LAS NOVEDADES DE 2010 EN MATERIA DE LIBROS
Con los ojos bien abiertos
La lista es inabarcable, pero aquí se apuntan algunos de los nombres con que se encontrarán los lectores a lo largo del año: Murakami, Mankell, Irving, Auster, Le Clézio, Tabucchi, Coetzee, Ishiguro, Pauls, Forn y Kohan. Y muchísimos más, por supuesto.
Por Silvina Friera
La inyección de libros 2010 deja al lector con la boca y los ojos bien abiertos. Hay un nuevo Roberto Bolaño para devorar en breve, pero también Haruki Murakami, Henning Mankell, Philip Roth, John Irving, Paul Auster, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Leonard Cohen, Antonio Tabucchi, Chuck Palaniuk, Stephen King, Coetzee, Kazuo Ishiguro, Enrique Vila-Matas, Fernando Vallejo, Alan Pauls y Martín Kohan, entre tantos otros. Dos hermosos ladrillos que ya se pueden conseguir en las librerías estremecen por su tamaño y contenido. Son los Cuentos reunidos de Faulkner y Nabokov (Alfaguara). Si de cuentos se trata, otra perlita al alcance de la mano es Grieta de Fatiga (Eterna Cadencia), quince relatos extraordinarios del mexicano Fabio Morábito. Entre las novelas ya editadas están A cuántos hay que matar (Alfaguara), de Reynaldo Sietecase; el combo de la última premio Nobel, Herta Müller, En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo (Punto de lectura); la novela El cojo y el loco (Alfaguara), del peruano con aspiraciones presidenciales Jaime Bayly; la edición escolar de Crímenes imperceptibles (Planeta), de Guillermo Martínez; Los monstruos (Mondadori), de Dave Eggers, y ese extraño objeto, a mitad de camino entre el documental y la novela que es La biblioteca ideal (La bestia equilátera), de Matías Serra Bradford.
Hay poesía en las viñas del mercado editorial. Cuaderno griego (Adriana Hidalgo) es el último poemario de Arnaldo Calveyra; Poesía Buenos Aires (1950-1960) Antología íntima (Ediciones del dock), con selección, prólogo y notas de Rodolfo Alonso, es un compendio de los treinta números publicados por esta legendaria revista de vanguardia que difundió el trabajo de Edgar Bayley, Mario Trejo, Francisco Madariaga, Hugo Gola, Leónidas Lamborghini, Francisco Urondo, y el propio Alonso, entre otros poetas.
Con marzo pisándole los talones a un febrero pasado por agua, faltan pocos días para que comience lo que será un auténtico malón editorial 2010. Se viene otro Murakami con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (Tusquets). Por lo que anticipa la editorial, el escritor japonés combina cyberpunk, novela negra, relato fantástico y reflexión moral a un ritmo trepidante e hipnotizador. Pero para los fans habrá doblete; probablemente para el segundo semestre se lanzará otro libro del “boom japonés”: De qué hablo cuando hablo de correr. El tanque Anagrama arranca con la edición nacional de Vértigo, de W. G. Sebald y dos nuevas novelas de Alan Pauls y Martín Kohan: Historia del pelo y Cuentas pendientes, respectivamente. El héroe de la comedia de Pauls es un enfermo del pelo. En la novela de Kohan, la apuesta es el retrato de una vida en la que el fracaso lo alcanza todo. Otros dos escritores argentinos premiados recientemente le echan leña a la expectativa que han generado. Oscura monótona sangre (título tomado de un verso de Salvatore Quasimodo), es la última novela de Sergio Olguín con la que ha ganado el premio Tusquets 2009. El oficinista, de Guillermo Saccomanno, flamante premio Biblioteca Breve, se publicará por Seix Barral. A toda máquina empieza Ordeno y mando (Anagrama), de Amélie Nothomb, cuando un misterioso y multimillonario sueco muere de forma fulminante en la casa de Baptiste Bordave.
El cubano Leonardo Padura vuelve al ruedo con El hombre que amaba a los perros (Tusquets), una historia en la que un hombre viudo, aspirante a escritor y responsable de un paupérrimo gabinete veterinario en un barrio de La Habana, recuerda cuando conoció en 1977 a un enigmático hombre que paseaba por la playa en compañía de dos hermosos galgos rusos, que lo hizo depositario de una singular confidencia en torno del asesinato de Trotsky. Kriminal Tango (Alfaguara), es el nuevo policial de Alvaro Abós, ambientado en la Buenos Aires de hoy; también se publicarán Mi perra Tulip (Beatriz Viterbo), novela autobiográfica de J. R. Ackerley; La humillación (Mondadori), de Philip Roth; Ganar es de perdedores (Norma), un libro de cuentos futbolísticos de Ariel Magnus; la novela Bajo tierra (Norma), de Gustavo Valle, venezolano residente en Buenos Aires, y Grandeza boliviana (Eterna Cadencia), el regreso de Sergio Di Nucci, nuevamente bajo el seudónimo de Bruno Morales, después del sonado “plagio” de Bolivia construcciones. Para los que no pueden vivir sin la “morfina” de la literatura rusa, pronto tendrán los Relatos fantásticos (Adriana Hidalgo), de Iván Turgueniev.
La anunciada y esperada novela inédita de Roberto Bolaño, El tercer Reich (Anagrama), llegará en abril al país. Escrita en primera persona y en forma de diario, el narrador es Udo Berger, un joven de 25 años de Stuttgart, apasionado por los juegos de guerra, que emprende un viaje junto a su novia Ingeborg –uno de los personajes principales de 2666–, a la Costa Brava española. Otra novela que genera expectativas es la última del colombiano Fernando Vallejo, El don de la vida (Alfaguara), quien visitará la feria del libro. No podía faltar en el menú Arturo Pérez-Reverte con Asedio (Alfaguara), que recrea el Cádiz de 1812 bajo el asedio de las tropas napoleónicas. También para la Feria del Libro (abril-mayo) está prevista la aparición de Negar todo y otros cuentos (Ediciones de la Flor), de Roberto Fontanarrosa; y un volumen que reúne textos de Copi (Anagrama), prologados por María Moreno.
Desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008, el escritor francés Jean-Marie Gustave Le Clézio se convirtió en un “habitué” del mercado editorial argentino. Ahora llegará por partida doble: el ensayo El éxtasis material (Adriana Hidalgo), que condensa las propuestas filosóficas y literarias del autor de El africano; hacia fin de año, Revoluciones (Adriana Hidalgo), novela publicada originariamente en 2003 en la que aborda, en clave de ficción, distintos períodos revolucionarios relacionados con Francia. Como todos los años, el rescate de autores brasileños crece exponencialmente. Publicada originalmente en 1935, El día de las ratas (Adriana Hidalgo), de Dyonelio Machado, es considerada una obra maestra de la literatura brasileña del siglo XX. Otro clásico brasileño que se traducirá por estos pagos es Infancia (Beatriz Viterbo), de Graciliano Ramos. En el año en que Clarice Lispector cumpliría 90 años, los lectores tendrán su recompensa con Descubrimientos (Adriana Hidalgo), un libro de crónicas. También habrá más Caio F. Abreu con los relatos de Frutillas enmohecidas (Beatriz Viterbo); los cuentos de Sergio Sant’Anna, El monstruo (Beatriz Viterbo), traducidos por César Aira, y el joven brasileño Luiz Ruffato con la novela Ellos eran muchos caballos (Eterna Cadencia), una serie de instantáneas tomadas durante un día, el 9 de mayo del 2000, en San Pablo.
Para alquilar balcones
Las grillas de los planes editoriales, como el servicio meteorológico, están sometidas a imponderables que suelen modificar salida de algunos títulos. Así que de ahora en más se sorteará la árida cronología para dar cuenta de lo que vendrá tanto para el primer como segundo semestre del año. Algunos ya se están frotando las manos con la buena nueva: habrá Leonard Cohen por un rato más. Edhasa publicará Hermosos perdedores, su primera novela, una obra de culto que hace muchísimo tiempo que no circulaba en castellano. El influjo que ejercen algunos nombres augura un año para alquilar balcones: El tiempo envejece deprisa (Anagrama), de Antonio Tabucchi; El ojo del leopardo (Tusquets) de Henning Mankell; Snuff (Mondadori), la novela pornográfica de Chuck Palahniuk; los Cuentos completos de Thomas Mann (Edhasa), publicados por primera vez en español con el bonus track de las Confesiones del estafador Felix Krull; Summertime (Mondadori), de Coetzee; Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques (Anagrama), de William Burroughs & Jack Kerouac; Dublinesca, la nueva novela de Enrique Vila-Matas quien, después de abandonar al editor Jorge Herralde estrena editorial (Seix Barral); Contraluz, de Thomas Pynchon (Tusquets); Saña, de la mexicana Margo Glantz (Eterna Cadencia); Memorias de los cuarenta (La bestia equilátera), de Julian Maclaren-Ross; Nocturnos (Anagrama), de Kazuo Ishiguro; La vida entera (Lumen), de David Grossman; La cúpula (Mondadori), lo nuevo de Stephen King; Sunset Park (Anagrama), de Paul Auster; la nueva novela de John Irving, Last night in Twisted River (Tusquets); Muy lejos de Kensington (La bestia equilátera), de Muriel Spark; y Trilogía de la ocupación (Anagrama), de Patrick Modiano, entre otros. El plato fuerte, sin duda, será el libro inédito en español de Nabokov que publicará La bestia equilátera. Y siempre será bienvenido el rescate de Virginia Woolf que viene haciendo Lumen. La editora Leonora Djament supo capitalizar el viaje a la Feria de Frankfurt. Ahora tienta a los lectores con tres jóvenes alemanes que se publicarán por Eterna Cadencia: Tilman Rammstedt con Seguimos cerca; Ulrich Peltzer, con Parte de la solución; y Nora Bossong con El protocolo de Weber.
Después de diez años de infatigable escritura, llegará la última novela de Leopoldo Brizuela, Lisboa (Alfaguara). Por la misma editorial se publicará lo nuevo de Matilde Sánchez, Los daños materiales; La orfandad, de Sylvia Iparraguirre; En el aire, novela de Graciela Speranza; Cuentos escogidos, de Hebe Uhart, y Medio mundo, del escritor uruguayo Mauricio Rosencof. El menú argentino ofrece carne para todos los gustos. Mondadori publicará Barrefondo, de Félix Bruzzone; Dos hermanos, novela de Sergio Dubcovksy; las nuevas novelas de Leo Oyola, Juan Terranova, Lucía Puenzo y la primera novela de Roberto Pettinato. Edhasa se apoya en un trípode de mujeres jóvenes argentinas. De Laura Alcoba, residente en Francia, editarán su segunda novela, Jardín blanco (publicada el año pasado por Gallimard), ambientada en los años ‘50 con Evita, Ava Gardner y Perón como protagonistas; de la cordobesa Eugenia Almeida, La pieza del fondo, también publicada en Francia por ediciones Métailié (la muchacha se ganó una beca para escritores en Francia, en la casa de infancia de Marguerite Yourcenar, y se va en mayo); y de María Cecilia Barbeta, residente en Berlín desde hace 12 años, El taller de arreglo “Los milagros”, con la que ganó el premio “Aspekte” de literatura a la mejor opera prima en lengua alemana. Siguiendo con su plan de reediciones de la obra de Mempo Giardinelli, Edhasa lanzará Final de novela en la Patagonia. También se reeditará Los pichiciegos (El Ateneo), de Fogwill.
Ernesto Mallo publicará por Planeta una novela histórica en consonancia con el Bicentenario (ver aparte); otros libros para celebrar son los artículos escogidos de Juan Forn, la poesía reunida de Fabián Casas, las memorias del entrañable Leónidas Lamborghini, los cuentos de Federico Falco (todos por Emecé). Si alguien tiene que ser después (Adriana Hidalgo), es el nuevo libro de poesía de Juana Bignozzi; El corazón de Dolli (El Ateneo), la nueva novela de Gustavo Nielsen. De la chilena Lina Meruane llegarán los cuentos de Las infantas (Eterna Cadencia); y de Javier Guerrero la nouvelle Balnearios de Etiopía (Eterna Cadencia). La bestia equilátera promete la nueva novela de María Martoccia; Hélice (Entropía) es la segunda novela de Gonzalo Castro. En un mercado editorial que promedia los 20 mil títulos al año, toda nota que pretenda abarcar el panorama 2010 será apenas un recorte, una foto demasiado estática para la dinámica editorial de cara al Bicentenario.
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lunes, 22 de febrero de 2010
La guerra del ruido
Por Diego Fischerman
No fue lo primero que leí de Antonio Di Benedetto. Fue Zama, por supuesto. Y ya en esa novela había aparecido el deslumbramiento frente a una prosa cuyas modestia y exactitud no podían compararse con nada. Eran años de excesos, de poetas embebidos en caudalosos e interminables encadenamientos de palabras, de novelistas emborrachados por la improbable evocación porteña de ciertos trópicos. Y Di Benedetto, allí o en los cuentos de un librito de sequedad esencial llamado Caballo en el salitral –una antología barata que se conseguía en esos años– mostraba, sencillamente, la posibilidad de otro camino. Las cosas podían contarse diciendo “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”, como en el formidable comienzo de Zama. Y también, como descubrí con El silenciero, se podía hablar del sonido y de la más terrorífica –y la más inevitable– de las invasiones posibles. La del mundo, devenido ruido.
Francisco Kröpfl, un gran compositor y pedagogo argentino, resume la cuestión en una sentencia inapelable: las orejas no tienen párpados. Abel Gilbert recopila noticias de asesinatos provocados por cuestiones sonoras –una fiesta, una canción que no para de repetirse, los bajos intercambiables de las cumbias sonando hasta las cinco, o las siete, o las diez de la mañana–. Y en Guantánamo, claro, se torturaba con música. Di Benedetto nada sabía de estas cosas pero El silenciero, publicada por primera vez en 1964, hablaba de ellas. Un hombre, solitario como todos sus personajes, a quien apenas rodean otros pocos, es acosado por el ruido. Hay un piano. Hay sucesivas mudanzas. Hay un incendio final de un salón de baile. Y una cárcel en la que los ruidos no son menores. Pero más allá de la visionaria percepción del mundo como un lugar ocupado y del ruido como un ente inarticulado capaz de tomar la casa desde cualquier lado y en cualquier momento, lo que traza Di Benedetto es un relato acerado, de precisión quirúrgica sobre una batalla, o una guerra, siempre perdida. La guerra con lo otro.
Por Diego Fischerman
No fue lo primero que leí de Antonio Di Benedetto. Fue Zama, por supuesto. Y ya en esa novela había aparecido el deslumbramiento frente a una prosa cuyas modestia y exactitud no podían compararse con nada. Eran años de excesos, de poetas embebidos en caudalosos e interminables encadenamientos de palabras, de novelistas emborrachados por la improbable evocación porteña de ciertos trópicos. Y Di Benedetto, allí o en los cuentos de un librito de sequedad esencial llamado Caballo en el salitral –una antología barata que se conseguía en esos años– mostraba, sencillamente, la posibilidad de otro camino. Las cosas podían contarse diciendo “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”, como en el formidable comienzo de Zama. Y también, como descubrí con El silenciero, se podía hablar del sonido y de la más terrorífica –y la más inevitable– de las invasiones posibles. La del mundo, devenido ruido.
Francisco Kröpfl, un gran compositor y pedagogo argentino, resume la cuestión en una sentencia inapelable: las orejas no tienen párpados. Abel Gilbert recopila noticias de asesinatos provocados por cuestiones sonoras –una fiesta, una canción que no para de repetirse, los bajos intercambiables de las cumbias sonando hasta las cinco, o las siete, o las diez de la mañana–. Y en Guantánamo, claro, se torturaba con música. Di Benedetto nada sabía de estas cosas pero El silenciero, publicada por primera vez en 1964, hablaba de ellas. Un hombre, solitario como todos sus personajes, a quien apenas rodean otros pocos, es acosado por el ruido. Hay un piano. Hay sucesivas mudanzas. Hay un incendio final de un salón de baile. Y una cárcel en la que los ruidos no son menores. Pero más allá de la visionaria percepción del mundo como un lugar ocupado y del ruido como un ente inarticulado capaz de tomar la casa desde cualquier lado y en cualquier momento, lo que traza Di Benedetto es un relato acerado, de precisión quirúrgica sobre una batalla, o una guerra, siempre perdida. La guerra con lo otro.
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Narrativa literatura argentina
El silenciero
Por Antonio Di Benedetto
El trastorno de mi madre era también el nuestro. Sólo que ella tenía en la sangre el hábito de vivir allí donde pudiera decir “Esta es mi casa” o “Lo fue de mis padres y de otras dos generaciones con mi nombre”. Se le confundían, me parece, las casas de pensión con asilos y hospitales o con lugares donde habitara de prestado.
Ella opinaba que, por lo menos, debíamos conseguir casa en arriendo. Yo le contenía la voluntad, argumentando:
–¿Para qué, si pronto compraremos una?...
En verdad y reservadamente, las cifras me atajaban. De nuestra casa obtuvimos 900.000 pesos. Los honorarios del comisionista y la escribana, los gastos de bodas (ropa, reunión, viaje) mermaron el monto hasta 820. Los 820 se fueron descortezando, y asimismo los 800 y los 780: la pensión de los tres (y el piano, que estorbaba el regateo) costaba 18.000, más tarde 21, 24, 30, y arriba siempre. Frente a las salidas, mi sueldo perdió la ventaja inicial, se emparejó, cedió.
De los 780 y los 750, para alquilar tendría que tomar un bocado en pago de la llave, con lo cual se achicaría el capital para la compra o construcción.
Reiteraba su queja:
–Tendríamos que haber comprado aquélla...
Aquélla, la que antes que ninguna nos sedujo. Pero mi madre olvidaba:
–Mamá, usted se olvida de que era sábado, y el lunes, al volver, descubrimos detrás los ruidos del aserradero de madera.
–Sí, entonces te volviste desconfiado. Dabas vueltas.
–Es la manera, creo yo.
Si la casa ofrecida nos gustaba, yo me apartaba del diálogo y el vendedor quedaba con Nina o con mi madre. Detectaba los ruidos que podrían filtrarse por patios o paredes. El método solía derivar a lo enojoso. Si desistía y confesaba la causa, el vendedor la consideraba un menosprecio de mi parte y me trababa en discusiones inservibles acerca de la importancia o poder de alteración del ruido tal o cual.
Por lo tanto, si la casa estaba en venta y nos interesaba de algún modo, antes de entrar yo daba vueltas. Un letrero, en la calle de atrás o del costado, me revelaba la entraña ruidosa que podía tener esa manzana: “Fábrica de yeso”, “Fábrica de cocinas”, “Construcciones metálicas”, “Marmolería”, “Ferretería mayorista”... Máquinas trituradoras, hornos rugidores, motores trepidantes, remaches gigantescos, carga y descarga de chapas, sierras de inagotable paciencia para rebanar bloques de mármol... O más cerca los pequeños talleres: “Hojalatería”, “Vulcanización”, “Afilado de sierras sinfín”...
Sin fin.
–También la calesita...
–Sí, claro, por el altavoz con rondas que ponían desde la mañana.
–Pero –anotaba Nina una reserva– la calesita no impidió ninguna compra...
–Verdad, sólo nos corrió de otra pensión, la quinta o la sexta en que estuvimos.
–La cuarta. La quinta tenía el night club embutido en el subsuelo.
–No, ésa era la sexta. La quinta daba a la cervecería...
–...con mesitas sobre la vereda, y de noche, al pie de nuestro balcón: discutidores, cantores, chistosos, transistorizados; las órdenes del mozo, el tenedor que cae, el vaso que se quiebra contra el piso...
–Las motos estacionadas junto al cordón, motor en marcha, y los chaquetas-negras con sus aceleradas en seco, desafiantes...
–Las pitadas del guardacoches...
–Los picadistas, que habían elegido esa cuadra para concentrarse... Sus preparativos, con frenadas y debates... Las largadas y estampidos...
Nos hemos quedado callados, copados por aquella memoria de voceríos y de estruendos que asediaban nuestro sitio de reposar y de dormir, hasta que Nina admite:
–Sí, la quinta. O la séptima, no recuerdo. Era impar.
–Es lo mismo, ya entonces nuestro dinero no servía.
Novecientos mil nos dieron. Y setecientos ochenta, setecientos cincuenta o setecientos nos otorgaban un discreto poder de compra. Pero nuestros recursos se estancaron, sin crecer; disminuyeron, y en dos años para la casa capaz de conformarnos teníamos que disponer de un millón ochocientos.
El techo.
El ruido es un tam-tam.
Repica para convocar al más-ruido y ahuyentar a los adictos del no-ruido.
Forma parte de la agresión “contra papá”.
(El modo más benigno e indulgente de esa hostilidad es el desdén.)
“Estar en el ruido.” Es la consigna. Han elegido y no por antojo pasa a ser el ruido signo o símbolo de lo actual, lo novedoso, lo que pesa y acredita, y la ruptura.
“El mundo será del ruido o no será.” “El silencio es de los muertos.” Sí...
El tam-tam es una emanación, una armadura, un rechazo combatiente, o de precombate que no tendrá lugar, contra todo el enemigo, aunque no esté a la vista. (El tamborero de tam-tam sólo se considera a sí mismo.)
Los discos con voces infantiles del altoparlante de la calesita me ordenaban compensar una omisión:
–Si al menos tenerla tan cerca pudiera servir de diversión a un niño nuestro...
Nina, endurecida como ante la mención de una dolencia secreta, recusaba:
–Sí, un niño nuestro. Un niño que ocupe el lugar del piano en los camiones de mudanza.
Yo me dejaba esfumar por mi silencio y el humo calmo de mi cigarrillo. Ella callaba. Después se apaciguaba.
Yo tenía de los niños una herida. Una herida real.
En la pensión anterior, un rosado portón de hierro –abajo anchas planchas con rosetas, arriba barrotes contorneados y cúspide de lanza– se mantenía en potencia como tema para una página de rotograbado de los diarios.
Entretanto, preservaba el jardín, que constituía el atenuante de la impresión de cautiverio de la pieza.
Algún chico de la calle inventó tirarle piedras. La pandilla acogió la iniciativa y, del ocaso en adelante, cada noche el portón sufría un bochornoso bombardeo.
La granizada retumbaba en mi cabeza. La vena le tomó un miedo receloso y palpitaba en cuanto presentía la descarga.
Defendí el portón: corrí a los chicos.
Un atardecer los encontré agrupados, en el suelo, sin ostentaciones ni alborotos. Llevé los papeles a la pieza y pasé al jardín, sospechando que sentados intentarían la renovación de los ataques. No me miraban, tercos en no hacer nada.
Me apoyé en el portón, en un alarde posesivo, y parece que es lo que aguardaban: se despegaron del suelo, cada uno arrojó como granada su cascote, y cuatro, cinco –¡muchos!– me dieron en el rostro.
Emigramos del barrio: los vecinos me miraban.
El apego de Nina había declinado. Me cuidaba, me protegía; pero, tal vez, no me respetaba como antes.
En aquella otra pensión que abandonamos por causa del tocadiscos de la dueña, Nina conseguía, a mi llegada del trabajo, que el aparato cesara o, de sonar, lo hiciera con cordura.
Un día, Nina no tuvo tiempo de acudir con el ruego a la señora. Me sublevó una música furiosa y yo mismo acudí a la cocina en tren de interpelar. Grité.
Gritó la dueña:
–¡Qué tanto!... Silencio y silencio cuando el señor está. Y cuando se ha ido, la que pone los discos en el aparato es su mujer.
Después reflexioné y me dije que no soy un enemigo de la música, ni mi mujer lo es, ni yo pedía que lo fuera.
Pero ya la dueña había reclamado que dejáramos el cuarto.
Pensé que cuando tuviéramos una casa, nuestra y sin ruidos, Nina corregiría sus pequeñas defecciones con respecto a mí.
Alguien está lleno de amor hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)
Alguien está lleno de odio hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)
Alguien está lleno de reservas, desconfianza y sospechas hacia todos. (Puede que lo sea Besarión, que lo sea yo.)
Alguien está lleno de violencia hacia todos. (Es cada uno, son todos.)
Alguien está necesitado de ser respetado y amado. (Soy yo, Besarión lo es.)
¿Pero es que alguien puede estar lleno de amor hacia todos?...
Por Antonio Di Benedetto
El trastorno de mi madre era también el nuestro. Sólo que ella tenía en la sangre el hábito de vivir allí donde pudiera decir “Esta es mi casa” o “Lo fue de mis padres y de otras dos generaciones con mi nombre”. Se le confundían, me parece, las casas de pensión con asilos y hospitales o con lugares donde habitara de prestado.
Ella opinaba que, por lo menos, debíamos conseguir casa en arriendo. Yo le contenía la voluntad, argumentando:
–¿Para qué, si pronto compraremos una?...
En verdad y reservadamente, las cifras me atajaban. De nuestra casa obtuvimos 900.000 pesos. Los honorarios del comisionista y la escribana, los gastos de bodas (ropa, reunión, viaje) mermaron el monto hasta 820. Los 820 se fueron descortezando, y asimismo los 800 y los 780: la pensión de los tres (y el piano, que estorbaba el regateo) costaba 18.000, más tarde 21, 24, 30, y arriba siempre. Frente a las salidas, mi sueldo perdió la ventaja inicial, se emparejó, cedió.
De los 780 y los 750, para alquilar tendría que tomar un bocado en pago de la llave, con lo cual se achicaría el capital para la compra o construcción.
Reiteraba su queja:
–Tendríamos que haber comprado aquélla...
Aquélla, la que antes que ninguna nos sedujo. Pero mi madre olvidaba:
–Mamá, usted se olvida de que era sábado, y el lunes, al volver, descubrimos detrás los ruidos del aserradero de madera.
–Sí, entonces te volviste desconfiado. Dabas vueltas.
–Es la manera, creo yo.
Si la casa ofrecida nos gustaba, yo me apartaba del diálogo y el vendedor quedaba con Nina o con mi madre. Detectaba los ruidos que podrían filtrarse por patios o paredes. El método solía derivar a lo enojoso. Si desistía y confesaba la causa, el vendedor la consideraba un menosprecio de mi parte y me trababa en discusiones inservibles acerca de la importancia o poder de alteración del ruido tal o cual.
Por lo tanto, si la casa estaba en venta y nos interesaba de algún modo, antes de entrar yo daba vueltas. Un letrero, en la calle de atrás o del costado, me revelaba la entraña ruidosa que podía tener esa manzana: “Fábrica de yeso”, “Fábrica de cocinas”, “Construcciones metálicas”, “Marmolería”, “Ferretería mayorista”... Máquinas trituradoras, hornos rugidores, motores trepidantes, remaches gigantescos, carga y descarga de chapas, sierras de inagotable paciencia para rebanar bloques de mármol... O más cerca los pequeños talleres: “Hojalatería”, “Vulcanización”, “Afilado de sierras sinfín”...
Sin fin.
–También la calesita...
–Sí, claro, por el altavoz con rondas que ponían desde la mañana.
–Pero –anotaba Nina una reserva– la calesita no impidió ninguna compra...
–Verdad, sólo nos corrió de otra pensión, la quinta o la sexta en que estuvimos.
–La cuarta. La quinta tenía el night club embutido en el subsuelo.
–No, ésa era la sexta. La quinta daba a la cervecería...
–...con mesitas sobre la vereda, y de noche, al pie de nuestro balcón: discutidores, cantores, chistosos, transistorizados; las órdenes del mozo, el tenedor que cae, el vaso que se quiebra contra el piso...
–Las motos estacionadas junto al cordón, motor en marcha, y los chaquetas-negras con sus aceleradas en seco, desafiantes...
–Las pitadas del guardacoches...
–Los picadistas, que habían elegido esa cuadra para concentrarse... Sus preparativos, con frenadas y debates... Las largadas y estampidos...
Nos hemos quedado callados, copados por aquella memoria de voceríos y de estruendos que asediaban nuestro sitio de reposar y de dormir, hasta que Nina admite:
–Sí, la quinta. O la séptima, no recuerdo. Era impar.
–Es lo mismo, ya entonces nuestro dinero no servía.
Novecientos mil nos dieron. Y setecientos ochenta, setecientos cincuenta o setecientos nos otorgaban un discreto poder de compra. Pero nuestros recursos se estancaron, sin crecer; disminuyeron, y en dos años para la casa capaz de conformarnos teníamos que disponer de un millón ochocientos.
El techo.
El ruido es un tam-tam.
Repica para convocar al más-ruido y ahuyentar a los adictos del no-ruido.
Forma parte de la agresión “contra papá”.
(El modo más benigno e indulgente de esa hostilidad es el desdén.)
“Estar en el ruido.” Es la consigna. Han elegido y no por antojo pasa a ser el ruido signo o símbolo de lo actual, lo novedoso, lo que pesa y acredita, y la ruptura.
“El mundo será del ruido o no será.” “El silencio es de los muertos.” Sí...
El tam-tam es una emanación, una armadura, un rechazo combatiente, o de precombate que no tendrá lugar, contra todo el enemigo, aunque no esté a la vista. (El tamborero de tam-tam sólo se considera a sí mismo.)
Los discos con voces infantiles del altoparlante de la calesita me ordenaban compensar una omisión:
–Si al menos tenerla tan cerca pudiera servir de diversión a un niño nuestro...
Nina, endurecida como ante la mención de una dolencia secreta, recusaba:
–Sí, un niño nuestro. Un niño que ocupe el lugar del piano en los camiones de mudanza.
Yo me dejaba esfumar por mi silencio y el humo calmo de mi cigarrillo. Ella callaba. Después se apaciguaba.
Yo tenía de los niños una herida. Una herida real.
En la pensión anterior, un rosado portón de hierro –abajo anchas planchas con rosetas, arriba barrotes contorneados y cúspide de lanza– se mantenía en potencia como tema para una página de rotograbado de los diarios.
Entretanto, preservaba el jardín, que constituía el atenuante de la impresión de cautiverio de la pieza.
Algún chico de la calle inventó tirarle piedras. La pandilla acogió la iniciativa y, del ocaso en adelante, cada noche el portón sufría un bochornoso bombardeo.
La granizada retumbaba en mi cabeza. La vena le tomó un miedo receloso y palpitaba en cuanto presentía la descarga.
Defendí el portón: corrí a los chicos.
Un atardecer los encontré agrupados, en el suelo, sin ostentaciones ni alborotos. Llevé los papeles a la pieza y pasé al jardín, sospechando que sentados intentarían la renovación de los ataques. No me miraban, tercos en no hacer nada.
Me apoyé en el portón, en un alarde posesivo, y parece que es lo que aguardaban: se despegaron del suelo, cada uno arrojó como granada su cascote, y cuatro, cinco –¡muchos!– me dieron en el rostro.
Emigramos del barrio: los vecinos me miraban.
El apego de Nina había declinado. Me cuidaba, me protegía; pero, tal vez, no me respetaba como antes.
En aquella otra pensión que abandonamos por causa del tocadiscos de la dueña, Nina conseguía, a mi llegada del trabajo, que el aparato cesara o, de sonar, lo hiciera con cordura.
Un día, Nina no tuvo tiempo de acudir con el ruego a la señora. Me sublevó una música furiosa y yo mismo acudí a la cocina en tren de interpelar. Grité.
Gritó la dueña:
–¡Qué tanto!... Silencio y silencio cuando el señor está. Y cuando se ha ido, la que pone los discos en el aparato es su mujer.
Después reflexioné y me dije que no soy un enemigo de la música, ni mi mujer lo es, ni yo pedía que lo fuera.
Pero ya la dueña había reclamado que dejáramos el cuarto.
Pensé que cuando tuviéramos una casa, nuestra y sin ruidos, Nina corregiría sus pequeñas defecciones con respecto a mí.
Alguien está lleno de amor hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)
Alguien está lleno de odio hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)
Alguien está lleno de reservas, desconfianza y sospechas hacia todos. (Puede que lo sea Besarión, que lo sea yo.)
Alguien está lleno de violencia hacia todos. (Es cada uno, son todos.)
Alguien está necesitado de ser respetado y amado. (Soy yo, Besarión lo es.)
¿Pero es que alguien puede estar lleno de amor hacia todos?...
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Narrativa literatura argentina
El odio
Por Eduardo Aliverti
Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.
Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.
La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.
Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.
Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?
Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.
Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.
Por Eduardo Aliverti
Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.
Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.
La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.
Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.
Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?
Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.
Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.
viernes, 19 de febrero de 2010
MUSICA › A LOS 88 AÑOS, MURIO ARIEL RAMIREZ, PIANISTA Y COMPOSITOR, UNO DE LOS GRANDES SIMBOLOS DE LA MUSICA POPULAR ARGENTINA
El músico que fue coronación del folklore
Autor de canciones emblemáticas como “Alfonsina y el mar” y obras conceptuales como la “Misa criolla”, desarrolló un aporte fundamental a lo mejor del folklore argentino.
Por Karina Micheletto
Fue uno de los compositores más renombrados de la música folklórica argentina y uno de los que mostró sus posibilidades en el mundo entero, con obras conceptuales y espectáculos que propusieron al folklore como “música para escuchar”, en tiempos en que se acostumbraba encasillar al género como “festivo”. Fue, también, un hombre que marcó records a fuerza de talento: se lo consigna como el autor de la canción traducida a más idiomas del cancionero (“Alfonsina y el mar”) y de la obra del género folklórico que más discos vendió en el mundo (Misa criolla). El pianista y compositor Ariel Ramírez falleció ayer, a los 88 años.
Había nacido en la capital santafesina el 4 de septiembre de 1921. Hijo de un maestro, periodista, matemático y escritor, Zenón Rodríguez, y de Rosa Blanca Servetti, también maestra de escuela, Ariel estudió piano de pequeño, pero no escapó al mandato familiar: obtuvo el título de maestro de escuela, al igual que otros nueve hermanos. “No podía haber un Ramírez que no fuera maestro en Santa Fe. No es que me obligaran, mi viejo nunca se opuso a mi vocación. El magisterio me dio una formación. Después, todo lo demás me lo dio la vida”, contaba él en una entrevista.
Contaba también el primer “encantamiento” que ejerció en él el instrumento que eligió para su vida, en un relato cinematográfico que incluía escenas muy claras, fijadas en la memoria de un niño de casi cuatro años. Fue en Gálvez, donde su padre era director de la escuela 290. Ariel vivía con su familia en la planta alta del edificio, así que los fines de semana, los patios y aulas eran territorio privilegiado de juegos para los hermanos Ramírez.
“Uno de esos domingos entramos al museo de la escuela. Entre lechuzas y loros embalsamados encontré un piano. Fue la primera vez que puse mis manos sobre uno, y fue un encantamiento. Desde entonces no quise separarme jamás de esos sonidos”, recordaba, con emoción. “Años después sentí palpitaciones cuando vi pianos en alguna vidriera. Y tuve mi primer piano a los 16 años. Un Fredrich, alemán. No sé cómo hizo mi viejo para comprarlo. Regresé al mediodía de la Escuela Normal y encontré el piano en el living. Me explotó el corazón. Estuve hasta las 3 tocándolo sin parar.”
Si de acuerdo con la tradición familiar completó el magisterio, el joven Ariel abandonó la docencia con la premura del caso: “Estuve dos días como maestro y fue un fracaso rotundo. Di clases en el mes de marzo y comprendí que no servía para el magisterio”, recordaba. Decidió entonces viajar, con la idea de conocer más en profundidad la música argentina. Terminó compartiendo pensión en Córdoba, en el bohemio barrio Clínicas de entonces, con estudiantes de medicina de diferentes provincias que le alquilaron un piano como forma de alentar los sueños de un músico en potencia.
En una de aquellas reuniones musicales de estudiantes cayó un músico ya conocido: Atahualpa Yupanqui. Puesto a evaluar las virtudes del joven, dictaminó: “Usted tiene buenas manos, pero tendría que irse al Norte, para aprender a tocar zamba y chacarera”. No sólo eso: al día siguiente hizo llegar un pasaje a Jujuy, diez pesos y cartas de recomendación, con las que Ariel Ramírez terminó viviendo siete meses en Humahuaca, y más tarde recorriendo el noroeste argentino durante tres años.
Aquel viaje iniciático marcaría la carrera del joven que finalmente lograría transformarse en pianista y compositor: obras como “La tristecita”, “Volveré siempre a San Juan”, “La equívoca”, “El Charrúa”, “Allá lejos y hace tiempo”, “Cuatro rumbos”, “El Paraná en una zamba” o “Zamba de usted” reflejan la forma en que Ramírez supo desarrollar los ritmos del mapa musical argentino, con un estilo propio que se volvería, con el tiempo, también tradición.
Piano en obra
La obra compositiva que dejó Ramírez es vasta, aunque no toda ha sido dada a conocer. Incluye unas cuatrocientas composiciones, entre canciones y obras integrales como Misa criolla y Mujeres argentinas. Fue en este último campo en el que el santafesino dejó su marca distintiva: el desarrollo de obras conceptuales que reunieron los géneros de la música argentina alrededor de un tema, una mirada integral que tendió puentes hacia lo que sería otro fuerte del pianista: la creación de espectáculos que presentaron al folklore ya no únicamente en peñas o festivales, sino en salas de concierto y teatros, con puestas que articulaban música y danza, y arreglos especialmente concebidos, abriendo nuevas posibilidades para el género.
En 1946 editó por RCA Víctor sus primeros discos en 78 rpm, con obras como la zamba “La tristecita” y el bailecito “Purmamarca”. Hasta 1956, cuando se desvinculó de esta discográfica, grabó 21 discos dobles, un promedio de dos por año. Ya en Philips, desarrolló también su faceta de recopilador, con series enfocadas en diferentes regiones del mapa musical argentino, o en selecciones de ritmos como la zamba, el vals criollo y el tango.
En 1955 creó la Compañía de Folklore Ariel Ramírez, a la manera de la histórica compañía de don Andrés Chazarreta, con espectáculos integrales de música y danza que llevó por escenarios del país y del mundo durante más de dos décadas. En su etapa inicial convocó a Los Fronterizos y el charanguista boliviano Mauro Núñez, entre otros, y por allí pasaron intérpretes como Eduardo Falú, Los Fronterizos, Jaime Torres y Raúl Barboza. Entre los hitos más destacados de esta compañía se recuerdan una gira de cinco meses por las principales ciudades de la Unión Soviética y los países del área socialista, realizada en 1957, y un espectáculo en el que reunió por primera vez a Los Chalchaleros y Los Fronterizos. Fue en 1964 en el Teatro Odeón de Buenos Aires, y la marca de aquellas presentaciones fueron las rivalidades de las hinchadas de los dos grupos folklóricos más exitosos del momento.
Un año antes, había llevado al disco lo que fue otra exitosa edición de la época: Coronación del folklore, donde sumó su piano a la guitarra de Juan Falú y las voces de Los Fronterizos, interpretando algunos temas muy populares del cancionero. 1964 fue un año significativo en su trayectoria: creó una de sus obras máximas, la Misa criolla. Enseguida convocó a su amigo Félix Luna para “completar” la segunda cara de un long play, y así compusieron “de un tirón”, “como recibiendo un dictado”, Navidad nuestra (ver aparte), concretando lo que sería un éxito histórico del género. Al año siguiente la dupla encaró la obra integral Los caudillos, con la voz solista del riojano Ramón Navarro, que no alcanzó el éxito esperado, pero que para Félix Luna fue lo mejor que había escrito. En 1969 presentaron Mujeres argentinas, que incluyó otro hito imborrable, “Alfonsina y el mar”, y fue compuesta pensando en la voz de quien sería su intérprete, Mercedes Sosa.
En 1972 presentaron Cantata sudamericana, que incluía el tema “Antiguos dueños de flechas” (conocido como “Indio toba”), nuevamente con Mercedes Sosa como solista. Años más tarde el pianista desarrolló otras obras conceptuales como Misa por la paz y la justicia (1981) y Los sonidos del nuevo mundo (1994), con textos de María Elena Walsh, Félix Luna y Miguel Brascó, que fue interpretada por Patricia Sosa.
Contra la opinión y los pronósticos de los ejecutivos de la compañía discográfica, aquella Misa criolla que Ramírez propuso entusiasmado vendió los dos mil discos que se editaron inicialmente sólo en el primer día a la venta –la discográfica había decidido sacar a la calle una cifra baja, como para “darle el gusto” al artista insistente–. En una semana se agotaron otros diez mil, en un mes ya eran cincuenta mil. En lo que fue el fenómeno discográfico más importante del género, Ramírez llegaba a admitir sesenta millones de discos vendidos en todo el mundo, y otros sesenta millones de la obra editados por otros intérpretes.
Decía que trabaja bien haciendo primero la música para que luego le pusiesen letra, aunque hay algunas excepciones: la milonga “No era más que un perro”, que le dio Cátulo Castillo (la musicalizó recién 22 años después del encargue), y “La hermanita perdida”, la poesía que Atahualpa Yupanqui dedicó a las Islas Malvinas. Contaba Ariel Ramírez sobre este tema que finalmente tomó forma de aire de milonga: “Atahualpa me decía que le devolviera la letra: ‘Para cuando la termines, los ingleses nos van a haber devuelto las islas y no va a tener sentido’”.
Su trabajo en Sadaic, adonde llegó de la mano de Cátulo Castillo, fue otra de las funciones que Ramírez ejerció con ahínco. Desde 1970 y hasta 2005 ocupó los cargos de presidente de la Sociedad de Autores y Compositores y de miembro del directorio, alternativamente. “Hasta el año 2000 fue todos los días a Sadaic, era su pasión. Tanto, que optó por no abrir su carrera al mundo, a pesar de lo famosas que eran sus obras, para trabajar en la Sociedad”, recordaba su hija Mariana. Ramírez explicaba claramente por qué se había vuelto dirigente autoral: “Fue porque me robaron una obra en Francia, grabaron con otro título ‘La peregrinación’.
Sentí mucha pena. Y pensé que si a un tema tan difundido y de un autor al que le habían grabado muchísimas composiciones le hacían eso, qué pasaría con los menos difundidos. Tras sentir en carne propia el daño moral y material que eso significa, decidí ponerme al lado de los que tanto lucharon y siguen luchando por los derechos autorales”. Ramírez, por cierto, ganó aquella batalla: “La peregrinación” se editó en Francia con el título “Alouette” y su correspondiente poesía en francés.
Ariel Ramírez enfermó hace unos años, pero su obra compositiva más importante había transcurrido unas décadas atrás. Lo trascienden, como trascienden las grandes obras a los mortales. Otras formas de trascendencia han multiplicado en fecundas direcciones: el talento de su hijo Facundo, también exquisito pianista y compositor; el amor a la música de sus hijas Mariana y Laura, o de su nieto, también pequeño músico.
El músico que fue coronación del folklore
Autor de canciones emblemáticas como “Alfonsina y el mar” y obras conceptuales como la “Misa criolla”, desarrolló un aporte fundamental a lo mejor del folklore argentino.
Por Karina Micheletto
Fue uno de los compositores más renombrados de la música folklórica argentina y uno de los que mostró sus posibilidades en el mundo entero, con obras conceptuales y espectáculos que propusieron al folklore como “música para escuchar”, en tiempos en que se acostumbraba encasillar al género como “festivo”. Fue, también, un hombre que marcó records a fuerza de talento: se lo consigna como el autor de la canción traducida a más idiomas del cancionero (“Alfonsina y el mar”) y de la obra del género folklórico que más discos vendió en el mundo (Misa criolla). El pianista y compositor Ariel Ramírez falleció ayer, a los 88 años.
Había nacido en la capital santafesina el 4 de septiembre de 1921. Hijo de un maestro, periodista, matemático y escritor, Zenón Rodríguez, y de Rosa Blanca Servetti, también maestra de escuela, Ariel estudió piano de pequeño, pero no escapó al mandato familiar: obtuvo el título de maestro de escuela, al igual que otros nueve hermanos. “No podía haber un Ramírez que no fuera maestro en Santa Fe. No es que me obligaran, mi viejo nunca se opuso a mi vocación. El magisterio me dio una formación. Después, todo lo demás me lo dio la vida”, contaba él en una entrevista.
Contaba también el primer “encantamiento” que ejerció en él el instrumento que eligió para su vida, en un relato cinematográfico que incluía escenas muy claras, fijadas en la memoria de un niño de casi cuatro años. Fue en Gálvez, donde su padre era director de la escuela 290. Ariel vivía con su familia en la planta alta del edificio, así que los fines de semana, los patios y aulas eran territorio privilegiado de juegos para los hermanos Ramírez.
“Uno de esos domingos entramos al museo de la escuela. Entre lechuzas y loros embalsamados encontré un piano. Fue la primera vez que puse mis manos sobre uno, y fue un encantamiento. Desde entonces no quise separarme jamás de esos sonidos”, recordaba, con emoción. “Años después sentí palpitaciones cuando vi pianos en alguna vidriera. Y tuve mi primer piano a los 16 años. Un Fredrich, alemán. No sé cómo hizo mi viejo para comprarlo. Regresé al mediodía de la Escuela Normal y encontré el piano en el living. Me explotó el corazón. Estuve hasta las 3 tocándolo sin parar.”
Si de acuerdo con la tradición familiar completó el magisterio, el joven Ariel abandonó la docencia con la premura del caso: “Estuve dos días como maestro y fue un fracaso rotundo. Di clases en el mes de marzo y comprendí que no servía para el magisterio”, recordaba. Decidió entonces viajar, con la idea de conocer más en profundidad la música argentina. Terminó compartiendo pensión en Córdoba, en el bohemio barrio Clínicas de entonces, con estudiantes de medicina de diferentes provincias que le alquilaron un piano como forma de alentar los sueños de un músico en potencia.
En una de aquellas reuniones musicales de estudiantes cayó un músico ya conocido: Atahualpa Yupanqui. Puesto a evaluar las virtudes del joven, dictaminó: “Usted tiene buenas manos, pero tendría que irse al Norte, para aprender a tocar zamba y chacarera”. No sólo eso: al día siguiente hizo llegar un pasaje a Jujuy, diez pesos y cartas de recomendación, con las que Ariel Ramírez terminó viviendo siete meses en Humahuaca, y más tarde recorriendo el noroeste argentino durante tres años.
Aquel viaje iniciático marcaría la carrera del joven que finalmente lograría transformarse en pianista y compositor: obras como “La tristecita”, “Volveré siempre a San Juan”, “La equívoca”, “El Charrúa”, “Allá lejos y hace tiempo”, “Cuatro rumbos”, “El Paraná en una zamba” o “Zamba de usted” reflejan la forma en que Ramírez supo desarrollar los ritmos del mapa musical argentino, con un estilo propio que se volvería, con el tiempo, también tradición.
Piano en obra
La obra compositiva que dejó Ramírez es vasta, aunque no toda ha sido dada a conocer. Incluye unas cuatrocientas composiciones, entre canciones y obras integrales como Misa criolla y Mujeres argentinas. Fue en este último campo en el que el santafesino dejó su marca distintiva: el desarrollo de obras conceptuales que reunieron los géneros de la música argentina alrededor de un tema, una mirada integral que tendió puentes hacia lo que sería otro fuerte del pianista: la creación de espectáculos que presentaron al folklore ya no únicamente en peñas o festivales, sino en salas de concierto y teatros, con puestas que articulaban música y danza, y arreglos especialmente concebidos, abriendo nuevas posibilidades para el género.
En 1946 editó por RCA Víctor sus primeros discos en 78 rpm, con obras como la zamba “La tristecita” y el bailecito “Purmamarca”. Hasta 1956, cuando se desvinculó de esta discográfica, grabó 21 discos dobles, un promedio de dos por año. Ya en Philips, desarrolló también su faceta de recopilador, con series enfocadas en diferentes regiones del mapa musical argentino, o en selecciones de ritmos como la zamba, el vals criollo y el tango.
En 1955 creó la Compañía de Folklore Ariel Ramírez, a la manera de la histórica compañía de don Andrés Chazarreta, con espectáculos integrales de música y danza que llevó por escenarios del país y del mundo durante más de dos décadas. En su etapa inicial convocó a Los Fronterizos y el charanguista boliviano Mauro Núñez, entre otros, y por allí pasaron intérpretes como Eduardo Falú, Los Fronterizos, Jaime Torres y Raúl Barboza. Entre los hitos más destacados de esta compañía se recuerdan una gira de cinco meses por las principales ciudades de la Unión Soviética y los países del área socialista, realizada en 1957, y un espectáculo en el que reunió por primera vez a Los Chalchaleros y Los Fronterizos. Fue en 1964 en el Teatro Odeón de Buenos Aires, y la marca de aquellas presentaciones fueron las rivalidades de las hinchadas de los dos grupos folklóricos más exitosos del momento.
Un año antes, había llevado al disco lo que fue otra exitosa edición de la época: Coronación del folklore, donde sumó su piano a la guitarra de Juan Falú y las voces de Los Fronterizos, interpretando algunos temas muy populares del cancionero. 1964 fue un año significativo en su trayectoria: creó una de sus obras máximas, la Misa criolla. Enseguida convocó a su amigo Félix Luna para “completar” la segunda cara de un long play, y así compusieron “de un tirón”, “como recibiendo un dictado”, Navidad nuestra (ver aparte), concretando lo que sería un éxito histórico del género. Al año siguiente la dupla encaró la obra integral Los caudillos, con la voz solista del riojano Ramón Navarro, que no alcanzó el éxito esperado, pero que para Félix Luna fue lo mejor que había escrito. En 1969 presentaron Mujeres argentinas, que incluyó otro hito imborrable, “Alfonsina y el mar”, y fue compuesta pensando en la voz de quien sería su intérprete, Mercedes Sosa.
En 1972 presentaron Cantata sudamericana, que incluía el tema “Antiguos dueños de flechas” (conocido como “Indio toba”), nuevamente con Mercedes Sosa como solista. Años más tarde el pianista desarrolló otras obras conceptuales como Misa por la paz y la justicia (1981) y Los sonidos del nuevo mundo (1994), con textos de María Elena Walsh, Félix Luna y Miguel Brascó, que fue interpretada por Patricia Sosa.
Contra la opinión y los pronósticos de los ejecutivos de la compañía discográfica, aquella Misa criolla que Ramírez propuso entusiasmado vendió los dos mil discos que se editaron inicialmente sólo en el primer día a la venta –la discográfica había decidido sacar a la calle una cifra baja, como para “darle el gusto” al artista insistente–. En una semana se agotaron otros diez mil, en un mes ya eran cincuenta mil. En lo que fue el fenómeno discográfico más importante del género, Ramírez llegaba a admitir sesenta millones de discos vendidos en todo el mundo, y otros sesenta millones de la obra editados por otros intérpretes.
Decía que trabaja bien haciendo primero la música para que luego le pusiesen letra, aunque hay algunas excepciones: la milonga “No era más que un perro”, que le dio Cátulo Castillo (la musicalizó recién 22 años después del encargue), y “La hermanita perdida”, la poesía que Atahualpa Yupanqui dedicó a las Islas Malvinas. Contaba Ariel Ramírez sobre este tema que finalmente tomó forma de aire de milonga: “Atahualpa me decía que le devolviera la letra: ‘Para cuando la termines, los ingleses nos van a haber devuelto las islas y no va a tener sentido’”.
Su trabajo en Sadaic, adonde llegó de la mano de Cátulo Castillo, fue otra de las funciones que Ramírez ejerció con ahínco. Desde 1970 y hasta 2005 ocupó los cargos de presidente de la Sociedad de Autores y Compositores y de miembro del directorio, alternativamente. “Hasta el año 2000 fue todos los días a Sadaic, era su pasión. Tanto, que optó por no abrir su carrera al mundo, a pesar de lo famosas que eran sus obras, para trabajar en la Sociedad”, recordaba su hija Mariana. Ramírez explicaba claramente por qué se había vuelto dirigente autoral: “Fue porque me robaron una obra en Francia, grabaron con otro título ‘La peregrinación’.
Sentí mucha pena. Y pensé que si a un tema tan difundido y de un autor al que le habían grabado muchísimas composiciones le hacían eso, qué pasaría con los menos difundidos. Tras sentir en carne propia el daño moral y material que eso significa, decidí ponerme al lado de los que tanto lucharon y siguen luchando por los derechos autorales”. Ramírez, por cierto, ganó aquella batalla: “La peregrinación” se editó en Francia con el título “Alouette” y su correspondiente poesía en francés.
Ariel Ramírez enfermó hace unos años, pero su obra compositiva más importante había transcurrido unas décadas atrás. Lo trascienden, como trascienden las grandes obras a los mortales. Otras formas de trascendencia han multiplicado en fecundas direcciones: el talento de su hijo Facundo, también exquisito pianista y compositor; el amor a la música de sus hijas Mariana y Laura, o de su nieto, también pequeño músico.
El infierno desde adentro
Por Juan Forn
En junio de 1956, Nikita Kruschev y el mariscal Tito se reunieron en un vagón especial del tren que unía Moscú con Kiev. No había intérprete, no habían llegado aún al momento de poner por escrito lo que se conversaba, pero ambos líderes estaban flanqueados por sus hombres de confianza. La agenda era amplia: no eran pocas las diferencias ideológicas acumuladas durante los ocho años del cisma yugoslavo de Moscú. En determinado momento, Tito le alcanzó a Kruschev por encima de la mesa una lista de nombres. “Son los 113 miembros del partido yugoslavo que nunca volvieron de la URSS. Nos gustaría saber qué ha sido de ellos.” Kruschev entregó la lista a uno de sus hombres sin mirarla y dijo: “Tendrá una respuesta en dos días”. Exactamente cuarenta y ocho horas después, mientras ambos líderes fumaban sendos cigarros y brindaban por el buen resultado de las negociaciones, Kruschev sacó aquel papel de su bolsillo y murmuró detrás de una nube de humo: “Cien de estos hombres están muertos”. El resto, agregó, podría volver a Yugoslavia en cuanto la maquinaria de la KGB los localizara, a lo largo y lo ancho del territorio soviético.
Kruschev se refería por supuesto a los gulags de Siberia, donde unos meses más tarde la KGB localizó entre los muertos vivos de Krasnoyarsk al austríaco nacionalizado yugoslavo Karlo Stajner, quien luego de cumplir veinte años de trabajo forzado había sido sentenciado a exilio interno de por vida en Siberia. Stajner aceptó la buena nueva de su liberación con la misma parsimonia de hierro con que llevaba resistiendo veinte años en el gulag. Pero creyó con ingenuidad que su liberación se debía a una carta que había escrito a su amigo Josip Broz once años antes, luego de asistir, junto al resto de los prisioneros del campo de Malakovo, a una función de cine (en realidad, de noticieros sobre el resultado de la guerra) durante la cual se mostraron breves imágenes de la liberación de Belgrado por la coalición de fuerzas partisanas y soviéticas encabezadas por el mariscal Tito, a quien Stajner conocía desde los tiempos en que ambos reclutaban voluntarios en París para ir a pelear a la Guerra Civil Española (de hecho, habían sido los republicanos españoles quienes bautizaron con ese nombre a Tito porque se trabucaban al pronunciar su verdadero nombre: Josip Broz).
La biografía de Stajner es la de muchos centroeuropeos que formaron parte del Komintern, o Internacional Comunista, ese brioso caballo de Troya que marchó mansamente a su autodestrucción en el aciago período entre la Guerra Civil Española y el pacto Hitler-Stalin. Stajner era austríaco, hijo de padres proletarios, ingresó en la adolescencia en las juventudes comunistas, cambió su nombre natal cuando se hizo yugoslavo (de Carl Steiner pasó a llamarse Karlo Stajner) y, a causa de su temeridad para realizar misiones secretas y sus habilidades como organizador de imprentas clandestinas, sufrió encarcelamiento en Viena, Berlín, París y Zagreb (los revolucionarios consideraban el paso por la prisión como sus años “de universidad”, ya que esos períodos de cautiverio les servían para que los más veteranos les enseñaran lo que ellos no habían tenido tiempo de aprender allá afuera). En 1936 Stajner logró llegar a Moscú, se reportó a las oficinas del Komintern y recibió un inesperado nombramiento como jefe de la rama balcánica de la Imprenta Internacional Comunista, donde se destacó por su trabajo sin descanso hasta que, una noche, fue arrancado del catre que tenía en su oficina por agentes de la NKVD, juzgado sumariamente como contrarrevolucionario y enviado a los gulags.
En el infierno de las islas heladas, Stajner se impuso a sí mismo una obligación: sobrevivir, resistir como fuese, “para dar algún día testimonio al mundo, en especial a mis camaradas de partido, de la terrible experiencia que me tocó vivir”. A su regreso a Yugoslavia se sentó a escribir y en menos de un año tuvo listo el manuscrito de Siete mil días en Siberia. A diferencia de Solzhenitzyn (que terminó su Archipiélago Gulag el mismo año en que nuestro personaje puso punto final a su manuscrito, en 1958), Stajner prohibió que su libro se publicara en Occidente antes de ver la luz en su país. Eso lo obligó a esperar otros catorce años, soportando sin perder la paciencia infinitas posposiciones y misteriosas pérdidas de su manuscrito en oficinas editoriales de Belgrado y de Zagreb. Había tenido la precaución de enviarle una copia a su hermano en Lyon pero, a lo largo de esos años, rechazó ofertas de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, por gratitud personal hacia Tito, el hombre que le había salvado la vida, y por disciplina hacia el partido del cual era miembro desde 1919.
Cuando Siete mil días en Siberia se publicó finalmente en Yugoslavia, en 1972, obtuvo, para sorpresa de muchos, el codiciado premio Kovacic al Libro del Año. Pero a Stajner lo tenían sin cuidado los honores literarios en la misma medida que las prebendas políticas: nunca pidió ni esperó nada del partido, nunca volvió a ver a Tito, ni intentó hacerlo, tal como en su libro había evitado toda deliberación ideológica. Sin embargo, cuando en la traducción norteamericana de Siete mil días en Siberia se eliminó aquella mención a “mis camaradas de partido” en el celebérrimo párrafo donde Stajner se imponía a sí mismo la obligación de sobrevivir al gulag para dar testimonio), fue como si le hubieran cercenado el centro neurálgico del libro y repudió la traducción.
Nadie pudo entender esa lealtad indeclinable de Stajner a Tito y al partido. Es improbable que creyera que el uno y el otro habían logrado dar a Yugoslavia aquello que soñaban en los tiempos juveniles en que todos ellos integraban esa cofradía utópica llamada Komintern. Era otra cosa, que el gran Danilo Kis (quien aseguró repetidas veces que habría sido incapaz de escribir su obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich, sin la lectura de Siete mil días en Siberia) adivinó, cuando dijo que hay sólo dos libros que deberían ser lectura obligatoria si se pretende que la especie humana no vuelva a tocar el fondo moral que tocó en el siglo veinte: esos dos libros son Si esto es un hombre de Primo Levi y Siete mil días en Siberia de Stajner. Y, según Kis, lo que hace únicos a esos libros es que tanto el uno como el otro se abstienen de toda monserga ideológica en sus páginas: simplemente internan al lector, en el gulag y en Auschwitz, para que experimenten el infierno desde adentro y así aprendan eso que sólo puede entenderse con el cuerpo, con cada partícula del cuerpo, además de la mente, para que nos sirva de algo.
Por Juan Forn
En junio de 1956, Nikita Kruschev y el mariscal Tito se reunieron en un vagón especial del tren que unía Moscú con Kiev. No había intérprete, no habían llegado aún al momento de poner por escrito lo que se conversaba, pero ambos líderes estaban flanqueados por sus hombres de confianza. La agenda era amplia: no eran pocas las diferencias ideológicas acumuladas durante los ocho años del cisma yugoslavo de Moscú. En determinado momento, Tito le alcanzó a Kruschev por encima de la mesa una lista de nombres. “Son los 113 miembros del partido yugoslavo que nunca volvieron de la URSS. Nos gustaría saber qué ha sido de ellos.” Kruschev entregó la lista a uno de sus hombres sin mirarla y dijo: “Tendrá una respuesta en dos días”. Exactamente cuarenta y ocho horas después, mientras ambos líderes fumaban sendos cigarros y brindaban por el buen resultado de las negociaciones, Kruschev sacó aquel papel de su bolsillo y murmuró detrás de una nube de humo: “Cien de estos hombres están muertos”. El resto, agregó, podría volver a Yugoslavia en cuanto la maquinaria de la KGB los localizara, a lo largo y lo ancho del territorio soviético.
Kruschev se refería por supuesto a los gulags de Siberia, donde unos meses más tarde la KGB localizó entre los muertos vivos de Krasnoyarsk al austríaco nacionalizado yugoslavo Karlo Stajner, quien luego de cumplir veinte años de trabajo forzado había sido sentenciado a exilio interno de por vida en Siberia. Stajner aceptó la buena nueva de su liberación con la misma parsimonia de hierro con que llevaba resistiendo veinte años en el gulag. Pero creyó con ingenuidad que su liberación se debía a una carta que había escrito a su amigo Josip Broz once años antes, luego de asistir, junto al resto de los prisioneros del campo de Malakovo, a una función de cine (en realidad, de noticieros sobre el resultado de la guerra) durante la cual se mostraron breves imágenes de la liberación de Belgrado por la coalición de fuerzas partisanas y soviéticas encabezadas por el mariscal Tito, a quien Stajner conocía desde los tiempos en que ambos reclutaban voluntarios en París para ir a pelear a la Guerra Civil Española (de hecho, habían sido los republicanos españoles quienes bautizaron con ese nombre a Tito porque se trabucaban al pronunciar su verdadero nombre: Josip Broz).
La biografía de Stajner es la de muchos centroeuropeos que formaron parte del Komintern, o Internacional Comunista, ese brioso caballo de Troya que marchó mansamente a su autodestrucción en el aciago período entre la Guerra Civil Española y el pacto Hitler-Stalin. Stajner era austríaco, hijo de padres proletarios, ingresó en la adolescencia en las juventudes comunistas, cambió su nombre natal cuando se hizo yugoslavo (de Carl Steiner pasó a llamarse Karlo Stajner) y, a causa de su temeridad para realizar misiones secretas y sus habilidades como organizador de imprentas clandestinas, sufrió encarcelamiento en Viena, Berlín, París y Zagreb (los revolucionarios consideraban el paso por la prisión como sus años “de universidad”, ya que esos períodos de cautiverio les servían para que los más veteranos les enseñaran lo que ellos no habían tenido tiempo de aprender allá afuera). En 1936 Stajner logró llegar a Moscú, se reportó a las oficinas del Komintern y recibió un inesperado nombramiento como jefe de la rama balcánica de la Imprenta Internacional Comunista, donde se destacó por su trabajo sin descanso hasta que, una noche, fue arrancado del catre que tenía en su oficina por agentes de la NKVD, juzgado sumariamente como contrarrevolucionario y enviado a los gulags.
En el infierno de las islas heladas, Stajner se impuso a sí mismo una obligación: sobrevivir, resistir como fuese, “para dar algún día testimonio al mundo, en especial a mis camaradas de partido, de la terrible experiencia que me tocó vivir”. A su regreso a Yugoslavia se sentó a escribir y en menos de un año tuvo listo el manuscrito de Siete mil días en Siberia. A diferencia de Solzhenitzyn (que terminó su Archipiélago Gulag el mismo año en que nuestro personaje puso punto final a su manuscrito, en 1958), Stajner prohibió que su libro se publicara en Occidente antes de ver la luz en su país. Eso lo obligó a esperar otros catorce años, soportando sin perder la paciencia infinitas posposiciones y misteriosas pérdidas de su manuscrito en oficinas editoriales de Belgrado y de Zagreb. Había tenido la precaución de enviarle una copia a su hermano en Lyon pero, a lo largo de esos años, rechazó ofertas de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, por gratitud personal hacia Tito, el hombre que le había salvado la vida, y por disciplina hacia el partido del cual era miembro desde 1919.
Cuando Siete mil días en Siberia se publicó finalmente en Yugoslavia, en 1972, obtuvo, para sorpresa de muchos, el codiciado premio Kovacic al Libro del Año. Pero a Stajner lo tenían sin cuidado los honores literarios en la misma medida que las prebendas políticas: nunca pidió ni esperó nada del partido, nunca volvió a ver a Tito, ni intentó hacerlo, tal como en su libro había evitado toda deliberación ideológica. Sin embargo, cuando en la traducción norteamericana de Siete mil días en Siberia se eliminó aquella mención a “mis camaradas de partido” en el celebérrimo párrafo donde Stajner se imponía a sí mismo la obligación de sobrevivir al gulag para dar testimonio), fue como si le hubieran cercenado el centro neurálgico del libro y repudió la traducción.
Nadie pudo entender esa lealtad indeclinable de Stajner a Tito y al partido. Es improbable que creyera que el uno y el otro habían logrado dar a Yugoslavia aquello que soñaban en los tiempos juveniles en que todos ellos integraban esa cofradía utópica llamada Komintern. Era otra cosa, que el gran Danilo Kis (quien aseguró repetidas veces que habría sido incapaz de escribir su obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich, sin la lectura de Siete mil días en Siberia) adivinó, cuando dijo que hay sólo dos libros que deberían ser lectura obligatoria si se pretende que la especie humana no vuelva a tocar el fondo moral que tocó en el siglo veinte: esos dos libros son Si esto es un hombre de Primo Levi y Siete mil días en Siberia de Stajner. Y, según Kis, lo que hace únicos a esos libros es que tanto el uno como el otro se abstienen de toda monserga ideológica en sus páginas: simplemente internan al lector, en el gulag y en Auschwitz, para que experimenten el infierno desde adentro y así aprendan eso que sólo puede entenderse con el cuerpo, con cada partícula del cuerpo, además de la mente, para que nos sirva de algo.
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lunes, 15 de febrero de 2010
CULTURA › SIMBOLOS Y FANTASMAS, UNA INVESTIGACION DE GERMAN FERRARI
“Hay sectores con una fuerte carga de negacionismo”
El periodista escarba en el discurso autoritario argentino, a partir del seguimiento de cuatro casos emblemáticos de víctimas de la guerrilla: Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci.
Por Silvina Friera
Germán Ferrari confiesa que después de escribir Símbolos y fantasmas. Las víctimas de la guerrilla: de la amnistía a la “justicia para todos” (Sudamericana) quedó “ex-haus-to”. Lo dice pronunciando lentamente cada sílaba ante Página/12, con un fragmento del Parque Lezama que se filtra por la ventana del bar, para anticipar lo que representó sumergirse en las aguas contaminadas del discurso autoritario argentino, revisar libros brutales y apologéticos, “panfletos” en los que abunda el golpe bajo emotivo en vez de la argumentación y la cita de fuentes, revistas y sitios en Internet o cartas de lectores. Esta minuciosa, documentada y necesaria investigación, que confronta el pasado con el presente, arrancó con un interrogante: ¿por qué la sistemática evocación de las víctimas de la guerrilla en la década del ’70 por parte de ciertos sectores de la sociedad implica siempre, de manera explícita o velada, una reivindicación de la última dictadura militar?
Los recientes intentos de equiparar los actos de la guerrilla con el terrorismo de Estado ocultan una realidad más compleja, en la que se mezclan el dolor y el oportunismo político, advierte el autor en el prólogo del libro. El repaso de cuatro casos emblemáticos –Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci– le permitió explorar el cambio de consignas de la derecha que, a partir de la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y la reapertura de los juicios, ahora reclama que los actos de la guerrilla sean considerados también “crímenes de lesa humanidad”.
“Si la amnistía era imposible en la nueva coyuntura política, si no cabía la posibilidad de frenar las causas judiciales, entonces todos debían pasar por Tribunales, ex militares y ex guerrilleros –plantea Ferrari en relación con el cambio de la estrategia jurídica–. Así como en los ‘80 el ‘revanchista’ había sido Alfonsín, a pesar de sostener la ‘teoría de los dos demonios’, en el comienzo del nuevo siglo la calificación le era endilgada al matrimonio Kirchner, y se completaba con una conceptualización que trató de instalarse en la opinión pública: ‘el gobierno de los Montoneros’”.
–¿Cuál es el propósito que persiguen estos grupos al intentar equiparar bajo la figura de “crímenes de lesa humanidad” a los desaparecidos con los muertos por la guerrilla?
–En principio hay una fuerte carga de negacionismo. Así como hay sectores que niegan el Holocausto, en la Argentina sigue habiendo sectores, aunque minoritarios, que niegan el terrorismo de Estado. En todo caso, quienes no reivindican tan abiertamente la dictadura, plantean que algo había que hacer con la “subversión”. Esto se escucha en diferentes discursos; en el más brutal de Cecilia Pando, y en otros más moderados tendientes a hacer potable este planteo. Macri afirmó que había que juzgar todos los crímenes; después tuvo que decir que no estaba a favor de la amnistía. Tenemos un arco bastante amplio de reivindicadores de máxima y de mínima de la dictadura.
–No es casual que esta suerte de “empate técnico” que se quiere alentar cobre impulso como reacción a la política de derechos humanos del kirchnerismo.
–No lo es porque, desde el punto de vista histórico, la derogación de las leyes de punto final, obediencia debida y los indultos se dio durante el kirchnerismo. Después se puede debatir cuán ligado a los derechos humanos está el kirchnerismo, si es sincera la adhesión o es oportunista, pero éste no es el planteo del libro. Hay un hecho histórico concreto y es que empiezan a reabrirse las causas, y comienzan nuevamente a desfilar por el banquillo de los acusados los imputados por el terrorismo de Estado. Si el camino iniciado durante los ’80 con el Juicio a las Juntas hubiera seguido con los juicios que estaban abiertos y que se detuvieron con la obediencia debida y el punto final, seguramente hoy estaríamos ante otro panorama.
En Símbolos y fantasmas, excepto el asesinato de Aramburu, asumido por Montoneros, los otros casos –las muertes de Larrabure, Genta y Rucci– aún no han sido esclarecidos por la Justicia. Aunque el relato oficial construido por la dictadura sobre el destino “heroico” de Larrabure –el militar secuestrado en 1974 por el ERP apareció muerto al año siguiente– subraya la participación de “la delincuencia terrorista”, una investigación del periodista Carlos del Frade, citada por Ferrari, determinó que Larrabure no fue “ni torturado, ni mal alimentado, ni matado”, sino que se habría suicidado, tal como lo informaron, entre otros ex militantes, Enrique Gorriarán Merlo y Luis Mattini. El hijo de Larrabure es uno de los impulsores más tenaces de la ampliación de los “crímenes de lesa humanidad” para las acciones de la guerrilla. Encontró, claro, eco favorable en el diario La Nación, que entre noviembre de 2003 y septiembre de 2008 dedicó más de medio centenar de editoriales al tema.
“Escribir el libro fue un desafío porque es un asunto bastante espinoso, un tema de debate permanente con heridas que continúan abiertas”, señala Ferrari. “Tenía que documentar e historiar este fenómeno que había pasado en los ’70 y que estaba pasando ahora. Esta relación entre el pasado y el presente me parecía fundamental. Y también había que proyectarlo hacia el futuro, porque es un tema que va a seguir estando presente, si tenemos en cuenta que este año se realizará una serie de juicios contra el terrorismo de Estado en diferentes puntos del país. Estos hechos no estaban analizados como se debía porque se había delegado la palabra a historiadores, periodistas y voceros de la derecha, o de una aparente posición moderada. Faltaba una visión integral y profunda.”
–¿Cómo estima que se proyectará este tema en el futuro?
–Hay sectores que seguirán pidiendo amnistía lisa y llanamente; pasó con Abel Posse y con Diego Guelar, aunque la sociedad rápidamente los rechazó. No hay vía para ese tipo de pedidos. Sin embargo, este intento de instalar la “justicia para todos” tiene un discurso un poco más aceptable para diferentes capas de la población, sobre todo para sectores medios que son muy cuestionadores de los años ’70. En el fondo, el objetivo final de estos sectores es dar vuelta la página y que no se hable más del tema, no volver a mirar para atrás y exigir algún tipo de perdón. No nos olvidemos de que hay causas abiertas, y que si bien están enfriadas, la Justicia tendrá que dictaminar algo, por ejemplo en la causa Rucci.
–¿Qué opina de esta causa?
–La figura de Rucci es muy simbólica para determinados sectores del peronismo que la usan para oponerse al gobierno de Kirchner bajo el slogan “el gobierno de los Montoneros”. Por otra parte, la causa se reabrió en 2008, en un momento de bastante debilidad del Gobierno porque estaba saliendo del conflicto con los grandes terratenientes. El libro Operación Traviata se presentó como prueba para poder abrir la causa. A partir de ahí se fue generando un debate y se fue reinstalando nuevamente el icono de Rucci como símbolo de un tipo de sindicalismo nacional, cristiano y argentino, en contraposición a otras tendencias más de izquierda y combativas. Esto que se planteaba en los ’70 se traslada al presente; tanta repercusión tuvo el caso, que Claudia Rucci, su hija, llegó al Parlamento por la lista de Francisco de Narváez en las elecciones del año pasado. Claudia había trabajado muy cerca de Carlos Kunkel en la Subsecretaría General de la Presidencia en los primeros años del gobierno de Kirchner.
–Es significativa la “evolución” de la hija de Rucci, porque termina alentando la postura de los sectores más reaccionarios.
–Sí, me apasiona ese diálogo permanente que hay entre el pasado y el presente. Hay un hecho que documento en el libro: a fines del gobierno de Menem se le otorgó a la familia de Rucci una indemnización porque, por una investigación que había hecho en ese momento la Subsecretaría de Derechos Humanos, se había determinado que la muerte de Rucci había sido producto de la Triple A; entonces quedaba enmarcada para poder recibir la indemnización. Diez años después, los autores del asesinato son los Montoneros, situación que sirve para confrontar con el gobierno de Cristina. Pero hay también algunos antecedentes de reivindicación de la figura de Rucci que vienen de la propia dictadura. Cuando había que mostrar a sindicalistas asesinados por la guerrilla, se lo mostraba a Rucci como uno de los símbolos del sindicalista “argentino y cristiano”.
Ferrari dice que no hay dudas de que el “discurso brutal” de los seguidores de la última dictadura causa un profundo rechazo. Pero un discurso autoritario “un poco más moderado” tiene mayor recepción en amplios sectores de la opinión pública. “Lo vemos en Susana Giménez o Mirtha Legrand, cuando piden que no hay que hablar más de lo que pasó hace 30 años, que este Gobierno incentiva la ‘venganza’. Estas afirmaciones de dos señoras de la farándula son un toque de atención. No es Duhalde, que dice que con los juicios se ‘humilla’ a las Fuerzas Armadas, sino que son personas de amplia exposición mediática que pueden tener un predicamento mucho mayor del que tiene un político tradicional.” Ferrari insiste en que la lectura de la documentación y las fuentes del discurso autoritario fue un trabajo arduo. “No es fácil reconocer que el autoritarismo está presente en el día a día más de lo que uno imaginaba. Por momentos, la reivindicación lisa y llana que hacían de la dictadura algunos sectores me alarmaba; me resultaba increíble que no tuvieran ningún tipo de autocrítica; son los mismos discursos casi calcados de hace 30 años.” En el caso de los sectores que adhieren a las consignas de la amnistía y la reconciliación nacional, sin estar estrechamente vinculados con la dictadura, a Ferrari le preocupa la poca autocrítica que tienen después del discurso de Martín Balza. “Desde los sectores de la militancia, la autocrítica y la reflexión están en permanente cuestión. Un libro como No matar, compilado a partir de la carta que escribió Oscar del Barco, generó un debate interesante.”
–El hijo de Larrabure cita a Del Barco para llevar agua a su molino.
–Sí, es cierto. Pero aquí se desprende otro debate cuando la derecha utiliza determinados referentes de la izquierda para alimentar su discurso. El tema de la lucha armada sigue siendo complicado y genera muchos debates. Si no lo podemos enmarcar en el contexto histórico, político y social de lo que fue la Argentina –pero también Latinoamérica y el mundo en los ’60 y ’70–, todo queda circunscripto a discusiones de café o a pareceres apasionados de los diferentes interlocutores; entonces se llegan a decir barbaridades en algunas cartas de lectores o en los foros de Internet. Una cuestión tan compleja requiere una profundidad mayor y no un tratamiento ligero, sólo desde el sentimiento. Todavía podemos encontrar editoriales de La Nación que hablan de “terrorismo subversivo”.
“Hay sectores con una fuerte carga de negacionismo”
El periodista escarba en el discurso autoritario argentino, a partir del seguimiento de cuatro casos emblemáticos de víctimas de la guerrilla: Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci.
Por Silvina Friera
Germán Ferrari confiesa que después de escribir Símbolos y fantasmas. Las víctimas de la guerrilla: de la amnistía a la “justicia para todos” (Sudamericana) quedó “ex-haus-to”. Lo dice pronunciando lentamente cada sílaba ante Página/12, con un fragmento del Parque Lezama que se filtra por la ventana del bar, para anticipar lo que representó sumergirse en las aguas contaminadas del discurso autoritario argentino, revisar libros brutales y apologéticos, “panfletos” en los que abunda el golpe bajo emotivo en vez de la argumentación y la cita de fuentes, revistas y sitios en Internet o cartas de lectores. Esta minuciosa, documentada y necesaria investigación, que confronta el pasado con el presente, arrancó con un interrogante: ¿por qué la sistemática evocación de las víctimas de la guerrilla en la década del ’70 por parte de ciertos sectores de la sociedad implica siempre, de manera explícita o velada, una reivindicación de la última dictadura militar?
Los recientes intentos de equiparar los actos de la guerrilla con el terrorismo de Estado ocultan una realidad más compleja, en la que se mezclan el dolor y el oportunismo político, advierte el autor en el prólogo del libro. El repaso de cuatro casos emblemáticos –Argentino del Valle Larrabure, Pedro Eugenio Aramburu, Jordán Bruno Genta y José Ignacio Rucci– le permitió explorar el cambio de consignas de la derecha que, a partir de la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y la reapertura de los juicios, ahora reclama que los actos de la guerrilla sean considerados también “crímenes de lesa humanidad”.
“Si la amnistía era imposible en la nueva coyuntura política, si no cabía la posibilidad de frenar las causas judiciales, entonces todos debían pasar por Tribunales, ex militares y ex guerrilleros –plantea Ferrari en relación con el cambio de la estrategia jurídica–. Así como en los ‘80 el ‘revanchista’ había sido Alfonsín, a pesar de sostener la ‘teoría de los dos demonios’, en el comienzo del nuevo siglo la calificación le era endilgada al matrimonio Kirchner, y se completaba con una conceptualización que trató de instalarse en la opinión pública: ‘el gobierno de los Montoneros’”.
–¿Cuál es el propósito que persiguen estos grupos al intentar equiparar bajo la figura de “crímenes de lesa humanidad” a los desaparecidos con los muertos por la guerrilla?
–En principio hay una fuerte carga de negacionismo. Así como hay sectores que niegan el Holocausto, en la Argentina sigue habiendo sectores, aunque minoritarios, que niegan el terrorismo de Estado. En todo caso, quienes no reivindican tan abiertamente la dictadura, plantean que algo había que hacer con la “subversión”. Esto se escucha en diferentes discursos; en el más brutal de Cecilia Pando, y en otros más moderados tendientes a hacer potable este planteo. Macri afirmó que había que juzgar todos los crímenes; después tuvo que decir que no estaba a favor de la amnistía. Tenemos un arco bastante amplio de reivindicadores de máxima y de mínima de la dictadura.
–No es casual que esta suerte de “empate técnico” que se quiere alentar cobre impulso como reacción a la política de derechos humanos del kirchnerismo.
–No lo es porque, desde el punto de vista histórico, la derogación de las leyes de punto final, obediencia debida y los indultos se dio durante el kirchnerismo. Después se puede debatir cuán ligado a los derechos humanos está el kirchnerismo, si es sincera la adhesión o es oportunista, pero éste no es el planteo del libro. Hay un hecho histórico concreto y es que empiezan a reabrirse las causas, y comienzan nuevamente a desfilar por el banquillo de los acusados los imputados por el terrorismo de Estado. Si el camino iniciado durante los ’80 con el Juicio a las Juntas hubiera seguido con los juicios que estaban abiertos y que se detuvieron con la obediencia debida y el punto final, seguramente hoy estaríamos ante otro panorama.
En Símbolos y fantasmas, excepto el asesinato de Aramburu, asumido por Montoneros, los otros casos –las muertes de Larrabure, Genta y Rucci– aún no han sido esclarecidos por la Justicia. Aunque el relato oficial construido por la dictadura sobre el destino “heroico” de Larrabure –el militar secuestrado en 1974 por el ERP apareció muerto al año siguiente– subraya la participación de “la delincuencia terrorista”, una investigación del periodista Carlos del Frade, citada por Ferrari, determinó que Larrabure no fue “ni torturado, ni mal alimentado, ni matado”, sino que se habría suicidado, tal como lo informaron, entre otros ex militantes, Enrique Gorriarán Merlo y Luis Mattini. El hijo de Larrabure es uno de los impulsores más tenaces de la ampliación de los “crímenes de lesa humanidad” para las acciones de la guerrilla. Encontró, claro, eco favorable en el diario La Nación, que entre noviembre de 2003 y septiembre de 2008 dedicó más de medio centenar de editoriales al tema.
“Escribir el libro fue un desafío porque es un asunto bastante espinoso, un tema de debate permanente con heridas que continúan abiertas”, señala Ferrari. “Tenía que documentar e historiar este fenómeno que había pasado en los ’70 y que estaba pasando ahora. Esta relación entre el pasado y el presente me parecía fundamental. Y también había que proyectarlo hacia el futuro, porque es un tema que va a seguir estando presente, si tenemos en cuenta que este año se realizará una serie de juicios contra el terrorismo de Estado en diferentes puntos del país. Estos hechos no estaban analizados como se debía porque se había delegado la palabra a historiadores, periodistas y voceros de la derecha, o de una aparente posición moderada. Faltaba una visión integral y profunda.”
–¿Cómo estima que se proyectará este tema en el futuro?
–Hay sectores que seguirán pidiendo amnistía lisa y llanamente; pasó con Abel Posse y con Diego Guelar, aunque la sociedad rápidamente los rechazó. No hay vía para ese tipo de pedidos. Sin embargo, este intento de instalar la “justicia para todos” tiene un discurso un poco más aceptable para diferentes capas de la población, sobre todo para sectores medios que son muy cuestionadores de los años ’70. En el fondo, el objetivo final de estos sectores es dar vuelta la página y que no se hable más del tema, no volver a mirar para atrás y exigir algún tipo de perdón. No nos olvidemos de que hay causas abiertas, y que si bien están enfriadas, la Justicia tendrá que dictaminar algo, por ejemplo en la causa Rucci.
–¿Qué opina de esta causa?
–La figura de Rucci es muy simbólica para determinados sectores del peronismo que la usan para oponerse al gobierno de Kirchner bajo el slogan “el gobierno de los Montoneros”. Por otra parte, la causa se reabrió en 2008, en un momento de bastante debilidad del Gobierno porque estaba saliendo del conflicto con los grandes terratenientes. El libro Operación Traviata se presentó como prueba para poder abrir la causa. A partir de ahí se fue generando un debate y se fue reinstalando nuevamente el icono de Rucci como símbolo de un tipo de sindicalismo nacional, cristiano y argentino, en contraposición a otras tendencias más de izquierda y combativas. Esto que se planteaba en los ’70 se traslada al presente; tanta repercusión tuvo el caso, que Claudia Rucci, su hija, llegó al Parlamento por la lista de Francisco de Narváez en las elecciones del año pasado. Claudia había trabajado muy cerca de Carlos Kunkel en la Subsecretaría General de la Presidencia en los primeros años del gobierno de Kirchner.
–Es significativa la “evolución” de la hija de Rucci, porque termina alentando la postura de los sectores más reaccionarios.
–Sí, me apasiona ese diálogo permanente que hay entre el pasado y el presente. Hay un hecho que documento en el libro: a fines del gobierno de Menem se le otorgó a la familia de Rucci una indemnización porque, por una investigación que había hecho en ese momento la Subsecretaría de Derechos Humanos, se había determinado que la muerte de Rucci había sido producto de la Triple A; entonces quedaba enmarcada para poder recibir la indemnización. Diez años después, los autores del asesinato son los Montoneros, situación que sirve para confrontar con el gobierno de Cristina. Pero hay también algunos antecedentes de reivindicación de la figura de Rucci que vienen de la propia dictadura. Cuando había que mostrar a sindicalistas asesinados por la guerrilla, se lo mostraba a Rucci como uno de los símbolos del sindicalista “argentino y cristiano”.
Ferrari dice que no hay dudas de que el “discurso brutal” de los seguidores de la última dictadura causa un profundo rechazo. Pero un discurso autoritario “un poco más moderado” tiene mayor recepción en amplios sectores de la opinión pública. “Lo vemos en Susana Giménez o Mirtha Legrand, cuando piden que no hay que hablar más de lo que pasó hace 30 años, que este Gobierno incentiva la ‘venganza’. Estas afirmaciones de dos señoras de la farándula son un toque de atención. No es Duhalde, que dice que con los juicios se ‘humilla’ a las Fuerzas Armadas, sino que son personas de amplia exposición mediática que pueden tener un predicamento mucho mayor del que tiene un político tradicional.” Ferrari insiste en que la lectura de la documentación y las fuentes del discurso autoritario fue un trabajo arduo. “No es fácil reconocer que el autoritarismo está presente en el día a día más de lo que uno imaginaba. Por momentos, la reivindicación lisa y llana que hacían de la dictadura algunos sectores me alarmaba; me resultaba increíble que no tuvieran ningún tipo de autocrítica; son los mismos discursos casi calcados de hace 30 años.” En el caso de los sectores que adhieren a las consignas de la amnistía y la reconciliación nacional, sin estar estrechamente vinculados con la dictadura, a Ferrari le preocupa la poca autocrítica que tienen después del discurso de Martín Balza. “Desde los sectores de la militancia, la autocrítica y la reflexión están en permanente cuestión. Un libro como No matar, compilado a partir de la carta que escribió Oscar del Barco, generó un debate interesante.”
–El hijo de Larrabure cita a Del Barco para llevar agua a su molino.
–Sí, es cierto. Pero aquí se desprende otro debate cuando la derecha utiliza determinados referentes de la izquierda para alimentar su discurso. El tema de la lucha armada sigue siendo complicado y genera muchos debates. Si no lo podemos enmarcar en el contexto histórico, político y social de lo que fue la Argentina –pero también Latinoamérica y el mundo en los ’60 y ’70–, todo queda circunscripto a discusiones de café o a pareceres apasionados de los diferentes interlocutores; entonces se llegan a decir barbaridades en algunas cartas de lectores o en los foros de Internet. Una cuestión tan compleja requiere una profundidad mayor y no un tratamiento ligero, sólo desde el sentimiento. Todavía podemos encontrar editoriales de La Nación que hablan de “terrorismo subversivo”.
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Narrativa literatura argentina
Momento para reacomodar
Por Eduardo Aliverti
Debe atenderse al fuerte cambio de enfoque noticioso que se produjo entre el mes pasado y lo que va de éste.
Durante enero, la novela de Redrado sirvió para que se hablase, otra vez, de la diferencia entre el clima económico y el político. Mientras el primero estaba en positivo, con una temporada turística brillante y notables niveles de consumo, la situación institucional fue pintada como poco menos que caótica al mentarse un choque de poderes. Esto no tuvo ni tiene nada de inocente: construir el sentido de que el Banco Central es un poder “autónomo” significa, ipso pucho, que se le confiere un rango similar al de los otros tres. Y en consecuencia, también de modo automático y subliminal, queda establecido que esa institución es una suerte de Estado independiente, en condiciones de manejar el valor de la moneda como mejor le parezca. El abecé del manual de cualquier conservador de estas pampas. Esa diferencia, entre la percepción de una clase media que andaba de parabienes consumistas y un escenario político atormentado, permite inferir que el “caso Redrado/Fondo del Bicentenario” fue, visto desde el interés masivo, mucho más una amplificación mediática que una inquietud popular. Como en otras oportunidades, a falta de poder entrarle al oficialismo desde la marcha de la economía, la oposición y los enormes medios periodísticos que la integran optaron por ensanchar las vetas críticas del funcionamiento “político”: autoritarismo y desprolijidad en la pretensión de usar las reservas para pagar deuda, enriquecimiento ilícito de los K, el hotel de El Calafate (al que a esta altura ya pareciera que le hacen el chivo gratis porque, de otra forma, es dificultoso entender qué aportan esas notas descriptivas de sus lujosos servicios, como si eso no estuviera subsumido en la denuncia de que Kirchner se gastó en él 2 millones de dólares. ¿Para qué se va a gastar esa carrada de plata? ¿Para comprarse un telo en el Once?). Sin perder de vista que esta suma de ofensivas justificadas e injustas, ridículas y legítimas, cuentan con el precioso aporte del mismo matrimonio, gracias a ese desdén por las formas con el que después la derecha se hace un picnic, ¿cuánto de todo esto, en realidad, pega en “la gente”?
Es complicado saberlo, y sobre todo si se lo quiere medir en impacto electoral. Se supone que les ratifica el odio visceral a quienes, aunque les vaya mejor que nunca, arremeten contra los K por un cúmulo de razones tanto de tilinguería como de acción corporativa, y que van desde denostar los zapatos y las carteras de Cristina hasta la afirmación de que la Ley de Medios Audiovisuales implica una avanzada totalitaria de tinte comunista. Y se supone que a una mayoría del resto de “la gente” todo eso le importa algo así como tres pitos, en una sociedad en la que el culto al “roba pero hace” ya llegó a demostrar que Menem pudo gobernar diez años consecutivos. Encima, imparcialmente nadie puede decir, con mínima seriedad, que el grueso social está peor que hace siete años. Si se quiere, puede decirse que es un país más desigual que entonces porque se amplió la brecha entre quienes más y menos ganan. Pero no más pobre, ni con más pobres. Y ni que hablar si el conjunto de la oposición, que en verdad no llega a ser un rejuntado porque rige ante todo su campeonato de egos, es un cambalache que no ofrece alternativa alguna. O sí: la vuelta a los ‘90, pero guay de explicitarlo así.
Ahora bien: como a “la gente” no sólo le va como le va sino como le parece que le tiene que ir y/o como los medios le dicen que le está yendo, una cosa, como caso, es lo que sucedió en enero; y otra, aquello con lo que febrero se planta. Siempre como hipótesis, la novela con Redrado no les movió mayormente el amperímetro a la realidad y la sensación populares. Las reservas del Central, el papel de héroe victimizado del Golden Boy, las idas y vueltas sobre si había que decapitarlo de una o aislarlo mediante mecanismos más escrupulosos, suenan a temática que queda lejos del interés público. Muy por el contrario, si el kilo de asado se arrima a los 30 pesos, y las frutas viajan a las nubes, y encima se viene el colegio de los chicos y avisan de un saque bravo en los materiales escolares, el cómo nos dicen que nos va se muda a cómo nos va o puede ir realmente. Por supuesto, esto no quiere decir que detrás de la escalada inflacionaria –o adelante, más bien– no esté la mano de los monopolios y oligopolios que determinan la formación de los precios; y el aprovechamiento que hacen de ello los grupos concentrados de la comunicación opositora, para horadar al Gobierno. Como fuere, la carne se fue donde se fue, el resto también y si, para más, la vocería oficialista no tiene mejor idea que hablar de “reacomodamiento” y exceso de lluvias...
Si se tiene en cuenta que el proceso electoral ya comenzó, registrando incluso la reaparición del Menem blanco santafesino, el blanqueo del Gardener de Mendoza en su foto con la cúpula radical y hasta la salida de ultratumba de Domingo Cavallo, para apoyar al primero, apreciado desde los intereses kirchneristas no les queda otra que cortar por lo sano. Y meter el cuerpo entero hacia la intervención en eso que el eufemismo por concentración productiva denomina “los mercados productores”. Hay explicaciones coyunturales atendibles, como las secuelas catastróficas de la sequía en la liquidación de stock vacuno. Hay otras de estructura, de las que el Gobierno se tiene que hacer cargo, como la ausencia de una política agropecuaria que impidiera la transformación del país en una alfombra de soja. Pero como quiera que sea, el proceso de cambio progre–distributivo que, más o menos a los tumbos, vive la Argentina (dentro, entendámonos, de las restricciones impuestas por un modelo capitalista), sufre la amenaza de sectores salvajes. Parcelas de la clase dominante que, en lo económico, no tienen prurito alguno en maximizar a como sea su tasa de ganancia. Y que en lo político, aunque todavía como mamarracho, tampoco disponen de vergüenza alguna para, llegado el caso, llevarse puesto al Gobierno aun a costa de re-diseñar un proyecto de exclusión mucho más agresivo que lo que marcan las deudas sociales de esta experiencia kirchnerista.
Así no se coincida con eso de que esto no es de izquierda, pero que no hay nada a la izquierda de esto (en términos de probabilidades de acceso al poder), por lo menos debería aceptarse que es muchísimo lo que hay hacia la derecha. El progresismo en general y algunas de sus franjas en particular que juegan al nacionalismo revolucionario, tal vez debieran medir mejor la correlación de fuerzas realmente existente. Y de seguro el Gobierno debería contribuir dejando de espantar a los susceptibles de ser propios a la par de acumular ajenos obvios. Lo cual será difícil si, en lugar de ampliar su base de sustentación, continúa la apuesta de refugiarse en cuitas como –entre otras– los barones peronistas del conurbano o la manipulación grosera del Indec.
Por Eduardo Aliverti
Debe atenderse al fuerte cambio de enfoque noticioso que se produjo entre el mes pasado y lo que va de éste.
Durante enero, la novela de Redrado sirvió para que se hablase, otra vez, de la diferencia entre el clima económico y el político. Mientras el primero estaba en positivo, con una temporada turística brillante y notables niveles de consumo, la situación institucional fue pintada como poco menos que caótica al mentarse un choque de poderes. Esto no tuvo ni tiene nada de inocente: construir el sentido de que el Banco Central es un poder “autónomo” significa, ipso pucho, que se le confiere un rango similar al de los otros tres. Y en consecuencia, también de modo automático y subliminal, queda establecido que esa institución es una suerte de Estado independiente, en condiciones de manejar el valor de la moneda como mejor le parezca. El abecé del manual de cualquier conservador de estas pampas. Esa diferencia, entre la percepción de una clase media que andaba de parabienes consumistas y un escenario político atormentado, permite inferir que el “caso Redrado/Fondo del Bicentenario” fue, visto desde el interés masivo, mucho más una amplificación mediática que una inquietud popular. Como en otras oportunidades, a falta de poder entrarle al oficialismo desde la marcha de la economía, la oposición y los enormes medios periodísticos que la integran optaron por ensanchar las vetas críticas del funcionamiento “político”: autoritarismo y desprolijidad en la pretensión de usar las reservas para pagar deuda, enriquecimiento ilícito de los K, el hotel de El Calafate (al que a esta altura ya pareciera que le hacen el chivo gratis porque, de otra forma, es dificultoso entender qué aportan esas notas descriptivas de sus lujosos servicios, como si eso no estuviera subsumido en la denuncia de que Kirchner se gastó en él 2 millones de dólares. ¿Para qué se va a gastar esa carrada de plata? ¿Para comprarse un telo en el Once?). Sin perder de vista que esta suma de ofensivas justificadas e injustas, ridículas y legítimas, cuentan con el precioso aporte del mismo matrimonio, gracias a ese desdén por las formas con el que después la derecha se hace un picnic, ¿cuánto de todo esto, en realidad, pega en “la gente”?
Es complicado saberlo, y sobre todo si se lo quiere medir en impacto electoral. Se supone que les ratifica el odio visceral a quienes, aunque les vaya mejor que nunca, arremeten contra los K por un cúmulo de razones tanto de tilinguería como de acción corporativa, y que van desde denostar los zapatos y las carteras de Cristina hasta la afirmación de que la Ley de Medios Audiovisuales implica una avanzada totalitaria de tinte comunista. Y se supone que a una mayoría del resto de “la gente” todo eso le importa algo así como tres pitos, en una sociedad en la que el culto al “roba pero hace” ya llegó a demostrar que Menem pudo gobernar diez años consecutivos. Encima, imparcialmente nadie puede decir, con mínima seriedad, que el grueso social está peor que hace siete años. Si se quiere, puede decirse que es un país más desigual que entonces porque se amplió la brecha entre quienes más y menos ganan. Pero no más pobre, ni con más pobres. Y ni que hablar si el conjunto de la oposición, que en verdad no llega a ser un rejuntado porque rige ante todo su campeonato de egos, es un cambalache que no ofrece alternativa alguna. O sí: la vuelta a los ‘90, pero guay de explicitarlo así.
Ahora bien: como a “la gente” no sólo le va como le va sino como le parece que le tiene que ir y/o como los medios le dicen que le está yendo, una cosa, como caso, es lo que sucedió en enero; y otra, aquello con lo que febrero se planta. Siempre como hipótesis, la novela con Redrado no les movió mayormente el amperímetro a la realidad y la sensación populares. Las reservas del Central, el papel de héroe victimizado del Golden Boy, las idas y vueltas sobre si había que decapitarlo de una o aislarlo mediante mecanismos más escrupulosos, suenan a temática que queda lejos del interés público. Muy por el contrario, si el kilo de asado se arrima a los 30 pesos, y las frutas viajan a las nubes, y encima se viene el colegio de los chicos y avisan de un saque bravo en los materiales escolares, el cómo nos dicen que nos va se muda a cómo nos va o puede ir realmente. Por supuesto, esto no quiere decir que detrás de la escalada inflacionaria –o adelante, más bien– no esté la mano de los monopolios y oligopolios que determinan la formación de los precios; y el aprovechamiento que hacen de ello los grupos concentrados de la comunicación opositora, para horadar al Gobierno. Como fuere, la carne se fue donde se fue, el resto también y si, para más, la vocería oficialista no tiene mejor idea que hablar de “reacomodamiento” y exceso de lluvias...
Si se tiene en cuenta que el proceso electoral ya comenzó, registrando incluso la reaparición del Menem blanco santafesino, el blanqueo del Gardener de Mendoza en su foto con la cúpula radical y hasta la salida de ultratumba de Domingo Cavallo, para apoyar al primero, apreciado desde los intereses kirchneristas no les queda otra que cortar por lo sano. Y meter el cuerpo entero hacia la intervención en eso que el eufemismo por concentración productiva denomina “los mercados productores”. Hay explicaciones coyunturales atendibles, como las secuelas catastróficas de la sequía en la liquidación de stock vacuno. Hay otras de estructura, de las que el Gobierno se tiene que hacer cargo, como la ausencia de una política agropecuaria que impidiera la transformación del país en una alfombra de soja. Pero como quiera que sea, el proceso de cambio progre–distributivo que, más o menos a los tumbos, vive la Argentina (dentro, entendámonos, de las restricciones impuestas por un modelo capitalista), sufre la amenaza de sectores salvajes. Parcelas de la clase dominante que, en lo económico, no tienen prurito alguno en maximizar a como sea su tasa de ganancia. Y que en lo político, aunque todavía como mamarracho, tampoco disponen de vergüenza alguna para, llegado el caso, llevarse puesto al Gobierno aun a costa de re-diseñar un proyecto de exclusión mucho más agresivo que lo que marcan las deudas sociales de esta experiencia kirchnerista.
Así no se coincida con eso de que esto no es de izquierda, pero que no hay nada a la izquierda de esto (en términos de probabilidades de acceso al poder), por lo menos debería aceptarse que es muchísimo lo que hay hacia la derecha. El progresismo en general y algunas de sus franjas en particular que juegan al nacionalismo revolucionario, tal vez debieran medir mejor la correlación de fuerzas realmente existente. Y de seguro el Gobierno debería contribuir dejando de espantar a los susceptibles de ser propios a la par de acumular ajenos obvios. Lo cual será difícil si, en lugar de ampliar su base de sustentación, continúa la apuesta de refugiarse en cuitas como –entre otras– los barones peronistas del conurbano o la manipulación grosera del Indec.
domingo, 14 de febrero de 2010
viernes, 12 de febrero de 2010
¿Quién escribió mis poemas?
Por Juan Forn
Imaginen un tren cargado con un botín de guerra compuesto enteramente de relojes, haciendo tictac cada uno a un ritmo diferente, trasladándose por la tierra baldía polaca hacia el corazón de Alemania. Seguramente les ha pasado de tener una pesadilla o un sueño recurrente del que no tenían la menor conciencia hasta que otro la verbaliza, la pone en palabras, y así es como descubren con espanto que ése es un sueño que tuvieron ustedes, y no una sino varias veces.
Eso es lo que le pasó al poeta y futuro Premio Nobel Czeslaw Milosz en 1960, cuando recibió una carta de Cracovia firmada por un desconocido llamado Stanislaw Czycz, en la que le contaba que durante la ocupación alemana, cuando tenía sólo quince años y pasaba las tardes en casa de un amigo fanático como él de la mecánica, trabajando en el desván en el montaje clandestino de una motocicleta, descubrieron un día en el fondo de aquel desván una valija que el padre de su amigo, guarda de tren, había encontrado en un andén vacío de la estación de Cracovia, después de que los alemanes fletaran un contingente de prisioneros a Auschwitz. Czycz había convencido a su amigo de abrir la valija y en ella encontraron una capa negra, un sombrero de copa y un arsenal de trucos de magia, así como unos volantes que anunciaban la presentación en la ciudad de un ilusionista llamado El Gran Nemo. En el fondo de la valija había además un rollo de poemas titulado Voces de Gente Pobre.
Czycz le decía a Milosz en la carta que hasta ese momento nunca le había prestado la menor atención a la poesía: “Sólo me interesaban las materias técnicas y soñaba con ser ingeniero algún día, pero esos poemas me conmovieron tanto que empecé a escribir”. La guerra terminó, pasaron los años, la Asociación de Escritores local reanudó sus actividades y un buen día Czycz sometió a su escrutinio un manuscrito en el que mezclaba poemas propios con los de Voces de Gente Pobre. El libro se publicó y, aunque su repercusión fue casi nula, incluso en Cracovia, le sirvió a Czycz como primer escalón de una discreta pero tenaz carrera literaria. Para entonces, Milosz llevaba años exiliado en Francia, después de haber formado parte de la resistencia polaca contra los nazis y de representar al gobierno socialista de su país en los primeros años de posguerra y de renunciar a ese puesto y abandonar Polonia al descubrir los verdaderos propósitos del Oso Soviético. Sus libros estaban prohibidos, pero sus poemas previos al exilio se seguían leyendo clandestinamente, y así fue como Czycz descubrió un día “con inenarrable desazón” que los poemas que había plagiado en su primer libro no pertenecían “a ningún Gran Nemo sino al Gran Milosz”: se trataba de un volumen mimeografiado que el futuro Nobel había hecho circular entre sus amigos durante la guerra.
Para demostrar su buena fe y ganarse el perdón del poeta que tanto reverenciaba, Czycz adjuntaba a su carta los amarillentos originales que había encontrado en el fondo de aquella valija. Milosz se sentó a leerlos, dispuesto a someterse a una de esas inmersiones en la congoja que ningún exiliado sabe evitar, y entonces se topó con aquella descripción del tren cargado de relojes cruzando la tierra baldía polaca, haciendo cada uno tictac a un ritmo diferente, y creyó que se le paraba el corazón. El había tenido ese sueño, y más de una vez; sin embargo, jamás lo había puesto por escrito. De hecho, hasta que no lo vio traducido en palabras, en aquellas hojas amarillentas, no recordaba haberlo soñado siquiera.
Y había más. Había un poema titulado “Anus Mundi” (es decir, “ano del mundo”, expresión con que un miembro del Estado Mayor alemán propuso llamar a Polonia en 1942) que empezaba con la misma frase con que Alfred Jarry ubicaba la acción en su Ubú Rey (una de las obras teatrales predilectas de Milosz): “En Polonia, es decir, en ninguna parte...”. Había otro poema titulado “El grito del silencio”, que relataba que en la aldea de Swietobrosc había una iglesia y en la iglesia un ama de llaves a quien después de muerta “hubo que sacarla de su tumba / y empalarla en una estaca / para que dejara de gritar”. Milosz recordaba perfectamente el episodio: era uno de los relatos que le hacía su aya en la infancia para que dejara de berrear cuando lo acostaban. Pero él jamás había escrito un poema titulado “Anus Mundi” ni tampoco “El grito del silencio”.
Hoy sabemos que, en los años más calientes de la guerra fría, las embajadas de los países comunistas en Occidente solían someter a sus exiliados más conspicuos a todo tipo de solapadas maniobras para doblegarlos o para desvirtuarlos ante la prensa internacional. Puede que Milosz haya visto en aquella carta una operación de inteligencia para desequilibrarlo psíquicamente. O puede que simplemente sintiera lo que le había pasado a Arthur Schnitzler con Freud en la Viena de 1920 (Schnitzler escribió en su diario: “Experimento ansia por conversar con él acerca de los abismos de mi obra y mi existencia pero prefiero abstenerme de hacerlo”; y Freud le escribió en la única carta que le envió: “Me he atormentado todos estos años preguntándome por qué no he intentado nunca charlar con usted. Creo que lo he evitado porque sentía una especie de miedo a encontrarme con un doppelgänger”).
Lo cierto es que Milosz nunca contestó la carta de Czycz. Ni siquiera cuando, años después, supo por casualidad que había existido un ilusionista llamado El Gran Nemo en Polonia antes y durante la guerra, y que el propio Czycz no era un esbirro de la policía secreta polaca, sino un cuentista y guionista de cine opuesto al régimen y muy respetado por sus pares, desde el director Andrzej Wajda a la poeta y Premio Nobel Wyslawa Szymborska. Czycz murió en 1996 y Milosz en 2004. Como Schnitzler y Freud, se evitaron durante cuarenta años y murieron sin haberse visto personalmente ni una sola vez. Pero podría apostar hasta lo que no tengo que sospechaban, en el fondo de su corazón, esa verdad grande como una casa que, en el otro extremo del mundo, le dijo una vez el finado José Luis Mangieri al entonces quinceañero Fabián Casas: “La literatura es una construcción colectiva, pibe”.
Por Juan Forn
Imaginen un tren cargado con un botín de guerra compuesto enteramente de relojes, haciendo tictac cada uno a un ritmo diferente, trasladándose por la tierra baldía polaca hacia el corazón de Alemania. Seguramente les ha pasado de tener una pesadilla o un sueño recurrente del que no tenían la menor conciencia hasta que otro la verbaliza, la pone en palabras, y así es como descubren con espanto que ése es un sueño que tuvieron ustedes, y no una sino varias veces.
Eso es lo que le pasó al poeta y futuro Premio Nobel Czeslaw Milosz en 1960, cuando recibió una carta de Cracovia firmada por un desconocido llamado Stanislaw Czycz, en la que le contaba que durante la ocupación alemana, cuando tenía sólo quince años y pasaba las tardes en casa de un amigo fanático como él de la mecánica, trabajando en el desván en el montaje clandestino de una motocicleta, descubrieron un día en el fondo de aquel desván una valija que el padre de su amigo, guarda de tren, había encontrado en un andén vacío de la estación de Cracovia, después de que los alemanes fletaran un contingente de prisioneros a Auschwitz. Czycz había convencido a su amigo de abrir la valija y en ella encontraron una capa negra, un sombrero de copa y un arsenal de trucos de magia, así como unos volantes que anunciaban la presentación en la ciudad de un ilusionista llamado El Gran Nemo. En el fondo de la valija había además un rollo de poemas titulado Voces de Gente Pobre.
Czycz le decía a Milosz en la carta que hasta ese momento nunca le había prestado la menor atención a la poesía: “Sólo me interesaban las materias técnicas y soñaba con ser ingeniero algún día, pero esos poemas me conmovieron tanto que empecé a escribir”. La guerra terminó, pasaron los años, la Asociación de Escritores local reanudó sus actividades y un buen día Czycz sometió a su escrutinio un manuscrito en el que mezclaba poemas propios con los de Voces de Gente Pobre. El libro se publicó y, aunque su repercusión fue casi nula, incluso en Cracovia, le sirvió a Czycz como primer escalón de una discreta pero tenaz carrera literaria. Para entonces, Milosz llevaba años exiliado en Francia, después de haber formado parte de la resistencia polaca contra los nazis y de representar al gobierno socialista de su país en los primeros años de posguerra y de renunciar a ese puesto y abandonar Polonia al descubrir los verdaderos propósitos del Oso Soviético. Sus libros estaban prohibidos, pero sus poemas previos al exilio se seguían leyendo clandestinamente, y así fue como Czycz descubrió un día “con inenarrable desazón” que los poemas que había plagiado en su primer libro no pertenecían “a ningún Gran Nemo sino al Gran Milosz”: se trataba de un volumen mimeografiado que el futuro Nobel había hecho circular entre sus amigos durante la guerra.
Para demostrar su buena fe y ganarse el perdón del poeta que tanto reverenciaba, Czycz adjuntaba a su carta los amarillentos originales que había encontrado en el fondo de aquella valija. Milosz se sentó a leerlos, dispuesto a someterse a una de esas inmersiones en la congoja que ningún exiliado sabe evitar, y entonces se topó con aquella descripción del tren cargado de relojes cruzando la tierra baldía polaca, haciendo cada uno tictac a un ritmo diferente, y creyó que se le paraba el corazón. El había tenido ese sueño, y más de una vez; sin embargo, jamás lo había puesto por escrito. De hecho, hasta que no lo vio traducido en palabras, en aquellas hojas amarillentas, no recordaba haberlo soñado siquiera.
Y había más. Había un poema titulado “Anus Mundi” (es decir, “ano del mundo”, expresión con que un miembro del Estado Mayor alemán propuso llamar a Polonia en 1942) que empezaba con la misma frase con que Alfred Jarry ubicaba la acción en su Ubú Rey (una de las obras teatrales predilectas de Milosz): “En Polonia, es decir, en ninguna parte...”. Había otro poema titulado “El grito del silencio”, que relataba que en la aldea de Swietobrosc había una iglesia y en la iglesia un ama de llaves a quien después de muerta “hubo que sacarla de su tumba / y empalarla en una estaca / para que dejara de gritar”. Milosz recordaba perfectamente el episodio: era uno de los relatos que le hacía su aya en la infancia para que dejara de berrear cuando lo acostaban. Pero él jamás había escrito un poema titulado “Anus Mundi” ni tampoco “El grito del silencio”.
Hoy sabemos que, en los años más calientes de la guerra fría, las embajadas de los países comunistas en Occidente solían someter a sus exiliados más conspicuos a todo tipo de solapadas maniobras para doblegarlos o para desvirtuarlos ante la prensa internacional. Puede que Milosz haya visto en aquella carta una operación de inteligencia para desequilibrarlo psíquicamente. O puede que simplemente sintiera lo que le había pasado a Arthur Schnitzler con Freud en la Viena de 1920 (Schnitzler escribió en su diario: “Experimento ansia por conversar con él acerca de los abismos de mi obra y mi existencia pero prefiero abstenerme de hacerlo”; y Freud le escribió en la única carta que le envió: “Me he atormentado todos estos años preguntándome por qué no he intentado nunca charlar con usted. Creo que lo he evitado porque sentía una especie de miedo a encontrarme con un doppelgänger”).
Lo cierto es que Milosz nunca contestó la carta de Czycz. Ni siquiera cuando, años después, supo por casualidad que había existido un ilusionista llamado El Gran Nemo en Polonia antes y durante la guerra, y que el propio Czycz no era un esbirro de la policía secreta polaca, sino un cuentista y guionista de cine opuesto al régimen y muy respetado por sus pares, desde el director Andrzej Wajda a la poeta y Premio Nobel Wyslawa Szymborska. Czycz murió en 1996 y Milosz en 2004. Como Schnitzler y Freud, se evitaron durante cuarenta años y murieron sin haberse visto personalmente ni una sola vez. Pero podría apostar hasta lo que no tengo que sospechaban, en el fondo de su corazón, esa verdad grande como una casa que, en el otro extremo del mundo, le dijo una vez el finado José Luis Mangieri al entonces quinceañero Fabián Casas: “La literatura es una construcción colectiva, pibe”.
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Narrativa literatura europea
martes, 9 de febrero de 2010
LITERATURA › GUILLERMO SACCOMANNO GANO EL PREMIO BIBLIOTECA BREVE POR EL OFICINISTA
Existencias desesperadas en un mundo que destruye al sujeto
La novela fue caracterizada como un “suceso literario” por Rosa Montero, que formaba parte del jurado que la eligió de manera unánime. El escritor, que es colaborador de Página/12, no pudo asistir a la entrega del galardón por razones de salud.
Por Silvina Friera
El título, tan anodino y prometedor, atizó la llamita de la curiosidad desde el comienzo. Los miembros del jurado se quedaron “boquiabiertos” después de leer la “extraña” e “inquietante” El oficinista, de Guillermo Saccomanno, con la que acaba de ganar el premio Biblioteca Breve, dotado de 30 mil euros. Cuando relajaron las mandíbulas y cerraron la boca, aún bajo los efectos de la intensidad y originalidad del texto, no tuvieron que discutir el veredicto. Por unanimidad, entre los 414 manuscritos que concursaban, eligieron la novela del escritor argentino, presentada bajo el seudónimo de Calemo, que se publicará a fin de mes, en España y la Argentina, a través del sello Seix Barral. En el Museo Marítimo de Barcelona, durante la conferencia de prensa, Rosa Montero elevó el texto premiado a la categoría de “suceso literario” y garantizó que no dejará “indemne” a ningún lector porque contiene una “moral sumamente turbadora”. Dicen que nunca un jurado se mostró tan exaltado y contundente. El telón de fondo de la historia premiada es una ciudad arrasada por atentados guerrilleros, amenazada por hordas de hambrientos, niños asesinos y perros clonados.
En esta urbe infernal, vigilada por helicópteros y bautizada con lluvia de ácido, se recorta el opaco y desencajado protagonista de la historia, un hombre dispuesto a la humillación con tal de conservar, con uñas y dientes, su trabajo. En este mundo absurdo, que responde a la lógica de la degradación del sujeto, el oficinista, un asesino en potencia, se enamora y se permite soñar con ser otro. Una pregunta sobrevuela por las páginas de esta novela, que encierra una antiutopía, un mundo Ballard, pero también Dostoievski: ¿de qué abyecciones es capaz un hombre por aferrarse a un sueño?
Saccomanno, él mismo lo reconoce, ha incentivado el culto del “escritor salvaje” desde que se recluyó en Villa Gesell, hace más de veinte años, para desintoxicarse de la ciudad y del ambiente literario. Algún malintencionado podría sospechar que ese costado salvaje del flamante ganador se impuso y que por eso decidió no viajar a Barcelona a recibir el premio Biblioteca Breve, que han ganado nada más ni nada menos que Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gioconda Belli, entre otros. Seguirá siendo un “buen salvaje” y empecinado, pero las razones de ese faltazo obedecen a un virus que suena a trabalenguas macabro. Por motivos de salud, Saccomanno está internado en Buenos Aires, fuera de peligro, reponiéndose de una meningoencefalitis, y Rodrigo Fresán recogió el premio en su nombre. “Es un libro extraño, en el mejor sentido de la palabra, pero coherente con la obra de Guillermo. No es un libro común, va a sorprender mucho”, anticipó Fresán, para quien los libros de Saccomanno “se pasean por muchos lados, son como postales”.
Además de Montero, el jurado integrado por José Manuel Caballero Bonald, Ricardo Menéndez Salmón, Peré Gimferrer y Elena Ramírez, directora editorial de Seix Barral, coincidió en señalar que El oficinista presenta reminiscencias de Blade Runner y de las obras de Franz Kafka y Roberto Arlt. “Fue un auténtico descubrimiento. Este libro es un suceso literario. Se queda contigo para siempre”, ponderó Montero. “Como en la literatura rusa, este libro captura el alma de las personas”, agregó Menéndez Salmón. “Es una reflexión sobre la realidad humana y la necesidad de encontrar el amor”, apuntó Gimferrer. “Este antihéroe cautiva”, aseguró Caballero Bonald sobre el protagonista de la novela. “Hay un antes y un después de leer esta novela”, subrayó Ramírez, quien ha calificado a Saccomanno como “el perfeccionista obsesivo”.
Aunque el ganador no pudo hacer declaraciones, en un texto de su autoría distribuido por la editorial Planeta, Saccomanno cuenta que escribió la primera versión de El oficinista en el verano de 2003, tan sólo en un mes. “Ignoraba que su proceso de corrección y ajuste me llevaría seis años”, admitía allí el flamante ganador del premio Biblioteca Breve. “Seis años en los que pasé por diferentes estados de ánimo. En todos fui el oficinista. Es cierto, lo fui alguna vez. Quizás ahora, al escribir, no tenía que observar tanto a los otros como a mí mismo. Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición.
Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder.” Saccomanno plantea que lo peor del poder es que “nos inficiona”. Después de despotricar contra la clase media, “tan prolija”, “tan capaz de canalladas cobardes”, se pregunta, en una vuelta de tuerca flaubertiana: “¿Acaso soy mejor tipo por ser escritor? El oficinista también soy yo”.
La zona del Bajo, en Buenos Aires, concentra el humus de El oficinista. “Están las torres de la zona empresarial donde se encuentran desde la Bolsa hasta los bancos extranjeros, las multinacionales y los ministerios. También la marginalidad de humillados y ofendidos que incluye una villa miseria detrás de terminales ferroviarias y de ómnibus y edificios de tribunales de justicia”, describe ese Bajo que tanto le atrae, como a Antonio Dal Masetto, entre otros escritores.
“Como me gusta levantarme temprano, suelo observar a los hombres y mujeres jóvenes, triunfadores de un presunto futuro, elegantes ellos con sus trajes de Hugo Boss, glamorosas ellas con sus trajecitos Chanel, avanzando con paso firme y aire triunfador hacia una oficina en el cielo donde permanecerán cautivos más de diez horas diarias. Y encima se llevarán trabajo a la intimidad del fin de semana.”
De tanto semblantear los rostros con los que se cruzaba cada vez que abandonaba su refugio en Gesell para instalarse por unos días en su departamento en Retiro, al escritor le pareció que esos hombres y mujeres habían olvidado a las multitudes de ahorristas que golpeaban los blindajes de acero de los bancos. O las más recientes imágenes de los yuppies eyectados de Wall Street, llevándose a casa sus pocas pertenencias oficinescas en unas cajas. Sin embargo, algo de esas miradas, de esos gestos, le transmitieron la hilacha de una certeza. “Estos oficinistas que avanzan a paso firme hacia sus escritorios no olvidaron esas escenas, me digo. Es que miran hacia el futuro. El problema es que el futuro seguramente no los mira a ellos. Y si los mira, más les vale tener miedo”, plantea Saccomanno.
Ballard, Kafka, Dostoievski y Philip K. Dick son algunos de los nombres que lanzó el jurado como brújulas para orientar la atmósfera de la novela premiada. “Por la noche, cuando la city se apaga, en los umbrales de esas catedrales del dinero, bajo las recovas de una avenida y hasta en las cabinas de los cajeros automáticos, empieza a verse a los sin techo, aquellas y aquellos desgraciados pestilentes expulsados de un sistema en el que creyeron”, recuerda Saccomanno en su texto. “Más de una vez, mientras observaba este contrapunto macabro, me preguntaba cómo escribir sobre estos personajes, que quizá no sean tan diferentes en su degradación del Akaki Akákievich de El capote, de Gógol. O del hombre del subsuelo de Dostoievski. También, ¿por qué no?, Bartleby. ¿Y Samsa? También.
Nada es casual: en un principio esta novela se llamaría La perspectiva Nevski. Porque ésta sería una novela rusa. Existencias desesperadas en un mundo absurdo que responde a una lógica: la destrucción del sujeto. En este sentido, al modo ruso, esta novela no es de amor, sino de la búsqueda de amor. Aunque suene cursi. Aunque el amor esté en extinción. Una novela de soledad. Si lo prefieren, una experiencia rusa. De hecho, el protagonista de esta novela es ‘tan ruso’.”
Que El oficinista transcurra en un tiempo en el que conviven elementos del pasado con las tecnologías del mañana no tiene nada de novedoso para Saccomanno. “Hay ejemplos sobrados en la realidad: ese tiempo es ahora”, afirma. “Un mundo Ballard, pero también muy ruso. Cero ciencia ficción. Seamos realistas. Esa gran ciudad sobrevolada por helicópteros y estallando en atentados puede ser la tuya o la mía. Los perros clonados que asoman en la novela no son diferentes de nosotros. La tragedia del oficinista, cuyo destino parece responder a las leyes de Murphy, es decir, las leyes del capitalismo, puede ser la de cualquiera. Después de todo, un CEO, un brand manager, una executive, ¿qué son, sino oficinistas? Piensen nomás en qué ocurriría si pierden el trabajo. ¿De qué abyecciones seríamos capaces, escritores y lectores, con tal de que el poder no pise nuestros dedos agarrados a la cornisa?”
Saccomanno tiene una gran obra que comienza a instalarse poco a poco en España. El año pasado obtuvo el primer reconocimiento internacional cuando 77, la tercera parte de su trilogía conformada por La lengua del malón (2003) y Un amor argentino (2004), ganó el prestigioso premio Dashiell Hammett a la mejor novela publicada en español en la Semana Negra de Gijón. Entonces, se tomó tres bourbon para festejar lo que consideraba una “grata sorpresa”, porque no se tenía mucha fe. Lo que más le importaba de ese premio es que lleva “el nombre de Hammett, un escritor que dijo ‘no’ en tiempos en que escasean los hombres que dicen ‘no’”.
El escritor tiene calle. Toda la que podría esperarse de un porteño que nació en 1948 en el barrio de Mataderos. Y también tiene muchas, pero muchas horas de lectura. No podría ser de otra manera, con un padre socialista y militante sindical que tenía una enorme biblioteca en la que convivían Shakespeare, Bakunin, Marx, Homero, Salgari, Zola, Dostoievski y Arlt, entre otros. Se podría decir que la misma atracción por los márgenes que lo desplazó hacia Gesell, en los años ’70, cuando pasó por la carrera de Letras, lo llevó a las diagonales donde se cruzan las literaturas consideradas marginales: el comic, el cine, la novela policial, el folletín.
Su amigo el guionista Carlos Trillo lo introdujo en el ambiente, y con poco más de 20 años y escondido detrás de distintos seudónimos, publicó sus guiones en las revistas de la editorial Columba, como El Tony, Fantasía y D’Artagnan. El hombre que trabajó con los titanes del dibujo Alberto Breccia y Francisco Solano López, sabía que todos los caminos que tomaba –la publicidad, la escritura de comics y guiones– desembocarían, tarde o temprano, en la literatura.
Casi siempre, como sostiene el escritor, se escribe sobre lo que ignora. Ese ha sido su lema en las novelas y cuentos que publicó, como Situación de peligro, Roberto y Eva, Bajo bandera (II premio Municipal de Cuento), Animales domésticos, La indiferencia del mundo (I premio Municipal de Cuento), El buen dolor (premio Nacional de Novela) y El pibe. Colaborador habitual de Página/12 y maestro de talleres literarios en los que se han fogueado varias generaciones, el escritor suele advertir que “son las escrituras las que tienen que establecer las discusiones”. Cuando se publique El oficinista, en breve, los lectores podrán disfrutar esa perturbadora, sobria, onírica e incluso profética novela que ha deslumbrado al jurado español.
Existencias desesperadas en un mundo que destruye al sujeto
La novela fue caracterizada como un “suceso literario” por Rosa Montero, que formaba parte del jurado que la eligió de manera unánime. El escritor, que es colaborador de Página/12, no pudo asistir a la entrega del galardón por razones de salud.
Por Silvina Friera
El título, tan anodino y prometedor, atizó la llamita de la curiosidad desde el comienzo. Los miembros del jurado se quedaron “boquiabiertos” después de leer la “extraña” e “inquietante” El oficinista, de Guillermo Saccomanno, con la que acaba de ganar el premio Biblioteca Breve, dotado de 30 mil euros. Cuando relajaron las mandíbulas y cerraron la boca, aún bajo los efectos de la intensidad y originalidad del texto, no tuvieron que discutir el veredicto. Por unanimidad, entre los 414 manuscritos que concursaban, eligieron la novela del escritor argentino, presentada bajo el seudónimo de Calemo, que se publicará a fin de mes, en España y la Argentina, a través del sello Seix Barral. En el Museo Marítimo de Barcelona, durante la conferencia de prensa, Rosa Montero elevó el texto premiado a la categoría de “suceso literario” y garantizó que no dejará “indemne” a ningún lector porque contiene una “moral sumamente turbadora”. Dicen que nunca un jurado se mostró tan exaltado y contundente. El telón de fondo de la historia premiada es una ciudad arrasada por atentados guerrilleros, amenazada por hordas de hambrientos, niños asesinos y perros clonados.
En esta urbe infernal, vigilada por helicópteros y bautizada con lluvia de ácido, se recorta el opaco y desencajado protagonista de la historia, un hombre dispuesto a la humillación con tal de conservar, con uñas y dientes, su trabajo. En este mundo absurdo, que responde a la lógica de la degradación del sujeto, el oficinista, un asesino en potencia, se enamora y se permite soñar con ser otro. Una pregunta sobrevuela por las páginas de esta novela, que encierra una antiutopía, un mundo Ballard, pero también Dostoievski: ¿de qué abyecciones es capaz un hombre por aferrarse a un sueño?
Saccomanno, él mismo lo reconoce, ha incentivado el culto del “escritor salvaje” desde que se recluyó en Villa Gesell, hace más de veinte años, para desintoxicarse de la ciudad y del ambiente literario. Algún malintencionado podría sospechar que ese costado salvaje del flamante ganador se impuso y que por eso decidió no viajar a Barcelona a recibir el premio Biblioteca Breve, que han ganado nada más ni nada menos que Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gioconda Belli, entre otros. Seguirá siendo un “buen salvaje” y empecinado, pero las razones de ese faltazo obedecen a un virus que suena a trabalenguas macabro. Por motivos de salud, Saccomanno está internado en Buenos Aires, fuera de peligro, reponiéndose de una meningoencefalitis, y Rodrigo Fresán recogió el premio en su nombre. “Es un libro extraño, en el mejor sentido de la palabra, pero coherente con la obra de Guillermo. No es un libro común, va a sorprender mucho”, anticipó Fresán, para quien los libros de Saccomanno “se pasean por muchos lados, son como postales”.
Además de Montero, el jurado integrado por José Manuel Caballero Bonald, Ricardo Menéndez Salmón, Peré Gimferrer y Elena Ramírez, directora editorial de Seix Barral, coincidió en señalar que El oficinista presenta reminiscencias de Blade Runner y de las obras de Franz Kafka y Roberto Arlt. “Fue un auténtico descubrimiento. Este libro es un suceso literario. Se queda contigo para siempre”, ponderó Montero. “Como en la literatura rusa, este libro captura el alma de las personas”, agregó Menéndez Salmón. “Es una reflexión sobre la realidad humana y la necesidad de encontrar el amor”, apuntó Gimferrer. “Este antihéroe cautiva”, aseguró Caballero Bonald sobre el protagonista de la novela. “Hay un antes y un después de leer esta novela”, subrayó Ramírez, quien ha calificado a Saccomanno como “el perfeccionista obsesivo”.
Aunque el ganador no pudo hacer declaraciones, en un texto de su autoría distribuido por la editorial Planeta, Saccomanno cuenta que escribió la primera versión de El oficinista en el verano de 2003, tan sólo en un mes. “Ignoraba que su proceso de corrección y ajuste me llevaría seis años”, admitía allí el flamante ganador del premio Biblioteca Breve. “Seis años en los que pasé por diferentes estados de ánimo. En todos fui el oficinista. Es cierto, lo fui alguna vez. Quizás ahora, al escribir, no tenía que observar tanto a los otros como a mí mismo. Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición.
Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder.” Saccomanno plantea que lo peor del poder es que “nos inficiona”. Después de despotricar contra la clase media, “tan prolija”, “tan capaz de canalladas cobardes”, se pregunta, en una vuelta de tuerca flaubertiana: “¿Acaso soy mejor tipo por ser escritor? El oficinista también soy yo”.
La zona del Bajo, en Buenos Aires, concentra el humus de El oficinista. “Están las torres de la zona empresarial donde se encuentran desde la Bolsa hasta los bancos extranjeros, las multinacionales y los ministerios. También la marginalidad de humillados y ofendidos que incluye una villa miseria detrás de terminales ferroviarias y de ómnibus y edificios de tribunales de justicia”, describe ese Bajo que tanto le atrae, como a Antonio Dal Masetto, entre otros escritores.
“Como me gusta levantarme temprano, suelo observar a los hombres y mujeres jóvenes, triunfadores de un presunto futuro, elegantes ellos con sus trajes de Hugo Boss, glamorosas ellas con sus trajecitos Chanel, avanzando con paso firme y aire triunfador hacia una oficina en el cielo donde permanecerán cautivos más de diez horas diarias. Y encima se llevarán trabajo a la intimidad del fin de semana.”
De tanto semblantear los rostros con los que se cruzaba cada vez que abandonaba su refugio en Gesell para instalarse por unos días en su departamento en Retiro, al escritor le pareció que esos hombres y mujeres habían olvidado a las multitudes de ahorristas que golpeaban los blindajes de acero de los bancos. O las más recientes imágenes de los yuppies eyectados de Wall Street, llevándose a casa sus pocas pertenencias oficinescas en unas cajas. Sin embargo, algo de esas miradas, de esos gestos, le transmitieron la hilacha de una certeza. “Estos oficinistas que avanzan a paso firme hacia sus escritorios no olvidaron esas escenas, me digo. Es que miran hacia el futuro. El problema es que el futuro seguramente no los mira a ellos. Y si los mira, más les vale tener miedo”, plantea Saccomanno.
Ballard, Kafka, Dostoievski y Philip K. Dick son algunos de los nombres que lanzó el jurado como brújulas para orientar la atmósfera de la novela premiada. “Por la noche, cuando la city se apaga, en los umbrales de esas catedrales del dinero, bajo las recovas de una avenida y hasta en las cabinas de los cajeros automáticos, empieza a verse a los sin techo, aquellas y aquellos desgraciados pestilentes expulsados de un sistema en el que creyeron”, recuerda Saccomanno en su texto. “Más de una vez, mientras observaba este contrapunto macabro, me preguntaba cómo escribir sobre estos personajes, que quizá no sean tan diferentes en su degradación del Akaki Akákievich de El capote, de Gógol. O del hombre del subsuelo de Dostoievski. También, ¿por qué no?, Bartleby. ¿Y Samsa? También.
Nada es casual: en un principio esta novela se llamaría La perspectiva Nevski. Porque ésta sería una novela rusa. Existencias desesperadas en un mundo absurdo que responde a una lógica: la destrucción del sujeto. En este sentido, al modo ruso, esta novela no es de amor, sino de la búsqueda de amor. Aunque suene cursi. Aunque el amor esté en extinción. Una novela de soledad. Si lo prefieren, una experiencia rusa. De hecho, el protagonista de esta novela es ‘tan ruso’.”
Que El oficinista transcurra en un tiempo en el que conviven elementos del pasado con las tecnologías del mañana no tiene nada de novedoso para Saccomanno. “Hay ejemplos sobrados en la realidad: ese tiempo es ahora”, afirma. “Un mundo Ballard, pero también muy ruso. Cero ciencia ficción. Seamos realistas. Esa gran ciudad sobrevolada por helicópteros y estallando en atentados puede ser la tuya o la mía. Los perros clonados que asoman en la novela no son diferentes de nosotros. La tragedia del oficinista, cuyo destino parece responder a las leyes de Murphy, es decir, las leyes del capitalismo, puede ser la de cualquiera. Después de todo, un CEO, un brand manager, una executive, ¿qué son, sino oficinistas? Piensen nomás en qué ocurriría si pierden el trabajo. ¿De qué abyecciones seríamos capaces, escritores y lectores, con tal de que el poder no pise nuestros dedos agarrados a la cornisa?”
Saccomanno tiene una gran obra que comienza a instalarse poco a poco en España. El año pasado obtuvo el primer reconocimiento internacional cuando 77, la tercera parte de su trilogía conformada por La lengua del malón (2003) y Un amor argentino (2004), ganó el prestigioso premio Dashiell Hammett a la mejor novela publicada en español en la Semana Negra de Gijón. Entonces, se tomó tres bourbon para festejar lo que consideraba una “grata sorpresa”, porque no se tenía mucha fe. Lo que más le importaba de ese premio es que lleva “el nombre de Hammett, un escritor que dijo ‘no’ en tiempos en que escasean los hombres que dicen ‘no’”.
El escritor tiene calle. Toda la que podría esperarse de un porteño que nació en 1948 en el barrio de Mataderos. Y también tiene muchas, pero muchas horas de lectura. No podría ser de otra manera, con un padre socialista y militante sindical que tenía una enorme biblioteca en la que convivían Shakespeare, Bakunin, Marx, Homero, Salgari, Zola, Dostoievski y Arlt, entre otros. Se podría decir que la misma atracción por los márgenes que lo desplazó hacia Gesell, en los años ’70, cuando pasó por la carrera de Letras, lo llevó a las diagonales donde se cruzan las literaturas consideradas marginales: el comic, el cine, la novela policial, el folletín.
Su amigo el guionista Carlos Trillo lo introdujo en el ambiente, y con poco más de 20 años y escondido detrás de distintos seudónimos, publicó sus guiones en las revistas de la editorial Columba, como El Tony, Fantasía y D’Artagnan. El hombre que trabajó con los titanes del dibujo Alberto Breccia y Francisco Solano López, sabía que todos los caminos que tomaba –la publicidad, la escritura de comics y guiones– desembocarían, tarde o temprano, en la literatura.
Casi siempre, como sostiene el escritor, se escribe sobre lo que ignora. Ese ha sido su lema en las novelas y cuentos que publicó, como Situación de peligro, Roberto y Eva, Bajo bandera (II premio Municipal de Cuento), Animales domésticos, La indiferencia del mundo (I premio Municipal de Cuento), El buen dolor (premio Nacional de Novela) y El pibe. Colaborador habitual de Página/12 y maestro de talleres literarios en los que se han fogueado varias generaciones, el escritor suele advertir que “son las escrituras las que tienen que establecer las discusiones”. Cuando se publique El oficinista, en breve, los lectores podrán disfrutar esa perturbadora, sobria, onírica e incluso profética novela que ha deslumbrado al jurado español.
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Narrativa literatura argentina
De Gardel a Dempsey
Por Eduardo Berti
Parece mentira que Enrique Cadícamo no llegara a cumplir los cien años. Le faltaban pocos días cuando murió y se quedó sin esa medalla, casi como un Reutemann sin nafta. En cualquier caso, debe de ser su única hazaña incompleta porque, en su larga vida, cumplió mil y un sueños: escribió letras de tangos que estrenó Gardel, compuso músicas bajo el sombrero de Rosendo Luna, hizo cine, conformó con Juan Carlos Cobian una dupla compositiva exquisita (“Los mareados”, “Nostalgias”) y hasta publicó varios libros de memorias, dos de ellos en especial: uno que cuenta el debut de Carlos Gardel en París desde una doble condición de protagonista y testigo; otro que retrata a su querido Cobian e incluye varias escenas imborrables, como el histórico combate entre Firpo y Jack Dempsey, presenciado desde el borde del ring.
Tuve la suerte de conocer a Cadícamo y de poder charlar con él. Le gustaba polemizar, provocar al interlocutor. Le gustaba “ir a la pelea de fondo”; o sea, al fondo del asunto.
Cadícamo, desde luego, podría no haber escrito libros e igualmente habría pasado a la historia por versos como “hoy vas a entrar en mi pasado”, “muñeca brava bien cotizada”, “nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí” o el proverbial “vuelvo cansado a la casita de mis viejos”. Sin embargo, Cobian, ese desconocido es un libro apasionante. A menudo me pregunto si algún director de cine tendrá los reflejos de hacer algo con él.
Por Eduardo Berti
Parece mentira que Enrique Cadícamo no llegara a cumplir los cien años. Le faltaban pocos días cuando murió y se quedó sin esa medalla, casi como un Reutemann sin nafta. En cualquier caso, debe de ser su única hazaña incompleta porque, en su larga vida, cumplió mil y un sueños: escribió letras de tangos que estrenó Gardel, compuso músicas bajo el sombrero de Rosendo Luna, hizo cine, conformó con Juan Carlos Cobian una dupla compositiva exquisita (“Los mareados”, “Nostalgias”) y hasta publicó varios libros de memorias, dos de ellos en especial: uno que cuenta el debut de Carlos Gardel en París desde una doble condición de protagonista y testigo; otro que retrata a su querido Cobian e incluye varias escenas imborrables, como el histórico combate entre Firpo y Jack Dempsey, presenciado desde el borde del ring.
Tuve la suerte de conocer a Cadícamo y de poder charlar con él. Le gustaba polemizar, provocar al interlocutor. Le gustaba “ir a la pelea de fondo”; o sea, al fondo del asunto.
Cadícamo, desde luego, podría no haber escrito libros e igualmente habría pasado a la historia por versos como “hoy vas a entrar en mi pasado”, “muñeca brava bien cotizada”, “nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí” o el proverbial “vuelvo cansado a la casita de mis viejos”. Sin embargo, Cobian, ese desconocido es un libro apasionante. A menudo me pregunto si algún director de cine tendrá los reflejos de hacer algo con él.
El desconocido Juan Carlos Cobian
Fragmento
Por Enrique Cadícamo
Muy poco tiempo después de su licenciamiento conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.
Fue en la suntuosa mansión de antiguos gobelinos, lunas venecianas y valiosos Muranos propiedad de un gentil caballero de cincuenta años, de rostro noble, pálido y liso, como esculpido en el silicato de magnesio con que se hacen las pipas de espuma de mar.
Poseedor de una vasta cultura, cursada en su juventud en el Magdalen College de Oxford, se desempeñaba, en la época que nos ocupa, como Juez de Instrucción en nuestro foro. Por su prudencia al utilizar el Código y la circunspección al interrogar la balanza, se había creado un sólido prestigio de funcionario insobornable y probo.
Nacido bajo techos artesonados y cuna de oro, este aristócrata de rancio abolengo, con muy ponderables dotes de músico talentoso, acostumbraba a reunir, por las noches, en su versallesca mansión, a íntimos amigos del Círculo de Armas –del cual era también socio–; temible jugador de bridge y por el sortilegio de su palabra, un fino causeur.
Tocaba admirablemente el violín, y su cultura musical nutrida de clasicismo lo había facultado con un impecable dominio de técnica que lo ubicaba por su elevada ortodoxia muy por encima de muchos profesionales del arco a quienes invitaba de tanto en tanto a su residencia, dando lugar esto a encantadoras veladas enaltecidas por las voces nobles de su instrumento, uno de los auténticos y escasos Stradivarius existentes en el mundo.
Este aristócrata, crítico de arte y políglota, que hablaba a la perfección inglés, francés e italiano con la misma facilidad que el castellano, era un infatigable lector de escritores europeos clásicos y contemporáneos, a quienes leía en el idioma original y a algunos de los cuales conocía personalmente.
En su juventud, durante su larga permanencia en París, durante la Belle Epoque fueron sus amigos dilectos el actor Sacha Guitry y los escritores Jean Cocteau, Jacinto Benavente, Eça de Queiroz y Anatole France –este último su huésped, en la corta visita que hizo a Buenos Aires–.
También era amigo del violinista Fritz Kreisler, del Príncipe de Gales y de otras eminencias mundiales, cuyas fotografías autografiadas conservaba en lugares visibles de su valiosa y nutrida biblioteca. Allí también se exhibía, en dorada vitrina, como una reliquia, un estandarte de seda bordado con el escudo de armas, emblema familiar de su noble abolengo.
Este caballero, cuya hermosa sencillez le hacía dispensar a sus mucamos el mismo tono cordial que a encumbradas amistades de su rango, era el doctor Jaime Ll.
A su residencia –Ombú 1222, hoy José Evaristo Uriburu– fui invitado aquella noche por mi ya mencionado amigo y pianista dilettante Julio Rossi, muy allegado al dueño de casa. El conocía a la mayoría de las personas reunidas aquella noche, y me fue presentando en diferentes momentos a jóvenes que con el correr de los años se fueron convirtiendo en mis amigos y cuyos nombres recuerdo hoy con afecto: San Román, Vivot, Repeti, Rocha, Bulterini, Ulibarren; algunos de ellos ya desaparecidos.
Pero mi más agradable sorpresa la experimenté cuando vi aparecer a Juan Carlos Cobian, amigo del juez por afinidad artística, como la mayoría de nosotros. Rossi, sabiéndome admirador del pianista, nos presentó. Yo permanecí observándolo con simpatía, sin quitarle los ojos de encima.
Ahora podía verlo de cerca, sin perder detalles personales, ya que siempre lo había visto a distancia cuando íbamos a escucharlo al L’Abbeyé.
Cobian, de veintiséis años, más que el aspecto de un virtuoso del piano tenía el físico y la apariencia de un apuesto deportista. Su atlética complexión, alta estatura, amplios hombros y espaldas, cuello vigoroso, mandíbula fuerte y dominante, nariz mediana y casi recta con un leve vestigio de púgil, le imprimían recio perfil y atrayente personalidad.
Sus orejas, normales, hechas para el diapasón, de pabellones ligeramente aplanados hasta las cuencas, por efecto de la violenta práctica del boxeo, bien arrimadas a la redondez perfecta de su cráneo poblado de abundante cabello castaño oscuro, peinado pulcramente a la gomina con una impecable raya al costado que parecía trazada con un tiralíneas, su espaciosa frente, su rostro surcado por borradas huellas de una viruela en su infancia, ojos chicos, casi negros y animados siempre por una punzante luz interior, risa fácil, espontánea y ruidosa, hacían de este varonil personaje lo que los yanquis suelen llamar un galán rough (recio).
Vestía con elegancia y acostumbraba a usar cuellos de plancha muy altos y almidonados. Era un caballero de la noche muy agradable. A poco de estar conversando con él nos hicimos amigos.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando alguien le recordó que ya era hora de que se sentara al piano. Cobian aceptó gustoso y luego de beber un largo trago de whisky se dirigió a un magnífico piano de cola Götrian Steinway y todos le pedimos que nos hiciera escuchar su último tango, “Shusheta”, editado recientemente por Breyer.
Improvisó unos instantes una imprecisa melodía hasta encontrar la nota azul. Aquello no procedía de las tonalidades chopinianas; era el canto natural de su piano pulsado por el timbre de su mano. Se diría que tenía en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.
Luego de aquellas fugaces creaciones hizo correr rápidamente el dedo de un extremo a otro del teclado como para ahuyentar esos fragmentos de melodía que había improvisado.
Inmediatamente nos hizo escuchar “Shusheta”, “Almita herida”, su insólito tango “El gaucho”, “A pan y agua”, “La silueta” y por último “Pico de Oro” editado poco después por Breyer, y dedicado a nuestro anfitrión, el doctor Ll. en homenaje a las sutiles distinciones jurídicas, nudos de su lógica y alta elocuencia.
En tales circunstancias conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.
Enrique Delfino se desvincula del Cuarteto de Maestros, integrado por Fresedo, Tito Roccatagliata y Agesilao Ferrazzano, que por espacio de varios meses estuvieron unidos con permanente éxito.
Cobian, recién licenciado de la conscripción, es invitado por Fresedo para reemplazar a Delfino, y valido de sus vinculaciones con gente de la élite comienza a actuar en embajadas y residencias del Barrio Norte.
Nuestro pianista, después de su larga relache en el cuartel, volvía ahora a su elemento comenzando a ganar dinero y relaciones.
Aquella tarde de verano de 1922 Osvaldo Fresedo con su sexteto, integrado ahora por Cobian, Alberto Rodríguez (bandoneón), Tito Roccatagliata, Roberto Zerrillo (violines) y Enrique Thompson (contrabajo), sale en tren para Mar del Plata, a inaugurar la temporada del Ocean Club y del Club Mar del Plata; el primero de ellos ubicado sobre la antigua rambla de madera en el ángulo donde actualmente se halla la Confitería París, y el segundo a pocos pasos del Hotel Bristol, en las calles Buenos Aires y Luro.
A pesar de que se trataba de un “tren rápido” y de que nuestros jóvenes se lo pasaron entretenidos en el coche restaurante, aquellas ocho horas de viaje se les hacían interminables, pareciéndoles que aquel convoy se arrastraba con lentitud de oruga sobre aquellos 400 kilómetros tendidos en la vía férrea. Los ventiladores, las ventanillas abiertas y bebidas heladas, no eran suficientes para combatir el sofocante calor que abatía a los pocos turistas que viajaban. El largo flanco de los vagones se veía implacablemente castigado por aquella verdadera borrasca de sol que le daba de plano.
Cuando el tren arribó a la estación de Mar del Plata, en aquel entonces en pleno centro y en la calle San Martín, todavía el sol postmeridiano enviaba sus últimos reflejos.
La tarde que debutaron en el Ocean Club resultó una encantadora reunión social concurrida por familias y jóvenes que habían interrumpido, podríamos decir, sus conversaciones y flirts en Buenos Aires para reanudarlas ahora en Mar del Plata. En una de aquellas magníficas veladas Osvaldo Fresedo estrenó su tango “Sollozos” y Cobian “Mi refugio”, ambos recientemente compuestos y que luego de estrenarlos se convirtieron en el hit de aquella lejana temporada.
Cobian, hombre de la noche, jamás gustó de la vida de playa. Se regulaba por ciertos reflejos astronómicos que lo hacían acostar con el sol y levantarse con las estrellas.
Antes de iniciar sus tareas en el Club Mar del Plata, que iban de 10 de la noche a 3 de la madrugada, desde el escabel del grill trataba de procurarse alguna aventura con las tantas mujeres bonitas y a la moda que concurrían al elegante local.
Las admiradoras de su piano terminaban siéndolo también de su simpatía personal.
El joven pianista, ataviado de elegante smoking, con su abundante pelo negro y lacio, peinado siempre pulcramente a la gomina y esa pose sin estudio con el vaso de whisky en una mano y su eterno cigarrillo en la otra, tenía el aire de los jóvenes artistas perdidos en mala compañía y eso era justamente el detalle sugestivo que agradaba de entrada a las mujeres, las que no cesaban de pedirle que ejecutara sus tangos y con ellos demostrarle la admiración por su arte.
Finalizada aquella brillante temporada marplatense, regresan a Buenos Aires, donde Osvaldo Fresedo lo lleva a grabar con él al sello Victor, una serie de tangos, entre los que subyugó por su alta inspiración el titulado “Snobismo”.
Volvía a entrarle dinero en sus bolsillos, que se le disipaba en sus manos apenas lo recibía.
Fresedo, admirador de Cobian, conociendo su capacidad artística, lo lleva a inaugurar un local lujoso que se hallaba en los subsuelos de la Galería Güemes: el Abdulla Club. El sexteto estaba integrado por los mismos músicos con los que había actuado en Mar del Plata, con excepción de Zerrillo, suplantado eficazmente por Manlio Francia. Aquella noche del debut fue casi una privé, magnífica fiesta social a la que concurrió un nutrido grupo representativo del gran mundo porteño compuesto por damas y caballeros de la élite.
Ahí se estrenan sus tangos titulados “Mujer”, “La silueta” y “Biscuit”. El primero de ellos dedicado a Dorita A., distinguida dama de rango social con la que mantenía un impetuoso romance. Su predilección por estas amistades de abolengo le había hecho pensar muchas veces “si no habría también algún aristócrata en su familia”.
Ahora arrendaba un departamento en la calle Lavalle, junto al cine Paramount, en el que no faltaba su piano de cola. Julio De Caro era uno de sus más asiduos visitantes.
Aparte de los verdaderos claros que iba abriendo en el ambiente en encumbradas damas ligeramente otoñales, que se sentían atraídas por el pianista de moda, bajando algunos peldaños en la escala social, mantenía relaciones con Concepción A., una cupletista española quince años mayor que él, que actuaba en salas de “varieté” y cuya fama era un débil resplandor artístico que no llegaba a la gloria.
A pesar de esto, su holgada situación económica le permitía vivir una vida de artista digna y decorosa, en compañía de sus dos jóvenes hijas, una de las cuales, Conchita V., que había heredado las dotes artísticas de la madre, era una discreta bailarina y cantante internacional. Su otra hija, la mayor, Pepita, era también bailarina, casada con un joven de nuestro ambiente artístico, Roberto R., con el que al correr de los años y de sus múltiples tareas de actor, músico, periodista y cineasta, nos fue uniendo hasta la fecha una fraternal amistad.
Estas cuatro personas unidas por afectuosos lazos familiares vivían en un confortable departamento en Lavalle al 1100, que Cobian frecuentaba, recibido con manifiesto cariño.
Aunque la cupletista era mayor que él y carecía, a pesar de su gran simpatía, de esa belleza que siempre buscó como adorno el hedonismo del pianista, éste, declarado admirador del arte y el encanto otoñal de ella, retribuía a su manera, sin extremarlas, aquellas demostraciones de afecto. Durante siglos, desde Platón a Kant los hombres se han preguntado qué es lo bello.
Concepción A., enamorada pero también algo desilusionada de la conducta irregular de aquél, un día resolvió firmemente, por amor propio, poner término a aquellos amores que tan sólo le proporcionaban desavenencias, celos y muy contadas veces alegría. Entonces, para poner distancia entre ambos, proyectó un imprevisto viaje a los Estados Unidos a fin de serenar su corazón y tentar suerte con su arte y con el de su hija, en los teatros de habla hispana de New York; era la fórmula dolorosa pero segura para romper los crueles lazos sentimentales que la amarraban al mundano pianista.
A fines de noviembre de aquel año, Fresedo finalizaba su actuación en el Abdulla, marchándose a Mar del Plata para inaugurar una temporada veraniega.
Cobian, que había comenzado a sentir su importancia profesional y barajaba el deseo de ser también director de orquesta, permaneció en Buenos Aires, y con su inseparable Tito Roccatagliata y Luis Petrucelli formó un brillante trío, con el que pudo fácilmente debutar en pleno verano en la sala del Casino Pigall.
Al poco tiempo, cuando se aproximaron los bailes de Carnaval abandonó aquellas tareas para amenizar con sus dos músicos las selectas veladas del Club Atlético San Isidro.
La cupletista se hallaba en vísperas de partir a Nueva York. Sentía un doloroso desmembramiento al separarse de su amante, y el día de su partida, con lágrimas de arrepentimiento y a punto de renunciar al viaje que iba a emprender, le rogó al músico que tan pronto como pudiera se embarcara para Nueva York, donde ella lo esperaría, segura de que en aquel país, con su habilidad de maestro, no le iban a faltar oportunidades de trabajo.
Casi cuando se iba a levantar la planchada del lujoso trasatlántico americano Western World en el que se embarcaron, llegó el pianista a despedirlas, prometiéndoles, con los abrazos finales, que en un futuro cercano les llevaría la sorpresa de su llegada.
Mario Borgioni, gerente del Abdulla Club y admirador de Cobian, quiso darle una chance a su amigo el pianista, sabiendo que podía ser el candidato artístico más indicado para hacer digno pendant con aquel ostentoso night club.
Lo mandó a llamar a su escritorio, que funcionaba en la trastienda del Abdulla, proponiéndole formar un conjunto para debutar en la temporada que ya se venía encima (1923).
Ese mismo día el compromiso quedó establecido sin necesidad de papeles firmados. En aquel tiempo los compromisos verbales entre artistas y empresarios eran respetados documentos.
De inmediato Cobian forma su propia orquesta, integrada por músicos de jerarquía como lo eran Julio De Caro, Agesilao Ferrazzano, Pedro Maffia, Luis Petrucelli y Humberto Constanzo.
Francisco De Caro, joven y ya excelente pianista en aquel entonces, me contaba hace muy poco tiempo, sonriendo desde su lejano recuerdo, que solía ir a visitarlos al Abdulla y que su amigo Cobian casi siempre lo invitaba cariñosamente a tocar una vuelta, mientras bajaba a saludar en las mesas a su gente amiga, haciendo con este protocolo un poco de relaciones públicas.
En uno de los intervalos, uno de los copropietarios del local que se hallaba rodeado de distinguidas damas y caballeros en la mesa de su palco, don Carlos Alfredo T., lo invitó para brindar con una copa de champán por su espléndido debut y por sus inspirados tangos.
Con aquel exitoso debut, al que había asistido lo más selecto del Buenos Aires nocturno y elegante, Cobian había ascendido verticalmente a la popularidad como pianista, director y compositor genial.
En aquella sala estrenó “Almita herida”, quizá la muestra más pura de su genio.
Ha transcurrido casi medio siglo desde entonces y su melodía permanece inalterable, actualizada, viva, recién hecha, como si su autor la hubiera concebido para futuras generaciones.
Otra pequeña joya, como la mayoría de sus tangos, de una originalidad y una poesía que eran como el sello de su propia alma, es el que tituló “Mario”.
Este tango, dedicado a su amigo Mario Borgioni, tiene una significativa anécdota que me fue referida muchos años después por mi excelente amigo Pancho Lomuto y que es como sigue:
En oportunidad de hallarse en el Abdulla Club mi mencionado amigo y Francisco Canaro, escuchando a Cobian ejecutarlo ante su sexteto de maestros, mientras dejaba caer de tanto en tanto desde su piano algunas hermosas piedras de colores, Canaro, pretendiendo encontrar faltas en la tercera parte del mismo, que es justamente en la que se encuentra un inspirado pasaje resuelto con una lírica lluvia de modulaciones, le dijo a su inseparable amigo Lomuto: “No sé por qué este Cobian escribe estos tangos...”. Lomuto, que era ferviente admirador del pianista, le respondió: “Porque no hay ninguno que los escriba...”.
Esta incomprensión de Canaro en materia de tangos, por todo lo que fuera de buen gusto, demostraba con claridad meridiana la causa por la cual jamás tomó en cuenta la obra de Cobian.
Aquellas brillantes actuaciones en el Abdulla Club fueron el trampolín que lo impulsó justicieramente a dar el gran salto con esa misma orquesta para efectuar una serie de grabaciones del sello Victor, entre las que figuraban “Mala racha”, de su amigo Remo Bolognini, “Mujer”, “Piropos”, “Una droga” y otros inspirados números.
Para darle mayor calidad reforzó la cuerda de su conjunto con violinistas de alta relevancia como lo eran Lorenzo Olivari, Eduardo Armani y los hermanos Bolognini, años después uno de ellos, Remo, primer violín de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Aquellos discos tan pronto salían a la venta eran agotados por el público.
En aquellos años Cobian era el intérprete de oro del tango.
Las sagradas vacas gordas habían llegado felizmente para él. Le entraban grandes sumas de dinero que empleaba para arreglar con muebles y objetos de arte el confort de su departamento, hacerse cortar sus trajes y smoking con los mejores sastres de Buenos Aires, mandarse a confeccionar camisas de seda, comprar en Brighton corbatas importadas, guantes, galeras, bastón y todo aquello que ahora le exigía su vida mundana. Su frivolidad no le hacía escatimar gastos. Invitaba a lujosas amigas a comer en el restaurante Odeón y se codeaba con aristócratas, ya que su fama de artista del tango le abría sin retaceos las puertas residenciales de sus encumbrados admiradores. El tango era ya en la sociedad porteña un personaje bien mirado y recibido con mucha simpatía.
Continuaban llegándole cartas de Nueva York de su amante, por la que continuaba experimentando un grato recuerdo. En ninguna de esas cartas dejó de pedirle la cupletista que se reuniera con ellas en Nueva York. La distancia había hecho más fuerte su cariño y siempre terminaban las cartas rogándole que fuera.
Cobian contestaba, sin abundar en frases cariñosas, pero prometiéndole que algún día no muy lejano embarcaría para aquel país.
Mientras tanto, diversas aventuras galantes giraban en torno del Chopin del tango.
Siempre desplazándose dentro de una nueva tentativa de amor con alguna vedette, o el capricho fugaz con alguna de esas jovencitas de reciente entrega, arrojada a la galantería de la noche, o a la afortunada conquista de una high class, que desde un palco del Abdulla le hacía llegar su tarjeta con dos líneas: “Venga a verme una tarde. Casi siempre estoy sola y adoro sus tangos”.
Las mujeres se prendían en su corazón como los carteles pegados a los muros, pero él era una sombra que pasaba sobre el amor.
En aquel mundo elegante, frívolo y rico, a veces se escapaba a una cervecería o alguna cantina de Carabelas para sentirse rodeado de la cálida atmósfera bohemia que lo había sostenido hasta entonces.
Eran dichosos años de trabajo y prosperidad. Períodos de comodidad material, aunque su imprevisión le hacía imposible conservar la menor suma de reserva.
Como no era un principiante en la bebida, le gustaba beber sin que jamás el alcohol le hiciera perder su compostura de caballero.
No admiraba a Cartago, que prohibía el vino a los dignatarios durante el año que ejercían sus cargos, pero por haber leído que Sócrates se ganó la palma entre los bebedores, simpatizaba con el filósofo ateniense.
Con unas copas y con la música, el pianista recomponía la unidad de su vida ideal.
Vinum et musicam laeficant cor
Por aquello de que la distancia es como el viento que apaga una vela pero agiganta un incendio, el amor de Cobian y el de la cupletista se convirtió en hoguera.
Las cartas que ella enviaba desde el Norte y que él contestaba desde el Sud, dieron como resultado el viaje del pianista a Nueva York.
Cobian, que era el hombre menos informado del mundo, se enteró con desilusión de que en aquel país lo esperaba un fuerte inconveniente: la resistida Ley Seca, implantada en aquel tiempo en los Estados Unidos. Esto era sin duda para su deseado viaje el golpe de gracia.
Sin embargo, pensándolo mucho, llegó a la conclusión de que en aquel país de millones de almas y dólares no podía estar todo a favor de la implacable ley.
Se decidió al fin. Por primera vez en su vida consiguió reunir una estimable suma de dinero, producto de una nutrida serie de grabaciones extras y de sueldo como director del sexteto del Abdulla.
Vendió piano y muebles de su departamento de la calle Lavalle, lo sumó todo al otro dinero y comenzó a preparar maletas, en las que metía su smoking, verdadera arma de trabajo, trajes, corbatas, zapatos y los manuscritos de varios tangos suyos.
Unos cuantos días antes de ausentarse, desintegró su conjunto y dejó en manos de su amigo Julio De Caro el souvenir aún manuscrito en lápiz de su último tango, titulado “Viaje al Norte”, que ya había grabado con su orquesta.
En ese tiempo el Abdulla cambió de nombre y comenzó a llamarse Florida Dancing, lo mismo que el Royal Pigall, al que ya se había denominado Tabaris.
Cobian ya tenía en sus bolsillos un pasaje en el lujoso transatlántico norteamericano Southern Cross en first class y cuarenta mil pesos argentinos convertidos en dólares. Una pequeña fortuna para un bohemio.
En aquel entonces los barcos zarpaban muy temprano. A las 8 de la mañana –-hora intempestiva para la mayoría de los músicos, enemigos de los madrugones– muy pocos eran los que habían concurrido a la dársena para despedirlo. Tan sólo fueron tres de sus tantos amigos, los que habían preferido no acostarse esa noche para acompañarlo hasta las 8 horas que salía el barco. Estos eran Julio De Caro, Luis Petrucelli y Pedro Maffia, quienes luego de fraternales abrazos lo vieron subir a la planchada.
Confundidos en la dársena, entre la gente que despedía a los otros viajeros, los tres amigos luego de enviarle los últimos saludos agitando sus sombreros se marcharon sin esperar la lenta salida del transatlántico.
Media hora después, cuando el navío con fuertes pitadas ordenaba a los remolcadores que lo fueran sacando del muelle, Cobian permanecía algo sentimental, fumando apoyado en la baranda del deck.
Contemplaba aquel Buenos Aires que pronto quedaría atrás, en la línea indecisa del horizonte pero escarbando siempre en su corazón.
Un sol de invierno que lo envolvía todo con su torbellino de luz antemeridiana, filtrándose entre la fulígene de las chimeneas humeantes de los barcos, lo despedía aquella mañana de julio de 1923.
Fragmento
Por Enrique Cadícamo
Muy poco tiempo después de su licenciamiento conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.
Fue en la suntuosa mansión de antiguos gobelinos, lunas venecianas y valiosos Muranos propiedad de un gentil caballero de cincuenta años, de rostro noble, pálido y liso, como esculpido en el silicato de magnesio con que se hacen las pipas de espuma de mar.
Poseedor de una vasta cultura, cursada en su juventud en el Magdalen College de Oxford, se desempeñaba, en la época que nos ocupa, como Juez de Instrucción en nuestro foro. Por su prudencia al utilizar el Código y la circunspección al interrogar la balanza, se había creado un sólido prestigio de funcionario insobornable y probo.
Nacido bajo techos artesonados y cuna de oro, este aristócrata de rancio abolengo, con muy ponderables dotes de músico talentoso, acostumbraba a reunir, por las noches, en su versallesca mansión, a íntimos amigos del Círculo de Armas –del cual era también socio–; temible jugador de bridge y por el sortilegio de su palabra, un fino causeur.
Tocaba admirablemente el violín, y su cultura musical nutrida de clasicismo lo había facultado con un impecable dominio de técnica que lo ubicaba por su elevada ortodoxia muy por encima de muchos profesionales del arco a quienes invitaba de tanto en tanto a su residencia, dando lugar esto a encantadoras veladas enaltecidas por las voces nobles de su instrumento, uno de los auténticos y escasos Stradivarius existentes en el mundo.
Este aristócrata, crítico de arte y políglota, que hablaba a la perfección inglés, francés e italiano con la misma facilidad que el castellano, era un infatigable lector de escritores europeos clásicos y contemporáneos, a quienes leía en el idioma original y a algunos de los cuales conocía personalmente.
En su juventud, durante su larga permanencia en París, durante la Belle Epoque fueron sus amigos dilectos el actor Sacha Guitry y los escritores Jean Cocteau, Jacinto Benavente, Eça de Queiroz y Anatole France –este último su huésped, en la corta visita que hizo a Buenos Aires–.
También era amigo del violinista Fritz Kreisler, del Príncipe de Gales y de otras eminencias mundiales, cuyas fotografías autografiadas conservaba en lugares visibles de su valiosa y nutrida biblioteca. Allí también se exhibía, en dorada vitrina, como una reliquia, un estandarte de seda bordado con el escudo de armas, emblema familiar de su noble abolengo.
Este caballero, cuya hermosa sencillez le hacía dispensar a sus mucamos el mismo tono cordial que a encumbradas amistades de su rango, era el doctor Jaime Ll.
A su residencia –Ombú 1222, hoy José Evaristo Uriburu– fui invitado aquella noche por mi ya mencionado amigo y pianista dilettante Julio Rossi, muy allegado al dueño de casa. El conocía a la mayoría de las personas reunidas aquella noche, y me fue presentando en diferentes momentos a jóvenes que con el correr de los años se fueron convirtiendo en mis amigos y cuyos nombres recuerdo hoy con afecto: San Román, Vivot, Repeti, Rocha, Bulterini, Ulibarren; algunos de ellos ya desaparecidos.
Pero mi más agradable sorpresa la experimenté cuando vi aparecer a Juan Carlos Cobian, amigo del juez por afinidad artística, como la mayoría de nosotros. Rossi, sabiéndome admirador del pianista, nos presentó. Yo permanecí observándolo con simpatía, sin quitarle los ojos de encima.
Ahora podía verlo de cerca, sin perder detalles personales, ya que siempre lo había visto a distancia cuando íbamos a escucharlo al L’Abbeyé.
Cobian, de veintiséis años, más que el aspecto de un virtuoso del piano tenía el físico y la apariencia de un apuesto deportista. Su atlética complexión, alta estatura, amplios hombros y espaldas, cuello vigoroso, mandíbula fuerte y dominante, nariz mediana y casi recta con un leve vestigio de púgil, le imprimían recio perfil y atrayente personalidad.
Sus orejas, normales, hechas para el diapasón, de pabellones ligeramente aplanados hasta las cuencas, por efecto de la violenta práctica del boxeo, bien arrimadas a la redondez perfecta de su cráneo poblado de abundante cabello castaño oscuro, peinado pulcramente a la gomina con una impecable raya al costado que parecía trazada con un tiralíneas, su espaciosa frente, su rostro surcado por borradas huellas de una viruela en su infancia, ojos chicos, casi negros y animados siempre por una punzante luz interior, risa fácil, espontánea y ruidosa, hacían de este varonil personaje lo que los yanquis suelen llamar un galán rough (recio).
Vestía con elegancia y acostumbraba a usar cuellos de plancha muy altos y almidonados. Era un caballero de la noche muy agradable. A poco de estar conversando con él nos hicimos amigos.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando alguien le recordó que ya era hora de que se sentara al piano. Cobian aceptó gustoso y luego de beber un largo trago de whisky se dirigió a un magnífico piano de cola Götrian Steinway y todos le pedimos que nos hiciera escuchar su último tango, “Shusheta”, editado recientemente por Breyer.
Improvisó unos instantes una imprecisa melodía hasta encontrar la nota azul. Aquello no procedía de las tonalidades chopinianas; era el canto natural de su piano pulsado por el timbre de su mano. Se diría que tenía en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.
Luego de aquellas fugaces creaciones hizo correr rápidamente el dedo de un extremo a otro del teclado como para ahuyentar esos fragmentos de melodía que había improvisado.
Inmediatamente nos hizo escuchar “Shusheta”, “Almita herida”, su insólito tango “El gaucho”, “A pan y agua”, “La silueta” y por último “Pico de Oro” editado poco después por Breyer, y dedicado a nuestro anfitrión, el doctor Ll. en homenaje a las sutiles distinciones jurídicas, nudos de su lógica y alta elocuencia.
En tales circunstancias conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.
Enrique Delfino se desvincula del Cuarteto de Maestros, integrado por Fresedo, Tito Roccatagliata y Agesilao Ferrazzano, que por espacio de varios meses estuvieron unidos con permanente éxito.
Cobian, recién licenciado de la conscripción, es invitado por Fresedo para reemplazar a Delfino, y valido de sus vinculaciones con gente de la élite comienza a actuar en embajadas y residencias del Barrio Norte.
Nuestro pianista, después de su larga relache en el cuartel, volvía ahora a su elemento comenzando a ganar dinero y relaciones.
Aquella tarde de verano de 1922 Osvaldo Fresedo con su sexteto, integrado ahora por Cobian, Alberto Rodríguez (bandoneón), Tito Roccatagliata, Roberto Zerrillo (violines) y Enrique Thompson (contrabajo), sale en tren para Mar del Plata, a inaugurar la temporada del Ocean Club y del Club Mar del Plata; el primero de ellos ubicado sobre la antigua rambla de madera en el ángulo donde actualmente se halla la Confitería París, y el segundo a pocos pasos del Hotel Bristol, en las calles Buenos Aires y Luro.
A pesar de que se trataba de un “tren rápido” y de que nuestros jóvenes se lo pasaron entretenidos en el coche restaurante, aquellas ocho horas de viaje se les hacían interminables, pareciéndoles que aquel convoy se arrastraba con lentitud de oruga sobre aquellos 400 kilómetros tendidos en la vía férrea. Los ventiladores, las ventanillas abiertas y bebidas heladas, no eran suficientes para combatir el sofocante calor que abatía a los pocos turistas que viajaban. El largo flanco de los vagones se veía implacablemente castigado por aquella verdadera borrasca de sol que le daba de plano.
Cuando el tren arribó a la estación de Mar del Plata, en aquel entonces en pleno centro y en la calle San Martín, todavía el sol postmeridiano enviaba sus últimos reflejos.
La tarde que debutaron en el Ocean Club resultó una encantadora reunión social concurrida por familias y jóvenes que habían interrumpido, podríamos decir, sus conversaciones y flirts en Buenos Aires para reanudarlas ahora en Mar del Plata. En una de aquellas magníficas veladas Osvaldo Fresedo estrenó su tango “Sollozos” y Cobian “Mi refugio”, ambos recientemente compuestos y que luego de estrenarlos se convirtieron en el hit de aquella lejana temporada.
Cobian, hombre de la noche, jamás gustó de la vida de playa. Se regulaba por ciertos reflejos astronómicos que lo hacían acostar con el sol y levantarse con las estrellas.
Antes de iniciar sus tareas en el Club Mar del Plata, que iban de 10 de la noche a 3 de la madrugada, desde el escabel del grill trataba de procurarse alguna aventura con las tantas mujeres bonitas y a la moda que concurrían al elegante local.
Las admiradoras de su piano terminaban siéndolo también de su simpatía personal.
El joven pianista, ataviado de elegante smoking, con su abundante pelo negro y lacio, peinado siempre pulcramente a la gomina y esa pose sin estudio con el vaso de whisky en una mano y su eterno cigarrillo en la otra, tenía el aire de los jóvenes artistas perdidos en mala compañía y eso era justamente el detalle sugestivo que agradaba de entrada a las mujeres, las que no cesaban de pedirle que ejecutara sus tangos y con ellos demostrarle la admiración por su arte.
Finalizada aquella brillante temporada marplatense, regresan a Buenos Aires, donde Osvaldo Fresedo lo lleva a grabar con él al sello Victor, una serie de tangos, entre los que subyugó por su alta inspiración el titulado “Snobismo”.
Volvía a entrarle dinero en sus bolsillos, que se le disipaba en sus manos apenas lo recibía.
Fresedo, admirador de Cobian, conociendo su capacidad artística, lo lleva a inaugurar un local lujoso que se hallaba en los subsuelos de la Galería Güemes: el Abdulla Club. El sexteto estaba integrado por los mismos músicos con los que había actuado en Mar del Plata, con excepción de Zerrillo, suplantado eficazmente por Manlio Francia. Aquella noche del debut fue casi una privé, magnífica fiesta social a la que concurrió un nutrido grupo representativo del gran mundo porteño compuesto por damas y caballeros de la élite.
Ahí se estrenan sus tangos titulados “Mujer”, “La silueta” y “Biscuit”. El primero de ellos dedicado a Dorita A., distinguida dama de rango social con la que mantenía un impetuoso romance. Su predilección por estas amistades de abolengo le había hecho pensar muchas veces “si no habría también algún aristócrata en su familia”.
Ahora arrendaba un departamento en la calle Lavalle, junto al cine Paramount, en el que no faltaba su piano de cola. Julio De Caro era uno de sus más asiduos visitantes.
Aparte de los verdaderos claros que iba abriendo en el ambiente en encumbradas damas ligeramente otoñales, que se sentían atraídas por el pianista de moda, bajando algunos peldaños en la escala social, mantenía relaciones con Concepción A., una cupletista española quince años mayor que él, que actuaba en salas de “varieté” y cuya fama era un débil resplandor artístico que no llegaba a la gloria.
A pesar de esto, su holgada situación económica le permitía vivir una vida de artista digna y decorosa, en compañía de sus dos jóvenes hijas, una de las cuales, Conchita V., que había heredado las dotes artísticas de la madre, era una discreta bailarina y cantante internacional. Su otra hija, la mayor, Pepita, era también bailarina, casada con un joven de nuestro ambiente artístico, Roberto R., con el que al correr de los años y de sus múltiples tareas de actor, músico, periodista y cineasta, nos fue uniendo hasta la fecha una fraternal amistad.
Estas cuatro personas unidas por afectuosos lazos familiares vivían en un confortable departamento en Lavalle al 1100, que Cobian frecuentaba, recibido con manifiesto cariño.
Aunque la cupletista era mayor que él y carecía, a pesar de su gran simpatía, de esa belleza que siempre buscó como adorno el hedonismo del pianista, éste, declarado admirador del arte y el encanto otoñal de ella, retribuía a su manera, sin extremarlas, aquellas demostraciones de afecto. Durante siglos, desde Platón a Kant los hombres se han preguntado qué es lo bello.
Concepción A., enamorada pero también algo desilusionada de la conducta irregular de aquél, un día resolvió firmemente, por amor propio, poner término a aquellos amores que tan sólo le proporcionaban desavenencias, celos y muy contadas veces alegría. Entonces, para poner distancia entre ambos, proyectó un imprevisto viaje a los Estados Unidos a fin de serenar su corazón y tentar suerte con su arte y con el de su hija, en los teatros de habla hispana de New York; era la fórmula dolorosa pero segura para romper los crueles lazos sentimentales que la amarraban al mundano pianista.
A fines de noviembre de aquel año, Fresedo finalizaba su actuación en el Abdulla, marchándose a Mar del Plata para inaugurar una temporada veraniega.
Cobian, que había comenzado a sentir su importancia profesional y barajaba el deseo de ser también director de orquesta, permaneció en Buenos Aires, y con su inseparable Tito Roccatagliata y Luis Petrucelli formó un brillante trío, con el que pudo fácilmente debutar en pleno verano en la sala del Casino Pigall.
Al poco tiempo, cuando se aproximaron los bailes de Carnaval abandonó aquellas tareas para amenizar con sus dos músicos las selectas veladas del Club Atlético San Isidro.
La cupletista se hallaba en vísperas de partir a Nueva York. Sentía un doloroso desmembramiento al separarse de su amante, y el día de su partida, con lágrimas de arrepentimiento y a punto de renunciar al viaje que iba a emprender, le rogó al músico que tan pronto como pudiera se embarcara para Nueva York, donde ella lo esperaría, segura de que en aquel país, con su habilidad de maestro, no le iban a faltar oportunidades de trabajo.
Casi cuando se iba a levantar la planchada del lujoso trasatlántico americano Western World en el que se embarcaron, llegó el pianista a despedirlas, prometiéndoles, con los abrazos finales, que en un futuro cercano les llevaría la sorpresa de su llegada.
Mario Borgioni, gerente del Abdulla Club y admirador de Cobian, quiso darle una chance a su amigo el pianista, sabiendo que podía ser el candidato artístico más indicado para hacer digno pendant con aquel ostentoso night club.
Lo mandó a llamar a su escritorio, que funcionaba en la trastienda del Abdulla, proponiéndole formar un conjunto para debutar en la temporada que ya se venía encima (1923).
Ese mismo día el compromiso quedó establecido sin necesidad de papeles firmados. En aquel tiempo los compromisos verbales entre artistas y empresarios eran respetados documentos.
De inmediato Cobian forma su propia orquesta, integrada por músicos de jerarquía como lo eran Julio De Caro, Agesilao Ferrazzano, Pedro Maffia, Luis Petrucelli y Humberto Constanzo.
Francisco De Caro, joven y ya excelente pianista en aquel entonces, me contaba hace muy poco tiempo, sonriendo desde su lejano recuerdo, que solía ir a visitarlos al Abdulla y que su amigo Cobian casi siempre lo invitaba cariñosamente a tocar una vuelta, mientras bajaba a saludar en las mesas a su gente amiga, haciendo con este protocolo un poco de relaciones públicas.
En uno de los intervalos, uno de los copropietarios del local que se hallaba rodeado de distinguidas damas y caballeros en la mesa de su palco, don Carlos Alfredo T., lo invitó para brindar con una copa de champán por su espléndido debut y por sus inspirados tangos.
Con aquel exitoso debut, al que había asistido lo más selecto del Buenos Aires nocturno y elegante, Cobian había ascendido verticalmente a la popularidad como pianista, director y compositor genial.
En aquella sala estrenó “Almita herida”, quizá la muestra más pura de su genio.
Ha transcurrido casi medio siglo desde entonces y su melodía permanece inalterable, actualizada, viva, recién hecha, como si su autor la hubiera concebido para futuras generaciones.
Otra pequeña joya, como la mayoría de sus tangos, de una originalidad y una poesía que eran como el sello de su propia alma, es el que tituló “Mario”.
Este tango, dedicado a su amigo Mario Borgioni, tiene una significativa anécdota que me fue referida muchos años después por mi excelente amigo Pancho Lomuto y que es como sigue:
En oportunidad de hallarse en el Abdulla Club mi mencionado amigo y Francisco Canaro, escuchando a Cobian ejecutarlo ante su sexteto de maestros, mientras dejaba caer de tanto en tanto desde su piano algunas hermosas piedras de colores, Canaro, pretendiendo encontrar faltas en la tercera parte del mismo, que es justamente en la que se encuentra un inspirado pasaje resuelto con una lírica lluvia de modulaciones, le dijo a su inseparable amigo Lomuto: “No sé por qué este Cobian escribe estos tangos...”. Lomuto, que era ferviente admirador del pianista, le respondió: “Porque no hay ninguno que los escriba...”.
Esta incomprensión de Canaro en materia de tangos, por todo lo que fuera de buen gusto, demostraba con claridad meridiana la causa por la cual jamás tomó en cuenta la obra de Cobian.
Aquellas brillantes actuaciones en el Abdulla Club fueron el trampolín que lo impulsó justicieramente a dar el gran salto con esa misma orquesta para efectuar una serie de grabaciones del sello Victor, entre las que figuraban “Mala racha”, de su amigo Remo Bolognini, “Mujer”, “Piropos”, “Una droga” y otros inspirados números.
Para darle mayor calidad reforzó la cuerda de su conjunto con violinistas de alta relevancia como lo eran Lorenzo Olivari, Eduardo Armani y los hermanos Bolognini, años después uno de ellos, Remo, primer violín de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Aquellos discos tan pronto salían a la venta eran agotados por el público.
En aquellos años Cobian era el intérprete de oro del tango.
Las sagradas vacas gordas habían llegado felizmente para él. Le entraban grandes sumas de dinero que empleaba para arreglar con muebles y objetos de arte el confort de su departamento, hacerse cortar sus trajes y smoking con los mejores sastres de Buenos Aires, mandarse a confeccionar camisas de seda, comprar en Brighton corbatas importadas, guantes, galeras, bastón y todo aquello que ahora le exigía su vida mundana. Su frivolidad no le hacía escatimar gastos. Invitaba a lujosas amigas a comer en el restaurante Odeón y se codeaba con aristócratas, ya que su fama de artista del tango le abría sin retaceos las puertas residenciales de sus encumbrados admiradores. El tango era ya en la sociedad porteña un personaje bien mirado y recibido con mucha simpatía.
Continuaban llegándole cartas de Nueva York de su amante, por la que continuaba experimentando un grato recuerdo. En ninguna de esas cartas dejó de pedirle la cupletista que se reuniera con ellas en Nueva York. La distancia había hecho más fuerte su cariño y siempre terminaban las cartas rogándole que fuera.
Cobian contestaba, sin abundar en frases cariñosas, pero prometiéndole que algún día no muy lejano embarcaría para aquel país.
Mientras tanto, diversas aventuras galantes giraban en torno del Chopin del tango.
Siempre desplazándose dentro de una nueva tentativa de amor con alguna vedette, o el capricho fugaz con alguna de esas jovencitas de reciente entrega, arrojada a la galantería de la noche, o a la afortunada conquista de una high class, que desde un palco del Abdulla le hacía llegar su tarjeta con dos líneas: “Venga a verme una tarde. Casi siempre estoy sola y adoro sus tangos”.
Las mujeres se prendían en su corazón como los carteles pegados a los muros, pero él era una sombra que pasaba sobre el amor.
En aquel mundo elegante, frívolo y rico, a veces se escapaba a una cervecería o alguna cantina de Carabelas para sentirse rodeado de la cálida atmósfera bohemia que lo había sostenido hasta entonces.
Eran dichosos años de trabajo y prosperidad. Períodos de comodidad material, aunque su imprevisión le hacía imposible conservar la menor suma de reserva.
Como no era un principiante en la bebida, le gustaba beber sin que jamás el alcohol le hiciera perder su compostura de caballero.
No admiraba a Cartago, que prohibía el vino a los dignatarios durante el año que ejercían sus cargos, pero por haber leído que Sócrates se ganó la palma entre los bebedores, simpatizaba con el filósofo ateniense.
Con unas copas y con la música, el pianista recomponía la unidad de su vida ideal.
Vinum et musicam laeficant cor
Por aquello de que la distancia es como el viento que apaga una vela pero agiganta un incendio, el amor de Cobian y el de la cupletista se convirtió en hoguera.
Las cartas que ella enviaba desde el Norte y que él contestaba desde el Sud, dieron como resultado el viaje del pianista a Nueva York.
Cobian, que era el hombre menos informado del mundo, se enteró con desilusión de que en aquel país lo esperaba un fuerte inconveniente: la resistida Ley Seca, implantada en aquel tiempo en los Estados Unidos. Esto era sin duda para su deseado viaje el golpe de gracia.
Sin embargo, pensándolo mucho, llegó a la conclusión de que en aquel país de millones de almas y dólares no podía estar todo a favor de la implacable ley.
Se decidió al fin. Por primera vez en su vida consiguió reunir una estimable suma de dinero, producto de una nutrida serie de grabaciones extras y de sueldo como director del sexteto del Abdulla.
Vendió piano y muebles de su departamento de la calle Lavalle, lo sumó todo al otro dinero y comenzó a preparar maletas, en las que metía su smoking, verdadera arma de trabajo, trajes, corbatas, zapatos y los manuscritos de varios tangos suyos.
Unos cuantos días antes de ausentarse, desintegró su conjunto y dejó en manos de su amigo Julio De Caro el souvenir aún manuscrito en lápiz de su último tango, titulado “Viaje al Norte”, que ya había grabado con su orquesta.
En ese tiempo el Abdulla cambió de nombre y comenzó a llamarse Florida Dancing, lo mismo que el Royal Pigall, al que ya se había denominado Tabaris.
Cobian ya tenía en sus bolsillos un pasaje en el lujoso transatlántico norteamericano Southern Cross en first class y cuarenta mil pesos argentinos convertidos en dólares. Una pequeña fortuna para un bohemio.
En aquel entonces los barcos zarpaban muy temprano. A las 8 de la mañana –-hora intempestiva para la mayoría de los músicos, enemigos de los madrugones– muy pocos eran los que habían concurrido a la dársena para despedirlo. Tan sólo fueron tres de sus tantos amigos, los que habían preferido no acostarse esa noche para acompañarlo hasta las 8 horas que salía el barco. Estos eran Julio De Caro, Luis Petrucelli y Pedro Maffia, quienes luego de fraternales abrazos lo vieron subir a la planchada.
Confundidos en la dársena, entre la gente que despedía a los otros viajeros, los tres amigos luego de enviarle los últimos saludos agitando sus sombreros se marcharon sin esperar la lenta salida del transatlántico.
Media hora después, cuando el navío con fuertes pitadas ordenaba a los remolcadores que lo fueran sacando del muelle, Cobian permanecía algo sentimental, fumando apoyado en la baranda del deck.
Contemplaba aquel Buenos Aires que pronto quedaría atrás, en la línea indecisa del horizonte pero escarbando siempre en su corazón.
Un sol de invierno que lo envolvía todo con su torbellino de luz antemeridiana, filtrándose entre la fulígene de las chimeneas humeantes de los barcos, lo despedía aquella mañana de julio de 1923.
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