Detrás de la novela
Por Eduardo Aliverti
El hecho con que debutó el año político debería calificarse como insólito, si no fuera por la notable capacidad del Gobierno para generarse sus propios demonios.
Al revés de otras decisiones inevitablemente destinadas a chocar frente a intereses contrarios, como la “estatización” de las transmisiones televisivas del fútbol o la ley de medios audiovisuales, el affaire del Banco Central es un episodio que el kirchnerismo se compró solo, gracias al desprecio de que suele hacer gala cuando se trata de cuidar algunas formas elementales. A veces, esas maneras avasallantes significan un mérito político. Eso fue, sin ir más lejos, lo que ocurrió cuando tras la derrota del 28-J, en medio de un clima que los mostraba nocaut, los K fugaron hacia delante con determinación sorpresiva, formidable, imponiéndole a la oposición una agenda digna de vencedores. Pero en otras oportunidades, la cualidad se convierte en mengua con una facilidad asombrosa. Probablemente, no más de uno de cada cien argentinos tenía alguna idea de quién es Redrado ni de qué función ocupaba. No sólo eso: el 2009 había concluido en calma, y el verano presagiaba –como se confirmó– una temporada con records históricos en turismo y consumo de todo tipo. ¿Cómo fue que esa placidez se transformó, de la noche a la mañana, en una tormenta que eyectó a un perfecto desconocido hacia el centro de todas las miradas, primero, y después a erigirse en un neo-Cobos capaz de encolumnar, cual tabla coyuntural de salvación, al conjunto de los opositores partidarios, institucionales, mediáticos? ¿Quién operó ese milagro? Nadie más que el Gobierno. Creó un fondo para usar reservas monetarias en el pago de deuda. Optó por regalar caramelos a la salida del colegio y emitió un DNU que le sirvió a Redrado, en bandeja de plata y a la vez, el rol de víctima y cruzado republicano. Era el mismo Redrado a quien Néstor Kirchner viene de calificar como un sapo menemista que debieron tragarse porque la quita monumental de la deuda, en 2005, requería que al comando operativo de la moneda hubiera un referente de derecha, capaz de envaselinar la penetración ante el establishment financiero. ¿Era tan complicado imaginar este escenario de usufructo contrera? ¿No es acaso el mismo Gobierno el que azuza la existencia de un aroma destituyente, cuasi golpista, por parte de una oposición sacada (y de algún progresismo susceptible de plegarse a ella, aun a costa de conformarse con ser la izquierda de la derecha)? Si eso es así, ¿cómo justificar semejante error de cálculo?
Con más discurso que acciones o viceversa, y sin que importe si es por convicción ideológica o especulación de época, el kirchnerismo reintrodujo la obviedad de que la política es un campo de disputa. Volvió a marcar una raya entre Estado y mercado, entre amores carnales con el Imperio y relaciones exteriores autónomas, entre revisión del genocidio e impunidad. Pero esos claros se contraponen con los oscuros de una soberbia que sabe despreciar los recursos de la derecha. Un ejemplo muy claro es el Gardiner mendocino. Cobos fue un gobernador más que módico. Un político intrascendente, sin visos de grandeza alguna, que los K prefirieron para mojar la oreja de una UCR desvencijada, en lugar de favorecer una opción progresista contundente. Esa carencia de miras de largo plazo les costó este Frankenstein que “lidera” –aunque ahora con dudas por su voto no negativo– el imaginario y entramado opositor, desde la nada misma; o, peor aún, como clonación del significado de De la Rúa: un imberbe al frente de una Alianza que propuso acabar con la corrupción sin tocar al modelo corrupto.
Con el terreno abonado por estas contradicciones, el punto de fondo queda tan desdibujado como arduo de abordar. Por el tema en sí mismo y por las posturas que uno, desde el pensamiento progre, sostuvo toda la vida. No pagar la deuda, investigar la ilegítima (si es que alguna no lo es), no ceder ante la extorsión de los buitres. Aparece entonces un Gobierno, éste, que volvió a marcar una o cierta raya contra el paradigma neoliberal. Y crea un Fondo del Bicentenario para pagar parte de esa deuda con reservas, descargando al Presupuesto Nacional de esa obligación a fin de destinar partidas al gasto público proactivo, mantener empleo, subsidiar producción, ayudar a las provincias. Uno desconfía, naturalmente, porque encima sabe que se está a las puertas de la desembocadura electoral. Pero si es por eso, desconfía más todavía de la honestidad ideológica de la derecha, no ya porque es de izquierda sino porque advierte que el mundo quedó al revés. Ahora resulta que Macri, Carrió, Clarín, De Narváez, La Nación, Solá, ¡¡¡y los radicales!!!, se oponen a pagar la deuda externa con el ahorro de divisas. Uno se dice entonces que si le cree a rajatabla al kirchnerismo es un pelotudo, pero que si confía en esa gente ya viene a ser un pelotudo mayor.
La cuestión de fondo consistiría en debatir si las reservas monetarias de un país son un factor intangible, o el ahorro de toda una sociedad para usarlas como mejor le conviene. Los Estados Unidos son el principal deudor del mundo y ningún conservador se inquieta por esa heterodoxia monetaria. Por acá ya parece tarde para discutir sobre esos fondos. Los conceptuales, no los de las divisas. Con el aporte inestimable de la maquinaria periodística (¿?) opositora, casi todo se reduce al sainete. La raya queda trazada por la percepción que se tiene en general respecto del Gobierno, sin matiz alguno. El odio gorila, visceral, de vastos sectores de la clase media hacia el kirchnerismo, y en particular en torno de la Presidenta, atraviesa toda polémica. Lo cual tiene, también, mucho de contradicción supina. ¿Cómo se coteja al país pletórico en la producción de autos, más el movimiento turístico inédito, más los shoppings y cines y teatros y restoranes rebosantes –en una palabra, los índices de bienestar consumista de la clase que fija el humor de la agenda pública, que es la media– con lo que reflejan los medios de comunicación dominantes? ¿Cómo es que se opina de manera distinta de lo que se vive o percibe? Hizo bien el colega Hugo Pressman en recordar lo que Eduardo Galeano escribe en Espejos. “En otros tiempos, la ninfa Eco había sabido decir. Y con tanta gracia decía, que sus palabras parecían no usadas, jamás dichas por boca ninguna. Pero la diosa Hera, la esposa legal de Zeus, la maldijo en uno de sus frecuentes ataques de celos. Y Eco sufrió el peor de los castigos: fue despojada de voz propia. Desde entonces, incapaz de decir, sólo puede repetir. La costumbre ha convertido esta maldición en alta virtud.”
En efecto, parecería que se repite sin decir nada o, mejor dicho, repitiendo lo peor de lo que estipulan otros. Si es por este caso de las reservas monetarias, y aunque los análisis políticos nunca deben ser estáticos sino adaptados a su tiempo y lugar, es atendible que no deban usarse para pagar una deuda fraudulenta. Pero que nos quieran convencer de ello los tipos que remataron la Argentina es inaguantable.
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