desde el interés masivo, mucho más una amplificación mediática que una inquietud popular. Como en otras oportunidades, a falta de poder entrarle al oficialismo desde la marcha de la economía, la oposición y los enormes medios periodísticos que la integran optaron por ensanchar las vetas críticas del funcionamiento “político”: autoritarismo y desprolijidad en la pretensión de usar las reservas para pagar deuda, enriquecimiento ilícito de los K, el hotel de El Calafate (al que a esta altura ya pareciera que le hacen el chivo gratis porque, de otra forma, es dificultoso entender qué aportan esas notas descriptivas de sus lujosos servicios, como si eso no estuviera subsumido en la denuncia de que Kirchner se gastó en él 2 millones de dólares. ¿Para qué se va a gastar esa carrada de plata? ¿Para comprarse un telo en el Once?). Sin perder de vista que esta suma de ofensivas justificadas e injustas, ridículas y legítimas, cuentan con el precioso aporte del mismo matrimonio, gracias a ese desdén por las formas con el que después la derecha se hace un picnic, ¿cuánto de todo esto, en realidad, pega en “la gente”?

Es complicado saberlo, y sobre todo si se lo quiere medir en impacto electoral. Se supone que les ratifica el odio visceral a quienes, aunque les vaya mejor que nunca, arremeten contra los K por un cúmulo de razones tanto de tilinguería como de acción corporativa, y que van desde denostar los zapatos y las carteras de Cristina hasta la afirmación de que la Ley de Medios Audiovisuales implica una avanzada totalitaria de tinte comunista. Y se supone que a una mayoría del resto de “la gente” todo eso le importa algo así como tres pitos, en una sociedad en la que el culto al “roba pero hace” ya llegó a demostrar que Menem pudo gobernar diez años consecutivos. Encima, imparcialmente nadie puede decir, con mínima seriedad, que el grueso social está peor que hace siete años. Si se quiere, puede decirse que es un país más desigual que entonces porque se amplió la brecha entre quienes más y menos ganan. Pero no más pobre, ni con más pobres. Y ni que hablar si el conjunto de la oposición, que en verdad no llega a ser un rejuntado porque rige ante todo su campeonato de egos, es un cambalache que no ofrece alternativa alguna. O sí: la vuelta a los ‘90, pero guay de explicitarlo así.

Ahora bien: como a “la gente” no sólo le va como le va sino como le parece que le tiene que ir y/o como los medios le dicen que le está yendo, una cosa, como caso, es lo que sucedió en enero; y otra, aquello con lo que febrero se planta. Siempre como hipótesis, la novela con Redrado no les movió mayormente el amperímetro a la realidad y la sensación populares. Las reservas del Central, el papel de héroe victimizado del Golden Boy, las idas y vueltas sobre si había que decapitarlo de una o aislarlo mediante mecanismos más escrupulosos, suenan a temática que queda lejos del interés público. Muy por el contrario, si el kilo de asado se arrima a los 30 pesos, y las frutas viajan a las nubes, y encima se viene el colegio de los chicos y avisan de un saque bravo en los materiales escolares, el cómo nos dicen que nos va se muda a cómo nos va o puede ir realmente. Por supuesto, esto no quiere decir que detrás de la escalada inflacionaria –o adelante, más bien– no esté la mano de los monopolios y oligopolios que determinan la formación de los precios; y el aprovechamiento que hacen de ello los grupos concentrados de la comunicación opositora, para horadar al Gobierno. Como fuere, la carne se fue donde se fue, el resto también y si, para más, la vocería oficialista no tiene mejor idea que hablar de “reacomodamiento” y exceso de lluvias...

Si se tiene en cuenta que el proceso electoral ya comenzó, registrando incluso la reaparición del Menem blanco santafesino, el blanqueo del Gardener de Mendoza en su foto con la cúpula radical y hasta la salida de ultratumba de Domingo Cavallo, para apoyar al primero, apreciado desde los intereses kirchneristas no les queda otra que cortar por lo sano. Y meter el cuerpo entero hacia la intervención en eso que el eufemismo por concentración productiva denomina “los mercados productores”. Hay explicaciones coyunturales atendibles, como las secuelas catastróficas de la sequía en la liquidación de stock vacuno. Hay otras de estructura, de las que el Gobierno se tiene que hacer cargo, como la ausencia de una política agropecuaria que impidiera la transformación del país en una alfombra de soja. Pero como quiera que sea, el proceso de cambio progre–distributivo que, más o menos a los tumbos, vive la Argentina (dentro, entendámonos, de las restricciones impuestas por un modelo capitalista), sufre la amenaza de sectores salvajes. Parcelas de la clase dominante que, en lo económico, no tienen prurito alguno en maximizar a como sea su tasa de ganancia. Y que en lo político, aunque todavía como mamarracho, tampoco disponen de vergüenza alguna para, llegado el caso, llevarse puesto al Gobierno aun a costa de re-diseñar un proyecto de exclusión mucho más agresivo que lo que marcan las deudas sociales de esta experiencia kirchnerista.

Así no se coincida con eso de que esto no es de izquierda, pero que no hay nada a la izquierda de esto (en términos de probabilidades de acceso al poder), por lo menos debería aceptarse que es muchísimo lo que hay hacia la derecha. El progresismo en general y algunas de sus franjas en particular que juegan al nacionalismo revolucionario, tal vez debieran medir mejor la correlación de fuerzas realmente existente. Y de seguro el Gobierno debería contribuir dejando de espantar a los susceptibles de ser propios a la par de acumular ajenos obvios. Lo cual será difícil si, en lugar de ampliar su base de sustentación, continúa la apuesta de refugiarse en cuitas como –entre otras– los barones peronistas del conurbano o la manipulación grosera del Indec.