Tomás y el Negro Thompson
Por Juan Sasturain
Cuánto vivimos: supongo que vivimos lo suficiente. Lo suficiente para saber o para tener la posibilidad de saber. No sabemos saber qué, ése es el problema o la tontería que nos envuelve. Se puede también decir –aristotélicamente– que vivimos lo necesario (sólo o hasta lo necesario) para enterarnos de qué se trata. Suena justo, suficiente y necesario. Suena, parece, quién sabe.
En estos días en que otros se mueren y uno sigue, hay que hablar. Da un poco de pudor. El sobreviviente, el testigo, el que queda, tiene algo de equívoco culpable, algo habrá hecho o no para estar ahí (aquí) todavía. La paradoja es que el que habla –no porque le quepa sino porque es el que sigue con posibilidades de hablar– es el que no sabe, no sabe nada, sólo recuerda, dibuja, inventa, especula. De eso se trata, da un poquito de vergüenza.
En estos días –la semana pasada, y después de amagar durante un tiempo– se murió Tomás Eloy Martínez y aunque –como a otros y otras testigos más pertinentes– me miren y pregunten no me animo ni siento que me corresponda decir casi nada sin sentirme un impostor. Lo leí más de lo que lo traté. Lo conocí en los setenta pero lo traté poco, no fui (no supe ser, supongo) su amigo, compartimos lugares de trabajo, afectos, lecturas, fervores. Charlamos no más de media docena de veces; y la última –cálida charla–, con la ambigüedad y autocomplacencia placentera que tienen las entrevistas públicas, eso de la inevitable representación. Quiero decir: me quedé con las ganas de más, con Tomás. Culpa mía.
En este mes pasado, viejito y en Morón, se murió el negro Luis Federico Thompson, el mejor boxeador que vi. No he ido mucho al boxeo, pero en la segunda mitad de los sesenta, en Mar del Plata –yo tenía doce, trece años–, muchachos mayores me llevaron durante un tiempo al Estadio Bristol de la avenida Luro. En esa época y en esa zona proliferaban los medianos –el cacique Selpa, Sacco (padre), Tito Yanni y Cuevas se alternaban en la cartelera– y el Bristol era una buena plaza para que los campeones y los mejores del Luna vinieran a hacerse unos pesos en el interior. Los vi a todos. Al obstinado Martiniano Pereyra, a Jorge Fernández noquear con un gancho al hígado al cordobés Salinas y al imperturbable Negro Thompson ganarle sin despeinarse, casi sin sacar golpes, a Juan Carlos Juncos. Un lujo, el Negro. Me deslumbró la elegancia, los brazos largos, la aparente apatía de ese león negro y entredormido que de pronto se despertaba para sacar un par de guantazos necesarios y ganar el round, poner las cosas en su lugar. Thompson boxeaba como jugaba al fútbol otro Federico, Sacchi, “de galera y de bastón”. Y si me equivoco en las referencias, ahí está mi amigo Daniel Guiñazú, que sabe de esto y ama lo que sabe.
Creo que fue precisamente Daniel quien me dijo que Osvaldo Caffarelli –el relator de mil batallas radiales, que de esto sabía mucho– sostenía que Thompson era el mejor boxeador que había visto. Y había visto mucho.
Pero lo que me gusta pensar, en el caso del Negro Thompson, no son sus momentos de gloria absoluta: la noche que noqueó al campeón Don Jordan en el Luna o la batalla que perdió –con el labio partido y ahí, por puntos– con el pobrecito de Benny Kid Paret por el título en el sesenta. No sólo eso, quiero decir. Me gusta pensar en el primer Luis Federico, el negrito flaco recién llegado de Panamá, que subió al ring del Luna en el invierno helado del ’52 y terminó noqueado –se tiró, exhausto– ante el Mono Gatica. Me gusta pensarlo, no sin melancolía, porque con la muerte de Thompson, un grande, se murió uno de los últimos testigos de la furia del Mono que cantó y contó con tinta sangre Favio: ¿cuántos quedan de los que alguna vez se subieron al ring para cagarse a trompadas con el terrible Gatica, vieron sus ojos verdes de gato furioso ahí nomás, escucharon rugir a la multitud? ¿No habrá sido Federico el último? Es borgiana la idea: con cada hombre no sabemos cuánto ni qué se muere; con los recuerdos y las imágenes que cada uno se lleva, algo se apaga definitivamente, algo termina de morir con el último hombre que lo recordó. Y nadie (ni él) lo sabe.
El mejor libro de Tomás fue –somos muchos los que creemos eso– el extraordinario Lugar común la muerte. Sabia, prolijamente, un Martínez en su apogeo –periodista y escritor en tensión extrema y saludable– contó de primera o de segunda mano los últimos días de gente memorable. Yo siempre recuerdo las postrimerías de Felisberto, de Martínez Estrada, de Saint-John Perse, de Macedonio, la que agregó en ediciones posteriores, de Pepe Bianco. Hay probablemente quien puede contar ahora estos últimos días, meses o años del propio Tomás, conjeturar o dar cuenta de cómo se fue y de qué se fue al irse él. No hay duda de que el mundo, enriquecido por él con la memoria de los otros, ha quedado algo más pobre al llevarse, consigo, su propia memoria.
Así, podemos pensar, sin violentar ni la lógica ni los afectos, que con Tomás –famosamente– desaparecieron del todo ciertas voces puntuales de la gente de Trelew, las inflexiones del penúltimo Perón, rumores del ominoso López Rega, pero también personajes, confidencias, recuerdos y escenas de más de medio siglo de la historia intelectual de este país. Estuvo ahí, hasta hace unos días. No sabemos –nadie sabe– qué es lo que supo o vio para que ya fuera suficiente.
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