Larga vida a Kenzaburo
Por Juan Forn
El artículo noveno de la Constitución japonesa es único en el mundo: estipula que Japón no puede tener fuerzas armadas. Como bien se sabe, esa Constitución fue redactada después de la rendición de Hirohito en 1945, momento en el que “era un imperativo moral para el Japón demostrar que renunciaba para siempre a la guerra”, según las famosas palabras que pronunció Kenzaburo Oé cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994. Por eso cada vez que la comunidad internacional “sugirió” en los últimos tiempos a Japón que debía ofrecer efectivos militares a las brigadas internacionales cuya presunta función es “preservar” o “restaurar” la paz en el mundo, Oé alzó su voz en contra. Y cuando la derecha japonesa intentó ampararse en esas presiones de Occidente para derogar el Artículo 9, Oé creó una asociación en defensa de ese artículo de la Constitución. Aunque sólo logró siete mil firmas de apoyo, cifra más que exigua en Japón (baste mencionar que cada libro de Oé que se publica allí tiene una tirada inicial cinco veces superior, y eso que Oé no es precisamente un autor de éxito en su país), eso no ha impedido que la derecha japonesa pusiera en marcha una sonada causa judicial contra él, en la que según ellos está en juego el honor militar de la nación, mancillado por Oé en su libro Notas de Okinawa, de 1970.
Oé ha declarado famosa y repetidamente (la última vez ante al tribunal de Osaka que lleva la causa contra él): “Mi vida está marcada por tres eventos: el nacimiento de mi hijo con daños mentales permanentes en 1963, el viaje que hice a Hiroshima al año siguiente y el que hice a Okinawa dos años después. Todo mi trabajo intelectual se sostiene en esos tres pilares. Y me enorgullece que el resultado literario de esas tres experiencias, la novela Una cuestión personal y los ensayos Notas de Hiro-shima y Notas de Okinawa, pudieran publicarse y puedan leerse hasta hoy en mi país tal como los escribí”. Ríos de tinta han corrido en el mundo sobre el modo en que Oé escribió sobre su hijo en Una cuestión personal. Mucho menos se sabe sobre los dos ensayos (de hecho, ni siquiera están traducidos a nuestro idioma). En el libro sobre Hiroshima, Oé hacía foco en la traumática manera en que Japón lidiaba con los sobrevivientes de la bomba atómica. En el de Okinawa, trataba una materia aun más volátil: la manera en que su país recordaba los “suicidios en masa” de civiles en las islas okinawenses, ante la llegada de las tropas norteamericanas, cerca del fin de la guerra.
Oé había descubierto con horror, al visitar en 1965 el templo en honor a las víctimas en Yasukuni, que se las honraba como combatientes de guerra (aunque la mayoría de las setecientas víctimas eran no sólo civiles sino mujeres, ancianos y niños). Lo ocurrido en aquellas abominables jornadas de 1945 fue que las tropas imperiales, en su repliegue, ordenaban a los civiles de cada aldea que se suicidaran antes de caer en manos del invasor, en algunos casos entregándoles granadas de mano, en otros obligando a los jefes de aldea a arrear a la población hasta los acantilados para que se arrojaran todos al vacío.
Oé sostenía en su libro que era una falacia moral llamar “suicidios en masa” a aquellas muertes inducidas y que era indispensable para la memoria colectiva japonesa que no se callara lo que había ocurrido realmente.
Siguiendo al libro de Oé y al monumental trabajo del historiador Saburo Ienaga (La Guerra del Pacífico), los manuales de historia que utilizan los estudiantes japoneses desde 1970 se refieren al episodio como “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”. Así se mantuvieron las cosas hasta que en el año 2004, los descendientes de uno de los comandantes militares de Okinawa durante la guerra se presentaron en los tribunales japoneses y, amparándose en un libro de 1973 de la historiadora revisionista Ayako Sono (La historia detrás de un mito), exigieron que se retiraran inmediatamente de circulación en todo Japón esos manuales de historia y que Oé les pagara 200 mil dólares en resarcimiento por las calumnias que contenía su libro sobre Okinawa.
Asombrosamente, el poderoso equipo legal armado para sustentar el reclamo, compuesto por conspicuos personajes de la derecha y del lobby promilitar japoneses, fundamentó la causa en un párrafo del libro de Sono en el que, malinterpretando arteramente palabras de Oé, sostenía que éste acusaba de genocidio al comandante Akamatsu.
En realidad, Oé se había cuidado bien de dar nombres en su libro: según él, no se trataba (en 1970, veinticinco años después de los hechos) de hacer condenas individuales sino de lograr que el pueblo japonés entendiera cabalmente que el espíritu militarista que había regido al país era una aberración que no debía repetirse jamás.
Dos episodios inquietantes parecieron anticipar una derrota judicial de Oé: el diario conservador Yomiuri Shinbun reprodujo en primera plana unas declaraciones hechas en el estrado por la historiadora Sono (en realidad se había limitado a leer un párrafo de su libro de 1973, donde decía: “Lo que encuentro incomprensible es por qué, tanto tiempo después de la guerra, el señor Oé insiste en cuestionar la pureza del gesto de todas esas personas que eligieron morir por la patria y pretende hacernos creer que fue un acto realizado a la fuerza”); acto seguido, el Ministerio de Educación decidió de motu proprio retirar de currícula aquellos manuales de historia que mencionaban “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”.
Para sorpresa y alivio de muchos, cuando finalmente se conoció el fallo del tribunal de Osaka fue favorable a Oé: se desestimó la demanda y se ordenó que aquellos manuales volvieran a integrar la currícula de las escuelas japonesas (lo que generó que más de cien mil personas salieran a festejar por las calles de Okinawa, la mayor manifestación de su historia).
Los litigantes, sin embargo, han logrado que se les conceda una apelación y el proceso, que ya lleva seis años, se prolongará cuanto menos por tres años más. Oé, quien cumplirá los setenta y cinco este domingo 31 de enero, declaró que sólo le importa tener tiempo en este mundo para poder hacer dos cosas: una de ellas es llegar vivo al momento en que la Corte Suprema japonesa se expida sobre el caso; la otra es escribir una novela que cuente la historia del Japón moderno (desde que comenzó a manifestar sus primeros signos imperialistas de conquista hasta el derrumbe de la burbuja de bienestar económico en 1990).
Con la siguiente salvedad: el narrador, el punto de vista de esa historia, será el de su hijo Hikari, el disminuido mental que logró aprender música gracias a su asombrosa capacidad para imitar el canto de los pájaros y cuyas piezas han sido ejecutadas por Rostropovich y Martha Argerich. Difícil imaginar un libro más valioso, y más difícil de tragar, para el Japón de hoy.
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viernes, 29 de enero de 2010
martes, 12 de enero de 2010
Mil soles espléndidos
Khaled Hosseini
Editorial: Salamandra
Año publicación: 2007
Temas: Literatura : Narrativa
Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella.
Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija.
Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean —tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país—, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.
Khaled Hosseini
Editorial: Salamandra
Año publicación: 2007
Temas: Literatura : Narrativa
Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella.
Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija.
Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean —tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país—, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.
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Narrativa de extremo oriente
lunes, 21 de diciembre de 2009
JAPON Y YO
Fue el maestro indiscutido de la literatura japonesa, el hombre que mirando el pasado proyectó el futuro, el escritor que reencontró las raíces tras salir a viajar por las corrientes artísticas occidentales de comienzos del siglo XX. En los últimos años, Yasunari Kawabata se convirtió en Argentina en un autor de éxito. La publicación de sus novelas en Emecé atrae a miles de lectores fascinados por una mezcla de elegancia, sensibilidad extrema y esteticismo, y también convoca la consideración crítica en diferentes lenguas. Aquí se presenta un acabado retrato del maestro del Japón Eterno.
Por Alberto Silva
Tal vez el instinto permite atisbar su misterio a través de la trama y nos deja sumidos en textos que casi ya no prosan, de puro estar al borde del poema. O tal vez su tenaz realismo nos deja tranquilos, a salvo del brillo del falso exotismo, ese que siempre asedia. En medios urbanos cosmopolitas, over-projected como el nuestro, la notoriedad de Yasunari Kawabata se traduce en frecuente publicación y continuado esfuerzo crítico. El hecho es que en el sinuoso sistema de la cultura japonesa este escritor cumple, por partida doble, un rol providencial. Consiguió (sin apenas buscarlo) ser tenido por maestro, gracias a una incansable labor de transmisión del archivo japonés desde su origen chino, revalorizando la tradición vernácula y elevando a una mujer, Murasaki Shikibu, al podio de campeona de todas las artes. En contradicción sólo aparente, fue pionero en romper el serrallo del casticismo nipón auto-referencial.
Ambos procedimientos combinados le ayudaron a escribir una serie de novelas imperdibles que plasman (de manera sutil, oblicua) la biografía de su propio personaje: un japonés de los de antes, torturado por vivir tiempos de ahora (que por momentos le fascinan), aunque atento a retornar a lo pasado. Situado en el centro de la escena durante décadas (la compartió con pares como Junichiro Tanizaki y, luego, con su discípulo Yukio Mishima), a ojos de todos Kawabata corporiza el típico drama nipón: ciudadano de un país con fuerte impronta norteamericana, tras breve deriva extranjerizante decidió retornar poco a poco a su raíz tradicional. Con el alma partida, como Mishima, el periplo del viejo maestro parece invertir el del joven discípulo: en vez de buscar respuesta en tiempos venideros (eso haría Mishima), Kawabata reconstruye un espacio ya sido y allí busca nuevo aliento. Tal es el corte característico del escritor de Osaka. Así lo entienden aquellos que lo leen y comprenden su aventura personal.
Buceando en el archivo
No hay conexión posible con el misterio sin intervención de un médium, figura excepcional que nos abre la puerta a mundos intrigantes vedados. Pocas tradiciones culturales nos resultan tan enigmáticas como la japonesa. Pero quizá ningún barquero nos parecerá más diestro que Kawabata para conducirnos, con pulso firme, hasta la orilla nipona. Sin embargo, la de médium es una condición terrible. Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar (eso hace el médium: albergar en su cuerpo), en sus escritos y en su vida, al entero Japón clásico, el de los siglos X a XX (re-visitado sin cesar y profundizado año tras año). Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.
Destino suyo había de ser un arraigo profundo en tierra japonesa. Lo aceptó cuando entendió que le había tocado una existencia signada por la impermanencia, dimensión crucial de la cultura budista y marca de fuego de sus composiciones. Se acumulan datos sobre el tema. Su padre Eikichi, médico en Osaka, murió con Yasunari de un año. En 1901 fallecía su madre Gen, en 1906 la abuela que lo había recogido y tres años después la única hermana. Dôgen Zenji, patriarca Zen del Japón y uno de sus maestros más citados, al perder su familia y hogar en el siglo XIII llevó su vida a la mística. En circunstancias comparables, Kawabata orientó la suya hacia la estética.
Hablar de estética en Japón equivale a mentar un acuciante savoir faire hecho de escucha y observación: durante los ocho años que siguieron a la muerte de su abuela, Yasunari quedó solo en el mundo con su abuelo, un anciano ciego.
Se crearon estrechos lazos entre estos dos, tan náufragos. El viejo exploraba en voz alta escondrijos de la historia de Japón, recitaba de memoria famosos versos de antología, instruía al infante en las raíces culturales chinas y su aclimatación en suelo nipón, alertándolo sobre budismo y shintoísmo, haciéndole escuchar música tradicional. El jovencito, por su parte, tuvo que verbalizar lo que un ojo entrenado consigue captar del fluir de la vida: animalejos y escaleras, rincones y otras formas del espacio, repliegues de una cara, así como la sutil evolución de la luz en el jardín de la casona familiar de Ibaraki, cerca de Osaka.
“El adolescente” (así se llama un texto suyo posterior, que evoca esta época), instruido por su abuelo y sostenido por su patria, se volvió fulminante observador, maestro precoz de las correspondencias entre cambios de atmósfera y recursos verbales capaces de expresarlos. La mano del abuelo ciego guió la suya hasta convertirlo en fino calígrafo. La voz anciana tiñó el timbre juvenil con una suave melancolía que se mantendría en sus escritos desde entonces.
A los quince años, Yasunari ya atesoraba una cuantiosa herencia.
Al final de sus días haría balance en “Japón hermoso, y yo”, su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 1969: la poesía de la antología Kokinshu, las historias de Murasaki Shikibu, el Zen de la era Kamakura, el teatro, la música, las tradiciones orales. Tantos y tan densos materiales se mezclaron hasta fundirse en la marmita de su corazón. Se alearon en su literatura para siempre. Su pluma refaccionó la casa de un lenguaje que parecía vetusto. Lo vertió en un nuevo relato de la vieja capital, uno que nos la hace tan vigente como la que aparece en su novela Kioto, en parte verídica y en parte de su invención, como conviene a la buena literatura. Muchos lectores (incluso japoneses) suponen que Kawabata venía de Kioto.
No es así: ni siquiera vivió allí más que breves lapsos. Pero las calles de Kioto, sus tonos y modos siguen vivos y palpitan en muchas de sus obras. Es el lugar físico depositario de una tradición histórica verificable. A la par, es un ámbito mitológico. ¿En algo similar al Yoknapatawpha de Faulkner o al Macondo de García Márquez? En el Kioto de Kawabata más bien perdura, inmutable, un ideal de vida trasmutado en ideal estético. ¿Qué llega a ser entonces Kioto para Kawabata?: sede de vida y belleza, ámbito que enlaza posadas señoriales y templos silenciosos, pisos de madera (donde susurran pasitos descalzos) con bosques de erectos cedros japoneses (bajo cuya sombra se encuentran Chieko y Naeko, hermanas que se ignoraban como tales).
¿Y qué es vida sino presencia de una belleza realizada en y por Kioto? En su obra Kawabata reconstruye el mito del Japón eterno, sueño literario y vital que ubica en un sitio tan cierto como urdido. Así procede en Lo bello y lo triste. Hace lo mismo en Mil grullas: en este caso la acción se desarrolla en Kamakura, villa próxima a Tokio, aunque (como se sabe) construida a imagen y semejanza de la Capital del Oeste, y donde (no es un dato menor) el escritor fijó definitiva residencia.
Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar en sus escritos y en su vida el entero Japón clásico, el de los siglos X a XX. Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.
Ebrio de erotismo
Leer la obra de Kawabata es recorrer su biografía. Nunca incurrió en memorialismos, cierto, pero tramó formas noveladas de su propia existencia. Yasunari fue introspectivo y solitario. A tal punto que el adolescente al que hacíamos mención en 1915 escribió Diario íntimo de mi decimosexto aniversario, publicado diez años más tarde y considerado su debut literario. Pupilo del liceo de Ibaraki, el texto transmite un sentimiento de profunda incomunicación, así como un erotismo naciente que no sabe hacia dónde o hacia quién dirigir. Su búsqueda afanosa, febril, de la belleza (ya por entonces muy madura) contrasta con su incapacidad para distinguir emociones sexuales. Pasará tiempo trenzando evocaciones platónicas al amor femenino en un carteo de dos años con Kiyono, “mi amor homosexual”, antiguo compañero de habitación, un adolescente de pronunciada feminidad. Algunos piensan que Kawabata era homosexual o que, al menos, ése fue para él un episodio homosexual. Agregan los ambiguos personajes que aparecen en La Pandilla de Asakusa (novela casi contemporánea: narra historias del barrio prostibulario de Tokio, en la época de sus estudios universitarios) e, incluso, el hecho de renegar de esta obra, por juvenil y sexualmente infamante. (Digamos, siendo estrictos, que la sacó de su corpus por razones lingüísticas, tal como quedó establecido en la introducción a la edición argentina de la novela. Allí comparo a Kawabata con el Borges de El idioma de los argentinos.)
En consonancia con su obra y por lo que sabemos de su vida, quizá sea más fecundo imaginarnos a un Kawabata perplejo ante todo tipo de encuentros amorosos, consecuencia de una juventud de intensa soledad familiar, continuada por una madurez vivida como impenitente observador de erotismos ajenos. De ello trata una novela como La casa de las bellas durmientes (cuenta entre sus últimas obras narrativas). En una posada secreta, ancianos caballeros de buena sociedad se entregan a placeres muy del gusto de Kawabata: se acuestan con bellas jóvenes desnudas, drogadas y dormidas. El escarceo erótico consiste en mirarlas y escucharlas y saberlas vivientes, sin necesidad de tocarlas. Los viejos mirones manifiestan pleno asombro ante la vida, pero lo acaban transformando en coqueteo con la muerte. La novela ilustra el continuo vaivén entre realidad y fantasía, tenue oscilar de percepción e ilusiones, dando forma a un juego mental de sutil inteligencia y, a la vez, de irremediable soledad.
Breve deriva occidental
Mezcla curiosa la de Kawabata: intensamente cerebral (al punto de concentrar su erotismo en juegos de pura rêverie), y dotado de una sensibilidad a flor de piel, reactiva al menor reclamo de la belleza. Su compleja personalidad explica que, sin refutar la tradición vernácula, durante un tiempo le haya fascinado la occidental. En ella encontró lo que un creador busca en experiencias confinadas a su imaginación: vértigos de emoción y acaso algún conocimiento. Para Kawabata, lo occidental sólo sería una etapa formativa, hasta encontrar rumbo literario.
Los años entre 1917 y 1922 fueron de intensidad insuperable: en apenas un lustro (vivido con la rapidez de una jornada) pudo dar vuelta ochenta mundos mentales y vitales. Todo fue fruto de su mudanza a Tokio. Pero, ¿qué podía ser Tokio para un larguirucho soñador oriundo de Osaka? En pleno intercambio epistolar con Kiyono, la capital se le antojó una urbe anónima donde “vivir una experiencia”. Poniendo en suspenso sus raíces, Tokio le daba ocasión de encontrar “algo nuevo”, pasando de la ensoñación a los hechos. Yasunari ya estaba embebido de procedimientos literarios occidentales, fruto de lecturas entusiastas de Virginia Woolf, Joyce y luego Proust: la minucia, el episodio, la capacidad de abismarse en el irreprimible flujo mental, transformado en protagonista del discurso literario.
Tokio era el lugar donde el provinciano estudiante de literatura se engolfó en una vasta exploración de sensaciones: suspendiendo tradiciones objetivistas, como la del haiku (centrada en el predominio de la naturaleza y del instante), Tokio fue excusa para frecuentar la “nueva escuela de las sensaciones” (shinkakuha), grupo literario fundado con Kikuchi Ken. Serviría de bandera para ser identificados en el ambiente local. La Capital del Este brindó el tercer aspecto de esa anhelada modernidad europea: “compromiso” ante la realidad. En su caso, la incomodidad por el estado presente de las cosas no procedía de argumentadas tradiciones socialistas, sino del espontáneo anarquismo del sujeto de Tristan Tzara y de los expresionistas alemanes, autores frecuentados de esa época.
La pandilla de Asakusa fue escenario de un acercamiento pasajero al expresionismo occidental. El personaje de Yukiko, zube o chica mala de Asakusa, recuerda a la Eveline de Dublineses. Todo en la novela es pulsión de existir, manifestación del lado salvaje de la vida. Practica sin recato un espíritu de época que él localizó en Tokio, aunque parezca extraído de Dublín o Berlín, de París o de Praga: “erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. Es casi un verso de Tuñón...
Tanta intensidad no le resultaba asimilable. Tras un quinquenio, Tokio acabó siendo su (prolongado) viaje de fin de curso a un mundo arrabalero y desmadrado. Le resultó productivo, sin duda: le dio amplitud de foco (se le suele atribuir “mente fotográfica”), una visión panóptica de su contexto nativo. Se hizo capaz de revisarlo desde el lugar de un hombre moderno japonés, capaz de asumir la inocultable soledad, amores no correspondidos, la incomunicación con los seres queridos, así como una pansexualidad manifiesta en emociones y comportamientos, incluso los más extraños.
La vuelta de Kawabata al serrallo de la tradición comenzó con la selección de temas: Tokio desapareció como escenario de la acción, trasladado a zonas montañosas del monte Fuji, o a parajes recónditos de Aichi o Niigata conectados con un Kioto intemporal. No sería un retorno del todo completo y sincero. Kawabata ya no era el mismo: había perdido la ingenuidad, transformado en implacable excavador de la conciencia. Tampoco Kioto era la misma: pasó a ocupar el lugar de un edén producido hasta la transfiguración. El regreso de Kawabata terminó de aclarar su equivocidad sexual: al fin de este período conoce a Hatsuyo, siete años menor que él. Era camarera de un café de la zona de Ichiko que Yasunari frecuentaba.
El café cerró y Hatsuyo, de sólo catorce años, volvió con sus padres adoptivos a un templo de Gifu, centro de Honshu. Así comienzan los viajes de Kawabata a la montaña. Kiyono desaparece de su mente y Hatsuyo pasa a ocupar fantasías (¿heterosexuales?) presentes en La bailarina de Izu (aparecida en 1926, pero que refleja sus viajes de 1918) y en País de nieve (escrita entre 1935 y 1947, ya casado con Hatsuyo), novelas en las que una camarerita de tugurio muta en bailarina y geisha de onsen (posada de aguas termales).
El centro de la escena
Su carácter lo orientaba al secretismo de la ensoñación y a la melancolía de la soledad. En contraste, su obra de escritor (así como la sospecha de una estrecha conexión entre vida y obra, incluso aceptando que ésta idealiza a aquélla) lo proyectó al escenario público. Con bastante indiferencia (algunos la creerían desdén) y sin más plataforma promocional que la elitista revista Bungei Jidai (Tiempos de Arte: allí publicó La bailarina de Izu), Kawabata se transformó en ápice de la literatura japonesa. Su ambigua imagen estética casaba con su posición central, emanando círculos cada vez más amplios. Rechazaba tanto el naturalismo ingenuo de los tradicionalistas como el compromiso de la literatura proletaria. Pero se jactaba de imitar a las vanguardias dadaístas y expresionistas europeas.
¿Qué pasaba en realidad? Yasunari abandonó la Facultad de Literatura Inglesa para incorporarse a la de Literatura Japonesa: ¡vaya toma de posición! Se echó a la espalda la tradición estética nipona (no sólo la literaria, también la plástica, la teatral y la musical), revisada con instrumentos formales que abrillantaron conceptos como yugen (misterio), ku (vacío) o ma (pausa). Los sacaba de las garras de la erudición, volviéndolos experiencias comprensibles para japoneses del siglo XX. Los cultos lectores de Bungen Jidai lo pusieron al frente con una antorcha de luz entre las manos. Fue amigo de los mejores escritores (Junichiro Tanizaki, Ryonosuke Akutagawa), de poetas como Akiko Yosano o Fumiko Enchi (ambas traductoras, como él, de la Historia de Genji) y de Akira Kurosawa, fundador del cine en Japón. Le salieron innumerables imitadores y epígonos, como Kikuchi Ken o Riichi Yoshimitsu.
Muchos quisieron volverse discípulos suyos. Lúcido y observador, Kawabata aceptó una sola solicitud: la de Yukio Mishima.
Un libro famoso, Correspondencias (1945-1970), recoge intercambios entre maestro y discípulo. ¡Todo tan japonés en esas cartas! La premiosidad del joven para alcanzar un lugar en la consideración del maestro, la generosidad del hombre grande sosteniendo al novel. Ambos utilizan palabras someras y dan por obvia la labor de instalar al joven novelista en la escena intelectual de Tokio. Llama la atención la formalidad de los mensajes (enviados por iniciativa de Mishima) y de las respuestas (breves, comedidas, alusivas), que insinúan intensas citas personales. Kawabata aceptaba que el talento iría llevando al joven por caminos diferentes del suyo. Mishima le devolvió hasta el fin su devoción filial.
El epistolario permite calibrar que Kawabata fue su maestro de escritura (Mishima no cesó de reconocer la primacía narrativa de Kawabata, a quien siempre leyó con la consideración sagrada que se otorga a lo primordial). También fue su maestro de estética: Kawabata le enseñó modos diversos de expresar el espíritu japonés, así como la audacia creciente de quien debe utilizar la herencia recibida en beneficio propio, con entera soberanía.
El final
¿Quién fue maestro de vida de quién? En varias ocasiones Kawabata señaló que el suicidio no le parecía una salida para la existencia. Estaba aterrado por lo ocurrido con gente que sentía cerca. Sus colegas Akutagawa y Shusaku Endo acabaron sus días en plena floración. Jóvenes como el brillante narrador Osamu Dazai (seguidores, aunque separados por posturas estéticas o políticas) optaron también por el suicidio. Para colmo, presenció la escenificación del suicidio ritual de Mishima, en 1970.
La desaparición de su discípulo lo obligó a enfrentar algo que compartía con ellos: afán de dejarse arrastrar por la belleza del instante, sumirse en ella y extinguirse.
Cierto europeo de Tokio tuvo interlocución con Kawabata entre 1970 y 1972.
Tema: el suicidio.
De forma solapada, alusiva, Kawabata evocaba el suicidio de esa gente y la fantasía de acabar sus días de idéntica manera. En modo igualmente indirecto su interlocutor, sacerdote notable, procuraba llevarlo a una consideración distinta del asunto, incluyendo su no agotada maestría, su responsabilidad. El 16 de abril de 1972, Kawabata perdía su vida en Zuzhi, Yokosuka, no lejos de su casa. Motivo oficial del deceso: escape masivo de gas en una habitación desconocida. Al recibir el Nobel, Kawabata había definido su literatura como un intento por “embellecer la muerte y buscar la armonía entre el hombre, la naturaleza y el vacío”. El confidente occidental me dejó claro que la muerte de Kawabata, accidental o provocada, le parecía coherente con su obra, coronando una vida de auténtico maestro.
Fue el maestro indiscutido de la literatura japonesa, el hombre que mirando el pasado proyectó el futuro, el escritor que reencontró las raíces tras salir a viajar por las corrientes artísticas occidentales de comienzos del siglo XX. En los últimos años, Yasunari Kawabata se convirtió en Argentina en un autor de éxito. La publicación de sus novelas en Emecé atrae a miles de lectores fascinados por una mezcla de elegancia, sensibilidad extrema y esteticismo, y también convoca la consideración crítica en diferentes lenguas. Aquí se presenta un acabado retrato del maestro del Japón Eterno.
Por Alberto Silva
Tal vez el instinto permite atisbar su misterio a través de la trama y nos deja sumidos en textos que casi ya no prosan, de puro estar al borde del poema. O tal vez su tenaz realismo nos deja tranquilos, a salvo del brillo del falso exotismo, ese que siempre asedia. En medios urbanos cosmopolitas, over-projected como el nuestro, la notoriedad de Yasunari Kawabata se traduce en frecuente publicación y continuado esfuerzo crítico. El hecho es que en el sinuoso sistema de la cultura japonesa este escritor cumple, por partida doble, un rol providencial. Consiguió (sin apenas buscarlo) ser tenido por maestro, gracias a una incansable labor de transmisión del archivo japonés desde su origen chino, revalorizando la tradición vernácula y elevando a una mujer, Murasaki Shikibu, al podio de campeona de todas las artes. En contradicción sólo aparente, fue pionero en romper el serrallo del casticismo nipón auto-referencial.
Ambos procedimientos combinados le ayudaron a escribir una serie de novelas imperdibles que plasman (de manera sutil, oblicua) la biografía de su propio personaje: un japonés de los de antes, torturado por vivir tiempos de ahora (que por momentos le fascinan), aunque atento a retornar a lo pasado. Situado en el centro de la escena durante décadas (la compartió con pares como Junichiro Tanizaki y, luego, con su discípulo Yukio Mishima), a ojos de todos Kawabata corporiza el típico drama nipón: ciudadano de un país con fuerte impronta norteamericana, tras breve deriva extranjerizante decidió retornar poco a poco a su raíz tradicional. Con el alma partida, como Mishima, el periplo del viejo maestro parece invertir el del joven discípulo: en vez de buscar respuesta en tiempos venideros (eso haría Mishima), Kawabata reconstruye un espacio ya sido y allí busca nuevo aliento. Tal es el corte característico del escritor de Osaka. Así lo entienden aquellos que lo leen y comprenden su aventura personal.
Buceando en el archivo
No hay conexión posible con el misterio sin intervención de un médium, figura excepcional que nos abre la puerta a mundos intrigantes vedados. Pocas tradiciones culturales nos resultan tan enigmáticas como la japonesa. Pero quizá ningún barquero nos parecerá más diestro que Kawabata para conducirnos, con pulso firme, hasta la orilla nipona. Sin embargo, la de médium es una condición terrible. Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar (eso hace el médium: albergar en su cuerpo), en sus escritos y en su vida, al entero Japón clásico, el de los siglos X a XX (re-visitado sin cesar y profundizado año tras año). Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.
Destino suyo había de ser un arraigo profundo en tierra japonesa. Lo aceptó cuando entendió que le había tocado una existencia signada por la impermanencia, dimensión crucial de la cultura budista y marca de fuego de sus composiciones. Se acumulan datos sobre el tema. Su padre Eikichi, médico en Osaka, murió con Yasunari de un año. En 1901 fallecía su madre Gen, en 1906 la abuela que lo había recogido y tres años después la única hermana. Dôgen Zenji, patriarca Zen del Japón y uno de sus maestros más citados, al perder su familia y hogar en el siglo XIII llevó su vida a la mística. En circunstancias comparables, Kawabata orientó la suya hacia la estética.
Hablar de estética en Japón equivale a mentar un acuciante savoir faire hecho de escucha y observación: durante los ocho años que siguieron a la muerte de su abuela, Yasunari quedó solo en el mundo con su abuelo, un anciano ciego.
Se crearon estrechos lazos entre estos dos, tan náufragos. El viejo exploraba en voz alta escondrijos de la historia de Japón, recitaba de memoria famosos versos de antología, instruía al infante en las raíces culturales chinas y su aclimatación en suelo nipón, alertándolo sobre budismo y shintoísmo, haciéndole escuchar música tradicional. El jovencito, por su parte, tuvo que verbalizar lo que un ojo entrenado consigue captar del fluir de la vida: animalejos y escaleras, rincones y otras formas del espacio, repliegues de una cara, así como la sutil evolución de la luz en el jardín de la casona familiar de Ibaraki, cerca de Osaka.
“El adolescente” (así se llama un texto suyo posterior, que evoca esta época), instruido por su abuelo y sostenido por su patria, se volvió fulminante observador, maestro precoz de las correspondencias entre cambios de atmósfera y recursos verbales capaces de expresarlos. La mano del abuelo ciego guió la suya hasta convertirlo en fino calígrafo. La voz anciana tiñó el timbre juvenil con una suave melancolía que se mantendría en sus escritos desde entonces.
A los quince años, Yasunari ya atesoraba una cuantiosa herencia.
Al final de sus días haría balance en “Japón hermoso, y yo”, su discurso de aceptación del Premio Nobel, en 1969: la poesía de la antología Kokinshu, las historias de Murasaki Shikibu, el Zen de la era Kamakura, el teatro, la música, las tradiciones orales. Tantos y tan densos materiales se mezclaron hasta fundirse en la marmita de su corazón. Se alearon en su literatura para siempre. Su pluma refaccionó la casa de un lenguaje que parecía vetusto. Lo vertió en un nuevo relato de la vieja capital, uno que nos la hace tan vigente como la que aparece en su novela Kioto, en parte verídica y en parte de su invención, como conviene a la buena literatura. Muchos lectores (incluso japoneses) suponen que Kawabata venía de Kioto.
No es así: ni siquiera vivió allí más que breves lapsos. Pero las calles de Kioto, sus tonos y modos siguen vivos y palpitan en muchas de sus obras. Es el lugar físico depositario de una tradición histórica verificable. A la par, es un ámbito mitológico. ¿En algo similar al Yoknapatawpha de Faulkner o al Macondo de García Márquez? En el Kioto de Kawabata más bien perdura, inmutable, un ideal de vida trasmutado en ideal estético. ¿Qué llega a ser entonces Kioto para Kawabata?: sede de vida y belleza, ámbito que enlaza posadas señoriales y templos silenciosos, pisos de madera (donde susurran pasitos descalzos) con bosques de erectos cedros japoneses (bajo cuya sombra se encuentran Chieko y Naeko, hermanas que se ignoraban como tales).
¿Y qué es vida sino presencia de una belleza realizada en y por Kioto? En su obra Kawabata reconstruye el mito del Japón eterno, sueño literario y vital que ubica en un sitio tan cierto como urdido. Así procede en Lo bello y lo triste. Hace lo mismo en Mil grullas: en este caso la acción se desarrolla en Kamakura, villa próxima a Tokio, aunque (como se sabe) construida a imagen y semejanza de la Capital del Oeste, y donde (no es un dato menor) el escritor fijó definitiva residencia.
Tuvo que ser apabullante para Kawabata incorporar en sus escritos y en su vida el entero Japón clásico, el de los siglos X a XX. Gente que lo conoció piensa que esta creciente mediumnidad acabó por destruirlo, empujándolo a buscar descanso en el acortamiento voluntario de sus días.
Ebrio de erotismo
Leer la obra de Kawabata es recorrer su biografía. Nunca incurrió en memorialismos, cierto, pero tramó formas noveladas de su propia existencia. Yasunari fue introspectivo y solitario. A tal punto que el adolescente al que hacíamos mención en 1915 escribió Diario íntimo de mi decimosexto aniversario, publicado diez años más tarde y considerado su debut literario. Pupilo del liceo de Ibaraki, el texto transmite un sentimiento de profunda incomunicación, así como un erotismo naciente que no sabe hacia dónde o hacia quién dirigir. Su búsqueda afanosa, febril, de la belleza (ya por entonces muy madura) contrasta con su incapacidad para distinguir emociones sexuales. Pasará tiempo trenzando evocaciones platónicas al amor femenino en un carteo de dos años con Kiyono, “mi amor homosexual”, antiguo compañero de habitación, un adolescente de pronunciada feminidad. Algunos piensan que Kawabata era homosexual o que, al menos, ése fue para él un episodio homosexual. Agregan los ambiguos personajes que aparecen en La Pandilla de Asakusa (novela casi contemporánea: narra historias del barrio prostibulario de Tokio, en la época de sus estudios universitarios) e, incluso, el hecho de renegar de esta obra, por juvenil y sexualmente infamante. (Digamos, siendo estrictos, que la sacó de su corpus por razones lingüísticas, tal como quedó establecido en la introducción a la edición argentina de la novela. Allí comparo a Kawabata con el Borges de El idioma de los argentinos.)
En consonancia con su obra y por lo que sabemos de su vida, quizá sea más fecundo imaginarnos a un Kawabata perplejo ante todo tipo de encuentros amorosos, consecuencia de una juventud de intensa soledad familiar, continuada por una madurez vivida como impenitente observador de erotismos ajenos. De ello trata una novela como La casa de las bellas durmientes (cuenta entre sus últimas obras narrativas). En una posada secreta, ancianos caballeros de buena sociedad se entregan a placeres muy del gusto de Kawabata: se acuestan con bellas jóvenes desnudas, drogadas y dormidas. El escarceo erótico consiste en mirarlas y escucharlas y saberlas vivientes, sin necesidad de tocarlas. Los viejos mirones manifiestan pleno asombro ante la vida, pero lo acaban transformando en coqueteo con la muerte. La novela ilustra el continuo vaivén entre realidad y fantasía, tenue oscilar de percepción e ilusiones, dando forma a un juego mental de sutil inteligencia y, a la vez, de irremediable soledad.
Breve deriva occidental
Mezcla curiosa la de Kawabata: intensamente cerebral (al punto de concentrar su erotismo en juegos de pura rêverie), y dotado de una sensibilidad a flor de piel, reactiva al menor reclamo de la belleza. Su compleja personalidad explica que, sin refutar la tradición vernácula, durante un tiempo le haya fascinado la occidental. En ella encontró lo que un creador busca en experiencias confinadas a su imaginación: vértigos de emoción y acaso algún conocimiento. Para Kawabata, lo occidental sólo sería una etapa formativa, hasta encontrar rumbo literario.
Los años entre 1917 y 1922 fueron de intensidad insuperable: en apenas un lustro (vivido con la rapidez de una jornada) pudo dar vuelta ochenta mundos mentales y vitales. Todo fue fruto de su mudanza a Tokio. Pero, ¿qué podía ser Tokio para un larguirucho soñador oriundo de Osaka? En pleno intercambio epistolar con Kiyono, la capital se le antojó una urbe anónima donde “vivir una experiencia”. Poniendo en suspenso sus raíces, Tokio le daba ocasión de encontrar “algo nuevo”, pasando de la ensoñación a los hechos. Yasunari ya estaba embebido de procedimientos literarios occidentales, fruto de lecturas entusiastas de Virginia Woolf, Joyce y luego Proust: la minucia, el episodio, la capacidad de abismarse en el irreprimible flujo mental, transformado en protagonista del discurso literario.
Tokio era el lugar donde el provinciano estudiante de literatura se engolfó en una vasta exploración de sensaciones: suspendiendo tradiciones objetivistas, como la del haiku (centrada en el predominio de la naturaleza y del instante), Tokio fue excusa para frecuentar la “nueva escuela de las sensaciones” (shinkakuha), grupo literario fundado con Kikuchi Ken. Serviría de bandera para ser identificados en el ambiente local. La Capital del Este brindó el tercer aspecto de esa anhelada modernidad europea: “compromiso” ante la realidad. En su caso, la incomodidad por el estado presente de las cosas no procedía de argumentadas tradiciones socialistas, sino del espontáneo anarquismo del sujeto de Tristan Tzara y de los expresionistas alemanes, autores frecuentados de esa época.
La pandilla de Asakusa fue escenario de un acercamiento pasajero al expresionismo occidental. El personaje de Yukiko, zube o chica mala de Asakusa, recuerda a la Eveline de Dublineses. Todo en la novela es pulsión de existir, manifestación del lado salvaje de la vida. Practica sin recato un espíritu de época que él localizó en Tokio, aunque parezca extraído de Dublín o Berlín, de París o de Praga: “erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. Es casi un verso de Tuñón...
Tanta intensidad no le resultaba asimilable. Tras un quinquenio, Tokio acabó siendo su (prolongado) viaje de fin de curso a un mundo arrabalero y desmadrado. Le resultó productivo, sin duda: le dio amplitud de foco (se le suele atribuir “mente fotográfica”), una visión panóptica de su contexto nativo. Se hizo capaz de revisarlo desde el lugar de un hombre moderno japonés, capaz de asumir la inocultable soledad, amores no correspondidos, la incomunicación con los seres queridos, así como una pansexualidad manifiesta en emociones y comportamientos, incluso los más extraños.
La vuelta de Kawabata al serrallo de la tradición comenzó con la selección de temas: Tokio desapareció como escenario de la acción, trasladado a zonas montañosas del monte Fuji, o a parajes recónditos de Aichi o Niigata conectados con un Kioto intemporal. No sería un retorno del todo completo y sincero. Kawabata ya no era el mismo: había perdido la ingenuidad, transformado en implacable excavador de la conciencia. Tampoco Kioto era la misma: pasó a ocupar el lugar de un edén producido hasta la transfiguración. El regreso de Kawabata terminó de aclarar su equivocidad sexual: al fin de este período conoce a Hatsuyo, siete años menor que él. Era camarera de un café de la zona de Ichiko que Yasunari frecuentaba.
El café cerró y Hatsuyo, de sólo catorce años, volvió con sus padres adoptivos a un templo de Gifu, centro de Honshu. Así comienzan los viajes de Kawabata a la montaña. Kiyono desaparece de su mente y Hatsuyo pasa a ocupar fantasías (¿heterosexuales?) presentes en La bailarina de Izu (aparecida en 1926, pero que refleja sus viajes de 1918) y en País de nieve (escrita entre 1935 y 1947, ya casado con Hatsuyo), novelas en las que una camarerita de tugurio muta en bailarina y geisha de onsen (posada de aguas termales).
El centro de la escena
Su carácter lo orientaba al secretismo de la ensoñación y a la melancolía de la soledad. En contraste, su obra de escritor (así como la sospecha de una estrecha conexión entre vida y obra, incluso aceptando que ésta idealiza a aquélla) lo proyectó al escenario público. Con bastante indiferencia (algunos la creerían desdén) y sin más plataforma promocional que la elitista revista Bungei Jidai (Tiempos de Arte: allí publicó La bailarina de Izu), Kawabata se transformó en ápice de la literatura japonesa. Su ambigua imagen estética casaba con su posición central, emanando círculos cada vez más amplios. Rechazaba tanto el naturalismo ingenuo de los tradicionalistas como el compromiso de la literatura proletaria. Pero se jactaba de imitar a las vanguardias dadaístas y expresionistas europeas.
¿Qué pasaba en realidad? Yasunari abandonó la Facultad de Literatura Inglesa para incorporarse a la de Literatura Japonesa: ¡vaya toma de posición! Se echó a la espalda la tradición estética nipona (no sólo la literaria, también la plástica, la teatral y la musical), revisada con instrumentos formales que abrillantaron conceptos como yugen (misterio), ku (vacío) o ma (pausa). Los sacaba de las garras de la erudición, volviéndolos experiencias comprensibles para japoneses del siglo XX. Los cultos lectores de Bungen Jidai lo pusieron al frente con una antorcha de luz entre las manos. Fue amigo de los mejores escritores (Junichiro Tanizaki, Ryonosuke Akutagawa), de poetas como Akiko Yosano o Fumiko Enchi (ambas traductoras, como él, de la Historia de Genji) y de Akira Kurosawa, fundador del cine en Japón. Le salieron innumerables imitadores y epígonos, como Kikuchi Ken o Riichi Yoshimitsu.
Muchos quisieron volverse discípulos suyos. Lúcido y observador, Kawabata aceptó una sola solicitud: la de Yukio Mishima.
Un libro famoso, Correspondencias (1945-1970), recoge intercambios entre maestro y discípulo. ¡Todo tan japonés en esas cartas! La premiosidad del joven para alcanzar un lugar en la consideración del maestro, la generosidad del hombre grande sosteniendo al novel. Ambos utilizan palabras someras y dan por obvia la labor de instalar al joven novelista en la escena intelectual de Tokio. Llama la atención la formalidad de los mensajes (enviados por iniciativa de Mishima) y de las respuestas (breves, comedidas, alusivas), que insinúan intensas citas personales. Kawabata aceptaba que el talento iría llevando al joven por caminos diferentes del suyo. Mishima le devolvió hasta el fin su devoción filial.
El epistolario permite calibrar que Kawabata fue su maestro de escritura (Mishima no cesó de reconocer la primacía narrativa de Kawabata, a quien siempre leyó con la consideración sagrada que se otorga a lo primordial). También fue su maestro de estética: Kawabata le enseñó modos diversos de expresar el espíritu japonés, así como la audacia creciente de quien debe utilizar la herencia recibida en beneficio propio, con entera soberanía.
El final
¿Quién fue maestro de vida de quién? En varias ocasiones Kawabata señaló que el suicidio no le parecía una salida para la existencia. Estaba aterrado por lo ocurrido con gente que sentía cerca. Sus colegas Akutagawa y Shusaku Endo acabaron sus días en plena floración. Jóvenes como el brillante narrador Osamu Dazai (seguidores, aunque separados por posturas estéticas o políticas) optaron también por el suicidio. Para colmo, presenció la escenificación del suicidio ritual de Mishima, en 1970.
La desaparición de su discípulo lo obligó a enfrentar algo que compartía con ellos: afán de dejarse arrastrar por la belleza del instante, sumirse en ella y extinguirse.
Cierto europeo de Tokio tuvo interlocución con Kawabata entre 1970 y 1972.
Tema: el suicidio.
De forma solapada, alusiva, Kawabata evocaba el suicidio de esa gente y la fantasía de acabar sus días de idéntica manera. En modo igualmente indirecto su interlocutor, sacerdote notable, procuraba llevarlo a una consideración distinta del asunto, incluyendo su no agotada maestría, su responsabilidad. El 16 de abril de 1972, Kawabata perdía su vida en Zuzhi, Yokosuka, no lejos de su casa. Motivo oficial del deceso: escape masivo de gas en una habitación desconocida. Al recibir el Nobel, Kawabata había definido su literatura como un intento por “embellecer la muerte y buscar la armonía entre el hombre, la naturaleza y el vacío”. El confidente occidental me dejó claro que la muerte de Kawabata, accidental o provocada, le parecía coherente con su obra, coronando una vida de auténtico maestro.
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Narrativa de extremo oriente
domingo, 15 de noviembre de 2009
El don de la lluvia, de Tan Twan Eng, en Berenice
Alejandro Serrano 26/11/2008
La novela, que transcurre durante la invasión japonesa de Malasia en la Segunda Guerra Mundial, es una historia de aprendizaje y amistad con la muerte y las artes marciales como telón de fondo.
"Yo nací con el don de la lluvia, me dijo una vez una vieja adivina en un templo aún más viejo". Con esta sugerente entrada comienza el libro "El don de la lluvia", de Tan Twan Eng, una historia que ha sido alabada por la crítica y libreros de Estados Unidos y Reino Unido, como así lo corrobora su nominación al prestigioso Man Broker Prize de 2007.
De la mano de la editorial Berenice, el libro del autor nacido en Penang en 1972, nos presenta una novela que transcurre en un mundo exótico como es Oriente, en un momento histórico convulso como es durante la invasión japonesa de Malasia en la Segunda Guerra Mundial y con dos personajes que entablan una relación inolvidable de aprendizaje y amistad, en donde las artes marciales, la guerra y la disciplina forman parte de las vidas de sus protagonistas.
El don de la lluvia
Tan Twan Eng
Penang, 1939. Phillip Hutton es un chico solitario y desubicado, mitad inglés y mitad chino, el hijo menor del dueño de una de las más importantes casas de comerciantes de Penang, que siempre se ha sentido fuera de lugar tanto en la comunidad británica como en la china.
Una amistad ocasional con un diplomático japonés, el enigmático Hayato Endo, le descubre un nuevo mundo al que sí le gustaría pertenecer.
Endo lo acoge como discípulo y le enseña las técnicas del aikido, un tipo de arte marcial, así como la lengua y cultura japonesas. Por primera vez, Phillip se siente atendido y corresponde a su sensei, al que profesa auténtica devoción y al que debe lealtad total.
Sin embargo, esta relación le hará pagar un alto precio.
Cuando los japoneses invaden Malasia, tratando de destruir a su familia, su país y todo cuanto ama, Phillip descubre que Endo se debe a los suyos y a sus obligaciones, y que su amado maestro ha estado ocultando un secreto devastador.
Inmerso en una lucha de lealtades, se verá obligado a convertirse en un intruso en su propia tierra, en alguien en quien nadie confía y al que todos odian. Tendrá que arriesgarse en un juego mortal para salvar todo aquello que le importa y descubrir realmente quién es él.
Tan Twan Eng ha vivido en muchos lugares de Malasia debido a los traslados profesionales de su padre. Estudió Derecho en Londres y trabajó como abogado en un reputado bufete de abogados de Kuala Lumpur.
Su obsesión por la lectura comenzó de niño con los libros de Enid Blyton, y siguió bajo pupitres y a la hora de comer, indiscriminadamente, absorbiendo basura de todo género, especialmente la novela rosa de Jackie Collins, Sydney Sheldon o Judith Krantz.
Actualmente, tras una temporada en Sudáfrica, Tan Twan Eng reside en Malasia.
Alejandro Serrano 26/11/2008
La novela, que transcurre durante la invasión japonesa de Malasia en la Segunda Guerra Mundial, es una historia de aprendizaje y amistad con la muerte y las artes marciales como telón de fondo.
"Yo nací con el don de la lluvia, me dijo una vez una vieja adivina en un templo aún más viejo". Con esta sugerente entrada comienza el libro "El don de la lluvia", de Tan Twan Eng, una historia que ha sido alabada por la crítica y libreros de Estados Unidos y Reino Unido, como así lo corrobora su nominación al prestigioso Man Broker Prize de 2007.
De la mano de la editorial Berenice, el libro del autor nacido en Penang en 1972, nos presenta una novela que transcurre en un mundo exótico como es Oriente, en un momento histórico convulso como es durante la invasión japonesa de Malasia en la Segunda Guerra Mundial y con dos personajes que entablan una relación inolvidable de aprendizaje y amistad, en donde las artes marciales, la guerra y la disciplina forman parte de las vidas de sus protagonistas.
El don de la lluvia
Tan Twan Eng
Penang, 1939. Phillip Hutton es un chico solitario y desubicado, mitad inglés y mitad chino, el hijo menor del dueño de una de las más importantes casas de comerciantes de Penang, que siempre se ha sentido fuera de lugar tanto en la comunidad británica como en la china.
Una amistad ocasional con un diplomático japonés, el enigmático Hayato Endo, le descubre un nuevo mundo al que sí le gustaría pertenecer.
Endo lo acoge como discípulo y le enseña las técnicas del aikido, un tipo de arte marcial, así como la lengua y cultura japonesas. Por primera vez, Phillip se siente atendido y corresponde a su sensei, al que profesa auténtica devoción y al que debe lealtad total.
Sin embargo, esta relación le hará pagar un alto precio.
Cuando los japoneses invaden Malasia, tratando de destruir a su familia, su país y todo cuanto ama, Phillip descubre que Endo se debe a los suyos y a sus obligaciones, y que su amado maestro ha estado ocultando un secreto devastador.
Inmerso en una lucha de lealtades, se verá obligado a convertirse en un intruso en su propia tierra, en alguien en quien nadie confía y al que todos odian. Tendrá que arriesgarse en un juego mortal para salvar todo aquello que le importa y descubrir realmente quién es él.
Tan Twan Eng ha vivido en muchos lugares de Malasia debido a los traslados profesionales de su padre. Estudió Derecho en Londres y trabajó como abogado en un reputado bufete de abogados de Kuala Lumpur.
Su obsesión por la lectura comenzó de niño con los libros de Enid Blyton, y siguió bajo pupitres y a la hora de comer, indiscriminadamente, absorbiendo basura de todo género, especialmente la novela rosa de Jackie Collins, Sydney Sheldon o Judith Krantz.
Actualmente, tras una temporada en Sudáfrica, Tan Twan Eng reside en Malasia.
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viernes, 13 de noviembre de 2009
Cómo me hice hiena
Por Juan Forn
Nadie se alegró demasiado en la Argentina cuando V. S. Naipaul ganó el Premio Nobel de Literatura en 2001. Unos porque no lo conocían, otros porque recordaban lo que Naipaul había escrito sobre nuestro país en 1974: un ensayo publicado en la New York Review of Books que se titulaba “Los prostíbulos detrás del cementerio” y explicaba la política argentina a partir de la vecindad de los mausoleos de la Recoleta con los inquilinatos que rodeaban al cementerio por la calle Vicente López (donde hoy se alza ese cachivache compuesto por los cines Village y su patio de comidas).
Naipaul decía que aquellos inquilinatos eran un enorme lupanar, que las colegialas porteñas temían ser abducidas y terminar sus días allí y que la sociedad argentina se regía “por un machismo degenerado que considera que el lugar de la mujer es el prostíbulo” y que la gran manifestación de ese machismo era la penetración anal (“sólo entonces es completa la conquista de una mujer para el macho local”).
Naipaul se las arreglaba para enfurecer simultáneamente a peronistas, heraldos de la oligarquía, juventudes armadas, casta militar y eclesiástica y a casi todo el resto de los argentinos con aquel ensayo, ampliado y retitulado en su libro El regreso de Eva Perón, que circuló de mano en mano y más bien clandestinamente por acá cuando se publicó en España en 1980 (los milicos de la dictadura por supuesto vetaron que se hiciera una edición local). Más o menos el mismo efecto han tenido sus libros sobre el mundo musulmán, sobre los países africanos, sobre la India, sobre las Antillas y demás territorios del Tercer Mundo que se le ha ocurrido retratar.
Naipaul es capaz de escribir novelas fenomenales (Una casa para Mr Biswas, Un recodo en el río) y libros que dan ira y vergüenza a la vez (su libro Entre los creyentes fue definido como “una catástrofe intelectual” por el orientalista Edward Said). Naipaul ha descripto como nadie la obscena superioridad moral con que el británico trata a los nativos de sus colonias o ex colonias, y el brahmin indio trata a las castas inferiores de su país, pero lo ha hecho adoptando los peores tics y miserias de sus focos de crítica. Por eso es tan odioso para la mayoría de los que empiezan a leerlo. Y para tantos de los que siguen leyéndolo. Porque ése es el tema con Naipaul: uno sigue leyéndolo. Y, cuando más lo está odiando, él se despacha con un libro fenomenal.
Es lo que sucederá en estos días con la publicación en simultáneo de El mundo es lo que es, una explosiva biografía sobre su persona (en la que él mismo confirma las revelaciones más escabrosas) y Cartas entre un padre y un hijo, la correspondencia que mantuvo con su progenitor desde que llegó a Oxford a los dieciocho años, en 1950, con una beca estatal y sin dinero, hasta que su padre murió, tres años después, sin que volvieran a verse.
De los dos libros, la biografía es la que ocupará más espacio en la prensa en las próximas semanas, si se repite lo ocurrido en el mundo anglosajón, porque Naipaul no sólo le dio carta blanca a su biógrafo (entre otras cosas le concedió acceso irrestricto a unos diarios íntimos de su esposa muerta que él nunca quiso leer), sino que le reconoció después que las barbaridades que decía aquella esposa sobre él eran ciertas (“Podría decirse que yo fui el causante de su derrumbe. Y sospecho que de su muerte también”).
El libro revela, entre muchas otras cosas, cómo fue sodomizado Naipaul en la adolescencia por un primo mayor, cómo conoció, en aquella visita de 1972 a Buenos Aires, a una angloargentina que dejó a su marido y a sus tres hijos por vivir una historia de amour fou con Naipaul que duró más de veinte años y se basó en el sadismo sexual de parte de él (la sodomía y las palizas como elemento central) y cómo dejó abruptamente en la estacada a aquella angloargentina para casarse con una millonaria hija de banqueros paquistaníes sólo dos meses después de enviudar de esa esposa inglesa a la que, según su propia confesión, humilló y maltrató hasta la muerte (de manera que los argentinos ofendidos por aquel ensayo de 1972 tendrán ahora todos los elementos servidos para hacer su interpretación psicológica del caso Naipaul).
Las Cartas entre un padre y un hijo, en cambio, ofrecen una oportunidad única para atisbar al Naipaul que pudo ser y no fue. Como se sabe, la familia de Naipaul fue parte del contingente hindú que el imperio británico trasplantó a sus dominios caribeños como mano de obra agraria hace más de cien años. El lado materno de su familia pronto progresó.
El padre de Naipaul, en cambio, era hijo de labradores y periodista mal pago de un diario antillano. Además, Naipaul padre escribía. Humillado a la par por sus compatriotas de casta superior y por los funcionarios coloniales británicos, escribía. Muchas veces a lo largo de su carrera, Naipaul hijo ha declarado que su escritor favorito de todos los tiempos es su padre.
La frase parece una muestra más de su olímpico narcisismo. Lo que Naipaul se ha guardado siempre de decir es que su padre también fue su mejor amigo, y el único confidente literario que se permitió tener en su vida.
Es casi inimaginable que un padre y un hijo sean mejores amigos, especialmente si ambos son escritores inéditos, y pobres, y carecen de contactos con el mundo literario. Pe-
ro ése es el asombroso y conmovedor caso de Seepersad Naipaul y su hijo Vidia. “No apuestes mucho por mí porque si no lo consigo te decepcionaría y eso sería terrible para los dos”, le escribe el padre desde las Antillas. “Por favor sigue teniendo fe en mí hasta que te aconseje que dejes de hacerlo”, le contesta el hijo. “Si hace falta vender esta casa para que sigas en Oxford, lo haré”, le escribe el padre, cuando pierde su trabajo a causa de la enfermedad.
A lo que el hijo contesta: “Sólo te prometo una cosa: te traeré conmigo a Inglaterra, y haré realidad un deseo que tengo: que puedas escribir tranquilo y que se publiquen tus cuentos. Pero por favor espera a ese momento antes de hacer cualquier tontería”. La tontería, lamentablemente, ocurre: Seepersad Naipaul muere a los 46 años. Y Naipaul hijo escribe a su madre y a sus hermanas, antes de sumirse en una depresión que lo llevará a intentar suicidarse: “Era el mejor hombre que he conocido. Siempre he considerado mi vida una continuación de la suya. Pero ahora deberé renunciar a la idea de hacerme mayor en compañía de él”.
Después del éxito de Una casa para Mr Biswas, la novela de 1961 en que homenajea a su padre, Naipaul logró que se publicaran los cuentos de Seepersad (The adventures of Gurudeva and other Indian tales). Pero nunca hizo el menor esfuerzo por contribuir a la publicación de Cartas entre un padre y un hijo. Y se negó a leerlas cuando se publicaron.
“No escribo para que me quieran”, ha declarado muchas veces. Es cierto: le alcanzó con que lo quisiera una sola persona, un escritor inédito como él, cuando él no era todavía la hiena que conocemos hoy.
Por Juan Forn
Nadie se alegró demasiado en la Argentina cuando V. S. Naipaul ganó el Premio Nobel de Literatura en 2001. Unos porque no lo conocían, otros porque recordaban lo que Naipaul había escrito sobre nuestro país en 1974: un ensayo publicado en la New York Review of Books que se titulaba “Los prostíbulos detrás del cementerio” y explicaba la política argentina a partir de la vecindad de los mausoleos de la Recoleta con los inquilinatos que rodeaban al cementerio por la calle Vicente López (donde hoy se alza ese cachivache compuesto por los cines Village y su patio de comidas).
Naipaul decía que aquellos inquilinatos eran un enorme lupanar, que las colegialas porteñas temían ser abducidas y terminar sus días allí y que la sociedad argentina se regía “por un machismo degenerado que considera que el lugar de la mujer es el prostíbulo” y que la gran manifestación de ese machismo era la penetración anal (“sólo entonces es completa la conquista de una mujer para el macho local”).
Naipaul se las arreglaba para enfurecer simultáneamente a peronistas, heraldos de la oligarquía, juventudes armadas, casta militar y eclesiástica y a casi todo el resto de los argentinos con aquel ensayo, ampliado y retitulado en su libro El regreso de Eva Perón, que circuló de mano en mano y más bien clandestinamente por acá cuando se publicó en España en 1980 (los milicos de la dictadura por supuesto vetaron que se hiciera una edición local). Más o menos el mismo efecto han tenido sus libros sobre el mundo musulmán, sobre los países africanos, sobre la India, sobre las Antillas y demás territorios del Tercer Mundo que se le ha ocurrido retratar.
Naipaul es capaz de escribir novelas fenomenales (Una casa para Mr Biswas, Un recodo en el río) y libros que dan ira y vergüenza a la vez (su libro Entre los creyentes fue definido como “una catástrofe intelectual” por el orientalista Edward Said). Naipaul ha descripto como nadie la obscena superioridad moral con que el británico trata a los nativos de sus colonias o ex colonias, y el brahmin indio trata a las castas inferiores de su país, pero lo ha hecho adoptando los peores tics y miserias de sus focos de crítica. Por eso es tan odioso para la mayoría de los que empiezan a leerlo. Y para tantos de los que siguen leyéndolo. Porque ése es el tema con Naipaul: uno sigue leyéndolo. Y, cuando más lo está odiando, él se despacha con un libro fenomenal.
Es lo que sucederá en estos días con la publicación en simultáneo de El mundo es lo que es, una explosiva biografía sobre su persona (en la que él mismo confirma las revelaciones más escabrosas) y Cartas entre un padre y un hijo, la correspondencia que mantuvo con su progenitor desde que llegó a Oxford a los dieciocho años, en 1950, con una beca estatal y sin dinero, hasta que su padre murió, tres años después, sin que volvieran a verse.
De los dos libros, la biografía es la que ocupará más espacio en la prensa en las próximas semanas, si se repite lo ocurrido en el mundo anglosajón, porque Naipaul no sólo le dio carta blanca a su biógrafo (entre otras cosas le concedió acceso irrestricto a unos diarios íntimos de su esposa muerta que él nunca quiso leer), sino que le reconoció después que las barbaridades que decía aquella esposa sobre él eran ciertas (“Podría decirse que yo fui el causante de su derrumbe. Y sospecho que de su muerte también”).
El libro revela, entre muchas otras cosas, cómo fue sodomizado Naipaul en la adolescencia por un primo mayor, cómo conoció, en aquella visita de 1972 a Buenos Aires, a una angloargentina que dejó a su marido y a sus tres hijos por vivir una historia de amour fou con Naipaul que duró más de veinte años y se basó en el sadismo sexual de parte de él (la sodomía y las palizas como elemento central) y cómo dejó abruptamente en la estacada a aquella angloargentina para casarse con una millonaria hija de banqueros paquistaníes sólo dos meses después de enviudar de esa esposa inglesa a la que, según su propia confesión, humilló y maltrató hasta la muerte (de manera que los argentinos ofendidos por aquel ensayo de 1972 tendrán ahora todos los elementos servidos para hacer su interpretación psicológica del caso Naipaul).
Las Cartas entre un padre y un hijo, en cambio, ofrecen una oportunidad única para atisbar al Naipaul que pudo ser y no fue. Como se sabe, la familia de Naipaul fue parte del contingente hindú que el imperio británico trasplantó a sus dominios caribeños como mano de obra agraria hace más de cien años. El lado materno de su familia pronto progresó.
El padre de Naipaul, en cambio, era hijo de labradores y periodista mal pago de un diario antillano. Además, Naipaul padre escribía. Humillado a la par por sus compatriotas de casta superior y por los funcionarios coloniales británicos, escribía. Muchas veces a lo largo de su carrera, Naipaul hijo ha declarado que su escritor favorito de todos los tiempos es su padre.
La frase parece una muestra más de su olímpico narcisismo. Lo que Naipaul se ha guardado siempre de decir es que su padre también fue su mejor amigo, y el único confidente literario que se permitió tener en su vida.
Es casi inimaginable que un padre y un hijo sean mejores amigos, especialmente si ambos son escritores inéditos, y pobres, y carecen de contactos con el mundo literario. Pe-
ro ése es el asombroso y conmovedor caso de Seepersad Naipaul y su hijo Vidia. “No apuestes mucho por mí porque si no lo consigo te decepcionaría y eso sería terrible para los dos”, le escribe el padre desde las Antillas. “Por favor sigue teniendo fe en mí hasta que te aconseje que dejes de hacerlo”, le contesta el hijo. “Si hace falta vender esta casa para que sigas en Oxford, lo haré”, le escribe el padre, cuando pierde su trabajo a causa de la enfermedad.
A lo que el hijo contesta: “Sólo te prometo una cosa: te traeré conmigo a Inglaterra, y haré realidad un deseo que tengo: que puedas escribir tranquilo y que se publiquen tus cuentos. Pero por favor espera a ese momento antes de hacer cualquier tontería”. La tontería, lamentablemente, ocurre: Seepersad Naipaul muere a los 46 años. Y Naipaul hijo escribe a su madre y a sus hermanas, antes de sumirse en una depresión que lo llevará a intentar suicidarse: “Era el mejor hombre que he conocido. Siempre he considerado mi vida una continuación de la suya. Pero ahora deberé renunciar a la idea de hacerme mayor en compañía de él”.
Después del éxito de Una casa para Mr Biswas, la novela de 1961 en que homenajea a su padre, Naipaul logró que se publicaran los cuentos de Seepersad (The adventures of Gurudeva and other Indian tales). Pero nunca hizo el menor esfuerzo por contribuir a la publicación de Cartas entre un padre y un hijo. Y se negó a leerlas cuando se publicaron.
“No escribo para que me quieran”, ha declarado muchas veces. Es cierto: le alcanzó con que lo quisiera una sola persona, un escritor inédito como él, cuando él no era todavía la hiena que conocemos hoy.
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Narrativa de extremo oriente
domingo, 25 de octubre de 2009
Otro Islam, otro Oriente
SI ORIENTE es hacia el Este, para un japonés California estaría al Oriente. Pero en un mundo eurocéntrico Occidente es Europa, aunque de un tiempo a esta parte subordinada en lo cultural -sobre todo en cultura de masas - a los Estados Unidos.
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Narrativa de extremo oriente
Libros para el verano
Hermosa Soledad. Jimmy Liao. Barbara Fiore
Álvaro de la Rica 27/07/2009
Llevo tiempo queriendo escribir sobre la editorial Barbara Fiore.
Nació en el año 2004 y, desde entonces, ha ido publicando muy despacio un conjunto de libros fascinantes.
Libros infantiles. Libros ilustrados.
Sí, y no.
Por supuesto que, en principio, son libros para niños.
Pero no se puede negar que, en la literatura infantil actual, se esconden algunos de los creadores más importantes del momento. He encontrado más talento y profundidad poética en los libros de este sello que en la mayor parte de las editoriales para adultos que pretenden la excelencia y exhiben una falsa sofisticación.
Os podría hablar al menos de media docena de autores de la editorial a los que sigo de cerca.
Otro día hablaré de Wolf Erlbruch, cuyo libro El Pato y la muerte merece un largo comentario. Hoy me voy a fijar en cambio en Jimmy Liao.
Conocía sus libros anteriores (Desencuentros y El Libro de los colores), pero ahora he leído su último trabajo publicado: Hermosa soledad (septiembre de 2008). Es un libro autobiográfico. Liao trabajaba en publicidad. Con éxito. Entonces le sorprende una leucemia.
Tiene que rehacer su vida. Durante tres años dibuja y anota, para sí mismo, lo que le ocurre. Al final lo dispone todo como un diario, con dibujos y pequeños escritos, de su soledad y abatimiento, pero también de su esperanza y de sus ganas de vivir.
De su amor a un mundo en el que sabe, como pocos, encontrar la belleza.
Guardo este libro en la cabecera de mi cama. Como un tesoro para tiempos difíciles.
alvaro-hobbyhorse.blogspot.com
Hermosa Soledad. Jimmy Liao. Barbara Fiore
Álvaro de la Rica 27/07/2009
Llevo tiempo queriendo escribir sobre la editorial Barbara Fiore.
Nació en el año 2004 y, desde entonces, ha ido publicando muy despacio un conjunto de libros fascinantes.
Libros infantiles. Libros ilustrados.
Sí, y no.
Por supuesto que, en principio, son libros para niños.
Pero no se puede negar que, en la literatura infantil actual, se esconden algunos de los creadores más importantes del momento. He encontrado más talento y profundidad poética en los libros de este sello que en la mayor parte de las editoriales para adultos que pretenden la excelencia y exhiben una falsa sofisticación.
Os podría hablar al menos de media docena de autores de la editorial a los que sigo de cerca.
Otro día hablaré de Wolf Erlbruch, cuyo libro El Pato y la muerte merece un largo comentario. Hoy me voy a fijar en cambio en Jimmy Liao.
Conocía sus libros anteriores (Desencuentros y El Libro de los colores), pero ahora he leído su último trabajo publicado: Hermosa soledad (septiembre de 2008). Es un libro autobiográfico. Liao trabajaba en publicidad. Con éxito. Entonces le sorprende una leucemia.
Tiene que rehacer su vida. Durante tres años dibuja y anota, para sí mismo, lo que le ocurre. Al final lo dispone todo como un diario, con dibujos y pequeños escritos, de su soledad y abatimiento, pero también de su esperanza y de sus ganas de vivir.
De su amor a un mundo en el que sabe, como pocos, encontrar la belleza.
Guardo este libro en la cabecera de mi cama. Como un tesoro para tiempos difíciles.
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