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lunes, 22 de febrero de 2010
Por Eduardo Aliverti
Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.
Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.
La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.
Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.
Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?
Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.
Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.
lunes, 15 de febrero de 2010
Por Eduardo Aliverti
Debe atenderse al fuerte cambio de enfoque noticioso que se produjo entre el mes pasado y lo que va de éste.
Durante enero, la novela de Redrado sirvió para que se hablase, otra vez, de la diferencia entre el clima económico y el político. Mientras el primero estaba en positivo, con una temporada turística brillante y notables niveles de consumo, la situación institucional fue pintada como poco menos que caótica al mentarse un choque de poderes. Esto no tuvo ni tiene nada de inocente: construir el sentido de que el Banco Central es un poder “autónomo” significa, ipso pucho, que se le confiere un rango similar al de los otros tres. Y en consecuencia, también de modo automático y subliminal, queda establecido que esa institución es una suerte de Estado independiente, en condiciones de manejar el valor de la moneda como mejor le parezca. El abecé del manual de cualquier conservador de estas pampas. Esa diferencia, entre la percepción de una clase media que andaba de parabienes consumistas y un escenario político atormentado, permite inferir que el “caso Redrado/Fondo del Bicentenario” fue, visto desde el interés masivo, mucho más una amplificación mediática que una inquietud popular. Como en otras oportunidades, a falta de poder entrarle al oficialismo desde la marcha de la economía, la oposición y los enormes medios periodísticos que la integran optaron por ensanchar las vetas críticas del funcionamiento “político”: autoritarismo y desprolijidad en la pretensión de usar las reservas para pagar deuda, enriquecimiento ilícito de los K, el hotel de El Calafate (al que a esta altura ya pareciera que le hacen el chivo gratis porque, de otra forma, es dificultoso entender qué aportan esas notas descriptivas de sus lujosos servicios, como si eso no estuviera subsumido en la denuncia de que Kirchner se gastó en él 2 millones de dólares. ¿Para qué se va a gastar esa carrada de plata? ¿Para comprarse un telo en el Once?). Sin perder de vista que esta suma de ofensivas justificadas e injustas, ridículas y legítimas, cuentan con el precioso aporte del mismo matrimonio, gracias a ese desdén por las formas con el que después la derecha se hace un picnic, ¿cuánto de todo esto, en realidad, pega en “la gente”?
Es complicado saberlo, y sobre todo si se lo quiere medir en impacto electoral. Se supone que les ratifica el odio visceral a quienes, aunque les vaya mejor que nunca, arremeten contra los K por un cúmulo de razones tanto de tilinguería como de acción corporativa, y que van desde denostar los zapatos y las carteras de Cristina hasta la afirmación de que la Ley de Medios Audiovisuales implica una avanzada totalitaria de tinte comunista. Y se supone que a una mayoría del resto de “la gente” todo eso le importa algo así como tres pitos, en una sociedad en la que el culto al “roba pero hace” ya llegó a demostrar que Menem pudo gobernar diez años consecutivos. Encima, imparcialmente nadie puede decir, con mínima seriedad, que el grueso social está peor que hace siete años. Si se quiere, puede decirse que es un país más desigual que entonces porque se amplió la brecha entre quienes más y menos ganan. Pero no más pobre, ni con más pobres. Y ni que hablar si el conjunto de la oposición, que en verdad no llega a ser un rejuntado porque rige ante todo su campeonato de egos, es un cambalache que no ofrece alternativa alguna. O sí: la vuelta a los ‘90, pero guay de explicitarlo así.
Ahora bien: como a “la gente” no sólo le va como le va sino como le parece que le tiene que ir y/o como los medios le dicen que le está yendo, una cosa, como caso, es lo que sucedió en enero; y otra, aquello con lo que febrero se planta. Siempre como hipótesis, la novela con Redrado no les movió mayormente el amperímetro a la realidad y la sensación populares. Las reservas del Central, el papel de héroe victimizado del Golden Boy, las idas y vueltas sobre si había que decapitarlo de una o aislarlo mediante mecanismos más escrupulosos, suenan a temática que queda lejos del interés público. Muy por el contrario, si el kilo de asado se arrima a los 30 pesos, y las frutas viajan a las nubes, y encima se viene el colegio de los chicos y avisan de un saque bravo en los materiales escolares, el cómo nos dicen que nos va se muda a cómo nos va o puede ir realmente. Por supuesto, esto no quiere decir que detrás de la escalada inflacionaria –o adelante, más bien– no esté la mano de los monopolios y oligopolios que determinan la formación de los precios; y el aprovechamiento que hacen de ello los grupos concentrados de la comunicación opositora, para horadar al Gobierno. Como fuere, la carne se fue donde se fue, el resto también y si, para más, la vocería oficialista no tiene mejor idea que hablar de “reacomodamiento” y exceso de lluvias...
Si se tiene en cuenta que el proceso electoral ya comenzó, registrando incluso la reaparición del Menem blanco santafesino, el blanqueo del Gardener de Mendoza en su foto con la cúpula radical y hasta la salida de ultratumba de Domingo Cavallo, para apoyar al primero, apreciado desde los intereses kirchneristas no les queda otra que cortar por lo sano. Y meter el cuerpo entero hacia la intervención en eso que el eufemismo por concentración productiva denomina “los mercados productores”. Hay explicaciones coyunturales atendibles, como las secuelas catastróficas de la sequía en la liquidación de stock vacuno. Hay otras de estructura, de las que el Gobierno se tiene que hacer cargo, como la ausencia de una política agropecuaria que impidiera la transformación del país en una alfombra de soja. Pero como quiera que sea, el proceso de cambio progre–distributivo que, más o menos a los tumbos, vive la Argentina (dentro, entendámonos, de las restricciones impuestas por un modelo capitalista), sufre la amenaza de sectores salvajes. Parcelas de la clase dominante que, en lo económico, no tienen prurito alguno en maximizar a como sea su tasa de ganancia. Y que en lo político, aunque todavía como mamarracho, tampoco disponen de vergüenza alguna para, llegado el caso, llevarse puesto al Gobierno aun a costa de re-diseñar un proyecto de exclusión mucho más agresivo que lo que marcan las deudas sociales de esta experiencia kirchnerista.
Así no se coincida con eso de que esto no es de izquierda, pero que no hay nada a la izquierda de esto (en términos de probabilidades de acceso al poder), por lo menos debería aceptarse que es muchísimo lo que hay hacia la derecha. El progresismo en general y algunas de sus franjas en particular que juegan al nacionalismo revolucionario, tal vez debieran medir mejor la correlación de fuerzas realmente existente. Y de seguro el Gobierno debería contribuir dejando de espantar a los susceptibles de ser propios a la par de acumular ajenos obvios. Lo cual será difícil si, en lugar de ampliar su base de sustentación, continúa la apuesta de refugiarse en cuitas como –entre otras– los barones peronistas del conurbano o la manipulación grosera del Indec.
lunes, 28 de diciembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
El año político cierra con una buena noticia para cualquier argentino de espíritu democrático. Y el hecho es una punta atractiva para intentar un balance (uno de los tantos que pueden hacerse) acerca de cierta enseñanza que deja el 2009.
Al margen de lo que significa respecto de Mauricio Macri el blooper sensacional que cometió, la caída de Abel Posse ratifica, por si alguien no había tomado nota, que hay límites infranqueables en este país donde es tan habitual decir y percibir que todo vale. O si se quiere, y de mínima, que algunas disposiciones, opiniones, nombres propios, no pueden ser jugados en el escenario sociopolítico sin atravesar una fortaleza contraria con enorme capacidad de cuestionamiento y movilización. Fue esa feliz obviedad lo que tumbó al tiranosaurio, en el subrayado de que no hay lugar para funcionarios públicos capaces de reivindicar la dictadura. Y muchísimo menos si ni siquiera se cuidan de usar un lenguaje idéntico al de los genocidas. Hubo la muy demostrativa pauta de que referentes del mismo macrismo tomaron distancia de Posse, y hasta Macri tuvo que ser tibio al defenderlo. No porque piensen distinto, naturalmente, sino por carecer de espacio político para decirlo. Esa es una conquista invencible de los luchadores imprescindibles.
Desde ya, se dan circunstancias en que puede haber retrocesos de desmemoria; como lo muestra, sin ir más lejos, el propio hecho de que Macri haya sido un triunfador electoral, o los índices de apoyo que tuvieron personajes como Patti y Rico (entre muchos otros), o lo que testifica el reclamo vacío de “más seguridad” a costa de lo que fuere. Pero ese rasgo fascistoide de una parte de la sociedad no logra contrarrestar la potencia de los memoriosos activos, hasta el punto de que –con excepción de los fósiles explícitos– quienes reivindican al terrorismo de Estado deben guardar silencio público al respecto. Posse nunca aprendió esa bolilla. Como tampoco lo hizo el diario La Nación cuando publicó el artículo de aquél, que desató la andanada en su contra, a pocas horas de que asumiera. Esos raptos de soberbia reflejan una falta de inteligencia notable en los voceros y actuantes del conservadurismo, y es reveladora de que no pueden controlar sus nervios. Igual cosa les pasó a los campestres que a lo largo del año se fueron de boca en el rescate de apellidos como Martínez de Hoz, o con alguna fraseología de indisimulable tufo castrense. Sus pares debieron explicar que no quisieron decir lo que dijeron. Y si de nervios se trata, el año deja también lo inédito y creciente de la virulencia con que el Grupo Clarín, en compañía de otros grandes emporios, ataca al Gobierno. Aun cuando se considere que es en lógica respuesta a los intereses afectados, no deja de ser asombroso que se pueda ser tan banal.
Esa irritabilidad es indicativa de que hay una puja concreta de poder, entre lo que se nuclea alrededor de las grandes líneas que traza el oficialismo y todo lo que se le opone. Pero además, o antes, exhibe una sugestiva falta de confianza por parte de lo segundo: al cabo de la victoria del 28 de junio, parecían en condiciones de comerse a los chicos crudos para terminar -objetivamente, y según lo reconocen ellos mismos- sujetados a la agenda gubernamental. En este aspecto, es necesario volver a la nueva y grosera patinada de Macri. Es un elemento ostensible de los graves problemas instrumentales que enfrenta el proyecto de restauración conservadora, aun cuando los severos errores del kirchnerismo hayan mellado su popularidad. El nombramiento de Posse fue un símbolo encumbrado, nada menos pero nada más, del nivel de improvisación pasmoso que rige a la administración macrista.
Desde la decisión neonata para nombrar al frente de Cultura a un payaso del área, allá por 2007, siguieron arrebatos dignos de quien no tiene ni la menor idea de cómo se elaboran planes, acciones, consensos, propuestas. Un día se levanta y formula que debe registrarse a los “franelitas”; se levanta otro y plantea que los trabajadores deben buchonear a los compañeros municipales que tienen otro trabajo; se levanta otro y arranca un desparramo tragicómico en su pretensión de una policía metropolitana. Cuando llegan las noches, en sentido figurado o no, tiene que dedicarse a corregir lo que se le ocurrió a la mañana, a él o a alguno de sus brillantes asesores.
Un colega radiofónico de derechas, indignado tras el sketch de Posse, se preguntó si acaso Macri es un político o bien cualquier otra cosa menos eso, vista su carencia absoluta de muñeca primaria para estar al frente de una gestión apenas municipal. Tiene razón. Pero resulta que es esa misma derecha patética la estimuladora de estos inventos mediáticos que, como Macri, acaban exponiendo su pericia para que se les escapen todas las tortugas a la vez. Son ellos los que denostaron a la política. Los que prometieron que arribaría una nueva forma de ejercerla. Y los que llaman a los representantes de “los sectores productivos” a poner el cuerpo. Así eufemizan la aspiración de conducir sin testaferros gubernamentales ni legislativos sus privilegios de sector. Los gauchócratas también son un ejemplo acerca del tema: consiguen representación parlamentaria, pero guay de buscarles alguna idea que no sea la constancia militante como hijos de la soja.
Probablemente conscientes de las patas muy cortas que eso encarna juegan fichas estructurales a íconos como Cobos, cuyo gran mérito es haber bombardeado a la fuerza que lo puso donde está sin que (les) importe demasiado clonizar a De la Rúa. El objetivo es pudrir el rumbo o coyuntura que los altera. Y si no puede o no debe ser otro invento, a estar por las experiencias de esa índole, no está de más que se largue Duhalde. Parece inconcebible pero para 2011 falta mucho y uno nunca sabe, sobre todo porque tampoco parece que a alguna de las figuritas opositoras le dé la estatura presidencial. Y menos que menos si la economía, como todos los pronósticos lo presagian, tiene el dichoso viento de cola. En ese caso cabe la pregunta de qué es, entonces, lo que tanto los molesta o perjudica. Y la única respuesta: su carácter de insaciables.
Todo esto que parece una mala noticia tiene su anverso. Es la política, estúpido. Es la política la que, en el año que se va, volvió a presentar toda su dimensión. Es la política, lo político, lo que permitió que se sancionara una ley de medios que va a contramano de los intereses de las corporaciones del área. Es eso mismo lo que traza la raya entre los unos y los otros. Y lo que habilita que no se pueda ser neutral, ascético. No, so pena de ser un indiferente que no tendrá derecho a reclamar nada, fuere que se trate de que es el Gobierno el que conduce a un abismo o de que lo hace el rejuntado numéricamente mayoritario de la oposición.
Tal vez no sea una opción fácil para discernir, pero por lo menos pasa algo que motiva. Cuando no ocurrió, como en los ’90, ya sabemos cómo terminaron las cosas.
lunes, 14 de diciembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
El caso de la familia Pomar cierra el año con una enseñanza sociológica y política que tiene tanto de formidable como de obvia. Y lo terrible es que para eso haya vuelto a necesitarse una tragedia.
También es funesto que, con excepción de unos pocos colegas y analistas, los medios hayan camuflado la enésima lección dejada por el tema. Desviaron hacia: a) meros problemas de análisis e implementación investigativos; y b) el encuadre de ello como parte de una ineficiencia “crónica” de las fuerzas policiales y de seguridad, por carecer de una conducción política adecuada. ¿Adecuada con quiénes y para qué?, es la gran pregunta que no se animan a responder quienes insisten, por inconciencia o intereses concretos, en producir y amplificar el alarido vacuo de mayor “seguridad”. Los Pomar devolvieron al escenario la realidad de la Maldita Policía, aunque en verdad no puede volver lo que nunca se fue. Y qué curioso: desatada una nueva y ya incontable purga en la cúpula de la Bonaerense, en la consideración mediática el punto parece haberse agotado. Volvimos a la manifestación palermitana de los hijos de la soja, los vecinos de los barrios acomodados y sus flamantes representantes parlamentarios. Ya está, echaron a los inútiles más obvios, a algunos de la plana mayor y aquí no ha pasado nada, como lo dieron a entender en sus últimas ediciones los diarios grandes de alcance nacional, que desaparecieron el caso de sus portadas o lo remitieron a intríngulis menores de la cadena de responsabilidades.
Un artículo de Hernán Jaureguiber y Bernardo Alberte (h), bajo el título “Una mirada dialéctica de las causas y soluciones al problema de la inseguridad”, circula en las últimas horas y brinda un marco conceptual tan sencillo como preciso a las implicancias de lo sucedido con los Pomar. “Hallados los cuerpos y el automóvil a la vera del camino, en el lugar más obvio para encontrarlos a las pocas horas del accidente, su demora de 24 días es la muestra más palmaria del siniestro accionar policial y de su descontrol (...) ¡Qué huérfanos de musas inspiradoras han quedado quienes se atrevan a abordar el género literario de la novela policial! Lejos del genial Sherlock Holmes, nuestros sabuesos han demostrado que sólo tienen olfato para la mozzarella y los delitos de prostitución y narcotráfico, claro que en estos casos como socios del crimen (...) A la lista de fracasos policiales debe agregarse la impunidad y el escándalo en el procedimiento, que incluye incriminar a las propias víctimas (...) como el padre de la niña Sofía, detenido y sospechado al igual que lo ocurrido con Fernando Pomar en estos 24 días. Qué decir del destino del testigo Julio López. O de José Luis Cabezas. O de la masacre de Ramallo. O (...) de Kosteki y Santillán. Siempre la Maldita Policía involucrada directa o indirectamente. Imposible no sumar a la lista las vinculaciones en el caso AMIA. (He ahí) el comisario Palacios, devenido en la respuesta de Macri para garantizar seguridad a sus vecinos (...) ¿Cuántas muestras más se precisan para saber que quienes deben garantizar la seguridad no saben absolutamente nada del tema (...) y que además están involucrados en los peores crímenes que deberían combatir? (...) Es inconsistente cualquier argumento que se dirija únicamente contra las autoridades civiles, para fundar el descontrol de estas fuerzas (...) Las condujeron menemistas fiesteros, militares fascistas como Aldo Rico (...) recontra-derechosos como Macri (...) Es notorio que no depende de la conducción política ni judicial, porque no esperarán que un ministro reemplace al custodio de una sucursal bancaria, mientras éste manda mensajes de texto en vez de estar atento a la circulación de personas (...) ni que la fiscal recorra, a pie o a caballo, los 40 kilómetros donde fueron encontrados los cuerpos de los desdichados Pomar”. La tarea de purgar a las fuerzas es “sumamente extensa, en tiempo que no evacuará las necesidades urgentes de los atemorizados clamantes de seguridad (...) Si existen soluciones, no son sencillas ni pueden ejecutarse con la celeridad que espera parte de la población, mediante reclamos amplificados por los tendenciosos medios de comunicación”.
La nota aborda después, bajo el resaltado de que el problema no es la pobreza sino la riqueza, la contradicción primaria en torno de que pueda resolver las cosas un sistema que sigue produciendo pobres y cuyos ricos se exhiben pornográficamente. Y reitera su sencillez categórica al contrastar el ingreso a las villas para encontrar delincuentes en lugar de a la AFIP, para descubrir dineros ilícitos mucho más importantes que el producto de un arrebato callejero. O el robo de un automóvil contra la comercialización de sus autopartes en lugares bien visibles, donde consume una clientela consciente de que no importa el origen sangriento de lo que paga más barato. O el patotero tan difícil de buscar entre la multitud, contra lo fácil que es descubrir al jefe de la patota. Esos asertos indesmentibles sí colocan en primer plano la responsabilidad política, porque en definitiva se trata de un sistema que debe reprimir lo propio que genera. No está en aptitud ideológica para corregir que la Policía, lejos de ser parte de la solución, es una pieza fundamental del problema. Las políticas de contención social desarrolladas hasta ahora demuestran su agotamiento, aunque no deba perderse de vista –sin que sea consuelo– el hecho de que las grandes urbes argentinas son casi un mar plácido en comparación con la mayoría de los países latinoamericanos. Pero el mismo proceso de crecimiento o reactivación económicos, sin que dé lugar a resolver el núcleo duro de pobreza e indigencia, agrava las tensiones sociales. Y para coronar se metió la droga, en niveles de penetración inéditos de los que la Policía también es parte constitutiva. En consecuencia, hay una tenaza que aprieta, a un lado, por las características ínsitas de una sociedad de exclusión; y al otro, por el funcionamiento ya desbocado de sus fuerzas de seguridad (?), que en la más benévola de las hipótesis operan autónomas frente a sus comandantes civiles. Trata de personas, proxenetas, narcotráfico, desarmaderos, bandas de asaltantes, secuestros. No hay forma de que la Policía no aparezca comprometida en todo ello, virtualmente siempre.
Como por algo se empieza y como el camino es demasiado largo, o se toma conciencia de que las cosas funcionan así, y de que a esta altura es llanamente de lunáticos pedirle protección a semejante estructura de mafiosos e ineptos; o se seguirá gritándole “seguridad” a un vacío que, en realidad, está llenado por un torbellino de uniformados cómplices y capaces, ya, de atentar contra la propia ciudadanía “bienpensante” que exige mano dura. Ahí están los Pomar, como horribles testigos de que no aprendemos más. Y el gran periodismo independiente, menos que menos.
lunes, 30 de noviembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
Una vieja sentencia dice que el periodismo consiste en llenar los lugares que dejan libres los anuncios publicitarios. La frase bien podría corroborarse tomando los grandes diarios de circulación nacional, cuyas ediciones de algunos (cuantos) días se empeñan en demostrar que si hay crisis no se nota porque el centimetraje de publicidad es apabullante. Pero también puede adaptársela a las equivalencias informativas respecto de sí mismas. Es decir: cuántos y cuáles lugares ocupan ciertas noticias porque hay otras, tradicionalmente centrales, que en la coyuntura desaparecieron o carecen de sitial preponderante. Cabría la presunción de que algo de esto debe contemplarse, si se toma nota del papel secundario que, últimamente, adquieren las informaciones del ámbito económico. Es imposible, por supuesto, no constatar que la economía está presente en casi todo lo que sucede. Desde las inundaciones hasta “la inseguridad”; desde el debate por la libertad sindical hasta las denuncias de corrupción; desde la ley de medios audiovisuales hasta el proyecto de reforma política, en algún punto todo pasa por la economía porque en ella anida el cómo y para quiénes se gobierna, y el cómo y para quiénes se intenta plantar una alternativa de gobierno u oposición. Gobernar, o preparase para ello, es administrar y proyectar la economía. Sin embargo, ese rasgo estructural, filosófico, de lo económico, en ciertos momentos o etapas no es lo único que construye las noticias (aunque siempre subyazca). A veces, el valor que se le da a lo episódico tiene una relación inversamente proporcional con lo que la sociedad percibe, de la economía, en su actualidad y rumbo macros.
Veámoslo desde esta lógica: si hubiera seria preocupación, o fuerte inquietud, por lo que puede suceder con los salarios, las reservas monetarias, la deuda, los precios, el desempleo, ¿habría que los grandes titulares sean las peleas de Moyano con la Corte Suprema, o los cruces de los K con Clarín, o la polémica sobre los asesinatos y delitos en el conurbano bonaerense, o el Macrigate, o el valijero, o Papel Prensa, o lo que dicen Legrand, Tinelli y Susana? ¿Habría que la asignación por hijo para familias de carenciados, un reclamo que se hacía oír a los gritos y hace años, desde todo el espectro político, quedara mediáticamente subsumido en cómo puede ser que no se hubieran previsto las colas de reclamantes ante las delegaciones de la Anses? ¿Habría que para hablar de terremotos financieros tengan que remitirse al default de una empresa de un emirato árabe? ¿Habría que se trate de que la maestra asesinada en Derqui quería ser mamá, como recuadro destacado de portada?
Podemos tomar el análisis que hacen los propios especialistas en economía, de los grandes medios, sobre la prospectiva de “los mercados”. La recaudación impositiva aumentará por el ingreso de las retenciones a la soja, que andará de cosecha espectacular (si el suelo queda hecho mierda y a la hora de evaluar catástrofes “naturales” debe examinarse la deforestación y el sembradío irrestricto es otro problema, que no les mueve un pelo a los liberales). La tasa de interés norteamericana es cero, prácticamente, y eso hace que los bonos argentinos sean muy atractivos para los inversores porque, encima, cayó bien la reapertura del canje de deuda con los que habían quedado afuera. El Banco Central sigue comprando dólares porque la entrada de divisas tiene fortaleza. Aumentan los depósitos en los bancos. Los economistas corrigen hacia arriba las cifras de reactivación. El gasto público y el aumento a los jubilados permiten imaginar un incremento del consumo, pero el riesgo de inflación que eso supone es chico, comparado con el despegue que tendría la actividad en su conjunto. Subrayemos lo siguiente: todo esto no es lo que dice el oficialismo ni sus órganos de prensa ni sus simpatizantes (que también, claro), sino un compendio de lo que opina el conjunto de los analistas y militantes del establishment. Voceros del agro incluidos. Y casi extintos, dicho sea de paso, a menos que alguien registre que hayan vuelto a alzar la voz. ¿Por qué perdió tanta energía la Mesa de Enlace? ¿No era que deberíamos importar leche más temprano que tarde, y que ya no se vende ni un tractor, y que había que aprender de Uruguay, y que los pueblos del interior se mueren, y que el trigo no daría abasto para el consumo interno, y que el bife de lomo debía costar 80 pesos? ¿Cuándo mintieron? ¿En la trifulca por la 125 o ahora? ¿O siempre?
Como ésa es la realidad o lo que los mismos representantes del poder concentrado dicen que es la realidad, volvemos a la hipótesis de con qué se llena el espacio que dejaron libre los pronósticos de tragedia. La malaventura anunciada por ellos, insistamos, porque, si es por la otra forma de ver la realidad, vaya si existen la tragedia y el acostumbrado paisaje de la conflictividad crispada. Ahí están los inundados, los paros de los maestros, los indigentes, los hospitales públicos en colapso o cerca de ello, el drama de la vivienda. Jamás eso les fue un indicador a tener en cuenta. Les fue lo que sociológicamente se sabe denominar “normismo”; esto es, aceptación de que el mal funcionamiento de algo, cualquier cosa, aun cuando incluya el sufrimiento de vastas masas de población, es un hecho natural: pobres y miseria habrá siempre. Así que no es eso. Es medir con los parámetros que a ellos les importan. Y si esas cuantificaciones dan bien, lo que resulta es que el debate político se circunscribe a chiquitajes. Porque convengamos, asumiendo que decirlo es de una alta incorrección y no hay otra que malinterpretarlo: valijas, espionajes, sobreprecios en licitaciones públicas, Carrió diciendo que Cobos es una ameba y si el fútbol es para todos o todos pagamos la televisación del fútbol, apenas para ejemplificar, son al fin y al cabo elementos colaterales de quien impone un Gran Relato. Menem fue uno de los que entendieron que funciona así, y ganó con el 50 por ciento de los votos cuando ya se sabía que era un canalla. El espacio que dejaba vacío la fantasía de que económicamente se estaba bien fue ocupado por las denuncias de corrupción (en el segundo tramo de su sultanato), sin que los medios se detuviesen en “la inseguridad”, por caso. Ahora, el punto es análogo. En la edificación noticiosa, a falta de que la economía no parece afrontar tormentas, se impone luchar en forma salvaje por los intereses corporativos afectados, a través de que los medios destacan lo políticamente episódico. Con la diferencia, claro, respecto del menemato, de que entonces el poder económico estaba chocho; y ahora ve que algunos o varios de sus privilegios están lastimados.
Volvió una enseñanza que nunca debe irse. Lo que se dice y publica tiene tanto valor como lo que se ignora u oculta. Debe ser que, de tan obvio que es, un montonazo de gente parece haberlo olvidado.
lunes, 23 de noviembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
Hace un par de números, la revista Barcelona señaló en su portada que, culminado el debate por la ley de medios audiovisuales y siendo que la reforma política es un embole, había que buscar otra cosa. Tuvo razón.
Diputados dio media sanción a esa reforma y quedó confirmado que el tema no mueve el amperímetro social. Lo cual no quiere decir que sea una cuestión menor. Sin ir más lejos, se trata de un nuevo método nacional en la selección de candidatos electorales. Además regula la financiación de las campañas. Y establece un piso de votantes que puede dejar afuera de la cancha a los partidos y alianzas minoritarios. No por nada el oficialismo logró el dictamen con el apoyo de las estructuras tradicionales, que le votan sistemáticamente en contra de todo lo demás. Como confesó un referente kirchnerista, ahora es “una coalición distinta por cada proyecto de ley”. Digamos: si son los medios se articula con el centroizquierda y si son las (eventuales) formas de sobrevivir en el escenario electoral, no hay que hacerle asco a juntarse con las variopintas expresiones de la derecha. Asunto interesante y complejo, entonces. Sin embargo, por algún lado, el conjunto de la sociedad intuye –y a gusto del periodista lo hace bien– que nada de esta neoingeniería electoral modifica, sustancialmente, el hecho de que la representatividad y potencia política pasan mucho más por la fuerza de los hechos que por experimentos de laboratorio. Que es por la credibilidad, la coherencia, la aptitud militante, la fortaleza conceptual, los climas de época y momento, los contrastes con el adversario, aquello en lo que se juegan las chances y vigencia de cada quien. Después, es cierto que los sistemas electorales hacen lo suyo en beneficio o detrimento de los unos y los otros. Pero sólo después, en la interpretación del firmante.
Como sea, ayudado por esa indiferencia general hacia la parcial anuencia de la reforma y por su propio peso como escándalo, los días político-mediáticos pasaron a ocuparse, crecientemente, con el alcance del espionaje macrista. Es probable que cierta incredulidad alrededor del caso sea, incluso, más fuerte que el episodio mismo. Porque una cosa es lo verosímil de su inicio: la vigilancia a Sergio Burstein y al empresario Carlos Avila, respecto de la cual Macri es susceptible de ser sospechoso por los intereses cruzados que había o hay en danza (y más aún siendo que la sede de ese comienzo fueron los pagos misioneros del menemista Ramón Puerta, de estrecha relación con el jefe de Gobierno porteño). Pero es otra cosa que a partir de ahí se haya descubierto una red espeluznante de escuchas y centinelas, al estilo de las más patéticas metodologías de cualquier Estado policíaco, que involucra el control de dirigentes, sindicalistas, maestros... y funcionarios de primer nivel de su propia gestión, como Rodríguez Larreta. ¿Por qué insólito? ¿Porque un gobierno como el de Macri sería incapaz de semejantes procedimientos? No. Si es por eso, todo lo contrario. El punto es con cuál infraestructura, en qué contexto social, con cuáles probabilidades de controlar o expulsar a los sospechosos o díscolos el macrismo podría aprovechar la información clandestina de que quiso munirse. Esto es: además o antes de lo repudiable del mecanismo, vuelve a revelarse una impericia extraordinaria en la capacidad de gobernar. Es eso lo difícil de creer. El cómo se puede ser tan inepto.
Las pruebas eran contundentes en torno de los imputados. Igual de rotundas que el empecinamiento de Macri en su sostén. El Fino Palacios fue denunciado a diestra y siniestra a raíz de sus antecedentes en la dictadura y su papel en la investigación del atentado a la AMIA. Macri no hizo caso, como tampoco sobre las aprensiones que recaían en el subjefe reemplazante, Osvaldo Chamorro, en cuya computadora, en la oficina que comparte con el Fino, terminó de desnudarse la hilera de registros telefónicos sobre opositores y tropa propia. Palacios está preso. Chamorro fue despedido quizá con rumbo similar. Acaban de echar al número 3. Narodowski pende de un hilo porque su cartera educativa también fue asiento de la espía. Montenegro, como responsable último de Seguridad, no logró que su buena verba convenciese a la Legislatura. Y Macri, de paseo en Madrid, mientras tanto, para bajarse del avión que lo trajo de vuelta y salir disparado a una conferencia de prensa en la que no le quedó otra que sobreactuar, mal, enojado, sin convicción, la denuncia de una maniobra desestabilizadora. Dijo que con ellos no van a poder, justo cuando resulta claro que son ellos los que no pueden con sí mismos. Y a todo esto: semejante desastre en derredor de un órgano que ni siquiera nació. Espectacular.
Cabría inferir que el jefe de Gobierno puede estar a punto de sufrir un Cromañón institucional en el crédito de la aceptación popular y, con ello, de sus aspiraciones presidenciales. Algunos analistas ya llaman la atención a propósito de que esta nueva y enorme pifia de Macri no tiene un correlato simultáneo de favor para los Kirchner, porque lo fortalece a Cobos como opción más clara de la derecha quitándole un competidor. Puede ser. Pero en un país con el dinamismo politiquero de la Argentina, y con los comicios presidenciales a casi dos años vista, especulaciones de este tipo tienen mucho de ciencia ficción. Hasta el mismo Macri podría recuperarse de lo que hoy parece su derrumbe o, de mínima, su peor circunstancia. Y por otro lado: menos que menos es seguro que este revoltijo sí le inquiete al grueso social, en lugar de que se lo considere como un nuevo aporte en su desconfianza hacia “los políticos”, para gracia de quienes se sirven la política en su provecho.
Podría proponerse como notorio que el espanto por la ejecución de la arquitecta, en Wilde; y antes por el estado en que sobrevive el ex futbolista Fernando Cáceres, tras otro asalto a mansalva; y que lo continuado por allí, por “la inseguridad”, se despega del resto noticioso en la preocupación masiva. Hay tres locuras acerca de esa temática: creer que simplemente es una construcción periodística; creer que los medios no tienen nada que ver en la creación del miedo y creer que basta con gritar “hagan algo”, “maten”, “endurezcan las leyes” (como si no las hubieran endurecido chiquicientas veces), “que no entren por una puerta y salgan por la otra” (como si las cárceles y las comisarías no estuvieran atestadas), “que haya más policía” (como si no la hubiera cada vez más, y como si la policía fuese parte de la solución y no del problema).
A esta altura y desde hace rato, ¿no debería tomarse nota de que nadie tiene la fórmula y de que fracasaron todas las implementadas? Las más duras, las más blandas, las más garantistas, las más represivas. Tal vez se trate de que no haya fórmula posible con los números de exclusión social del subdesarrollo. Por cierto, no es una proposición sino una lógica interpretativa. ¿Alguien tiene alguna mejor?
lunes, 16 de noviembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
En orden azaroso: entre los faranduleros más famosos que semejan haberse puesto de acuerdo para exigir represión; los referentes del Gobierno que aluden a un plan desestabilizador sin aporte de pruebas; los opositores que parecen aportárselas; la ausencia de gestos oficiales claros sobre el mapa sindical, conmovido como hace rato no se veía; las incansables victimizaciones de los grandes medios, que hasta llegan a hablar de un clima inquisitorial contra la prensa; y los nervios urbanos donde se fija la agenda mediática, se conformó una temperatura institucional muy cargada. ¿Cuánto de todo esto preocupa realmente a la mayoría de la población, y cuánto inquieta tan sólo a las capas dirigentes?
Salvo por los problemas de tránsito vehicular en Buenos Aires, puede pensarse que es lo segundo. O el firmante, al menos, no imagina ni por asomo que sea una turbación social el estado de desbarajuste generalizado que propagandiza Clarín, del que dice ser un atormentado en particular; no le entra en la cabeza que las mesas familiares se detengan un segundo en las estocadas de Duhalde, ni en las de Carrió, ni en la interna del PJ ni en los ataques o contraataques del kirchnerismo; no puede concebir que la problemática de los trabajadores del subte, o el debate acerca de las personerías gremiales, involucre en su expectativa al grueso de la sociedad.
Es más: ni siquiera está seguro de que haya mucha más profundización que un “¿viste lo que dijo Susana?”, en torno del impacto que siempre producen las afirmaciones “extra” ordinarias de una reputada, para el caso. Pero sea como fuere, lo concreto es que, antes como significativos que por representativos, es ahí, entre los dirigentes, los expuestos, los famosos en ciertas circunstancias, los medios de comunicación casi siempre, los luchadores por los motivos que fuesen, donde se cuece la política. Donde se juega cómo se construye. Y más luego, en las urnas, sale el cociente de aquello a lo que los “espectadores” asistieron.
El aspecto políticamente más profundo es la conflictividad gremial. Ni el Gobierno, ni los gordos de la CGT y alrededores, parecen haber tomado prolija nota de que el derrumbe del sistema de representación sindical es irreversible. Un 40 por ciento de trabajadores en negro y un 30 por ciento de pobreza deberían haber bastado para entender que allí se conformaba una olla a presión.
En una precisa reflexión publicada en Clarín el miércoles pasado, Horacio Meguira, director jurídico de la CTA, convocó a no olvidar que gran parte de los trabajadores jóvenes incorporados al mercado, tras el estallido de 2001, ya no tienen como referencia la estructura tradicional que fue hegemónica hasta los años ‘70. En más del 85 por ciento de las empresas no hay delegados de personal ni comisiones internas. “Esta orfandad organizativa se va supliendo, paulatinamente, con más organización plural y participativa de los mismos trabajadores”, recuerda Meguira.
El Gobierno no puede ignorar esa realidad, y seguir atado a la única apuesta de que Moyano le garantiza in eternum la “paz social” suena entre arrojado y suicida. Kraft y subterráneos le estamparon el problema en las narices porteñas y de la Panamericana. Si es por eso, son unos miles de trabajadores que no (le) reflejan un drama nacional ni mucho menos; y por eso, muchos se preguntan cuánto costaba haber negociado en vez de llegar a puntos casi sin retorno. Pero el arreglo de episodios particulares no resuelve la atadura que aprisiona a los K en términos de cómo afectan esos gestos su relación con la CGT. He ahí, presidiendo, la gambeta permanente que le hacen a la CTA con el otorgamiento de su personería. Y también por ahí se coló la animalada del dos cegetista, Juan Belén, quien arremetió con su fraseología macartista para recordar que a ellos no se los toca.
No fue un exabrupto: amenazados, demuestran que son los mismos animales de derecha de toda la vida aunque también en esto hay salvedades, porque Moyano tuvo un papel digno durante el desquicio del menemato. ¿Qué hacer? A un lado atosiga el aparato cegetista, con bestias directas como Belén salidas del fondo de los tiempos. Todavía parecen en condiciones de contener la conflictividad gremial (no la social), pero a costa de que su adhesión al Gobierno le siga costando a éste la fuga de la clase media. Del otro están los sectores naturalmente más afines al discurso progre del kirchnerismo, ubicados hacia centroizquierda, que quedan descolocados. Y encima hay un lado más, constituido por fuerzas de alta movilidad confrontativa y “perturbadora”; y con reclamos cuya justeza es tan digna de encomio, en muchos casos, como la precisión de que pueden terminar siendo funcionales a los intereses de la derecha.
Cuando una cancha está así de embarrada, siempre se sugiere que, en primer lugar, haya las decisiones parciales para ir zafando del atolladero. En ese sentido, el pedido presidencial de cancelar la manifestación Moyano/D’Elía puso paños fríos que fueron unánimemente elogiados. Pero si se pierde de vista que eso es sólo táctico, no se hace otra cosa que ganar tiempo.
Hasta ahora, y aun a costa de derrapes electorales y choques con sectores de enorme poder, de los que salió malherido, el Gobierno mostró determinación para no correr hacia derecha en grandes líneas de acción. Y es en eso donde la prospectiva sindical lo pone ante un nuevo desafío.
No hay abracadabra, desde ya, pero, en la relación costo-beneficio, continuar amarrado a la cada vez más decadente influencia del unicato cegetista parece ser mucho más riesgoso que ir articulando con las nuevas expresiones gremiales y sociales. Siempre que hablemos, claro, de que hay proyecto de largo plazo –o intenciones en esa dirección– y no de encontrar meros (y eventuales) salvavidas para dejar el Gobierno sin convulsiones terminales.
Ignorar el peso de la CGT sería una irresponsabilidad en el ejercicio del poder real. Y cortejarla sin más ni más, también. La derecha no tiene nada distinto que ofrecer, con lo cual es igualmente irresponsable, pero goza con este escenario. Reapareció Duhalde, Carrió manda cartas a las embajadas anunciando el enésimo Apocalipsis, los radicales danzan hasta para integrar sus bloques parlamentarios pero sobreviven gracias a la propaganda mediática. Todo eso entra por el hueco que provoca el paisaje de Capital y conurbano, en su mezcla de realidad y sensación construida.
Y también cuelan por allí los sociólogos Marcelo Tinelli, Mirtha Legrand, Jorge Rial y Susana Giménez. Gente ducha si la hay en el análisis de la fenomenología política, el instinto ideológico diría que son el reflejo de una parte de la sociedad que no termina de aprender nunca.
Craso error: son absolutamente coherentes. Su cabeza pasa por acabar con la inseguridad con el simple expediente de bala limpia, camiones hidrantes y marchas con el himno a cuestas. Llaman a la represión y tienen bien aprendido que con los milicos estábamos mejor.
lunes, 9 de noviembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
Todos hablan de un clima de violencia. Y hasta de “anarquía”. Sea porque los medios espejan el humor colectivo o porque lo producen (el periodista insiste en creer que se trata de una simbiosis), no se debe caer en la extravagancia de ignorar el tema.
Una primera visión es sobre los hechos en sí mismos, que dejan mucha tela para cortar en su proyección ideológica aunque ésta, después, quede encerrada a su vez en una mucho mayor. Los episodios que encabezan esa traza de estado de ánimo son el conflicto de los trabajadores del subte y la renovación de las protestas piqueteras. La suma de ambos fue el combustible que hizo estallar los nervios de clase media, y bastante para arriba más otro poco para abajo.
Un primer dato es que los avatares se circunscriben a las dificultades de transporte público en Capital y conurbano bonaerense; de modo que, por lo pronto, no es objetivo expandir la sensación de “caos” a todo el país. Pero el segundo dato, sin perjuicio del primero, es que efectivamente hay demasiada gente afectada y que eso crea un choque serio de intereses y necesidades. Todo lo cual es una obviedad, a la que sin embargo hay que remitirse porque las inclinaciones de cada quien hacen que se caiga en extremismos emocionales y analíticos.
Es decir: que sólo es un drama de porteños y adyacentes o que es un símbolo de la Argentina completa. Y no es ni un exceso ni el otro. Porque es cierto que lo que acaece en Buenos Aires y alrededores fija la agenda mediática, y con ello la construcción de “sentido común” general y lo que “la gente” piensa que tiene que pensar. Pero no es lo que les pasa a 40 y pico de millones de habitantes.
Si fuera por lo negativo, además, es mucho más grave lo que ocurre en zonas del interior devastadas por la sequía. Eso refleja un drama estructural que incluye una vasta Córdoba ya sin agua. Y en términos de vida cotidiana es enormemente más complicado que arreglárselas para viajar si, de vez en cuando, debe esquivarse la 9 de Julio, o con la Panamericana cortada, o sin subte.
¿Qué pasa si se coteja eso con el despliegue mediático que merecen las colas en los colectivos y la bronca de los automovilistas de y hacia la Capital? Pasa que da una visión porteño-céntrica de cómo nos va en la vida. Que es nuestra vida y vale, vaya, pero no la única. Y entonces hay que ponerse a pensar en cómo los medios nos hacen la cabeza, con el inconveniente de que pensar es todo un trabajo y que es mejor dejarse llevar por los impactos primarios.
Luego, siempre dentro de lo coyuntural y de los primeros círculos concéntricos, vendría si las tácticas de quienes luchan, en forma más manifiesta o expuesta, son todo lo pensadas y eficientes que deberían ser. Los laburantes del subte, que en número y capacidad militante superan ampliamente a la burocracia del sindicato oficial, pelean por el reconocimiento gremial. Y ese aspecto combativo debería ser juzgado como beneficioso por el conjunto de la clase trabajadora: si ganan el conflicto se sentaría un precedente importante para que otros sectores se animen a pelear por nuevos y mejores derechos laborales.
Pero la problemática es mucho más grande porque quedan aislados de la simpatía popular en tiempos que, desde hace rato, no son protagonizados por la conciencia de clase. “La gente” quiere viajar y llegar a su trabajo y a su casa, y que no la jodan. Reclamarle espíritu solidario sin más ni más es fantasioso. Ahí aparece la pregunta de si no cabría imaginar métodos de disputa más creativos.
Sin embargo, eso tiene el límite de cuáles podrían ser cuando la tensión llegó hasta este punto gracias, entre otros motivos, a la tozudez gubernamental de continuar amparándose en el unicato del sindicalismo verticalista. Un aspecto que se extiende al rechazo de otorgar personería gremial a la CTA, para seguir confiando en un gremialismo de amigotes que, con excepciones, representa a nadie cada vez más. Kraft ya había sido un antecedente, cercano y explícito, de que la dirigencia tradicional está en un serrucho imparable de decadencia, al margen de los errores que se cometan por parte de los delegados más aguerridos.
Hay cierta analogía con las manifestaciones de los movimientos sociales. “Algunos de sus jefes deberían elevar la mira de objetivos. Un muy estimable colega de la derecha periodística más seria, Ignacio Zuleta, escribió el miércoles pasado, en Ambito Financiero, que “los piqueteros presumen de ser una etapa superior del punterismo político, surgidos de la crisis de la dirigencia y que en sus respectivas vecindades desplazaron del poder al intendente, al puntero político, al comisario, a los partidos de la oposición, al cura y al narcotraficante”.
Y tiene razón, con la salvedad de que debe apuntarse a (algunos de) quienes están al frente de esos grupos en lugar de emblocar a todos sus integrantes, como si debiese demandarse “responsabilidad” a los que perdieron todo o nunca tuvieron nada.
Es ahí donde cuenta la estatura que deben tener los líderes, en su lucidez política. Para ganar hay que mostrar realizaciones, despertar confianza, explicar bien, y no quedar sospechados de que sólo es cuestión de conseguir un plan de ayuda. No es lo mismo Milagro Sala, quien encabeza en Jujuy una de las más formidables experiencias de organización popular de base, que unos pretendientes de revolucionarios que acaban como meros revoltosos funcionales al sistema.
Pero también en esto hace falta que el Gobierno se haga cargo de que, tras la crisis de 2001, el drama social de los marginados fue antes barrido debajo de la alfombra, a través del asistencialismo y la cooptación de las organizaciones, que apuntado para ser resuelto en el mediano y largo plazo. Si eso tuvo justificación en que lo urgente antecedía a lo importante, a medida que la economía se recuperaba dejó de tenerla porque no fue aprovechado para corregir los núcleos duros de pobreza e indigencia. Los invisibilizaron por un tiempo, nada más. Y ahora resulta que se da la paradoja de su reaparición cuando se aprueba la asignación universal por hijo, porque algunos de esos colectivos sociales quedan fuera de la distribución a favor de los eternos caudillos distritales del PJ. El Gobierno y los movimientos terminaron entrampados en su habitualidad.
Pero lo que queda es nada menos que el contexto mayor que, también paradójicamente, no requiere de muchas líneas. Porque bien por encima de toda esa fenomenología hay, ya ni siquiera agazapado, el ataque y las construcciones fantasmales de los sectores del privilegio.
Es hora de reiterar, sin cansarse nunca, que deberían activarse reflejos inmediatos cuando los garcas de toda la vida empiezan a hablar de violentos, de zurdos, de patotas, de prevenirse, de los derechos del ciudadano de a pie, de las instituciones violadas, de parar como sea a la inseguridad, de la corrupción desenfrenada, del campo que no da más y de los ataques a la prensa.
Ya los conocemos a esos tipos.
Nos quedamos con sus acusados.
lunes, 2 de noviembre de 2009
Por Eduardo Aliverti
No sobresale ningún tema político en particular: son varios. Y podría decirse que para todos los gustos, aunque, sucesivamente, se anulan unos a otros, casi en forma diaria. Es lo que corresponde a ese habitual enloquecimiento informativo que, en apariencia sin ton ni son, amontona siempre pero no privilegia nunca. ¿O prioriza pero en una única dirección? Veamos, en un orden cualquiera de factores que no altera el producto.
El Gobierno presentó su proyecto de reforma política, que por cierto no es una cuestión que le quite el sueño a la sociedad ni muchísimo menos. La idea es o puede ser entre cuestionable y sospechosa. Pero en todo caso es ambas cosas a dos bandas, porque asienta el camino para que únicamente las fuerzas mayoritarias puedan subsistir con comodidad. El traje no parece sólo a medida del PJ en general, y del kirchnerismo en la coyuntura, sino también de la UCR. Al mejor estilo del Pacto de Olivos que la rata y Alfonsín sellaron a comienzos de los ‘90. Sin embargo, la noticia fue presentada como una movida exclusivamente K y como si, encima, los radicales y el resto del espectro partidario no viniesen reclamando hace años la misma reforma. Un ligero recuadro del propio Clarín, en su edición del viernes pasado, tituló que “La UCR discute dar apoyo con disimulo”.
En la misma sintonía está la asignación universal por hijo. Al llegar a 180 pesos ronda un 40 por ciento arriba de lo que se calculaba, alcanzando así los reclamos de máxima de la oposición. Pero fue mostrada como un artilugio oficialista que no llega a la universalización porque incluye, solamente, a las familias de desocupados y trabajadores en negro. Se insiste en que sean igualmente abarcados los hijos de pudientes, bajo la excusa de que en tal opción se evita el ardid del clientelismo. Criterio según el cual es necesario cometer una injusticia al único efecto de no sospechar que pueda perpetrarse una injusticia mayor. No se trata de defender porque sí la decisión oficial. Más aún, es coincidencia generalizada que la mecánica es una variante del asistencialismo, que no apunta a resolver el drama de la pobreza en lugar de que el Estado garantice, por ejemplo, la universalidad del derecho al empleo. Pero en vez de este tipo de apuntes críticos, intelectualmente honestos, se prefirió amplificar la aprensión al electoralismo. De igual modo, la medida es discutida porque los recursos serán extraídos de la Anses y no de la impunidad de que goza la renta financiera, entre otras probabilidades que, en efecto, servirían mucho mejor a la equiparación de esfuerzos contributivos. Empero, ¿alguien duda de que si hicieran esto último los acusarían de afectar la seguridad jurídica y de provocar una amenaza letal para los inversores, como de hecho lo advirtieron apenas trascendió el proyecto? En otras palabras, el clásico y nunca bien ponderado “no importa pero me opongo” aunque, como en torno de la reforma política, sea la misma o casi idéntica disposición que el coro opositor exigía hace añares.
También en línea con lo anterior, pero acerca de que se tomarán 1800 millones de pesos de la Anses para afrontar vencimientos de deuda y otros rubros de faltante de caja, volvió a hablarse de que se usa “la plata de los jubilados”. Por supuesto, esos destinos pueden ser muy discutibles pero, política y filosóficamente, hablar de la plata de los jubilados es una de las demagogias más repugnantes de que se pueda hacer gala. Es portentoso que deba insistirse en que los aportes previsionales no son intangibles, ni aquí ni en ningún lugar del mundo de ninguna época: que el Estado disponga de tales fondos es la condición necesaria, bien que no suficiente, para activar la economía mediante políticas de intervención. No tocar la plata de los jubilados –el periodista se repite a sí mismo respecto de un editorial reciente– significaría vivir en un sistema capitalista estrafalario, donde el dinero se inmoviliza sin darle capacidad de ahorro ni sustentabilidad. Hablamos de que la mayor garantía a fin de cobrar sus haberes, una vez retirados, es que la proporción entre activos y pasivos permita ensanchar las arcas públicas gracias al andar macroeconómico. Y vuelve la pregunta de dónde andaba la indignación de tanto analista y tanto tilingo cuando la plata de los jubilados se jugaba en la timba de las AFJP. Acaba de cumplirse un año, justamente, desde el anuncio del fin de la jubilación privada. ¿Dónde quedaron los juicios multimillonarios de los bancos, que iban a sucederse en catarata? ¿Dónde está la catástrofe que predijeron? En ningún lado, como no sea en el cinismo de continuar batiendo el parche de una plata que no es de sino para, porque los trabajadores activos contribuyen a solventar el sistema de reparto en una solidaridad que no es de congelamiento sino a futuro.
En parte, este conjunto temático sirvió para aminorar la casi pornográfica campaña de bastardeo a los movimientos sociales, que un grupo muy significativo de personalidades, en nota publicada este miércoles por Página/12, bien definió como “la nueva criminalización”: “Hemos aprendido, de la experiencia argentina, que cada vez que comienza a agitarse el ‘fantasma’ de la ‘violencia’, por parte de cierta dirigencia del sistema, lo que se abre es el camino para castigar a los sectores más vulnerables de la sociedad, y a sus organizaciones (...) Si vamos atrás en la historia, recordaremos las declaraciones de Ricardo Balbín sobre la ‘guerrilla fabril’, que crearon el clima para la escalada golpista”. ¿Hemos aprendido? ¿Sí? Algunos, y hasta muchos, seguramente. Pero permítase dudar de que una mayoría conserve la memoria sobre esos gérmenes. Suena mejor que deberían activarse reflejos instantáneos cuando los voceros del orden consagrado empiezan a hablar de grupos violentos, de gente armada, de relación con la droga, de prebendas para los humildes, de patotas. Cuando rige además tanto desequilibrio de señalamiento y despliegue periodístico. ¿O acaso hay proporcionalidad entre la dedicación demonizante que le otorgaron al aislado episodio de Jujuy y la brindada a la fuerza de choque macrista que, desde hace rato, arremete a los golpes contra los indeseables que afean la imagen PRO de Buenos Aires, hasta el punto de que la Justicia acaba de ordenar que cese su accionar? ¿Y hubo equilibrio, acaso, luego de los fundamentos que presentó la APDH para expulsar a Elisa Carrió, tras que ésta, en defensa de la directora de Clarín, se opusiera al proyecto de recolección de ADN que falazmente sigue rotulándose como “compulsivo”? Pues compárese la cobertura dada a los argumentos del organismo con la proveída a Carrió, que tuvo prensa a raudales para insistir con el rol sacrificial que le toca en esta vida.
La conclusión podría ser que, en la táctica, todo parece dar igual. Pero en la estrategia, no: las conclusiones mediáticas también son siempre iguales.
lunes, 26 de octubre de 2009
Por Eduardo Aliverti
Nadie diría, por supuesto, que éste es un Gobierno prolijo.
Para el caso, el adjetivo se presta a dos interpretaciones. Una es de corte ideológico y es la menos –o nunca– empleada. Refiere a que se guarda prolijidad en pos de un objetivo político, del signo que sea.
La otra es la que se llamaría “institucional”, y remite al cuidado de las formas impuestas por las leyes y normas procedimentales.
Bajo el primer criterio, podría señalarse que el kirchnerismo ha trazado algunas grandes y consecuentes líneas, de discurso y acción, ligadas al enfrentamiento con ciertos factores de poder: los capitostes del sector agropecuario; los del ámbito mediático; la política exterior que privilegia una integración regional y no las relaciones carnales con Estados Unidos; la reactivación –con sus falencias– del juzgamiento a los genocidas; una Corte Suprema de carácter independiente y trazos progre, pero cuya aptitud profesional no es cuestionada ni siquiera por los talibán de la oposición; y todo lo que supone haber reestatizado el sistema jubilatorio, en la afectación de negociados a muchos de los grandes grupos del establishment.
Pero hay otros aspectos que fiscalizan por la contraria el andar oficialista.
No saben o no quieren encontrarle la vuelta al núcleo duro de la pobreza.
Hay el olor indisimulable a capitalismo de amigotes.
Y también la muy escasa o nula vocación de ampliar el arco de alianzas políticas y sociales, refugiándose en ese espíritu cerrado que deriva a habitaciones de Olivos o El Calafate todo debate sobre cuestiones macro de articulación y acumulación de poder.
En ese sentido, la “prolijidad” político-ideológica tiene debe y haber en proporciones a las que puede encontrárseles similitud.
En cambio, si es por la segunda lupa y aun sin considerar los antecedentes de quienes impulsan el cuestionamiento (todos los amanuenses de cuanta dictadura haya habido clamando contra las violaciones al republicanismo), el Gobierno es entre muy débil e indefendible.
Los Jaime, los incrementos patrimoniales de propios y entenados, los mamarrachos metodológicos en el Congreso, la cantidad de licitaciones sospechosas.
Una suma de irregularidades, mayores y menores, que no son excusables por el solo hecho de que las emplea una derecha pobrísima, que debería ser incapaz de tirar la primera piedra y que encuentra en ellas, en las formas, su gran razón de ser para marcar agenda de algún tipo.
Esto último, sin embargo, tampoco debe hacer mella en la necesidad de que, si es por prolijidad, haya una visión de responsabilidades conjuntas.
En todo caso y, de nuevo, sin siquiera contemplar los pergaminos de quienes se escandalizan por el estilo oficial, la coyuntura muestra que se le contesta a la violencia estilística con una violencia mayor.
Se ubica el surgimiento de ese contraataque en la decisión de lanzar y aprobar la ley de medios audiovisuales.
Suena más preciso la caída del negocio televisivo del fútbol.
O más todavía el derrumbe de las AFJP: una ruleta a la que había ido mucha plata de los ingresos por la monopolización de la pelota.
La avanzada ocupa el segmento mediático porque está claro que es el megáfono de una oposición que, de otro modo, no tendría forma de trascender.
Puede ser discutible que exista un “partido” de los Medios, en la definición ortodoxa de lo que significa una agrupación partidaria. Pero no lo es que, al inexistir una mancomunión opositora, y mucho menos una propuesta unificada de modelo alternativo, los (grandes) medios son el “escondite” de ese vacío.
Hablemos, en consecuencia, de violencias de forma que tendrían que sonrojar a cualquier actuante periodístico, si desea preciarse de excelencia o de puntillosidad técnica elemental. Hablemos de que se designa “violencia política” generalizada, como si viviéramos en los ’70, a un repudiable episodio de agresión ocurrido en Jujuy.
Hablemos de que gravar al mercado financiero es apuntado como una amenaza mortal para el crecimiento del mercado de capitales, cuando el gobierno de Brasil –al que los grupejos de analistas y gurúes de la City sindican como paradigma de desarrollo– termina de imponer tributos a la entrada de capitales especulativos.
Hablemos de que un fallo de la Corte contra una medida que tomó Kirchner en 2001 fue remarcado en portada como “Fallo de la Corte contra una medida que tomó Kirchner”, como si se tratase de Kirchner ahora y con la desparpajada orientación semántica de que el Presidente es Kirchner.
Hablemos de que el mantenimiento del superávit comercial, producto de la diferencia favorable entre importaciones y exportaciones y en el período en que se cayeron las transacciones del mundo global, es presentado como el desplome del superávit comercial.
Hablemos de que renunció el intendente kirchnerista de Balcarce y titularon “Me pudieron”, cuando el funcionario arguyó “conductas anormales” de la oposición y de un concejo deliberante donde tenía minoría y que, agregó, “no nos aprobó prácticamente nada”.
Hablemos de que insisten en rotular como “compulsivo” el proyecto de extracción de ADN que circula en el Congreso, cuando resulta que lo que dice el proyecto, con aval sentencial de la Corte, es justamente lo contrario al advertir que sólo habilita a la extracción de células ya desprendidas del cuerpo.
Para no hablar de que el tema les merecería dudosa atención si no fuese que juega allí el origen de los hijos de la directora de Clarín.
El legislador porteño Juan Cabandié, hijo de desaparecidos y acusado de integrar una suerte de charter que Aerolíneas Argentinas habría fletado a Montevideo para asistir al partido Argentina-Uruguay, refutó la imputación y la aprovechó para inquirir si, acaso, demuestran el mismo entusiasmo para indagar sobre el umbral genético de los hijos de Ernestina Herrera de Noble.
Dieron cuenta de la pregunta pero, naturalmente, la indicaron como una maniobra de desviación temática.
No sea cosa.
Este paquete de objetividades podría salpimentarse con inferencias obvias. Sin ir más lejos, del tipo de las que conducen a que los exabruptos de Maradona, a más de perturbar a la patria periodística que se autoestima intocable, no habrían suscitado tanto encono si el ídolo no hubiese aparecido al lado de Cristina y Grondona cuando anunciaron la caída del contrato con Clarín.
Y es que tampoco se armó tanto escándalo nacional cuando Reutemann poetizó sobre el recontramedio del culo, ni cuando Tinelli escenifica a la prostitución vip, ni cuando Carrió avisa que prefiere a los monopolios de prensa, ni cuando Susana convoca a matar.
Pero no hace falta.
La carne ya está comible con lo que es ostensible, sin que haga falta inferir. Los grandes medios y sus felpudos han quedado desvestidos como nunca, salvo para quienes confunden a un elefante con una mosca.
Si es por prolijidad de formas, no conservan ninguna.
Y esto es lo mejor que nos pasó, o que debería pasarnos: que de cada quien quede cada vez más claro a qué y a quién responde.
lunes, 19 de octubre de 2009
Probar otra cosa
Por Eduardo Aliverti
En coincidencia con la aprobación de la nueva ley de Medios Audiovisuales, estos días que le siguieron son una muestra muy interesante de lo que significan las construcciones mediáticas.
Si es por noticias de valor estructural, ¿qué duda cabe sobre situar en lugar predilecto el inminente proyecto de asignación universal por hijo? Se lo reclama desde hace años por parte de los sectores políticos y sociales progresistas, y recién ahora el oficialismo acusa recibo concreto.
La cifra en danza (alrededor de 135 pesos) puede ser o parecer exigua, para más o menos tres millones de menores de 18 años, cuyos padres no alcanzan el salario mínimo o viven en la informalidad laboral. E incluso cabe advertir sobre la necesidad de alcanzar objetivos superadores, como sería la garantía de empleo.
Pero instala el debate acerca de los privilegios que deben afectarse para conseguir la plata, que anda cerca de los siete mil millones de pesos. La renta financiera, la petrolera, el juego, el impuesto a las Ganancias, la elevación del mínimo no imponible incluyendo a los jueces y a los obispos. Es decir, un nuevo avance en la estipulación de a qué puede animarse una democracia burguesa.
Y del que, por la izquierda, sólo quedarían excluidos quienes entienden que las reparaciones sociales son únicamente alcanzables con una revolución socialista inmediata. En cualquier caso, lo que no debería generar interrogantes es la dimensión del tema que, a su vez, se inserta en el más global aún de cómo se distribuye la riqueza. Se ve que nada de todo esto le resulta apreciable a una aplastante mayoría de la prensa oral y escrita, que obvió la información.
Lo mismo, la virtual ignorancia mediática, ocurrió con las sugestivas declaraciones del ministro de Trabajo, que devaluó las posibilidades de otorgar personería gremial a la CTA. Otro aspecto estructural, en el que se juega nada menos que la subsistencia o no de la CGT como única representación de los trabajadores.
La cuestión daba, da incluso, para apuntarle cañones al oficialismo en lo que semeja a la táctica de atender simultáneamente la ventanilla progre y la conservadora: por un lado, acercar posiciones con el centroizquierda no K, y, por otro, mantener el apoyo del aparato burocrático sindical. Pero ni eso. La gran prensa relegó o directamente no le dirigió la palabra a ninguno de los asuntos. Lo hará, como lo viene haciendo, en alguna de esas columnas editorializadas que sólo lee la tribuna propia.
O, como sucedió con la ley de Medios Audiovisuales, cuando los ítem se conviertan en amenaza franca para sus intereses. Hasta marzo último, al presentarse el anteproyecto de la nueva herramienta regulatoria de radio y TV, las corporaciones del “periodismo independiente” renegaron de brindar todo dato sobre lo que venía suscitándose, respecto del punto, en porciones significativas de la sociedad.
Y de golpe, cuando la vocación política de impulsarla se cristalizó, lo ignorado mutó, casi, a elemento monotemático, mezclado con la conmoción que les provocó la caída de su negocio futbolístico. Lo que nunca (les) fue noticia transfiguró a noticia principal.
Por supuesto, ese desprecio por las materias recién citadas no fue reemplazado por el vacío. Consumada la ley de Medios, hubo y habrá reflejos de sangre en el ojo.
Se llaman ir a los Tribunales para conseguir dictámenes de inconstitucionalidad. Promesas opositoras de revisar la sanción para congraciarse con El Grupo. Periodistas-felpudo a la orden. Un mastín reaparecido, Elisa Carrió, en defensa de no investigar el origen filial de los hijos de Ernestina Herrera de Noble.
Y un enorme operativo destinado a posicionar como decisoria la sospechosa voluntad de la senadora correntina, en una votación que terminó 44 a 24.
Pero, con todo, esa batería empieza a parecerse a una procesión que va a llorar a la iglesia. De tal manera comenzó a re-suceder el vértigo informativo disperso, supletorio del carácter excluyente que durante semanas le confirieron a la ley mediática. El espeluznante asesinato de un adolescente, en Tigre, reintrodujo de la noche a la mañana la discusión en torno de “la inseguridad”, erigido ya como un clásico de los clásicos del periodismo: aparece y desaparece en relación inversamente proporcional con la ausencia o presencia de noticias políticas mayores.
¿Qué habría acontecido si el hecho se hubiera dado durante la batalla por la ley? Lo mismo que pasó cuando los meses más duros del conflicto con “el campo”.
Nada.
En esos períodos, la inseguridad desapareció de los medios llevando a una de dos conclusiones que, en realidad, pueden ser concurrentes.
O el incremento del delito no es lo alucinante que pintan, o cada vez que lo pintan hay detrás objetivos políticos o de artificios mediáticos (que en mirada de largo alcance terminan siendo la misma cosa).
Esa lógica de los desvanecimientos noticiosos y permanentes trepó a una de sus cúspides tras la fiesta de sexo oral a que llamó Maradona.
A partir de ese momento, diríase que el país y los medios –o al revés, según quiera determinarse el orden de cómo se ancla una agenda– no hablan de otra trama. Veamos lo objetivable. Un director técnico de fútbol, que al fin y al cabo es antes eso que el principal santo y seña para identificar lo argentino en el mundo entero, brinda una nueva muestra de sus desequilibrios emocionales.
Ni un marciano pretendería que el episodio quedara desapercibido; y entre otras razones porque, sin justificar y ni siquiera tratar de comprender a Maradona, es igualmente objetiva la saña con la cual venía tratándolo esa parte del periodismo deportivo a la que invitó a fellatiarlo. El se tiene que hacer cargo, como sus acusados, de estimular un espectáculo caníbal. Ambos viven del sensacionalismo.
Pero también lo hace el conjunto periodístico que elevó el tema a problema nacional. E igualmente tienen que hacerse cargo de su frivolidad las gentes que dedican su tiempo, su indignación, sus arrebatos, sus llamadas a las radios, a una pelotudez semejante. Perdón por el lugar común, pero imaginemos toda esa energía “analítica” volcada a las cuestiones prioritarias de la sociedad.
Más luego y más allá de ese hecho en sí, aparece, nueva y esplendorosamente, el desparpajo con que los medios colocan el tema. Si un Maradona y unos periodistas bastan y sobran para que vuelva a desaparecer, por ejemplo, “la inseguridad” (dicho de modo maximalista pero –cree uno– de semántica precisa), quiere decir que hay una conjunción entre lo que inventa/ubica el periodismo y lo que “la gente” debate.
Hay que alterar ese paradigma.
Es nefasto.
Nivela para abajo.
Acostumbra.
Condiciona.
Nos hace obedientes en lugar de rebeldes.
Se trata de algo de eso cuando se habla de mejorar la oferta mediática, de abrirse a otras voces, de permitir nuevos actores.
Con probar no se pierde nada.
lunes, 5 de octubre de 2009
Por Eduardo Aliverti
Repasemos una historia sencilla para pensar si en Argentina sería imaginable.
El miércoles pasado, el primer ministro británico presentó su programa ante el Congreso laborista. Al día siguiente, como reportó el corresponsal de Página/12 en Londres, The Sun, el diario de más tirada en el Reino Unido y el más influyente entre la clase trabajadora y las capas medio-bajas, anunció en su portada que dejaba de apoyar a Gordon Brown.
El Grupo Murdoch –uno de los más poderosos del mundo– advertía así sobre su virtual pase a las filas del Partido Conservador, que lidera cómodamente las encuestas de cara a las elecciones del próximo mayo.
Fenece de este modo el respaldo que el diario y la corporación le prestaron al laborismo, siempre de manera abierta, desde 1997. Brown, obviamente en preaviso de lo que ocurriría, dijo que “los diarios no ganan las elecciones”.
Y su viceprimera ministra señaló que no hay que dejarse patotear. “Hay que salir a la calle y ganar la batalla”, agregó Harriet Harman. Así de fácil, si se quiere, el líder y el partido gobernante de los ingleses fueron explícitamente contestes de que el mayor de sus emporios periodísticos les quitaría el saludo. Y en efecto, se lo pusieron en la tapa.
Algo similar sucede en España con El País, del Grupo Prisa, que está en guerra abierta contra el gobierno de Zapatero porque éste osó afectar los negocios multimediáticos de la corporación al abrir la oferta de la Televisión Digital Terrestre: los derechos de retransmitir el fútbol por suscripción nunca estuvieron en manos que no fueran las de una sociedad controlada por Prisa.
Y es así que El País aparece arrojado poco menos que en brazos de los conservadores del Partido Popular cuando, desde el fondo de la historia posterior a Franco, el diario llegó a ser definido como la Biblia de los socialistas.
La guerra alcanza el extremo de que un dirigente del PSOE apuntó, literalmente: “O el gobierno se carga a Prisa o Prisa se carga al gobierno”.
¿Alguien es capaz de ensoñarse con que aquí podría suceder algo similar? No nos referimos a la guerra entre medios y Gobierno, sino a su sinceramiento expreso en cuanto a los apoyos políticos concretos que eso significa. No es chuparse el dedo. Es eso de la sinceridad, nada más o nada menos.
De la misma forma en que los grandes grupos de prensa de Estados Unidos y Europa, y también de Brasil y buena parte de América latina (aún comandados, como en Argentina, por la agenda que trazan sus diarios, revistas y periódicos), no tienen empacho en desnudar no ya sus inclinaciones político-electorales, sino, directamente, para quiénes volcarán su bajada de línea.
The New York Times, Le Monde, The Washington Post, O Globo, Le Figaro, todo lo que en Italia no cooptó Berlusconi y lo que sí, las publicaciones uruguayas, chilenas incluso, tienen un “contrato” histórico con sus consumidores por el cual advierten no sólo que hablan desde equis lugar ideológico, sino que en procesos electorales o frente a episodios específicos dicen editorialmente con quiénes juegan.
¿Qué diferencia hay con la obviedad de para quién tuercen sus informaciones y opiniones Clarín y La Nación, por caso? Es cierto: semántica, ninguna. Pero ética, sí.
Quizá se trate de otro estilo de cinismo. Sin embargo, el periodista interpreta que hay un mínimo respeto por ciertos códigos elementales del ejercicio de la profesión, que consisten en dejar cristalino el sitio desde el que se dice tal o cual cosa. No aparecer arrastrados, en una palabra.
Si tomamos nota de esas firmas y esas voces y esas caras que por aquí, abordado el punto de la ley de medios audiovisuales y amparados en la defensa de la libertad de expresión, insisten en hablar de la necesidad de un “periodismo independiente”, hay una distancia marcada con quienes no se permiten usar ese artilugio, esa falacia, esa hipocresía.
Todos sabemos –los que pertenecemos al ambiente y los que están fuera pero no comen vidrio, porque basta con no ser un analfabeto ideológico– que la bestial campaña de prensa en contra de la ley responde a negocios afectados.
¿Qué tiene que ver eso con la dichosa libertad de prensa? ¿Hace falta resguardarse ahí para criticar el proyecto?
No.
Podrían hacerlo cuestionando aspectos técnicos dudosos e, incluso, fugando hacia delante mediante el señalamiento de cuestiones socioeconómicas, del tipo de cómo apoyará el Estado a nuevos actores mediáticos que sin el respaldo de las arcas públicas no tienen chance de ingresar al mercado.
Pero hagamos lo siguiente, porque cuando una coyuntura es tan ardorosa andan todos sensibles por lo que regla la discusión: saquemos la ley del medio y veamos otras expresiones.
La Iglesia Católica, mediante su jefe, Bergoglio, volvió a arremeter contra el escándalo de la pobreza y no hay forma de desmentida objetiva. Pero como el desafío es de subjetividad, esperanzado uno en que lo anterior haya quedado claro, también es objetivo preguntarse cómo es que los príncipes católicos descubrieron la pobreza recién ahora.
O por qué dan cuenta con tanta fruición.
¿En la dictadura y en el menemato no había un escándalo de pobres? Pues parece que no, si se comparan los documentos y manifestaciones oficiales de los monseñores con la cantidad, calidad y –sobre todo– entusiasmo de los que hacen circular en este momento.
¿Cómo se hace para estar en misa y a la par en una procesión que favorece, o intenta beneficiar, a un bando determinado?
El largo conflicto en la ex Terrabusi pone furioso al establishment: revela, como con los trabajadores del subte, la terrible incomodidad que le producen unas bases que desbordaron a la patronal burocrática. Y carecen de prurito para meter la cuña de La Embajada. Y avivan el fuego de los automovilistas perjudicados como si el tema central fuese ése y no lo impune de una multinacional que insiste en perpetrar cuanto le venga en gana.
La gran prensa sigue invicta en eso: la culpa final es inevitablemente de los laburantes, nunca de sus socios de libertad de mercado.
¿Y cómo hace la patota agraria para asimilar su interés al de la Patria?
Su principal construcción simbólica continúa pasando por un carácter de apoliticidad, que se pretende con la exclusiva intención de que los dejen producir para generar el derrame de sus buenas intenciones. Es decir, que el Estado sea un estúpido observador incapaz de tocarles el bolsillo.
En definitiva, no se trata de mejores o peores, sino de la claridad del reglamento. Carrió, por la derecha, es lo único de la oposición que verbaliza sus favoritismos con nombre y apellido. Supo decir que prefiere los monopolios o grandes grupos económicos de la prensa a cualquier alternativa propuesta por el oficialismo.
Y los Kirchner, aun cuando se arguya que hay dudas sobre sus intenciones últimas, trazan un relato de centroizquierda por el que también nominan a quienes tienen enfrente. Todo el resto se presenta cual gran otario de la vida.
Y la pregunta es cuánta gente está dispuesta a creerles.