Defensa del aguaviva
Por Juan Sasturain
Más que el bicho –que es extraordinario– me gusta la palabra. Y me suena y la propongo masculina en singular por necesidades de oreja, por marca de origen –el agua/las aguas– y porque el adjetivo acoplado llegó después, lo pegaron. Es que aguaviva, como suele suceder con los nombres de los peces, los árboles y los pájaros, es una invención popular, producto de la experiencia directa, de la impresión. Más tarde –o en paralelo– vienen los nombres científicos o las denominaciones académicas, de necesaria función clasificatoria. Lo de medusas y todo eso. Pero aguaviva, como benteveo, pensamiento, cabecita negra o bicho bolita son invencibles.
Y lo curioso, en este caso, es que la imagen que se usó para nombrar a alguien/algo con tan mala prensa no fue de connotación ominosa o negativa –existen el agua negra y la marea roja con ese sentido– ni tampoco tan positiva o piropeadora como el excesivo pejerrey. Nada de eso. La mirada, la impresión que está detrás de la palabra aguaviva –como es el caso de la nunca suficientemente recordada lombriz solitaria– es, sin duda, poética.
Tanto es así, que a principios de los sesenta, uno de los más interesantes grupos de poetas iracundos que surgieron por entonces -–Romano, Thenon, Vignati y otros– se reunieron y se expresaron a través de la revista y editorial Aguaviva, rescatando las ideas de vitalidad y virulencia. Que de eso se trata, me parece.
La referencia me lleva inevitablemente a pensar en el mosquito –palabra preciosa también–, título de otra famosa revista, satírica en este caso, que hizo roncha –con perdón del humor negrísimo– en la época de la devastadora fiebre amarilla. Es que, como bicho, el mosquito comparte con el aguaviva un común destino de víctimas de cierta inquina malediciente. Fechada y localizada, además.
Así, no sólo se los anatemiza sin matices y con mala leche (se confunde alevosamente la molestia hinchapelotas habitual con el perjuicio grave ocasional), sino que se enmascara el simple malhumor con una impostada inquietud existencial de pretensión metafísica. Se suele oír: ¿Por qué carajo existen? ¿Para qué mierda sirven? Obviamente, a estas preguntas más o menos retóricas arrojadas hacia el cielo no se las resuelve con explicaciones ecologistas o referencias cultas y equilibradas respecto de los misterios del ecosistema y otras verdades bienpensantes. Yo creo que, para entender (no necesariamente amar) a las aguasvivas y no maldecir al mosquito, hay que pensar desde otra parte. En ese sentido, acaso convendría hacer un esfuercito y ver franciscanamente a las hermanas aguasvivas y al hermano mosquito como una señal de cómo son probablemente las cosas.
Concentrémonos en la urticante especie marina. Sin duda que quien la bautizó tan poéticamente tenía, al hacerlo, una experiencia y una expectativa diferentes del mar y del hábitat del bicho (más totalizadora y ecuánime, digamos) que las que tiene el que hoy la putea desde la mera orilla y desde el puntual verano. Es el hombre constituido en pescador habitual, embarcado, que tira redes y cuela agua al azar, que la ve brillar entre otros brillos, moverse en el límite entre algo y nada a la hora de evaluar el contenido de la red, el que convive con ella, el que poéticamente la nombra. Es el hombre devenido en turista ansioso que no convive sino visita –sin aviso– sólo el borde del mar, para bañarse, quien no entiende al aguaviva y la putea.
No es su culpa, hay una moderna Ideología del Uso Compulsivo del Tiempo Libre -–la refutación doliniana del turismo es una crítica ejemplar al respecto– y una Mitología de las Vacaciones como recetas sustitutivas del Paraíso que le (nos) quitan perspectiva. Así, prolifera la histeria: ciertos informes periodísticos sobre aguasvivas y mosquitos parecieran querer operar como el puto y ominoso riesgo país. Y no es así.
Todo el tiempo sabemos que el quinto evangelista se llama Murphy. En la leve bizquera de la mujer hermosa, en el embozado grano de pimienta del salamín, en la pelota en el palo, en el fascismo de Pound, en las espinas solapadas del dorado, en la inoportuna muerte de dos de los cachorritos, en la gotera de la casa nueva, en el invencible corcho del champán sin gas que corta el clima o en el lapsus ilevantable que arruina el polvo, en todas partes está la evidencia de la imperfección necesaria, de los irreductibles detalles indeseables.
Detalles, precisamente. Hay quienes dicen o explican –porque creen o les divierte la idea– que Dios está para las grandes cosas, y que el Diablo está en los detalles. Una forma de entenderlo es que al poner la atención en los detalles le hacemos el juego al Diablo. Nos enfermamos, bah; no entendemos el juego en que andamos.
La otra posibilidad es bajarse de donde carajo nos creamos que estamos parados y nos pensemos como lo que acaso somos en nuestra propia condición humana de turistas engrupidos: detalles indeseables. Los mosquitos de Dios, las aguasvivas incomprensibles del Universo.
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