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martes, 26 de enero de 2010

Una joya de la diatriba y la mala leche


Por Juan Sasturain

Ignacio B. Anzoátegui (1905-1979) es, dentro de la cultura argentina, una figura singular, un escritor literalmente impar y, sobre todo, una personalidad de abordaje casi insoportable por lo que tiene de (según los criterios de hoy) políticamente incorrecto. Católico ultramontano, nacionalista extremo que no soslayó sus simpatías fascistas; antisemita y xenófobo practicante, Anzoátegui fue un militante ideológico crudo y duro de la derecha antiliberal más virulenta que tuvo su momento de auge y popularidad intelectual en los primeros treinta, cuando produjo lo mejor y más representativo de su breve obra. No es una carta de presentación cómoda. No debe haberle importado, además. La comodidad, digo: Anzoátegui hizo de la confrontación su hábitat, y del humor más corrosivo y lapidario su afilado instrumento de combate.

Para entender el clima, hay que ubicarse en aquellos tiempos inmediatos al aplaudido golpe de Uriburu, que son los de la “hora de la espada” lugoniana, los de las conversiones fervorosas durante el Congreso Eucarístico, los del fascismo y el nazismo ascendentes en la Europa de la segunda preguerra. En ese contexto, Anzoátegui no era un bicho (tan) raro entonces, ni mucho menos. Lo que sí, de su lado, era de los mejores, porque como sucede con el cura Castellani, era –inspirado y malsano– un notable, raro escritor.

Lo mejor, aunque escribió versos clásicos bien medidos y cuentos (pocos) de factura impecable, está en las breves y furibundas biografías/retratos de escritores que tituló, en 1934, Vidas de muertos. Luego, en la misma cuerda o casi, produjo con los años Vidas de payasos ilustres (1948) y el epigramático –modelo Bierce– De tumba en tumbo (1966).

Vidas de muertos es una joya de la diatriba y la mala leche. Un modelo perfecto para ejemplificar la posibilidad de un arte de la difamación y de la injuria. Feroz, incisivo, certero o arbitrario pero casi siempre brillante, Anzoátegui arremete contra una docena de próceres más o menos consolidados de las Letras de la región e intenta demolerlos siempre con ingenio, a veces –además– con resultados. Los textos sobre los “muertos” Alberdi, Carriego o Sarmiento son memorables. Va acá, elegido, el último, sobre el sanjuanino. Es acaso lo mejor que escribió, pues se le nota en medio del furor –como le pasó al mismo Sarmiento con Facundo– la fascinación ante la grandeza del adversario.
Vidas de muertos


Por Ignacio B. Anzoátegui


Domingo F. Sarmiento

Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones.

1. El normalismo. –Hasta la época de Sarmiento nuestra cultura se dividía en la cultura de Chuquisaca y la cultura de Córdoba. La primera era mucho más decente que la segunda, porque era más humanista que española. La de Córdoba tenía olor a rata muerta, pero siquiera era cultura. Los enciclopedistas franceses entraron a América por la Universidad de Chuquisaca y los leyeron personas inteligentes. Recién empezaron a hacer mal cuando llegaron a Buenos Aires, donde Mariano Moreno y los de su clase quisieron explicarse el pensamiento nuevo sin salirse de este ambiente de tenderos. La Universidad de Córdoba les cerró sus puertas desde el principio, pero esto no supone nada en favor de ella, porque lo hizo de puro atrasada. La verdad es que en ese tiempo la Argentina era un país con hombres cultos, que tenían nociones de latín y les gustaba el trato con los clásicos. El latín y los clásicos les servían para darse tono y además les impedían caer en estupideces. Sarmiento mató la cultura para fundar la instrucción. Con esa fuerza brutal que tenía para todo, hizo de la Argentina un país como los Estados Unidos del Norte, instruido pero inculto. Su aspiración era que todos los habitantes supieran leer, aunque eso no les sirviera después más que para leer Crítica; que todos fueran alfabetos aunque resultaran todos analfabetos mentales. Para esto introdujo Sarmiento su plantel de maestros y los largó a la conquista del territorio: al poco tiempo la Argentina estaba perdida para la cultura. Los maestros argentinos tienen vicios fundamentales; mañas que traen de nacimiento y que sólo el tiempo podrá quitarles si la ira de Dios se junta con el tiempo. Creen en las máximas de las cajas de fósforos; tienen una idea perfectamente romántica de la moral y piensan que el mejor maestro es aquel que se sentimentaliza más a menudo con el espectáculo de la niñez de delantal blanco. Creen que conocen el alma del chico cuando comienzan a conocer sus sentimientos. La culpa de todo esto la tienen los maestros de nuestros maestros, que eran irremediablemente incapaces. El arte de enseñar a los chicos no consiste en achiquilinarse ni en rebajar la propia mentalidad. Dentro de los principios que dirigen la instrucción primaria entre nosotros, el maestro se idiotiza enseñando. El maestro es para el chico un ser distinto de los demás; en el mejor de los casos un ser misterioso que no se enferma nunca. Para encontrarse con la realidad, el chico tiene que salir a la calle, donde ve hombres que andan y que miran como su padre y como sus tíos, hombres que no se empeñan en falsificarse para que los chicos los entiendan. Pero el normalismo sigue y el espíritu de Sarmiento sopla sobre la plaga. El primer deber de las autoridades escolares es el de suprimir de los colegios los retratos de su fundador. Porque nosotros –gente romántica, con una superstición romántica invencible– creemos todavía en los retratos.

2. Los italianos. –Llegaron cuando teníamos fundada nuestra vida. Se dijo que gobernar es poblar y nuestros abuelos se lo tomaron en serio porque les gustaban los aforismos mandones; además era una justificación de la hombría, aunque ellos no necesitaban que nadie les justificara sus hijos. Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y fundaron quintas; en lugar de sembrar trigo sembraron verduras y mandaron al centro a sus hijos para que figuraran lo mismo que los hijos de los otros. Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años nuestra salida del romanticismo. Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini.

3. Los gorriones. –Son pájaros perfectamente radicales. Se reproducen, gritan y hasta yo creo que votan. Sarmiento los trajo para que limpiaran de bichos los sembrados, pero ellos se apoderaron de la administración del aire y en poco tiempo desalojaron de pájaros el país y devastaron los campos. A mí me enfurece esa unanimidad insolente que tienen sus reuniones y esa manera de resolverlo todo por aclamación. Sarmiento los importó con miras de utilidad y lo único que hizo fue poner millones de manchitas de barro en nuestro cielo.

Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan –la tierra de los Cantoni– en 1811. El mismo escribió su biografía, o por lo menos el ambiente de su biografía, en Recuerdos de Provincia. Nació pobre y fue muchas cosas, entre otras, masón, general y presidente de la República. Toda su vida tuvo un genio bárbaro, y cargaba ideas como quien carga bolsas. Le importaban poco las palabras y la emprendía a golpes contra el primero que se le pusiera adelante. Así consiguió llegar hasta donde llegó, porque a la gente le gusta la atropellada cuando es segura. Defendía sus asuntos como si fueran casos perdidos, con una firmeza de mono acorralado.

Era capaz de andar con el pantalón desprendido, de pura rabia.

Tenía grandes condiciones para la lucha. Era de pensamiento corpulento y macizo y derrotaba a sus enemigos a cabezazos. Desde chico tuvo que vivir peleando contra alguien; unos lo odiaban y otros lo querían, pero él peleaba con todos por el gusto de pelear. Sus amigos le tenían tanto miedo como sus enemigos. Muchas veces le fracasó su fuerza, porque su cabeza desequilibraba la realidad, sobre todo la realidad de la vida argentina, que era tan pobre y tan sin esperanzas. Con todo su genio, Sarmiento fue uno de los hombres que hizo mayores males al país. Era un maniático de la acción, y ejecutaba sus ideas como si fueran odios. No le interesaba la ley y mucho menos la medida de la ley; porque las leyes han sido hechas nada más que para los violadores de la norma resguardada por la ley. Tenía todas estas buenas condiciones pero le faltaba una: la de ser católico, porque sólo un católico tiene derecho a ser brutal con la vida.

Sarmiento no fue un escritor profesional. No tuvo el machismo carnavalesco de los que ahora quieren escribir en criollo sin animarse a otra cosa que a compadradas de salón, ni le dio tampoco por la literatura fácil que se usaba en la época. Mientras sus contemporáneos leían a Moratín y se entusiasmaban con Quintana, Sarmiento escribía malas palabras como podía hacerlo un clásico. No le tentaba la elegancia cajetillista ni la otra elegancia llorona. El pensaba “la puta que los parió” y escribía “la puta que los parió”, porque nunca en su vida dio rodeos para nada. Fue sólo un publicista: publicaba sus cosas, es decir, las cosas que eran suyas, que sentía y le dolían.

No perteneció a ninguna escuela de su tiempo. Ni la política ni la literatura consiguieron ganarle. La política era demasiado mañera para que le gustara y la literatura demasiado zonza para que le preocupara. El país marchaba por esos dos rieles: Sarmiento se empeñó en hacer galopar la locomotora y se vino abajo con todo.

La gente lo admira por eso. Yo lo admiro por los gritos que pegaba.

(Publicado por Editorial Tor, 1934)

lunes, 25 de enero de 2010

Cuando me hiciste otro

Por Eduardo Berti

Los mexicanos tuvieron esa suerte de maestro zen llamado José Juan Tablada, cuyos haikus japonizaron a Octavio Paz antes incluso de que viviera en Oriente. El maestro zen de los poetas argentinos, precursor de Juarroz y Pizarnik, no puede ser otro que Antonio Porchia, autor de ese libro irrepetible que es Voces, donde el aforismo y la poesía van de la mano. Nacido en Italia, en un pueblo de Calabria, Porchia dio a conocer la primera versión de Voces en 1943. Hubo otra edición en 1948. Y otras más en los ‘50 y los ‘60. La mayoría de los escritores van por la vida de libro en libro; otros, más raros, escriben uno solo a lo largo de los años, en sucesivas reimpresiones y versiones. Fue en cierto aspecto el caso de Jorge Guillén con Cántico. Fue el caso, literalmente, de Porchia.

Desde hace pocos años existe el sitio web www.antonioporchia.com. Es una especie de tesoro: puede oírse a Porchia recitando (la voz de las voces), hay entrevistas, hay imágenes y ensayos, hay manuscritos. Y hay, incluso, “Voces” inéditas. Por ejemplo: “Cuando eran los tontos de aquel mundo los dueños de aquel mundo, al pasar por aquel mundo sólo pedían a los tontos de aquel mundo, dueños de aquel mundo, que los dejaran pasar. Y casi siempre eran tontos de aquel mundo los dueños de aquel mundo”.

Tras una selección de Voces, lo que sigue es una entrevista hecha a Porchia meses antes de su muerte en 1968. La entrevista fue enviada al administrador del sitio antonioporchia.com por Diana Cegelnicki.
Defensa del aguaviva


Por Juan Sasturain

Más que el bicho –que es extraordinario– me gusta la palabra. Y me suena y la propongo masculina en singular por necesidades de oreja, por marca de origen –el agua/las aguas– y porque el adjetivo acoplado llegó después, lo pegaron. Es que aguaviva, como suele suceder con los nombres de los peces, los árboles y los pájaros, es una invención popular, producto de la experiencia directa, de la impresión. Más tarde –o en paralelo– vienen los nombres científicos o las denominaciones académicas, de necesaria función clasificatoria. Lo de medusas y todo eso. Pero aguaviva, como benteveo, pensamiento, cabecita negra o bicho bolita son invencibles.

Y lo curioso, en este caso, es que la imagen que se usó para nombrar a alguien/algo con tan mala prensa no fue de connotación ominosa o negativa –existen el agua negra y la marea roja con ese sentido– ni tampoco tan positiva o piropeadora como el excesivo pejerrey. Nada de eso. La mirada, la impresión que está detrás de la palabra aguaviva –como es el caso de la nunca suficientemente recordada lombriz solitaria– es, sin duda, poética.

Tanto es así, que a principios de los sesenta, uno de los más interesantes grupos de poetas iracundos que surgieron por entonces -–Romano, Thenon, Vignati y otros– se reunieron y se expresaron a través de la revista y editorial Aguaviva, rescatando las ideas de vitalidad y virulencia. Que de eso se trata, me parece.

La referencia me lleva inevitablemente a pensar en el mosquito –palabra preciosa también–, título de otra famosa revista, satírica en este caso, que hizo roncha –con perdón del humor negrísimo– en la época de la devastadora fiebre amarilla. Es que, como bicho, el mosquito comparte con el aguaviva un común destino de víctimas de cierta inquina malediciente. Fechada y localizada, además.

Así, no sólo se los anatemiza sin matices y con mala leche (se confunde alevosamente la molestia hinchapelotas habitual con el perjuicio grave ocasional), sino que se enmascara el simple malhumor con una impostada inquietud existencial de pretensión metafísica. Se suele oír: ¿Por qué carajo existen? ¿Para qué mierda sirven? Obviamente, a estas preguntas más o menos retóricas arrojadas hacia el cielo no se las resuelve con explicaciones ecologistas o referencias cultas y equilibradas respecto de los misterios del ecosistema y otras verdades bienpensantes. Yo creo que, para entender (no necesariamente amar) a las aguasvivas y no maldecir al mosquito, hay que pensar desde otra parte. En ese sentido, acaso convendría hacer un esfuercito y ver franciscanamente a las hermanas aguasvivas y al hermano mosquito como una señal de cómo son probablemente las cosas.

Concentrémonos en la urticante especie marina. Sin duda que quien la bautizó tan poéticamente tenía, al hacerlo, una experiencia y una expectativa diferentes del mar y del hábitat del bicho (más totalizadora y ecuánime, digamos) que las que tiene el que hoy la putea desde la mera orilla y desde el puntual verano. Es el hombre constituido en pescador habitual, embarcado, que tira redes y cuela agua al azar, que la ve brillar entre otros brillos, moverse en el límite entre algo y nada a la hora de evaluar el contenido de la red, el que convive con ella, el que poéticamente la nombra. Es el hombre devenido en turista ansioso que no convive sino visita –sin aviso– sólo el borde del mar, para bañarse, quien no entiende al aguaviva y la putea.

No es su culpa, hay una moderna Ideología del Uso Compulsivo del Tiempo Libre -–la refutación doliniana del turismo es una crítica ejemplar al respecto– y una Mitología de las Vacaciones como recetas sustitutivas del Paraíso que le (nos) quitan perspectiva. Así, prolifera la histeria: ciertos informes periodísticos sobre aguasvivas y mosquitos parecieran querer operar como el puto y ominoso riesgo país. Y no es así.

Todo el tiempo sabemos que el quinto evangelista se llama Murphy. En la leve bizquera de la mujer hermosa, en el embozado grano de pimienta del salamín, en la pelota en el palo, en el fascismo de Pound, en las espinas solapadas del dorado, en la inoportuna muerte de dos de los cachorritos, en la gotera de la casa nueva, en el invencible corcho del champán sin gas que corta el clima o en el lapsus ilevantable que arruina el polvo, en todas partes está la evidencia de la imperfección necesaria, de los irreductibles detalles indeseables.

Detalles, precisamente. Hay quienes dicen o explican –porque creen o les divierte la idea– que Dios está para las grandes cosas, y que el Diablo está en los detalles. Una forma de entenderlo es que al poner la atención en los detalles le hacemos el juego al Diablo. Nos enfermamos, bah; no entendemos el juego en que andamos.

La otra posibilidad es bajarse de donde carajo nos creamos que estamos parados y nos pensemos como lo que acaso somos en nuestra propia condición humana de turistas engrupidos: detalles indeseables. Los mosquitos de Dios, las aguasvivas incomprensibles del Universo.

domingo, 24 de enero de 2010

Literatura / Anticipo

Aquella habitación

Una experiencia intensa puede convertirse en una pesadilla. Tal como en este cuento incluido en Aquí empieza nuestra historia (Alfaguara), que aparece el mes próximo. El libro reúne relatos escogidos y otros nuevos de uno de los grandes cuentistas estadounidenses contemporáneos

Por Tobías Wolff


El verano que siguió a mi primer curso en el instituto, me dio un ramalazo de independencia y me puse a recorrer a dedo las granjas, valle arriba y abajo, para trabajar de jornalero recogiendo fresas y limpiando establos. Luego encontré un sitio donde el dueño de la granja me pagaba diez centavos la hora por encima del salario mínimo, y su rolliza mujer, sin hijos, me daba de almorzar y se desvivía por mí mientras comía, conque me quedé allí hasta que empezaron las clases.

Mientras paleaba estiércol o arrancaba malas hierbas de una acequia de drenaje, a veces me paraba a mirar hacia los campos lejanos, donde "las manos", como las llamaba el granjero, estaban cargando fardos de heno en una carreta, amontonándolos hasta alturas que los hacían tambalearse. De vez en cuando me llegaba un estallido de risas, la coletilla de una conversación. El granjero no me dejaba trabajar en el heno porque yo era demasiado pequeño, pero durante el invierno pegué un estirón, y al verano siguiente dejó que me uniera a la cuadrilla.

Por tanto yo era una mano. ¡Una mano! Enloquecí un poco con esa palabra, con el placer de atribuírmela a mí mismo. Tener un trabajo así lo cambió todo. Te ponía fuera del alcance de tus padres, de los comentarios mordaces de tus amigos. Te dejaba libre entre desconocidos del inquietante mundo, una situación en la que podías pretender que eras otro hasta que eras otro. Hacía que anduvieras con dinero en el bolsillo y te permitía creer que tu otra vida -la vida insignificante, entre paréntesis, de casa y el instituto- sólo era una engañifa para los que eran lo bastante crédulos para imaginar que todavía los necesitabas.

Conmigo en el campo había otros tres trabajando: el tímido y destinado a ser musculoso sobrino del granjero, Clemson, que iba a mi curso del instituto, pero al que yo infravaloraba porque sólo era un chaval sin experiencia; y dos hermanos mexicanos, Miguel y Eduardo. Miguel, bajo, imperturbable y solitario, sabía poco inglés, pero el desenvuelto Eduardo hablaba por los dos. Mientras los demás hacíamos el trabajo duro, Eduardo daba consejos sobre las chicas y contaba historias en las que él aparecía como un infatigable espadachín marrullero y diestro. Lo hacía para que nos riéramos, pero en los mismos elementos de sus historias -las salas de baile y los bares, los torpes agentes de frontera, los paletos granjeros y sus insaciables mujeres, los corruptos policías, las putas que se enamoraban de él- yo apreciaba la realidad de una vida de la que no sabía nada aunque por algún motivo imaginaba que quería para mí: una vida auténtica en un mundo auténtico.

Mientras Eduardo hablaba, Miguel trabajaba en silencio con nosotros, protestando de vez en cuando por el peso de un fardo de heno, con la cara marcada por el acné enrojecida a causa del calor, los ojos estrechos incluso más cerrados para defenderse del sol. Clemson y yo íbamos a toda velocidad y nos deteníamos, riéndonos con las historias de Eduardo, azuzándole con preguntas. Miguel nunca haraganeaba y nunca se reía. En ocasiones miraba a su hermano con lo que parecía cierta curiosidad; eso era todo.

El granjero, que era dueño de una gran extensión con un montón de heno que recoger, debería haber contratado más manos. Sólo nos tenía a nosotros cuatro, y siempre había amenaza de lluvia. Era un hombre tranquilo, amable, pero según avanzaba la estación se ponía más nervioso y empezaba a estar más encima de nosotros y a hacer que trabajáramos más tiempo. Durante la semana anterior yo había pasado las noches con la familia de Clemson, carretera adelante, de modo que pudiera estar en la granja con los demás a la salida del sol y trabajar hasta el ocaso. Cuando empezábamos a recogerlos, los fardos resultaban pesados debido al rocío. El aire del henar se espesaba por la fermentación, y Eduardo advirtió al granjero que el heno podría incendiarse, pero éste no nos daba respiro. Cojeando, quemado por el sol, lleno de arañazos, por la mañana yo casi no me podía levantar de la cama. Pero aunque protestaba delante de Clemson y Eduardo, en secreto me alegraba ocupar mi lugar a su lado, y trabajar como si no tuviera elección.

El coche de Eduardo se averió cerca del fin de semana, y Clemson empezó a traerlos y llevarlos a él y a Miguel desde el decrépito motel donde vivían con otros trabajadores temporales. A veces, al detenernos en su puerta, todos nos quedábamos sentados sin decir nada. Estábamos muy cansados. Entonces, una noche Eduardo nos propuso que entrásemos a tomar un trago. Clemson, que era buen chico, intentó escabullirse, pero yo me bajé con Miguel y Eduardo, sabiendo que él no me dejaría solo.

-Venga, Clem -dije-, no seas nena.

Él se limitó a mirarme, luego apagó el motor.

Aquella habitación. Dios. Los hermanos se habían esforzado al máximo, haciendo las camas y guardando la ropa pulcramente doblada dentro de maletas abiertas, pero uno quedaba atufado por el olor a humedad desde el mismo momento en que ponía el pie dentro. El suelo estaba como mojado y con restos de un linóleo gris; el techo medio hundido y lleno de manchas. La luz de arriba apenas llegaba a los rincones. Por debajo del olor a humedad, había otro, inquietante. Clemson era un chico remilgado y puso cara de asco cuando yo monté el número de que estaba muy cómodo.

Echamos whisky de centeno en nuestros estómagos vacíos y escuchamos a Eduardo, y no pasó mucho antes de que todos estuviéramos borrachos. Apareció uno en la puerta y le habló en español, y Eduardo salió fuera y no volvió. Miguel y yo seguimos bebiendo. Clemson estaba medio dormido, con la barbilla cayéndole poco a poco sobre el pecho y volviendo a enderezarse. Entonces Miguel me miró. Entrecerró los ojos y me miró con dureza, sin pestañear, y empezó a protestar por una injusticia que le había hecho nuestro patrón, o puede que otro patrón. Yo apenas entendía su inglés, y él no dejaba de recurrir al español, que yo no entendía nada. Pero estaba enfadado; eso llegaba a entenderlo.

En determinado momento fue al otro lado de la habitación, volvió y puso una pistola encima de la mesa, justo delante de él. Un revólver, de cañón largo, con la mayor parte del niquelado descascarillado. Miguel me clavó la mirada por encima de la pistola y reanudó sus quejas, todas en español. Me miraba, pero yo me daba cuenta de que estaba viendo a otra persona. Antes apenas lo había oído hablar. Ahora las palabras surgían con un tono de enfado, y comprendí que su voz en cierto modo lo estaba excitando, que el mismo sonido de su indignación demostraba que se habían portado mal con él, lo que incrementaba su rabia, haciéndole aborrecer al que pensaba que era yo, fuera quien fuese. Me daba miedo hablar. Lo único que podía hacer era sonreír.

Aquella habitación; una vez que entras, en realidad nunca sales de ella. Puedes olvidar que estuviste dentro, puedes seguir como si empuñaras las riendas, como si el curso de tu vida, sí, incluso su extensión, reflejara la fuerza de tu carácter y lo sabio de tus opiniones. Y entonces te encuentras con una mancha de hielo en una curva un soleado día de marzo y el volante no te responde y no eres más que un espectador de tu propio deslizarte como en sueños hacia el arcén; y entonces recuerdas dónde estás.

O metido en un autobús con otros treinta chicos. Es temprano, justo antes del amanecer. Es entonces cuando salen siempre los autobuses, con las luces cortas, para no llamar la atención de los cuáqueros del otro lado de la salida, pero la cosa no funciona y están esperando, sujetan en silencio sus pancartas, mirándote con reproche pero con tristeza y simpatía cuando el autobús pasa por delante de ellos camino del aeropuerto y el avión que te llevará a donde no querrías ir; y en ese momento sabes el valor exacto de tus deseos, y de tus planes y de toda la fuerza de tu cuerpo y voluntad. Entonces sabes dónde estás, como sabes dónde estás cuando los que quieres mueren antes de tiempo -el tiempo que habían planeado para ellos, para ti mismo con ellos-; y cuando tu cuota diaria de palabras y sueños se termina; y cuando tu hija dirige el coche directamente contra un árbol. Y si ella sale de eso sin un rasguño, todavía puedes notar aquel techo oscuro cerca de la cabeza, y saber dónde estás. ¿Y qué puedes hacer sino lo que hiciste en aquella horrible habitación, con Miguel odiándote sin motivo y una pistola preparada a mano? Sonreír y esperar que cambie de tema.

Pasó eso, aquella vez. Clemson salió disparado de su silla, se dobló hacia delante y vomitó todo por encima de la mesa. Miguel dejó de hablar. Miró a Clemson como si no lo hubiera visto nunca, y cuando Clemson volvió a tener arcadas, Miguel se levantó de un salto, lo agarró por la camisa y lo empujó hacia la puerta. Me hice cargo de Clemson y le ayudé a salir mientras Miguel seguía mirando y gritaba de asco. ¡Asco! Ahora el remilgado era él. La repugnancia se había impuesto a la rabia, se había impuesto incluso al odio. ¡Con cuánto cuidado atendí a Clemson aquella noche! Creía que me había salvado la vida. Y puede que lo hiciera.

El granero del dueño de la granja ardió de arriba abajo aquel invierno. Cuando me enteré, solté:

-¿No se lo dije? Claro que sí, le dije a aquel estúpido cabrón que no metiera el heno húmedo.

[Traducción Mariano Antolín Rato]
El valor de una cuchara



Por Pedro Lipcovich

En la práctica cotidiana de los campos de exterminación se realizan el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente sólo la muerte, sino una multitud de detalles maníacos y simbólicos, tendientes todos a demostrar y confirmar que los judíos, y los gitanos y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia. Recordad el tatuaje de Auschwitz, que imponía a los hombres la marca que se usa para los bovinos; el viaje en vagones de ganado, jamás abiertos, para obligar así a los deportados (¡hombres, mujeres y niños!) a yacer días y días en su propia suciedad; el número de matrícula que sustituye al nombre; la falta de cucharas (y, sin embargo, los almacenes de Auschwitz contenían, en el momento de la liberación, toneladas de ellas), por lo que los prisioneros habrían debido lamer la sopa como perros; el inicuo aprovechamiento de los cadáveres, tratados como cualquier materia prima anónima, de la que se extraía el oro de los dientes, los cabellos como materia textil, las cenizas como fertilizante agrícola; los hombres y mujeres degradados al nivel de conejillos de India para, antes de suprimirlos, experimentar medicamentos.

La manera misma elegida para la exterminación (al cabo de minuciosos experimentos) era ostensiblemente simbólica. Había que usar, y se usó, el mismo gas venenoso que se usaba para desinfectar las estibas de los barcos y los locales infestados de chinches o piojos. A lo largo de los siglos se inventaron muertes más atormentadoras, pero ninguna tan cargada de vilipendio y desdén.
Misterios de Auschwitz
El miércoles próximo se cumplen 65 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Las reflexiones imborrables de Primo Levi plantean por qué los hombres pueden “querer no saber”, por qué los que iban a la muerte no se rebelaban, por qué los que se sublevan son los que menos sufren y por qué, “aunque comprender es imposible, conocer es necesario”.

Por Primo Levi *

Esconder del pueblo alemán el enorme aparato de los campos de concentración no era posible, y además (desde el punto de vista de los nazis), no era deseable. Crear y mantener en el país una atmósfera de indefinido terror formaba parte de los fines del nazismo: era bueno que el pueblo supiese que oponerse a Hitler era extremadamente peligroso. Efectivamente, cientos de miles de alemanes fueron encerrados en los Lager desde los comienzos del nazismo: comunistas, socialdemócratas, liberales, judíos, protestantes, católicos, el país entero lo sabía, y sabía que en los Lager se sufría y se moría.

No obstante, es cierto que la gran masa de alemanes ignoró siempre los detalles más atroces de lo que más tarde ocurrió en los Lager: el exterminio metódico e industrializado en escala de millones, las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios, el abyecto uso de los cadáveres, todo esto no debía saberse y, de hecho, pocos lo supieron antes de terminada la guerra. Para mantener el secreto, entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial sólo se usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía “exterminación” sino “solución final”, no “deportación” sino “traslado”, no “matanza con gas” sino “tratamiento especial”, etcétera. No sin razón, Hitler temía que estas horrorosas noticias, una vez divulgadas, comprometieran la fe ciega que le tributaba el país, como así la moral de las tropas de combate; además, los aliados se habrían enterado y las habrían utilizado como instrumento de propaganda: cosa que, por otra parte, ocurrió, si bien a causa de la enormidad de los horrores de los Lager, descriptos repetidamente por la radio de los aliados, no ganaron el crédito de la gente.

El resumen más convincente de la situación de entonces en Alemania la he hallado en el libro Der SS Staat (El Estado de la SS), de Eugen Kogon, ex prisionero en Buchenwald y luego profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Munich: “¿Qué sabían los alemanes acerca de los campos de concentración? A más del hecho concreto de su existencia, casi nada. Sin embargo, no había un alemán que no supiese de la existencia de los campos. Pocos eran los alemanes que no tenían un pariente o un conocido en un campo, o que al menos no supiesen que tal o cual persona allí había sido enviada. Todos los alemanes eran testigos de la multiforme barbarie antisemita: millones de ellos habían presenciado, con indiferencia o con curiosidad, con desdén o quizá con maligna alegría, el incendio de las sinagogas o la humillación de los judíos y judías obligados a arrodillarse en el fango de la calle. Muchos hombres de negocios tenían relaciones de proveedores con la SS de los Lager, muchos industriales solicitaban mano de obra de trabajadores-esclavos a la SS, y muchos empleados estaban al corriente. No eran pocos los trabajadores que desarrollaban su actividad cerca de los campos de concentración o incluso dentro de los mismos. Profesores universitarios colaboraban con los centros de investigación médica”.

Pese a las varias posibilidades de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber, o más: porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir, pero también es cierto que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera intentó resistir. En la Alemania de Hitler se había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía no preguntaba, quien preguntaba no obtenía respuesta. De esta manera, el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando la boca, los ojos y las orejas se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente de no ser cómplice de todo lo que ocurría ante su puerta.

Saber, y hacer saber, era un modo (quizá tampoco tan peligroso) de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo alemán, globalmente, no ha usado de ello, y de esta deliberada omisión lo considero plenamente culpable.


Perros adiestrados

En algunos Lager hubo efectivamente insurrecciones: en Treblinka, en Sobibor y también en Birkenau, uno de los campos dependientes de Auschwitz. No tuvieron gran peso numérico: como la parecida insurrección del ghetto de Varsovia, fueron más bien ejemplos de extraordinaria fuerza moral. En todos los casos fueron planeadas y dirigidas por prisioneros de alguna manera privilegiados, por lo tanto en condiciones físicas y espirituales mejores que las de los prisioneros comunes. Esto no debe sorprender: sólo a primera vista puede parecer paradójico que se subleve quien menos sufre. También fuera de los Lager, las luchas raramente son lideradas por el subproletariado. Los “harapientos” no se rebelan.

En los campos para prisioneros políticos, o en donde éstos prevalecían, la experiencia conspiradora de éstos demostró ser preciosa, y a menudo se llegó, más que a rebeliones abiertas, a actividades de defensa bastante eficientes. Según el Lager y según las épocas, se logró por ejemplo chantajear o corromper a la SS, frenando así sus poderes indiscriminados; se logró sabotear el trabajo para las industrias de guerra alemanas; se logró organizar evasiones; se logró comunicar por radio con los aliados, dándoles noticias acerca de las horribles condiciones de los campos; se logró mejorar el tratamiento de los enfermos, sustituyendo a los médicos de las SS con médicos prisioneros; se logró “condicionar” las selecciones, mandando a la muerte a espías o traidores y salvando a prisioneros cuya supervivencia tenía, por algún motivo, particular importancia; se logró preparar, incluso militarmente, una resistencia en caso de que, al acercarse el frente, los nazis decidieran (como de hecho a menudo lo hicieron) liquidar totalmente los Lager.

En los campos en los que los judíos eran mayoría, como los de la zona de Auschwitz, una defensa activa o pasiva era particularmente difícil. Aquí los prisioneros, en general, carecían de casi toda experiencia organizativa o militar; provenían de todos los países de Europa, hablaban lenguas diferentes, y por ello no se entendían entre sí: sobre todo, tenían más hambre, estaban más débiles y cansados que los demás, porque sus condiciones de vida eran más duras y porque tenían frecuentemente tras de sí un largo historial de hambre, persecuciones y humillaciones en los ghe-ttos. Por ende, la duración de su estancia en el Lager era trágicamente breve, constituían en definitiva una población fluctuante, continuamente disminuida por la muerte y renovada por las incesantes llegadas de nuevos cargamentos. Es comprensible que en un tejido humano tan deteriorado e inestable no prendiese fácilmente el germen de la rebelión.

Podríamos preguntarnos por qué no se rebelaban los prisioneros no bien bajaban del tren, que esperaban horas (¡a veces días!) antes de entrar a las cámaras de gas. Además de todo lo que he dicho, debo agregar que los alemanes habían perfeccionado, en esta empresa de muerte colectiva, una estrategia diabólicamente astuta y versátil. En la mayor parte de los casos, los recién llegados no sabían qué se les tenía preparado: se los recibía con fría eficiencia pero sin brutalidad, se los invitaba a desnudarse “para la ducha”, a veces se les entregaba una toalla y jabón, y se les prometía un café para después del baño. Las cámaras de gas, en efecto, estaban camufladas como salas de duchas, con tuberías, grifos, vestuarios, perchas, bancos, etcétera. Cuando, por el contrario, un prisionero daba la menor muestra de saber o sospechar su destino inminente, las SS y sus colaboradores actuaban por sorpresa, intervenían con extremada brutalidad, gritando, amenazando, pateando, disparando y azuzando –contra esa gente perpleja y de-sesperada, marinada por cinco o diez días de viajes en vagones sellados– a sus perros adiestrados para despedazar hombres.

Siendo así las cosas, parece absurda y ofensiva la afirmación a veces formulada según la cual los judíos no se rebelaron por cobardía. Nadie se rebelaba. Baste recordar que las cámaras de gas de Ausch-witz fueron puestas a prueba con un grupo de trescientos prisioneros de guerra rusos, jóvenes, con entrenamiento militar, preparados políticamente y sin el freno que representan mujeres y niños; tampoco ellos se rebelaron.


Frente al olvido

Cada uno de nosotros, los sobrevivientes, se comporta de manera distinta, pero se distinguen dos grandes categorías. Pertenecen a la primera categoría los que rehúsan regresar, o incluso hablar del tema; los que querrían olvidar pero no pueden, y viven atormentados por pesadillas; los que, al contrario, han olvidado, han extirpado todo y han vuelto a vivir a partir de cero. He notado que, en general, todos estos individuos fueron a parar al Lager “por desgracia”, es decir sin un compromiso político preciso; para ellos el sufrimiento ha sido una experiencia traumática pero privada de significado y de enseñanza, como una calamidad o una enfermedad: el recuerdo es para ellos algo extraño, un cuerpo doloroso que se inmiscuyó en sus vidas y han tratado (o aún tratan) de eliminarlo.

La segunda categoría, en cambio, está constituida por los ex prisioneros “políticos”, o en todo caso con preparación política, o con una convicción religiosa, o con una fuerte conciencia moral. Para estos sobrevivientes, recordar es un deber: éstos no quieren olvidar, y sobre todo no quieren que el mundo olvide, porque han comprendido que su experiencia tenía sentido y que los Lager no fueron un accidente, un hecho imprevisto de la Historia.

Los Lager nazis han sido la cima, la culminación del fascismo en Europa, su manifestación más monstruosa; pero el fascismo existía antes que Hitler y Mussolini, y ha sobrevivido, abierto o encubierto, a su derrota en la Segunda Guerra Mundial. En todo el mundo, en donde se empieza negando las libertades fundamentales del Hombre y la igualdad entre los hombres, se va hacia el sistema concentracionario, y es éste un camino en el que es difícil detenerse. Conozco muchos ex prisioneros que han comprendido bien la terrible lección implícita en su experiencia, y que cada año vuelven a “su” campo llevando de la mano peregrinajes de jóvenes: yo mismo lo haría de buen grado si el tiempo me lo permitiese y si no supiera que logro el mismo fin escribiendo libros y aceptando comentarlos ante los estudiantes.


Comprender es imposible

Como se sabe, la obra de exterminación fue muy lejos. Los nazis, que a la vez estaban empeñados en una guerra durísima, manifestaron en ello una prisa inexplicable: los cargamentos de víctimas destinadas al gas o a ser trasladadas de los Lager cercanos al frente tenían precedencia sobre los transportes militares. No llegó a su culminación sólo porque Alemania fue derrotada, pero el testamento político de Hitler, dictado pocas horas antes de su suicidio y con los rusos a pocos metros de distancia, concluía así: “Sobre todo, ordeno al gobierno y al pueblo alemán que mantengan plenamente vigentes las leyes raciales y que combatan inexorablemente contra el envenenador de todas las naciones, el judaísmo internacional”.

Se puede afirmar que el antisemitismo es un caso particular de intolerancia; que durante siglos ha tenido un carácter principalmente religioso; que en el tercer Reich fue exacerbado por la explosión nacionalista y militarista del pueblo alemán, y por la peculiar “diferencia” del pueblo judío; que se diseminó fácilmente por toda Alemania y buena parte de Europa, gracias a la eficacia de la propaganda de los fascistas y de los nazis que tenían necesidad de un chivo emisario sobre quien descargar todas las culpas y todos los resentimientos; y que el fenómeno fue llevado a su paroxismo por Hitler, dictador maníaco.

Debo conceder, sin embargo, que estas explicaciones comúnmente aceptadas no me satisfacen: son diminutas, no tienen común medida ni proporción con los hechos que pretenden explicar. Releyendo las crónicas del nazismo, desde sus turbios inicios hasta su fin convulsionado, no logro quitarme de encima la impresión de una atmósfera general de locura descontrolada que me parece ser única en la historia. Esta locura colectiva, este descarrío, suele explicarse postulando la combinación de muchos factores distintos, insuficientes uno a uno. El más importante sería la misma personalidad de Hitler y su profunda interacción con el pueblo alemán. Es verdad que sus obsesiones personales, su capacidad de odiar, su prédica de la violencia, hallaban una resonancia desenfrenada en la frustración del pueblo alemán, y de él le volvían multiplicadas, confirmándole su convicción delirante de ser él mismo quien encarnaba al Héroe de Nietzsche, el Superhombre redentor de Alemania.

Mucho se ha escrito acerca de su odio hacia el pueblo judío. Se ha dicho que Hitler volcaba sobre los judíos su odio hacia todo el género humano; que reconocía en los judíos algunos de sus propios defectos, y que al odiar a los judíos se odiaba a sí mismo; que la violencia de su aversión provenía del temor de tener “sangre judía” en las venas.

Insisto: no me parecen explicaciones adecuadas. No me parece lícito explicar un fenómeno histórico cargando todas las culpas sobre un individuo (¡los ejecutores de órdenes horrendas no son inocentes!), y además siempre es arduo interpretar las motivaciones profundas de un individuo. Las hipótesis propuestas justifican los hechos sólo parcialmente, explican la calidad pero no la cantidad. Debo admitir que prefiero la humildad con que algunos historiadores entre los más serios (Bullock, Schramm, Bracher) confiesan no comprender el antisemitismo furibundo de Hitler y, detrás de él, de Alemania.

Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: “comprender” una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a la vez nos consuela: porque quizá sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros, tiene su racionalidad, lo “comprendemos”.

Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también.

* Fragmentos del postfacio, escrito en 1976, en Si esto es un hombre (ed. Muchnik; totalmente agotado en Buenos Aires).

viernes, 22 de enero de 2010

La mentira que se resiste a morir


Por Juan Forn

Hay dos libros que nunca faltan en los kioscos de revistas del subte porteño y que hacen que uno repare de golpe en el aire viciado que se respira ahí abajo: uno es Mi lucha, el otro es Los Protocolos de los Sabios de Sión. Esta semana tuve que ir a Buenos Aires a ayudar a mi madre con unos trámites y, en uno de mis traslados subterráneos por la ciudad, purgué el malhumor encarando a uno de esos kiosqueros para preguntarle si todavía quedaban imbéciles que compraban esos libros. Parece que sí, especialmente los Protocolos: “Será porque es más cortito, y sale más barato”, me contestó el kiosquero sin que se le moviese un pelo. También podría haber citado al epónimo autor de Mi lucha, quien escribió en su epónimo libro: “El hecho de que se insista tanto en probar la falsedad de Los Protocolos de los Sabios de Sión es prueba incuestionable de su autenticidad”. Notable razonamiento, teniendo en cuenta que, cuando Hitler leyó los Protocolos, ya estaba completamente demostrado su origen espurio. Pero ésa es, según la jurista Hadassa Ben-Itto (quien dejó su puesto en la Corte Suprema israelí a los setenta años para dedicarse a escribir el libro definitivo sobre el tema), la característica emblemática de los Protocolos: son “la mentira que se resiste a morir”.

La primera noticia de los Protocolos data de 1903, cuando aparece por entregas en un periódico ruso llamado La Bandera. Pero la versión que ha perdurado, traducida a casi todos los idiomas de Occidente, se debe a un santón llamado Serguei Alexandrovich Nilus, que aspiraba a convertirse en el sucesor de Rasputín. Nilus incluye los Protocolos como apéndice de su libro El Advenimiento del Anticristo y el Dominio de Satán en la Tierra. Allí anuncia que han llegado hasta sus manos las actas de un plan secreto para dominar al mundo, “urdido por los jefes del pueblo judío durante los siglos de su dispersión y presentado por Theodor Hertzl al Congreso Sionista reunido por él en Basilea en 1897”. El zar Nicolás queda tan impresionado con la manera en que Nilus revela quiénes “manejan los hilos del mal en el mundo”, que ordena que se lean fragmentos de los Protocolos en los oficios religiosos de las 368 iglesias de Moscú. Pero es otro el motivo que potenciará su difusión: un ejemplar del libro de Nilus es el único volumen que la zarina Alexandra pudo poner a salvo antes de ser ejecutada por los bolcheviques. Presintiendo su inevitable fin, la zarina dibujó en su cubierta el símbolo de la gracia divina (una cruz gamada, más conocida como esvástica) y partió a enfrentar su destino.

Así fue como los Protocolos se convirtieron en el libro de cabecera del Ejército Blanco: una edición popular, con la cruz gamada en la cubierta, se repartió entre la tropa y se leía cada noche en voz alta en todos sus campamentos. Los nobles rusos en el exilio colaboraron a su manera: realizaron también ellos su propia edición, una en Berlín y otra en París, pero traducida al alemán y al francés, y la distribuían a manera de propina entre taxistas, botones de hotel y camareros. Europa necesitaba saber que la revolución bolchevique era un paso más de la conjura judía por conquistar el mundo. Así llegamos al año 1921, momento en que Alfred Rosenberg introduce a Hitler en la lectura de los Protocolos, mientras que, desde Londres, The Times revela al mundo que los Protocolos son un burdo plagio de un panfleto antimonárquico francés llamado Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, escrito por un tal Maurice Joly en 1864 desde su exilio en Suiza. Originales de ambos en posesión del Museo Británico demuestran inequívocamente que el texto ruso repite casi al pie de la letra la argumentación del original francés, pero adjudicando a los judíos los argumentos con que Maquiavelo demostraba a Montesquieu por qué el mal vencería siempre al bien.

El Times debía la revelación a su corresponsal en Estambul, Phillip Graves, quien a su vez la había recibido de un ex miembro de la Ojrana (la policía secreta zarista), devenido oficial del Ejército Blanco y varado en Turquía luego de la desbandada de las tropas fieles al zar. A través de este informante irrumpe en escena el verdadero artífice de los Protocolos de los Sabios de Sión: el temible Piotr Ivanovich Rachkovsky. Cuenta Danilo Kis en un extraordinario relato sobre los Protocolos, incluido en su Enciclopedia de los Muertos, que Rachkovsky había desarrollado desde sus días de estudiante un auténtico don para los anónimos injuriantes, que le ganó un lugar entre los conspiradores nihilistas de Petersburgo. Apresado por la policía zarista, no tuvo empacho en entregar a sus compañeros a cambio de un puesto en la filial de la Ojrana en París. En 1895 logró coronar su carrera con el puesto de jefe de la Policía Secreta Imperial en el Exterior, al desbaratar una organización clandestina que fabricaba bombas en un taller de los suburbios de París. Sesenta y tres terroristas fueron expulsados de Francia y enviados a Siberia por esa causa. Los deportados llevaban años bajo tierra cuando se supo que aquel taller estaba alquilado a nombre de Rachkovsky y que gran parte de los atentados anarquistas realizados por esos años en París habían sido ordenados por él, “para arrastrar a Francia hacia la duda y estimular una alianza santa de Europa con el zar en la lucha contra el judío”.

Poco después, cuando cayó en sus manos un ejemplar del librito de Joly y sus informantes le avisaron que Hertzl organizaba el primer congreso sionista en Basilea, Rachkovsky fraguó los Protocolos y se los envió anónimamente a Nilus a Rusia. El resto es historia. Aquella obra maestra de la calumnia se extendió por el mundo a la velocidad de las plagas. Para cuando Hitler llegó al poder, en 1933, la editorial alemana Der Hammer celebraba con un cóctel la venta del ejemplar número doscientos mil de los Protocolos. Su traducción al inglés alcanzó los cien mil ejemplares en 1925, gracias al apoyo público que le dio Henry Ford con su libro El judío internacional. Cifra similar alcanzó la traducción italiana realizada por Preziosi y también la francesa, apadrinada con un prólogo de monseñor Junius titulado “Quién horada los cimientos de la humanidad” (de esa versión francesa proviene la primera traducción a nuestro idioma).

Vale la pena señalar que la explosión internacional de los Protocolos no ocurrió antes sino después de que el Times hiciera público su origen espurio y que se hubieran publicado tres libros puntillosamente documentados confirmando esa revelación (Los Protocolos Falsificados de Sión, de Simon Wolf, La Historia de una Mentira, de Herman Bernstein y Los Protocolos Críticamente Iluminados, de Benjamin Segel). Pero, como dijo la venerable Hadassa Ben-Itto cuando publicó su titánico trabajo, luego de cumplir ochenta años: “Quizás equivocamos el camino, y hubiera sido más eficaz revelar la falsedad de los Protocolos a través de los pasquines de la época, anónimamente. Es triste reconocerlo, pero el antídoto contra ciertos venenos sólo puede obtenerse del veneno mismo”.

lunes, 18 de enero de 2010

Bajo el volcán.

Con la congoja de la pasada tormenta


Horacio Castellanos Moya carga con una conflictiva relación con el país donde creció, El Salvador, y un destino de exiliado. Entre la melancolía y la denuncia su obra provoca creciente interés. Ahora es el turno de un volumen de cuentos “casi” completos.


Por Gabriel Lerman


A diferencia del almacenero de Los adioses, el barman de este cuento observa pero también es observado, y lo que en el primero es el desciframiento de las relaciones entre un puñado de personajes que están relativamente separados de él, en el segundo se le suma el involucramiento, involuntario sí, pero involucramiento al fin del narrador. En verdad, el barman se convierte sin querer, para su desesperación, en un testigo en peligro. Ha conocido durante semanas a un hombre que, cada tarde, se acercaba a la barra a beber gin con tónica.

Apenas sabe su nombre, Luis Raudales. Pero él no habla y Raudales tampoco. Le reconoce cierto aire de militar, y también sabe que es piloto de la línea aérea LASA. De pronto, se entera por el diario que el hombre se ha suicidado, una semana antes de casarse. Le despierta curiosidad, alguna inquietud, pero nada importante. Pocos días después, un militar lo encara en la barra y comienza a hacerle preguntas acerca del tal piloto Raudales.

Aunque el almacenero de Onetti se mueva en la zona del chisme, del tejido de suposiciones que simbolizan lo que en el pueblo comienzan a preguntarse acerca de los personajes sobre los que él se interroga, nunca parece quedar expuesto o en peligro. En cambio, contagia al lector, lo vuelve un chismoso más. Esa fue siempre la maestría del texto de Onetti, una invitación al placer novelesco.


En el caso del barman de este cuento, y nos referimos a Con la congoja de la pasada tormenta, relato que da título a la antología de cuentos de Horacio Castellanos Moya, la inquietud que se transmite se abre en dos planos: el peligro al que va quedando expuesto el barman y, en relación directa, los sentidos que ese peligro implica, la posición de un ciudadano común frente al Estado. En ambos casos se simboliza algo más, acaso el modo de vincularse frente a la política. Si en Onetti lo político es difuso, pero podría estar un paso más adelante, ser incluso motivo de un desenlace o de una apuesta ulterior, en la superficie de Castellanos Moya la política pareciera estar abatida desde el vamos, no haber posibilidad de nada porque la amenaza que se cierne sobre el barman y los personajes circundantes es inexorable, y en el fondo lo que nos revela es una oscuridad mayor, inmanejable.

La comparación viene a cuento porque el escritor centroamericano transmite en su literatura un tipo de sensación muy específica y extendida en estos tiempos culturales. Frente a ese típico y tan instalado cinismo, a veces nihilismo burlesco o comodidad satisfecha de ciertos escritores latinoamericanos, Castellanos Moya nunca deja de sembrar en sus páginas algunos indicios que matizan y sugieren un modo de la denuncia, del sobrecogimiento del que conoce el horror y, eso, en algún plano, invita a la reconstrucción posible de otra forma de justicia, de otra manera de hacer y rehacer el relato histórico.

Hondureño pero criado en El Salvador, Castellanos Moya se ha marchado de su país en 1979, en coincidencia con lo que sería el momento de despliegue de la guerrilla, manteniéndose a un lado de las disputas interiores y, de algún modo, en una posición incómoda frente a un escenario de marcada polarización. Vivió en México y otras ciudades, hizo carrera periodística allí y obtuvo reconocimientos y ayudas internacionales de Alemania y Estados Unidos, donde actualmente imparte clases.


Luego de la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador en 1992 –que pusieron fin a un conflicto armado de más de diez años—, Castellanos Moya retorna a su país y participa del lanzamiento del semanario Primera Plana, que duró unos años. En 1999 se alejó nuevamente del país tras recibir amenazas de muerte a raíz de la publicación de la novela El asco, una crítica mordaz y humorística a todo lo que muchos consideraban los “valores esenciales del ser salvadoreño”. Roberto Bolaño, quien lo conoció y leyó, escribió sobre él: “Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo.

Es un sobreviviente pero no escribe como un sobreviviente”. Respecto de la política, sin privarse de desafiar los lugares comunes del patrioterismo militar, de la corrupción empresaria y del verticalismo guerrillero, Castellanos Moya pareciera desplazar el sentido hacia una suerte de existencialismo que no puede dejar de alarmarse por el horror de una sociedad atravesada por la violencia pero a la vez intenta vislumbrar algo más allá del mero escandalizarse.

En un continente cultural que celebra la despolitización de su literatura y se divierte haciendo parricidios y exorcismos y sólo brinda por el vacío, por acercarse a las mieles de un nuevo hispanismo sin historia ni conflictos, avizorar en estos textos una membrana blanda y sugestiva que descubre una capa interior insospechada, es un soplo de aire fresco. Sin esconder los cadáveres en el placard, sin barrer tanta mugre bajo la alfombra, Castellanos Moya está en una posición enunciativa a la cual por momentos puede achacársele todo lo dicho hasta aquí, pero a la que también hay que reconocerle que exhibe un latido, un fondo revuelto que anuncia, quiérase o no, otra cosa.

“Casi todos los cuentos” que aquí se presentan son una oportunidad para recorrer cuatro libros del hondureño, ya inhallables. Da toda la impresión de ser uno de esos libros bisagra en los que el autor muestra el conjunto de su obra, como si le hubiera llegado la hora de la consagración o algo por el estilo. Entonces, antes de ubicar obsesivamente los volúmenes en las góndolas –esa máquina industrial que, según Castoriadis, reinventa la cultura cada tres meses—, vale la pena preguntarse dónde han quedado el dolor y el humor en el continente.
El tiempo recobrado
La bienaventuranza
Un grupo de amigos ex militantes se reúnen treinta años después alrededor de una ausencia. Una reflexión alejada de lugares comunes sobre el tiempo de la dictadu
ra.


Por Susana Cella

Una cita precisa en un remoto lugar de la pampa a la que acude, entre la certeza y la curiosidad, un reducido grupo de personas que, indefectiblemente, saben que la convocatoria significa desandar el tiempo para que un recuerdo imborrable que los une resurja en toda su densidad es el punto de arranque, la primera impulsión para ese movimiento. La aridez del lugar de encuentro acentúa la desnudez que parece condición para retornar, después de tantos años y tan diversos caminos hollados, a lo que una vez se compartió. Y quien surge como centro irradiante en lo que trabajosamente se va armando como reminiscencia –no simple evocación sino algo así como revivir lo acaecido– es un personaje que brilla precisamente por ausencia, porque fue asesinada tres décadas atrás. Uno de sus apodos era La Rusa, y se presentifica en tanto todos van recomponiendo su completa figura, una suerte de biografía coral que simultáneamente la va mostrando en sus múltiples facetas, deseos, gustos o decisiones e intenta develar el porqué de ese desenlace terrible, que es a su vez una marca imborrable, un signo a interpretar, cada quien a su modo, por todo el resto.

La separación posterior, lo que cada uno de ellos fue haciendo, de qué manera en los exilios sobrevivieron, surge en el contrapunteo de las voces que van lentamente y no sin pocas resistencias animándose a hablar y más, a llevar a cabo un viaje simultáneo en el tiempo y el espacio, por un escenario reconocible y a la vez enrarecido, que, a medida que se recorre, parecer ir devolviendo la perdida cercanía que tuvieron. Los silencios, la reticencias e incluso las ásperas observaciones que los personajes intercambian, remiten a esa desnudez conexa con la verdad y por tanto reacia a tapujos o hipocresías.

La prosa cortante, y a la vez no exenta de magníficas imágenes y plena de acertados movimientos rítmicos y de un ajustado ensamble de escenas, es precisamente lo que desencadena tales sentidos. La dictadura y su continuación por otros medios aparece en esta novela de Silvia Maldonado de un modo que, salvo alguna excepción, ofrece una mirada diferente completamente irreductible a clisés del tipo que sean, ya que los personajes vindican aquel tiempo que el por momentos inverosímil recorrido por un territorio de intemperie les permitió recuperar, no sin dificultad y sin costos, para arribar entonces a lo que la novela anuncia en su título, una bienaventuranza.

Sin dudas se trata aquí de una escritura de la experiencia, sin que esto derive en un relato de tipo meramente confesional, porque esa experiencia es, según este texto, el recuento de lo vivido –en cuerpo y alma– junto con la inseparable percepción y análisis que involucra una serie de temporalidades netamente ensambladas en la novela: un pasado remoto y quizás, hasta el momento de la revivificación, congelado; una duración más o menos difusa en el sucederse de días y días de diásporas; un hito puntual, en la recepción de la carta; un tiempo sucesivo en el viaje y el sentido de una inminencia, como aquello que está por suceder y con ansiedad se espera. Estas modalidades, lejos de estar compartimentadas, se vinculan sin solución de continuidad como afirmando la imposibilidad de borrar lo que ha quedado grabado en la memoria. El sorprendente capítulo final amplía y proyecta la trama a una dimensión mayor en la que los personajes adquieren su pleno estar, su válido lugar en la historia, y así, la buena ventura que depara el tiempo recuperado.
JUAN JOSE BECERRA, AUTOR DE PATRIOTAS

“Me molesta el cinismo de la cultura política argentina”
En su nuevo libro de ensayos, el escritor canaliza el enojo que le provocan varios de los personajes públicos de la derecha criolla. Hay reflexiones e ironías sobre Marcos Aguinis, el rabino Bergman, Alfredo De Angeli y Francisco de Narváez, entre otros.



Por Silvina Friera

Es cierto: el rabino Sergio Bergman da un poco de miedo. Lo confiesa el escritor Juan José Becerra en el primer ensayo de Patriotas (Planeta), en el que revisa y desnuda la inquietante cartografía de personajes y hechos que fundan la nueva Argentina conservadora. A ese paladín de las causas justas que mete miedo lo define como “un Góngora de la civilidad, que no pierde ocasión de instarnos a la participación sin descuidar un tipo de formalismo baratísimo que impacta por las molestias de su aparente lírica”. Los slogans del rabino, con un formalismo de sedimentos religiosos que parece cocinado en los departamentos creativos de las agencias de publicidad, son, como analiza el escritor –que afortunadamente, pese a los riesgos, salió ileso de la lectura del Manifiesto cívico argentino–, “efectistas y huecos, pero capaces de quedar flotando en el ambiente como una nube tóxica”.

A continuación, en esa galería que intoxica, arremete contra el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, a quien describe como “un dispositivo inquisitorial portátil, que tiene la mirada rapaz de Argos y se mueve en todos los frentes sociales atacándolos desde arriba”. Becerra capitaliza el enojo que le provocan estos “vigilantes” del sentido común con una ironía tan corrosiva que no deja fascista con cabeza. “Si hay algo que reconocerle a Aguer es su brutalidad. No es alguien que necesite hacerse el progresista. Todo lo contrario: es todo lo políticamente incorrecto que se puede ser en las discusiones públicas.” Otro “decapitado” es Marcos Aguinis, “autoridad moral y estilística del sentir nacional. Quién no se atraganta al leer, en la página 69, que en el programa de Mirtha Legrand puso a su ¡Pobre patria mía! a la altura del Yo acuso de Zola y del Manifiesto comunista de Marx y Engels. Debería figurar, aunque usted no lo crea, en un futuro documental de delirios literarios”.

Con el subtítulo “Héroes y hechos penosos de la política argentina”, los “patriotas” que desmonta Becerra en estos ensayos urgentes no tienen desperdicio. De pronto se detiene en el “semblante papal” que ofrece la imagen de Joaquín Morales Solá. “Es una imagen controlada por lo que los maestros de urbanidad conocen como el arte (dramático) de guardar las formas, una hipereducación o una sobreeducación y, por añadidura, una infrasensibilidad o una distancia que desplaza hacia un territorio blanco la materia que Morales Solá juzga a través de métodos de análisis que giran sobre un eje de oro: el perfeccionismo para observar la democracia liberal, es decir, un ideal de funcionamiento y eficacia institucional cuyos nombres y teóricos son tan elevados que no encuentran nunca o casi nunca su realidad”, escribe en “Política del alma perfecta”. En “La consagración del gaucho sencillo” repasa el vertiginoso ascenso de un nuevo héroe visual, el complejísimo icono de Entre Ríos. “Si la gauchesca nunca fue cosa de gauchos, ¿qué es lo que inspira el teatro actual del gaucho argentino reducido a la figura de Alfredo De Angeli? –se pregunta Becerra–. Posiblemente, el folklore. No un folklore reflexivo e ideológico –no el de Atahualpa Yupanqui, pero tampoco del todo el de Larralde o Cafrune– sino el folklore melodramático y altisonante que reduce la sensibilidad rural al grito, una especie de alarido de malón adaptado a un sentimentalismo que no es social sino privado.” Tampoco se salva del estilete de Becerra el discurso político “enclenque” de Francisco de Narváez.

El tono de Patriotas puede evocar, por momentos, el fervor con que Ignacio Braulio Anzoátegui vituperó a ese santoral negativo poblado de réprobos en su Vidas de muertos, en el que le dio con un caño a Sarmiento, Alberdi y Echeverría, entre otros. La diferencia está en la vereda desde la que se mira a esas “familias disfuncionales”. Mientras Anzoátegui fue un recalcitrante ultracatólico y antisemita, considerado por muchos críticos como enfant terrible de la derecha argentina, Becerra se planta como un ciudadano de centroizquierda que fustiga contra el sentido común de la derecha.


Poco antes de que Becerra llegue a La Boutique del Libro de Palermo con un ejemplar de la nueva novela de Gustavo Ferreyra, Piquito de oro, los televisores de los bares proyectaban al último “héroe de la patria” atrincherado en el Banco Central, Martín Redrado, quien por la tiranía de los tiempos editoriales –el libro se publicó en diciembre– se quedó con la ñata contra el vidrio de esta galería de la nueva Argentina conservadora. “Es un hijo dilecto del mercado; varias veces en situaciones como ésta no tuvo problemas si se gastaban las reservas”, subraya Becerra a Página/12. “No se puede dar ningún paso adelante. ¿Quién decía un paso atrás, dos adelante? Lenin, ¿no? Esto es al revés: uno adelante y dos atrás. Es tremendo”, asegura el escritor. “Este libro lo escribí para que mi ‘enano civil’ hiciera su catarsis. Si tengo que analizar la actualidad política, pediría, por favor, que hablemos de literatura”, bromea el escritor.

–¿Escribió los ensayos de Patriotas contra el “sentido común” de discursos como el de Bergman o Aguinis?

–Sí, es un libro contra el sentido común; no contra la oposición, porque hay discursos de la oposición que no forman parte del sentido común. Me siento muy incómodo hablando de estos temas porque siempre se hace necesario desplazarse a lo que sería una especie de “chapuceo sociológico”, que no tiene nada que ver conmigo. Yo predico una tradición muy personal en este tipo de libros que está relacionada con las notas que hago para Los Inrockuptibles, en las que escribo sobre literatura, cine o algún acontecimiento. Pero cada tanto me doy el gusto de escribir sobre lo que podríamos llamar la actualidad. Y ahí, como quien dice, encontré un tono. En el caso del Manifiesto cívico... de Bergman, posiblemente el libro más tedioso que cualquier persona pueda leer, tiene una densidad proustiana en el peor sentido (risas). Aguinis es un manual del sentido común sobre el que, curiosamente, él se monta como autor; cuando sabemos que no hay un autor del sentido común.

–¿A qué atribuye el éxito que tienen libros como ¡Pobre patria mía!?

–El éxito de esos libros se explica por un tipo de lector que necesita leer algo ya leído en otro libro, o en el ambiente. Son fenómenos de venta masiva en los que se reivindica el sentido común, lo ya dicho o sabido. Los lectores encuentran en ese libro de Aguinis lo que saben que van a encontrar. Hay como un pacto de fidelidad comercial, pero ningún pacto literario, porque si hay algo que no necesita ese tipo de lector es un estilo. Le fastidia el estilo; necesita como una ola de literalidad que lo revuelque un poco.

–Le pega duro y parejo a Aguinis cuando transcribe una frase de su libro: “Se abandonó el espléndido camino que iluminaba la antorcha de la Constitución y se trepó a un diarreico tobogán ondulante. Es decir, un tobogán que se desliza siempre hacia abajo”. Usted se burla de que “al menos en este momento newtoniano que atraviesa la historia de la humanidad, no hay toboganes que se deslicen hacia arriba”.

–¿No te parece que es como una literatura de autoparodia? Aguinis es un Bustos Domecq que habla en serio y es leído en serio. Es una relación de escritura y lectura que ni siquiera podemos llamar anacrónica; es como de un orden místico: “Yo, que no escribo, hago que escribo; y yo, que no leo, hago que leo”. No debería meterme con los lectores de este tipo de libros, pero ahora que lo pienso bien hay que encontrar la manera de cortar con esto. No digo que terminen leyendo, después de un lavado de cerebro, a Gustavo Ferreyra, pero hay que hacer algo. Si a un libro no se le exige nada, no te da nada. Eso me produce un malestar como lector. ¿Sabés por qué? Porque son libros. ¿Cómo puede ser que el lector de Aguinis, que exige tanto en tantas cuestiones sobre la sociedad y la política, no exige nada del libro de Aguinis? Y lo toma como si fuera un texto sagrado...

Becerra pone la pausa a su enojo y dice que sabe que se indigna un poco. “Mi idea era escribir un ensayo que alcanzase, aunque sea a través de un grito, a dialogar con la actualidad”, plantea el escritor. “No me parece mal que en un ensayo aparezca el elemento personal, la idea de que alguien dice lo que dice no sólo desde una plataforma ideológica o formal sino desde un estado de ánimo. En este caso, desde la indignación.”

–Pero también desde el miedo, como señala en el ensayo sobre Bergman...

–Sí, es cierto: escucharlo a Bergman es como ver una granada sin espoleta que va a explotar en cualquier momento. Pero confieso que más inquietud me causa la opinión pública, que es la que alimenta este tipo de personajes muy populistas. La opinión pública los infla todo el tiempo, pero ellos no se niegan a ser inflados.

–¿Son muy populistas Bergman o Aguinis? En general, ellos usan el “comodín populista” para cuestionar al Gobierno...

–Bueno, el Gobierno tendrá su populismo aparte, pero son populistas en tanto Aguinis y Bergman se encargan muy bien de resaltar que le están hablando al 70 por ciento del país, como si el otro 30 no existiera. Y existe tanto el 70 como el 30.

–Pero Bergman y Aguinis parece que se dirigen al 30 por ciento de la sociedad; esos discursos, más aptos para las clases medias urbanas, tal vez no lleguen a otros sectores sociales.

–¿Pero Aguinis puede tener un solo lector refinado? ¿Por qué no se puede criticar a esos lectores que leen a Aguinis o a Bergman? Nunca van a leer un libro mío (risas). Un libro siempre funciona como una organización que atrae a determinados tipos de lectores y expulsa a otros. Tengo la impresión de que los lectores de Aguinis son lectores de un solo libro; toman ese libro o un conjunto mínimo de libros como la biblioteca universal a partir de la cual no sólo se inspiran sus ideas sino sus vidas. Son como preceptos vitales lo que extraen de esos libros.

–Los personajes que desmenuza en el libro apelan a un discurso con eje en la patria. ¿Qué opina del modo en que se utiliza el concepto de patria?

–El concepto de patria es conservador, aunque lo use la izquierda. No me preocuparía mucho por producir un sentido patriótico, pero sí me interesa leer el sentido patriótico que aparece cada tanto. En este caso se presenta de un modo regresivo: la patria como aquello que la Argentina fue; por lo tanto es un problema que habría que situar en el porvenir. Esa patria que la Argentina fue irrumpe ahora, curiosamente, en el horizonte. Uno puede decir que es un concepto meramente anacrónico, que se trata de experiencias que ya pasaron. Sin embargo, el planteo es que podemos ir a una Argentina patriota en el peor sentido. Esto me molesta porque yo también soy tan argentino como De Angeli; no es que De Angeli es más argentino que nosotros.

–Habría una suerte de campeonato para ver quién es más patriota, ¿no? ¿Lo que está ocurriendo con el Banco Central es una prueba de este fervor patriótico de ciertos sectores de la oposición por “custodiar” las reservas?

–Sí, pero quién es más patriota es una cosa muy difícil de establecer. Lo que más me molesta de la cultura política argentina es el cinismo. Cuando digo sociedad, obviamente me incluyo como partícula de esa marea. Nosotros como sociedad –empiezo a adoptar el tono de sociólogo– tenemos un vínculo con la corrupción y un vínculo con el cinismo. El vínculo que tenemos con el cinismo es la indiferencia. No nos interesa que la cultura de la política se funde en el discurso cínico. Sí, digamos, parece que nos interesa, incluso mucho y tal vez demasiado, el vínculo de nosotros con la corrupción del universo político. El cinismo, que tiene que ver con el lenguaje, es totalmente aceptado. No sé por qué pasa esto; hay cosas que no me explico o no las entiendo. Lo que menos entiendo son las cuestiones ligadas a la sociedad y nuestra supuesta “falsa inocencia”.


Hay una especie de salto desesperado por colocarnos fuera de lo que sería el espacio de la responsabilidad. Este libro es como un operativo comando: salgo y vuelvo. Cuando vuelvo, me arrepiento un poco de haber salido; no de haberlo hecho sino de enredarme en ese exterior, porque no soy un politólogo, ni un opinólogo. Como soy un espíritu antimilitante, prefiero escribir estos libros, como Grasa y La vaca, que pueden tener alguna utilidad en términos políticos. Siento un deber como ciudadano. ¡Imaginate lo que significa leer a tipos como Bergman y Aguinis! Es como que te caguen a palos (risas). Alan Pauls dice que este libro es mi probation.

–Usted no es kirchnerista, pero deja en claro que no quiere sumarse a la ola desestabilizadora de la oposición política de derecha.

–Me molesta muchísimo que me lleve cualquier ola, incluso la ola que podemos considerar razonable. Si es por mí, prefiero que no me lleve ninguna ola. Como todo ciudadano de centroizquierda, miro hacia la centroderecha. ¿Hacia dónde querés que mire? Miro el territorio de las antípodas.

domingo, 17 de enero de 2010

El reino del lápiz rojo

Pueden ser sutiles, indiferentes o despiadados. Cada autor enfrenta manías y obsesiones antes de llegar a la versión final de sus obras.


Por: Carolina Esses

Héctor Libertella corregía sus originales con liquid paper. Iba tapando palabra a palabra hasta que no quedaba nada en la hoja. Decía: "lo aplico a una palabra, después a otra, después a otra. Y así llego por fin al objetivo final de la literatura: la página en blanco", según cuenta Martín Kohan. César Aira dice que los originales de Osvaldo Lamborghini casi no tenían tachaduras. Susana Thénon se detenía en la disposición de cada palabra en la hoja, y debatía en sus cartas la pertinencia de una "y", de una "o". Lo cierto es que la manera en la que un escritor corrige puede definir una postura en relación con su oficio y la literatura. Basta con pensar en Proust. Las pruebas de galera que le enviaba Gallimard regresaban, no ya con correcciones, sino llenas de anotaciones y agregados; como si al texto original se le superpusiera siempre otro y ninguna palabra fuese definitiva en ese pasaje del recuerdo a la palabra.

Ya sabemos: el poder de la lectura se encuentra en su capacidad para abrir el texto, desenvolverlo, hacerlo propio. Es el lector quien interpreta y da sentido. Pero sería necio no admitir que cuando el texto se convierte en libro, cuando ya no puede ser modificado por su autor, algo se clausura. Por eso, la importancia de ese momento en el cual el escritor se coloca frente a lo ya escrito antes de llevarlo a la imprenta. Sin caer en dramatismos, pero teniendo en cuenta que luego, y hasta nuevas ediciones –si las hay– será demasiado tarde.

Uno se encuentra con sorpresas. Porque se podría pensar que la prosa de Saer –y la complejidad de planos narrativos de una obra como Glosa– sólo puede ser posible luego de infinidad de correcciones, como solía hacer Flaubert ("escribir significa reescribir"). Sin embargo –y para pesar del escritor esforzado, convencido de que sí se trata de 90% trabajo y 10% inspiración– no siempre es así: "Saer escribía lentamente a mano en prolijos cuadernos con renglones y márgenes en donde iba inscribiendo el texto sin borradores anteriores, sin blancos, sin pausas, sin arrepentimientos", dice Julio Premat en su libro Héroes sin atributos. Quizás a esto se deba un efecto no ya de realidad –parafraseando a Barthes– sino de naturalidad, como quien se deja llevar por su propia cadencia interna, para quien no habría pasaje entre procedimiento y resultado. Fogwill, por su parte, que escribió Los Pichiciegos en apenas un puñado de días, admite haber corregido su cuento "Muchacha punk" cada una de las veces que se reeditó: "siempre pienso que es la última", dice.

El riesgo es corregir demasiado quitándole al cuento, la novela o el poema esas impurezas que muchas veces tienen que ver con lo verdadero: "No pienso la revisión o la corrección como una promesa de adecentamiento o emprolijamiento del texto", dice Sergio Chejfec, "sino como un bastión de arbitrariedad. Creo que toda escritura predica lo incompleto, lo esquivo y lo que pierde forma, también predica todo lo erróneo pero cierto que tenemos alrededor; por lo tanto, la corrección, pensada como parte de la escritura, debe proponer la misma imperfección de todo lo construido o artificial y no buscar ocultarlo".

Si quisiéramos llevar la cuestión a posturas extremas, aquí y ahora, tendríamos que pensar en dos nombres, dos modelos si se quiere: Borges y Aira. El del escritor que busca aquella palabra que ya no admita ser cambiada por otra, cual caballero detrás de un santo grial, y el de aquel que pone el acento en el presente de la escritura (y con Aira, Copi, Osvaldo Lamborghini y la ya archiconocida frase "primero publicar y después escribir"), para quien lo importante no es lo escrito sino lo que se va escribiendo, la expansión de la frase y del sentido. La fijeza de la perfección, de lo acabado, la escritura como el camino hacia un lugar preciso. O la opción por lo incompleto, la no depuración del estilo, la frase –o la trama– expandida hacia el infinito y por lo tanto, el abandono de la instancia de corrección. Sin embargo, sobradas razones tenemos para no tomar a los escritores al pie de la letra: Borges publicaba, y mucho, abandonando al menos provisoriamente la búsqueda de ese término perfecto. Y, aunque el proyecto narrativo de Aira se funde en gran medida en esta idea de olvidar lo escrito casi inmediatamente después de haberlo terminado, difícil es creer que no realice una reelectura, cambie de lugar alguna palabra, prefiera, de pronto, esta idea a esta otra.

Es cierto que, en tiempos de tecnología, las tachaduras y los agregados podrían correr el riesgo de perderse para siempre: se puede borrar en la pantalla sin dejar huellas ni rastros, casi instantáneamente, permitiendo ese olvido casi mecánico al que nos remite la obra de Aira. ¿Adiós, entonces, a la crítica acostumbrada a bucear en los manuscritos? ¿Ya no tendrá sentido buscar en los cajones de los escritores, a la espera de encontrar esa primera versión del poema que agregue sentido o, al menos, contribuya en la construcción de su mística? Los críticos interesados en el análisis genético saben que no hay motivos para desesperarse. Lo mismo, los fanáticos, esos que coleccionan los papeles de sus escritores admirados. Con el regreso del autor –de su figura, de esa ficción de sí mismo– vuelven también sus manuscritos. En el blog de Chejfec, por ejemplo, se puede leer el original de su puño y letra, con las correcciones a la vista. "Para mí", explica, "es una manera de ofrecer el original en el sentido plástico de la palabra. El dibujo de lo escrito. Ese dibujo, ya que es una actividad doble, guarda el tiempo en que ha sido compuesto. Algo así como el recuerdo o su estela. El manuscrito exhibido es documento desviado, ya que no corresponde a nada sino a sí mismo, y sin embargo atrae por el grado de incompletud o contingencia que tiene todo lo hecho con las manos, al contrario de lo escrito propiamente dicho, que postula naturalmente la fijación y la permanencia".

Martín Kohan es otro de los que escriben a mano, en prolijos cuadernos Rivadavia. Y, aunque en su caso el momento crucial quizá sea ése en el que reescribe el texto pasándolo a máquina, no concibe escribir sin ir corrigiendo sobre la marcha, como si quisiera huir de cierta precariedad del texto, impedir su deriva: "No puedo dejar cosas sin resolver, no puedo tomar decisiones provisorias y dejar la decisión en firme para después, no puedo multiplicar versiones de lo mismo ni dejar abiertas posibilidades distintas. No puedo: tengo que saber, tengo que decidir en firme. Y eso lo voy haciendo a medida que escribo; si no, no puedo seguir". Para Viviana Lysyj, la experiencia es casi la contraria. Encuentra el destino de la narración mucho tiempo después de haber comenzado: "Al principio, siento que trabajo con una enorme piedra a la que hay que cincelar, a tal punto la materia del lenguaje es tosca. Así avanzo, un poco a ciegas, sin saber muy bien adónde voy, hasta aproximadamente la página 70 o incluso la 100, y por fin sé de qué se trata el camino emprendido, de modo que cuando llego al final, tengo que retomar otra vez toda la novela para darle la soltura y el tono finales". Quizá sea fácil decirlo ahora, que cada uno ha revelado la cocina de su escritura pero, leyendo Ciencias morales, de Kohan o Tragamonedas, de Lysyj es posible percibir la manera en la que cada uno trabaja y corrige, casi como si se tratara de una poética. Una prosa medida en la que el escritor pareciera mirar constantemente de reojo, en el caso del primero, y un ritmo vertiginoso donde la prosa cede al exceso, en el caso de Lysyj.

Luego está la mirada del otro. No ya del otro que es uno mismo frente al texto –la poeta Irene Gruss transcribe así ese diálogo en espejo: "suelo hacerle preguntas al poema. Preguntas crueles, también, como el '¿y a mí qué me importa?' o un 'mirá qué bien, ¡qué interesante!'–, sino de esos tres o cuatro lectores a los que se suele recurrir como manera de "probar" lo escrito. Estos pueden comenzar siendo, allá lejos y hace tiempo, cuando recién se perfila la vocación por la literatura, simples compañeros de taller o materializarse en la palabra muchas veces arbitraria del coordinador del grupo. Quienes hayan atravesado esta experiencia –y quien escribe estas líneas puede dar fe– saben que hay que estar preparado. Incluso para hacer oídos sordos.

"La primera vez que fui a un taller literario tendría unos diecisiete, dieciocho años", cuenta Samanta Schweblin. "El tallerista era un escritor que apenas nos doblaba en edad y corregía los textos con una lapicera roja, al mismo tiempo que los leía en voz alta, para todos. Cuando leyó mi texto se detuvo a mitad de la primera hoja, con un gesto de reprobación. Pensé que, tal como había ocurrido con otros alumnos, me haría algún comentario, bueno o malo. Sentí que estaba preparada para todo. Pero él miró su lapicera, se estiró hasta el escritorio, la cambió por un grueso marcador de pizarra rojo y, con toda la meticulosidad del mundo, dibujó una cruz gigante sobre cada una de las tres páginas de mi cuento. 'Vas a tener que empezar de nuevo', me dijo". Parece imposible que ni siquiera se salvara una frase, una palabra, una línea... quizás habría que haber tamizado la lectura del vehemente coordinador con la de alguno de los asistentes del taller, como para salir de dudas. Parafraseando al pragmático Stephen King –él mismo tiene un sistema de corrección según el cual debe disminuirse progresivamente el número de palabras de versión en versión– siempre se trata de valoraciones subjetivas. Cuando coinciden cuatro o más lectores, según King, habría que correr a corregirlo todo.

Con el paso del tiempo, esos grupos de taller pueden transformarse en grupos de pares, con los que se debaten textos en proceso. Gruss así recuerda esta etapa: "El taller de Mario Jorge De Lellis fue mi cimiento. Eramos crueles. En general, se contestaba con el texto de algún grande, se leía mucho. En particular, lo menos que nos decíamos era 'lindo'. A mí me han hecho pasar pruebas durísimas, como el no incluirme en una antología porque 'todavía no estaba para eso'; y tenían razón. Lo acaté y agradecí. En las reuniones de El escarabajo de oro, aprendí por qué un texto es bueno o no. Se fundamentaba todo. El que no leía era eyectado del grupo". Más tarde quizás, se recurra a algún escritor admirado para una "clínica de obra". Muchas veces será la autoridad del nombre detrás del escritor lo que funcione. El lugar que ocupe este lector autorizado dentro del campo literario puede ser algo que no tenga importancia para los más experimentados, pero para el que recién comienza, no es poca cosa. Cualquiera que visite el blog de Gustavo Nielsen, por ejemplo, puede leer la larga transcripción de una charla con Fogwill, allá por el 93, en la que el autor corrige –frase a frase– un cuento del, entonces, inédito Nielsen. Más allá de la anécdota, hacer pública esta intervención implica que algo se juega en ese intercambio.

Otra cuestión, es la del género literario. "En un cuento", dice Schweblin, "una palabra de más, una coma mal elegida, es como un adoquín en medio de la ruta, uno avanza a cien kilómetros por hora, y no es que al esquivarlo no haya chance de sobrevivir, pero sería mucho mejor que no hubiera estado ahí". Claro, una cosa será corregir un cuento en su concepción más clásica, ese engranaje casi de relojería, otra una novela y otras, atender a las demandas de la poesía: "la narrativa pide más culo en silla", sigue Gruss. "Según qué poema, puedo pensar un verso incluso viendo el programa La ley y el orden: sencillamente aparece o se lo encuentra. O no. Ojo, pueden pasar años hasta que lo encuentro". Carver, por ejemplo, llegó a admitir haber corregido un relato más de treinta veces. Y eso que sus cuentos no responden a las normativas más clásicas. Hebe Uhart, podría ser su contracara en cuanto al método. "Me da mucho trabajo corregir. Prefiero tirar y empezar todo de nuevo", dice, "dejar en remojo tampoco me gusta, porque si no he aceptado el texto en su momento es porque tiene alguna deficiencia que, en general, le encuentro después. Eso me pasa porque soy trabajadora pero no empeñosa, no me gusta intercalar, cortar, emparchar. Me gusta más hacer todo de nuevo, lo que es muy trabajoso, porque no soy flexible, lo he descubierto con pena, me gusta ir todo derecho como el caballo a la cuadra".

Quizá tenga que ver con el lugar en el que cada uno ponga el acento: la frase, la palabra, la cadencia pero también la trama, el argumento, los personajes, el género que se aborde. Lo interesante será que la manera de corregir lleve consigo una reflexión sobre el lenguaje y la propia práctica. Que marque una posición –aunque a veces se trate de una pose, una postura, un estereotipo– frente a la literatura. Por supuesto que los extremos siempre se tocan: Borges busca la palabra que no admita más correcciones pero es consciente de la imposibilidad de su empresa. Aira también conoce las limitaciones del lenguaje pero en lugar de depurarlo lo multiplica y lo expande. Cada uno arma un proyecto literario. Y luego, siempre está Fogwill. "Más que no corregir y proseguir la huida hacia delante agregando obras, lo ideal sería componer una obra completa de mil o dos mil páginas –no más– y tener tiempo para corregirla frase por frase justo a la edad en que uno ya sabe todo lo que puede llegar a saber", dice vía correo electrónico. "Pero casi nadie tolera pasarse treinta años de anonimato y todos quieren ser escritores, y escritores famosos, reconocidos, traducidos, bien remunerados, prostituidos y ¡jóvenes! Yo gozo corrigiendo, porque de repente me gusta algo que escribí, y que nadie, ni yo mismo ahora, podría emular, y, entonces, ensoberbecido, me doy ánimos para enfrentar cada frase a la pesca de lo que me autoengañé de haber logrado. Es más fácil corregir un texto que cualquiera de las cagadas que uno fue cometiendo en la vida, especialmente la de publicar y creérsela."

Es el medio ambiente, estúpidos


Por Mempo Giardinelli

Cuando el fiscal de Río Cuarto Walter Guzmán archivó la investigación por la muerte de Natalia Sonia Gallardo –una cordobesa de 28 años que miraba el paso del Rally Dakar– y decidió ni siquiera imputar al piloto alemán Mirco Schultis, la Argentina toda pareció no darse cuenta de lo que esto significa.

“La conducta del corredor es la propia de una carrera” –determinó Guzmán– y la joven “estaba en un lugar donde no era permitido ubicarse”.

Algo así como “algo habrá hecho” la víctima, descartando olímpicamente que el motociclista se salió del camino y atropelló e hirió a varios espectadores, y que había una enorme organización detrás de él.

La joven Gallardo no es la primera víctima del Dakar en Sudamérica. Ya el año pasado tres personas perdieron la vida: el motociclista francés Pascal Terry, encontrado muerto tres días después de desaparecer, y dos ciudadanos en Chile, en un accidente sugestivamente silenciado.

El mismo silencio cubre la historia negra de esta carrera originalmente llamada Rally París-Dakar, que fue prácticamente expulsada de Europa y de Africa, y a la que Francia exigió incluso que se le quitara el nombre de su capital. Salvo aquí, el mundo entero sabe del desprestigio de un “espectáculo” que no es más que la aventura de unos pocos privilegiados, que ha producido ya más de 50 muertes y que por doquier deja desastrosas consecuencias ambientales.

El Rally se hizo famoso por el desafío que era unir en coche Francia con Senegal. En los primeros años no se pensaba en los daños ecológicos que se producían y tampoco se cuestionaba el trato inhumano hacia los habitantes de los países africanos, entonces poco menos que bestias de carga en los campamentos. El Rally era un “safari” y con el tiempo muchos empresarios fueron descubriendo el filón que significaba el concurso de las más famosas marcas de vehículos, bebidas, tabacos y otros artículos de consumo de ricos, más los derechos de televisión.

Pero tuvieron que irse de Africa cuando los países africanos se convirtieron en “inseguros”. Un poco por hartazgo ante el daño ecológico, otro por circunstancias políticas y algunos atentados, el Rally Dakar, con el nombre reducido y nulo prestigio en Europa, debió buscar otros horizontes. Parece que hubo intentos de hacer la carrera en los Estados Unidos (Cañón del Colorado), Canadá y Australia. Pero fracasaron porque esos países, cuando depredan, lo hacen hacia fuera: en sus territorios son rigurosamente conservacionistas.

Entonces apareció la opción sudamericana, donde hay buena rentabilidad, cero rigor ambiental y funcionarios con reputación de coimeros. Argentina y Chile, dos países con reconocida distracción ambiental y nulo combate a la corrupción, eran ideales. Y encima, el cholulismo del poder y de los medios les facilita conseguir subsidios estatales, de manera que buena parte del enorme costo lo terminan pagando los contribuyentes depredados.

Los daños son tremendos, porque en los paisajes andinos, como en los desérticos, la vida vegetal y animal está siempre en delicado equilibrio, que se rompe ante el rugido de cientos de motos, autos y camiones, a grandes velocidades y consumiendo miles de litros de combustibles.

Al parecer, y según informes circulantes en la web, el itinerario fue modificado este año en su paso por Mendoza, porque algunos dueños de tierras les han hecho juicio. En Córdoba también. En cambio La Rioja, Catamarca y San Juan ya se sabe que son tierra de nadie para el desastre ecológico.

Precisamente a finales de 2009 se conoció –aunque los grandes medios porteños casi no le dieron espacio– que la Universidad Nacional de Córdoba, por abrumadora mayoría y luego de un largo debate, rechazó los fondos “donados” por la Minera La Alumbrera de San Juan. Antes lo habían hecho ya las UN de Río Cuarto y de Luján. El doctor Raúl Montenegro, uno de los impulsores del rechazo, calificó la decisión de “histórica” y “profundamente ética” porque los fondos “proceden de una empresa que consume irracionales cantidades de agua en una provincia semiárida, contamina el ambiente y rompe los tejidos sociales con sus practicas clientelares”.

No son meras palabras: desde 1997 la mina utiliza 95 millones de litros de agua por día que obtiene en Campo del Arenal, una reserva de agua subterránea poco conocida. Consume el 25 por ciento de la energía eléctrica del NOA y el 87 por ciento del consumo total de la provincia de Catamarca. Y desde 1999 se detectan drenajes ácidos que, según Montenegro, “son la peor amenaza de la minería”. Los efectos contaminantes no se reducen a Catamarca; se han comprobado en Tucumán y hasta en el embalse de Río Hondo, Santiago del Estero.

La prensa nacional calló, casi masivamente, la represión del 19 de diciembre pasado en Andalgalá, donde fuerzas de Gendarmería desalojaron la ruta donde los habitantes protestaban contra la minera. ¿Por qué? Porque el pueblo entero de Andalgalá, de 20.000 habitantes, fue vendido recientemente para la explotación minera y va a desaparecer.

La indefensión ambiental argentina es ya escandalosa. Ahí están los canales de Areco y los miles que debe haber en todo el territorio bonaerense aunque lo nieguen los señores Biolcati y Buzzi. Ahí está la amenaza al Ayuí en Corrientes. Ahí la minería depredadora en San Juan y otras provincias. Ahí la inoperancia manifiesta de la Ley de Bosques. Y ahí el insólito, ya insostenible veto presidencial a la Ley de Defensa de los Glaciares.

¿Cómo es posible que el Gobierno no advierta la estupidez de ese veto, tan grave como su inacción frente a las mineras y su permisividad con “espectáculos” como este rally, en el que hasta las Fuerzas Armadas prestan colaboración? ¿Y que en la durísima oposición casi ningún dirigente ni partido, con la sola excepción de Pino Solanas, se ocupe de estos asuntos? ¿Y que la gran mayoría de los argentinos, y sobre todo sus dirigentes, sean tan inconscientes, o corruptos, que no reaccionan ante la destrucción de nuestro hermoso territorio?

Es desesperante que a estas preguntas las responda el silencio. Es gravísimo que seamos uno de los países más estúpida y ambientalmente suicidas del planeta.
“Hay un problema político y no lo pueden resolver los jueces”
El juez de la Corte advirtió sobre la tendencia a convertir los estrados judiciales en un escenario. También repasó cuestiones relacionadas con la Justicia y se quejó de las versiones que señalaron a Ricardo Lorenzetti como compañero de fórmula de Julio Cobos.


Por Irina Hauser

Raúl Zaffaroni contempla los acontecimientos. Políticos que despotrican ante las cámaras, titulares catástrofe en los diarios, jueces de fama repentina. Todo digno de un verano caliente. El tiene pocas ganas de hablar. En su oficina corre aire fresco. Hay murmullo, mucha gente alrededor entre secretarios y visitas. Su expresión relajada cambia cuando recuerda un tema que le molesta. Las versiones sobre una candidatura del presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, como supuesto compañero de fórmula de Julio Cobos –dice– fueron “un poquito menos que terrorismo, pues no tienen otro objetivo que sembrar sospechas y generar algo de caos”. “No se juega con las instituciones ni con las personas”, se ofusca. Pero, al fin y al cabo, ese “terrorismo” es parte de todo un clima. De una sucesión de crisis políticas recurrentes que pasaron por el campo, la ley de medios, la reforma política y el Banco Central. Entonces, Su Señoría se decide, habla y advierte que el tema de las reservas y la remoción de Martín Redrado tiene un costado político que la Justicia no puede resolver.

–¿Qué responsabilidad tiene la Justicia en esta crisis alrededor del Fondo Bicentenario y la titularidad del BCRA? –le pregunta Página/12.

–No puedo opinar en concreto sobre el caso, pero sin duda que existe un largo camino de judicialización de la política, o sea, forma parte de una práctica que se ha vuelto mundial, por supuesto, en que toda cuestión política o parcialmente política se deriva a la Justicia. Desde hace años se observa una clara tendencia a convertir a los estrados judiciales en una suerte de escenario. Creo que ésta es una tendencia peligrosa para la imagen del Poder Judicial. Sin referirme en concreto a ningún caso, sino como orientación general de política judicial, estimo que debemos preservar la Justicia y devolver los problemas a los verdaderos responsables, para que los resuelvan en sus ámbitos naturales.

–La Asociación de Magistrados y otras entidades dicen que el Ejecutivo no acepta la independencia de poderes. ¿Usted cree en la independencia de poderes?

–El poder del Estado en el fondo no puede ser sino único, lo que hay es separación de poderes, que es otra cosa, y es de la esencia de la República. No es una cuestión de creer o no creer, sino que lo impone la Constitución y así debe ser. Hasta cierto punto, en el funcionamiento práctico, siempre hay una tendencia a acumular poder por parte de cualquier órgano, justamente para eso se establecen los pesos y contrapesos. Una Constitución, en último análisis, no es más que un proyecto de separación de poderes para que nadie lo hegemonice. La tendencia del Poder Ejecutivo a preponderar es histórica y está condicionada por el sistema presidencialista, no hay vuelta. Puede que el Poder Ejecutivo lo ocupe quien tenga más o menos vocación para eso, pero dejando de lado las coyunturas, siempre hay y habrá algunos codazos que son inevitables.

–¿Qué se busca con la judicialización de los conflictos?

–Depende. En ocasiones, hay problemas que no saben cómo resolver y los derivan al Judicial que, por su naturaleza no los puede resolver. En esos casos lo mejor es devolverlos urgentemente, pues de lo contrario el Poder Judicial carga con el fracaso de no hallarle solución. En esta materia tenemos que cuidarnos mucho del narcisismo y de la omnipotencia. En otros casos se procura publicidad, éste es siempre un buen escenario, los medios suelen cubrir todo lo que pasa, especialmente cuando tiene ribetes de escándalo. Por último, no podemos olvidar una característica de la política en todo el mundo, se ha vuelto mediática. Cada político asume un papel y queda preso de ese papel, no puede cambiar la imagen. Me parece que es algo que sociológicamente se vincula cercanamente con la presentación de la persona en sociedad, la dramaturgia de que hablaba Irving Goffman, pero llevada al extremo. Hoy la política se hace en la televisión, ya no hay contacto directo con las bases, se desprecian la militancia y el trabajo barrial. No es la política que conocí, es otra cosa. Hoy nadie se esfuerza ni casi se mata, como Alfonsín, para llegar a hablarles a cincuenta personas en un pueblo de provincia. Y tribunales es un buen marco para la televisión.

–¿Cuál de esas variantes estamos atravesando? ¿O es una mezcla?

–Las tres variables son modelos puros, un poco weberianamente, pero en la realidad, dada la pluralidad de actores, siempre hay ingredientes combinados.

–¿La Justicia se presta al juego, volviéndose funcional a ciertas estrategias o intereses políticos?

–“La Justicia” es una abstracción, en concreto la pregunta puede referirse a los jueces. Somos muchos y cada uno es perfectamente adulto y responsable de lo que hace. En la generalidad de los casos no veo que se preste al juego, lo que es positivo por la salud de la función. Sería bueno, por otro lado, que tampoco se quiera leer cada sentencia como movida por funcionalidades ni que los políticos jueguen a ensuciar a cualquiera porque no le gusta lo que resolvió.

–¿Está bien que la Justicia intente propiciar una salida política, como lo intentó la Cámara en lo Contencioso Administrativo esta semana en el caso del Central? ¿No es eludir parte del problema?

–Sea cual fuere la decisión judicial, no cabe duda de que hay un problema político. Es de toda evidencia que más allá de lo jurídico hay un problema político, cualquiera lo ve. Lo único que podrá resolver la Justicia es el planteo jurídico, pero el problema político no lo pueden resolver los jueces ni les corresponde.

–¿Qué lectura hace de estas crisis políticas recurrentes: la pelea con el campo, la ley de medios, la reforma política, ahora las reservas?

–Sinceramente, creo que todo esto desgasta a la política, me da miedo. La actividad política es muy importante, es básica, sin partidos y políticos no hay democracia, hay que mejorarla y cuidar a los políticos, conservar a los mejores. Estas pugnas permanentes pueden abrir el espacio de la antipolítica, que todos sabemos que es totalitarismo o autoritarismo. “Que se vayan todos” es un grito que si se hace hábito deriva en “Que se vayan todos y asumo yo” por parte de cualquier oportunista marginal de la política. Así salió Fujimori, por no nombrar a otros aún más horripilantes. Es un juego peligroso, pero tiene la perversidad de la lógica propia del presidencialismo, donde quien se lleva todo por un voto de diferencia después tiene que hacer equilibrios y malabares para posibilitar la gobernabilidad.

–¿Qué importancia le dio a la acusación de Cristina Kirchner de esta semana contra Julio Cobos de conspirar para tomar el poder?

–No puedo hablar sobre temas coyunturales de la política. A lo que me refería es a que cuando la opinión pública se sobrecarga de información de conflictos permanentes que tampoco entiende muy bien, puede surgir un candidato extrasistema, por eso me referí a Fujimori, puede ser el extraño partido que hace un tiempo ganó las elecciones en Holanda. No mencioné a Hitler y la quiebra de Weimar porque es un ejemplo extremo y pesaron otras circunstancias muy particulares.

–La Corte, ¿no adeuda una definición sobre la validez de los DNU? Si no me equivoco, estuvieron buscando un caso adecuado para pronunciarse...

–Sí, hay diferentes situaciones, porque hay DNU anteriores a la reforma constitucional, otros posteriores pero antes de la creación de la Comisión Bicameral y otros una vez creada la comisión, de estos últimos no creo que haya muchos en la Corte, en algún momento no había ninguno. De todas formas, por lo que se ha hablado, hay posiciones diferentes y estamos tratando de aproximarlas.

–¿Por qué la Corte no habilitó la feria ante la demanda de San Luis por las reservas, a pesar de que aceptó el planteo rápidamente y hasta le pidió una explicación al Estado?

–En esa causa estoy excusado. Entiendo que los colegas aceptaron el planteo porque constitucionalmente no cabe duda alguna de que la demanda de una provincia contra la Nación es competencia originaria de la Corte, sin vuelta. Algo muy diferente es habilitar la feria, que es una medida muy excepcional, en los años que llevo en la Corte no se la habilitó nunca.

–¿Es posible que tomen la demanda de San Luis por las reservas para fallar sobre los DNU posteriores a la Bicameral?

–No lo sé, no intervengo en la causa.

–¿Qué intervención puede tener la Corte en el caso de Redrado?

–De oficio la Corte no puede hacer nada, todo dependerá de quiénes y qué se pueda o se quiera plantear, puedo imaginar muchas cosas, pero cualquiera que diga parecería un asesoramiento público y gratuito y eso no lo puedo hacer. Pero, siendo realista, insisto en que más allá de la cuestión jurídica, es obvio que hay un problema político y los tiempos de la Justicia no son los de la política. Me imagino que se hallará alguna solución en ese plano.

–¿Le parece exagerado que el Gobierno cuestione y haga una denuncia para que se investigue a la jueza María José Sarmiento? ¿Es una forma de presión?

–Me parece poco inteligente, pero no soy quién para indicarle a nadie lo que debe hacer o no hacer.

–¿Qué piensa de la independencia del Banco Central y de su Carta Orgánica?

–No puedo responder porque estaría adelantando opinión sobre algo en que posiblemente me toque intervenir. Pero incluso si quisiera responder no podría, porque estoy pensando la cuestión y sinceramente no tengo una opinión formada. La cuestión es cuál es el status constitucional de los entes autárquicos, en el marco de una Constitución que dice poco y nada. Lo único que tengo claro es la pregunta. Por cierto que Aristóteles decía que era lo más importante.

–¿A qué atribuyó las versiones (desmentidas) sobre una supuesta candidatura de Lorenzetti en una fórmula presidencial con Cobos? ¿A qué intereses responden? ¿De qué sector?

–Sinceramente, me pareció una maniobra de muy mal gusto. No sé a quién favorece, pero seguramente no a Lorenzetti ni a la Corte. Es un poquito menos que terrorismo, pues no tiene otro objetivo que sembrar sospechas y generar algo de caos. No se juega con las instituciones ni con las personas.

–¿Qué tendría de malo que un juez de la Corte se quiera dedicar a la política?

–Nada. Luis Sáenz Peña fue presidente de la Corte y luego de la República, Figueroa Alcorta lo fue de la República y luego de la Corte. Pero una cosa es un cambio de actividad en serio y otra un disparate irresponsable que sólo genera confusión y caos. Lorenzetti es un hombre inteligente e igual que todos sabe que si hubiese una gota de verdad en eso no lo lanzaría a más de un año y medio de las elecciones y como trascendido, pues sería la mejor forma de quemarse. Estoy cansado de que se nos inventen candidaturas a cualquier cosa. Déjennos trabajar tranquilos y actúe cada uno en su ámbito con un mínimo de responsabilidad republicana.