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viernes, 30 de octubre de 2009

Escritores argentinos Maria Esther de Miguel

MARÍA ESTHER DE MIGUEL



Las batallas secretas de Belgrano


I– Santo Domingo esquina Camino del Rey

La aún liviana penumbra que precede al atardecer se ha instalado en la habitación, y en la habitación está Manuel, en su cuerpo visible esa brecha abierta por la enfermedad; y está el doctor Redhead, robusto y rubicundo, en quien ni los vaivenes intempestivos de la fortuna, ni el ímpetu de la espada, ni los litigios de los hombres han hecho mella alguna; y entre ambos, establecida como una presencia, la voz de Manuel que va contando altibajos de inciertos días que ya son, sobre su espalda, pasado irremediable y tal vez glorioso.

–En los mapas el Paraná era un hilito azul y uno lo vio antes y pudo imaginar cómo vadearlo–dice–. Pero vaya usted a cruzarlo de veras, cuando ha crecido por razones estaciona es que no estaba en uno prever y no hay medios materiales y las aguas están abundantes y embravecidas y el tiempo no acompaña y los momentos apremian, porque deben llevarse noticias de la revolución a esos confines que aguardan para ser sumados a la empresa americana gestada en Buenos Aires y en mayo por los patriotas.


Porque le digo, doctor Redhead, que por entonces el gobierno estaba concentrado en propagar lo acontecido: todavía no se les había dado por pelearse entre ellos, aunque les faltaba poco–dice Manuel y mira la frente despejada del doctor Redhead y su pelo colorado cayéndole al costado de la cabeza y la atención de sus ojos claros y atentos.

–Linda idea había sido esa de la Primera Junta–prosigue: enviar a este hombre de leyes y de libros, de modas y besamanos aprendidos en la corte madrileña y trasladado a estas latitudes por razones de amor a la familia y al terruño, enviarlo, digo, como adelantado de las novedades libertarias acaecidas y no solita su alma sino al frente de un ejército. Ejército por llamarlo de algún modo.


Porque, dígame doctor Redhead, uno que había visto los de la España de Carlos lll y los de la Francia revolucionaria y los de la Inglaterra, ¿podía pensar en serio como ejército a ese puñado de doscientos paisanos mal entrenados, peor vestidos, lejos de toda disciplina y nuevitos para encarar la estampida del cañón o la turbamulta de la pólvora? De ninguna manera.

Pero era la orden y aunque este servidor la consideró más bien descabellada, producto de cabezas acaloradas y no más, la cumplió con buen ánimo, porque desde que se había visto metido en la lista de la Primera Junta "sólo pensó en corresponder a la confianza del pueblo y contraerse al desempeño de las obligaciones inherentes a su puesto".

Claro que estaba lo demás, pero como de yapa: esa muchacha de ojos oscuros y patriotismo lindo con quien me había mirado mucho y conversado poco, porque aunque estaba cierto de que la mujer es la llamada a alegrar las sábanas de un hombre y hacerle más llevadera las penurias inherentes al vivir, no eran tiempos aquellos para abundar en bisbiseos sentimentales ni en comercios eróticos, con los alborotos de la ciudad de diez años antes, usted se acuerda.

Manuel mira los ojos del doctor Redhead primero y después mira la ventana que da al patio y escucha entonces cómo empieza a caer la lluvia prometida por la meteorología y escucha también al dicho Redhead diciendo:

–Linda cosa esta lluviecita– para agregar enseguida, mirándolo por encima de la tisana que Juana ha traído para ambos–. Fiera la travesía, Manuel, usted bien que la ha de recordar.

–Como un sueño la recuerdo, doctor. Primero aquellos interminables campos, pajonales, cañaverales y esteros sumándose por leguas y leguas, con una naturaleza "desnuda de todo auxilio del arte como de trescientos años atrás". Y uno a trechos en su coche, tratando de solucionar fallas, faltas y necesidades en ese contingente militar descalabrado y sin mayores ímpetus al cual había que dar disciplina e ideales.


Pero la mayor parte del tiempo y del camino que se iba abriendo, arriba de la cabalgadura, que un jefe no es jefe en estas latitudes, usted lo sabe, si no tiene pinta de centauro y aguanta que el pellejo del culo se le quede prendido a los aperos, como estos gauchos nacidos sobre el pingo, según decía el amigo Blas de Mondéjar.

Y así un día y otro día, marchando bajo el sol y bajo la resolana y bajo la neblina, porque todo fue de setiembre para adelante (pues nombramiento y misión me habían llegado justito para la primavera), y a medida que avanzábamos norteando, el calorcito apretaba más y más; y durante las noches, el cabeceo sobre la montura, o en refugios precariamente levantados para el descanso, porque no teníamos tiendas de campaña y siempre la avalancha del bicharraje cada vez más nutrido y agresivo, y el siseo de los mosquitos, que dicen abundan por la zona más que los ángeles en el cielo, y el rebullir de insectos, y la lluvia que caía y caía y era más soportable la mojadura en movimiento que en esas enramadas fuentes siempre de inagotables sufrimientos para este oficialito, acostumbrado a la mullida cama con doseles y tules que Madre o las hermanas preparaban a los hombres de la casa.

Y ni hablar, doctor Redhead, del oído atento a los malos murmullos que cruzaban el aire, porque aunque enemigos no había cerca y la misión era misión de paz, a los hombres se les había dado, tan nuevitos como eran, por abandonar sus compromisos y escaparse, y ése era ejemplo, el de la huida digo, que Manuel Belgrano no estaba dispuesto a tolerar.

Una, porque su espíritu le decía que, si una vez se aflojaba, adiós el entramado disciplinar, columna vertebral para cualquier empresa, y, ay, cómo odio la anarquía; y otra, porque el mandato de la Junta era mano de hierro, como la que tuvieron con Liniers, cuando a mi primo Castelli le tocó ordenar al pelotón matar al héroe de la reconquista por la turbamulta que había armado el franchute despistado.

Manuel mira por la puerta entreabierta las begonias que asoman en el patio, el doctor Redhead sigue por un momento la mirada de Manuel: si está cansado descanse, general. Pero Manuel prosigue.

–Dura la guerra, sí doctor. Pero en ésa estábamos, apostando a la Historia, y ya nadie podía echarse atrás, menos este abogadito, burócrata del Consulado primero y entonces improvisado jefe militar por ímpetu revolucionario que, no obstante el correaje de su uniforme y el armamento bélico de que era portador, no podía con las suyas, razón por la cual en cada lugar donde llegábamos con la tropa, que iba en aumento a medida que pasamos de San Nicolás a Santa Fe y de Santa Fe a la Bajada, y de allí al Curuzú Cuatiá hasta dar con Misiones, antesala final en ese viaje en el cual se cruzó medio país como quien atraviesa una plaza pueblerina, en todos los remotos lugares brotados de la nada, villorrios dormidos en el viento, digo, a los cuales llegamos portados por buenos y malos aires, como representante del gobierno que era, este servidor se apropincuaba a las escuelas, las fundaba cuando no existían, reconvenía por la poca asistencia, amonestaba a padres negligentes, aconsejaba cuartillas y lecturas, cultivo de la tierra y de las mentes. Porque estaba cierto de que si por entonces se necesitaban armas y soldados para construir a la patria, muy pronto llegaría el tiempo en que la mayor urgencia sería de ciudadanos y labranzas.

Calla el enfermo, pero pronto retoma su discurso.

–Si hasta pueblos fundé en medio de vientos y esteros... Porque dígame usted, por si acaso, "¿podía verse sin dolor que las gentes de la campaña viviesen tan distantes unas de otras lo más de su vida, sin oír la voz del pastor eclesiástico, fuera del ojo del juez, y sin recurso para lograr alguna educación?". Y vaya, que alguna alegría tuve en aquel peregrinaje de judío errante.

–¿Cuál alegría, don Manuel?–inquiere el doctor Redhead, quien apenas si alcanza a escuchar la voz del enfermo, gastadita por la debilidad, a medida que la tarde prospera, la fiebre avanza y la lluvia intensifica su repiquetear en techos y cornisas de la vieja casa de la calle Santo Domingo esquina Camino del Rey. Y en tanto aguarda que el amigo prosiga hilvanando palabras se pregunta: ¿qué lo está hinchando tan monstruosamente a este hombre? ¿La hidropesía, los recuerdos o simplemente las penas?

–¿Cuál alegría?–escucha la respuesta–. La que me dio una mujer del pueblo, doña Gregoria Pérez, cuando "puso a mi orden y disposición su hacienda, casas y criados desde el río Feliciano hasta el puesto de las Estacas para con ellos auxiliar al ejército sin interés ninguno". Créame, doctor Redhead, sentí entonces que por vaivén del destino había encontrado a una mujer de aquellas que de veras poseen los relumbres que me llegan al alma.

Yo, Manuel Belgrano, que conocí mujeres de gran lucimiento, vestidas de terciopelo y oro, y otras de cuerpo labrado porque eran indias; yo, que alterné con muchachas de vida alegre y patricias de sangre recatada; que intimé con señoras de abolengo y núbiles doncellas sin casta conocible y supe de sabias féminas acerca de las cuales historias y leyendas proclamaban excelsitudes, y que en ellas gasté dulces naderías, arrebatos de pasión, admirado enajenamiento o simple indiferencia, yo, créame doctor Redhead, a doña Gregoria Pérez, hembra de tierra adentro, madura, cerril, de poco lustre y manos encallecidas en trabajo doméstico y rural, rendí mi más íntimo tributo: esa lágrima de hombre y de patriota que le dijo a la doña antes de partir: muchas gracias.

Así concluye Manuel su perorata al amigo antes de perderse en el silencio y en la fiebre, y ya la sombra de los árboles se alarga en la huerta y ya la lluvia ha dejado de repicar en techos y cornisas y la ronca voz del viento se expande aventando nubes pero sin aportar respuestas a ese hombre que se sabe en sus vísperas, y Juana entra entonces:
–Basta ya, doctor Redhead–ordena, y mira a Manuel, que se ha dormido con intranquilo sueño, y le dice y se dice–: Pobrecito.

Derechos Espasa-Calpe 1995

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