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domingo, 10 de enero de 2010

Ramata

(Rocaeditorial 2008), de Abasse Ndione

Catalogada como novela negra por los editores, en sentido estricto Ramata no pertenece éste género a menos que se entienda como tal el estar ambientada en el África negra.

Por una vez, para saber lo que el destino depara a la protagonista de la novela, la bella y fría Ramata Kaba, la deseada, la mujer que no conoce el placer y que es incapaz de amar, al lector le bastará con leer el prologo del libro y conocerá el fatal desenlace, lo que convertirá la historia en una tragedia griega contada al estilo senegalés de los griots o contadores de cuentos rurales del país africano.

Quedará por saber qué camino va a elegir la fatalidad para ajustar las cuentas con el pasado de Ramata y el de los que la rodean, y qué tendrá que ver el desenlace final con la olvidada muerte de un hombre justo e inocente. Una fatalidad que actuará como un Conde de Montecristo sin rostro, sin odio y sin corazón, hasta que los implicados hayan pagado con creces el precio de sus crímenes. Aunque de entre todos ellos, será la odiosa Ramata la única que podrá alegar un atenuante que mueva a la compasión.

Aunque me maten los galdosistas por la herejía, Ramata tiene algo del Galdós de Fortunata y Jacinta: por lo costumbrista, por lo realista, por el trasfondo político y por la manera de entender y describir las pasiones humanas, principalmente de las mujeres; y por esa capacidad de hacer que el lector se encariñe con los personajes y los sienta suyos, aunque se trate del Senegal contemporáneo. Supongo que a eso se le llama universalidad, cualidad que poseen los grandes escritores, como Abasse Ndione (Senegal, 1946), que de hecho es considerado uno de los mejores narradores africanos contemporáneos.

En el epílogo de la novela, entre el humo del tabaco del bar, el aliento a vino y cerveza y el olor a amoniaco procedente del cuarto de baño, el autor -convertido en un personaje más que escucha con atención el relato del narrador- hará balance de su propia novela:

lloré, me regocijé, sonreí, me alegré, me entristecí, me estremecí, supliqué piedad para sus personajes, pensé en Dios, [...] reí, dudé, grité de indignación [...]


Como homenaje al autor y a su país, incluyo en la reseña un vídeo con imágenes del Senegal, acompañado por la melancólica música del senegalés Ismael Lô, que bien podría servir de banda sonora de esta magnífica novela.

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