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domingo, 29 de noviembre de 2009

De aquí a la eternidad
La construcción de una estética no fue ni un mero apéndice decorativo ni simple propaganda del nazismo. Hitler y su círculo concibieron el arte popular como una reivindicación del caído espíritu alemán tras la Primera Guerra y con ansias de durar para siempre.

Por Alejandro Soifer

La estética nazi
Eric Michaud
Adriana Hidalgo
402 páginas

La página 93 de La estética nazi contiene una ilustración en la que Adolf Hitler dibujado como un herrero germano, ataviado con una piel de animal y un brazalete dorado, templa el acero de una espada sobre un yunque con un fondo de pueblito lejano, y las caras de figuras mitológicas espiándolo.

La imagen, rarísima y perturbadora, es un buen ejemplo de lo que el libro de Eric Michaud propone y explica con eficiencia y accesibilidad: la construcción de una estética nazi como parte fundamental de su programa totalitario. En este caso, el autor comenta que lo que acabamos de describir corresponde a un afiche popular que operaba dentro del resucitamiento de la mitología wagneriana que el nazismo propició en sus primeros años. El Führer entonces aparecía bajo la forma de Siegfried forjando la espada para matar a Fafner, el dragón.

Michaud empieza explorando la relación entre arte y artistas y las dictaduras fascistas del siglo XX. Hitler, pintor fracasado él mismo, como se dijo incontables veces, tenía en su círculo íntimo de poder asesores que también habían pasado por una instrucción artística: Alfred Rosenberg era arquitecto, David Eckart (amigo y guía de Hitler), compositor del himno de batalla nazi: Deutschland erwache!, Baldur von Schirach (director de las Juventudes Hitlerianas) era poeta y un apasionado de la ópera wagneriana; Joseph Goebbels (ministro de Propaganda), doctor en Letras y Filosofía; Walter Funk (ministro de Finanzas), músico frustrado; Albert Speer (ministro de Armamentos y producción de guerra) era, también él, arquitecto.

Pero el autor desecha las hipótesis contrafácticas que suelen deslizarse, y que considera poco serias, acerca de que si este “grupo de bohemios” hubiera triunfado en su actividad artística, sublimando sus pulsiones de destrucción, la Segunda Guerra Mundial no hubiera sucedido tal como sucedió.

El arte y la función artística que Hitler y su círculo asumían ya desde el poder aparece entonces, no como una forma de propaganda sino como una forma de reafirmación de lo propiamente alemán, en el contexto de las terribles consecuencias que la Primera Guerra Mundial le había deparado.

El trabajo de Michaud no duda en contradecir a eminentes historiadores del nazismo. Sostiene, por ejemplo y contra la opinión de algunos de ellos, que el plano artístico era parte de la construcción del mito para un pueblo que vivía escindido entre una vida apolítica y el paso firme hacia la voluntad de poder. Todo lo que no se oponía al mito nazi era tolerado por el nazismo, que al mismo tiempo construía sus propios mártires y una mitología inventada para la raza aria que echaba raíces en la antigüedad griega y romana. Justamente de esta herencia arquitectónica e icónica extrajeron los artistas del régimen guiados por el Führer un imaginario que luego fue trasladado a la estética propia.

El refuerzo de la teatralidad de los escenarios y situaciones aparece luego en el análisis que le dedica Michaud a las clásicas posturas de Hitler en sus discursos y sus gestos exaltados, que entiende como puras puestas en escena de lo que su pueblo esperaba.

La necesidad de despertar a Alemania, como decía el himno de batalla de Eckart; se trataba de mostrar la genialidad creadora de su raza y, para ello, la contraposición servía de modo ideal. Según Michaud, por un lado se presentaba al pueblo judío como la encarnación del anti-arte (por su condición iconoclasta que no representa a Dios), incapacitado de comprender las líneas que unían a Hitler con Cristo y el arte alemán como proceso de producción del espíritu del pueblo ario.

Michaud recoge materiales diversos y poco explorados para desenterrar la implicancia que la creación de una estética nazi tuvo en su propia reafirmación y la construcción de ese Reich de mil años con el que soñaba Hitler, construido en gran parte sobre la base de lo que el subtítulo del ensayo define como “un arte de la eternidad”.

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