Retrato de una rebeldía
La autora de Aire tan dulce (Bajo la Luna), que acaba de reeditarse, habla de su necesidad de poesía hasta en las narraciones y recuerda la niñez en Tucumán, donde transcurre su novela. También evoca su período romano, el amor que le inspiró a Italo Calvino, la amistad que la unió a Elsa Morante, y la trágica figura de Alejandra Pizarnik
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Los juicios literarios de Orphée son implacables, pero precisos como la voz y la mirada con las que retrata la sociedad tucumana
Por Leopoldo Brizuela
Para LA NACION - La Plata, 2009
Elvira Orphée, casi noventa años, es una figura exótica y legendaria de la vida literaria argentina. Como Silvina Ocampo, como Sara Gallardo, Orphée ha escrito novelas y cuentos de una originalidad extrema y natural, sin imposturas, simple reflejo de una personalidad básicamente poética. Lo que la distingue, quizá, de sus contemporáneos, es el exquisito manejo del habla del noroeste argentino. Un recurso que le sirve para pintar una sociedad cuya mayor -y casi única- belleza se halla, según su mirada, en las formas de la destrucción: la violencia, la enfermedad, la locura.
Nacida en Tucumán, emigró a fines de los años cuarenta a Buenos Aires, donde estudió Letras, se casó con el pintor Miguel Ocampo, de quien tuvo tres hijas, e hizo su debut en la escena literaria con la novela Dos veranos (1956), saludada con admiración, entre otros, por Rosa Chacel. Poco después, acompañando a su marido en funciones diplomáticas, Orphée se estableció en Roma, donde formó parte del mítico círculo de escritores que rodeaban a Alberto Moravia y Elsa Morante. Tras una breve estadía en la Argentina, durante la cual el concurso de la editorial Fabril lanzó su segunda novela, Uno (1960), junto con las primeras obras de Haroldo Conti y Marta Lynch, Orphée se radicó en París, donde vivió hasta 1969. Empleada como lectora de literatura latinoamericana e italiana en la editorial Gallimard, Orphée prefirió recomendar, a los nombres del boom , el de su admiradísimo Juan Rulfo, el de Felisberto Hernández y el de Clarice Lispector, que dejarían cada uno su huella en las tres obras de su gran proyecto literario, elaborado por entonces: las novelas Aire tan dulce (1966), En el fondo (1971) y La penúltima conquista del Ángel (1977), una exploración en el tema de la tortura sin duda inusitada y, para muchos, como la escritora Luisa Valenzuela, "sublime". Orphée también es autora de tres libros de cuentos.
Austera y aristocrática a la vez, rodeada todavía hoy del halo de una belleza única y de una impiedad que le ganó no pocos enemigos, luego de repasar los ámbitos y amigos que dieron origen a Aire tan dulce , la novela con que la editorial Bajo la Luna inicia la reedición de sus obras, Orphée se revela, en realidad, como una "mujer en carne viva". El dolor de heridas nunca cerradas puede llevarla, sin transición, de odios tan ostentosos que no es difícil adivinarles la contracara de amor herido a gestos de arrasadora ternura, e inmediatamente, a arranques de un humor insólito, complacido en todo lo que en la vida hay de imprevisible y de inevitable.
"Ayer soñé con cuatro apocalipsis", dice de pronto, con la tonada tucumana modelándole las frases, mientras la fotógrafa la asedia a tomas. "Y no, nada terrible era... Yo estaba por encima y veía, muy tranquila, el mundo que iba destruyéndose, de cuatro modos." Cuando la fotógrafa le muestra la que considera la mejor toma, Orphée dice: "Un muchacho, me he convertido en un muchacho" y deja escapar un largo suspiro del que, como siempre, se rescata al recordar que no está sola y que puede aún "escribir en el aire": su gran pasión de estos años. "Yo no sé qué le pasa a Dios, si se habrá olvidado de mí, con tantos otros que tiene para atender... Y no me preocupo mucho, porque claro que sé que me queda muy poco tiempo. Pero no tengo miedo. Lo que tengo, ay, es una curiosidad in-fi-ni-ta."
* * *
Algo de la naturaleza nómada y apátrida de Elvira Orphée parece estar cifrado en su apellido, que por alguna razón llegó desde Grecia al pueblo francés de Cholet, "de donde salieron -explica la escritora- las primeras urdimbres para las Cruzadas". Algo del Orfeo mítico parece rodear la figura del padre de Elvira, omnipresente en sus charlas y en sus escritos, quizá por incomprensible. "En una entrevista que te hizo la profesora Gwendolyn Díaz -le digo-, leí que tu padre era un científico."
-Bueno, sí, si puede llamarse científico... Digamos, un químico que, en vez de seguir su carrera, había elegido trabajar en la Oficina Química de Tucumán. No sé por qué. Sí sé que su empleo era vigilar que todo lo que consumía la población fuera puro. Salía de inspector y si encontraba un lechero que mezclaba la leche con agua... ya ¡multa! En casa era un hombre raro, loco por irse a cazar leones a los cerros, ¡con esos fríos! No, no me hablaba francés. Creo que quería mantener su francés a salvo de toda contaminación nativa. A mí no me quería [se franquea, sin sombra de tristeza o amargura: es un desafío de esos que mantienen viva una antigua lucha]. Las enfermedades del calor las he tenido todas: malaria, paludismo... En una de esas fiebres, me acuerdo, mi madre penaba a un lado. Yo no entendía por qué. Yo veía pasar los angelitos sobre mi cama, me inventaba dinosaurios que eran sólo para mí, conversaba con las plantas... Me habían regalado los Cuentos de Calleja. Y después otro libro que se llamaba El tesoro de la fantasía . Eso había despertado mi pasión y ya inventé un cuento. Era puro bosque. Entre ramas vivía un Roland, sobrino de Carlomagno. Pero no tenía trama ninguna ese cuento, ¡era sólo lo que él pensaba! Una tarde levanté apenas la cabeza, mirando por la puerta de visillos hacia el patio, dije: "De esas azucenas van a salir las hadas". "No digas tonterías -me dijo mi padre-, de las plantas no salen más que flores." Yo no dije nada. Pero ahí lo enterré.
Aunque este pequeño universo familiar es muy semejante al de Atalita Pons, protagonista de Aire tan dulce , el gran escenario de la novela es otro: el ancho patio de Mimaya, la abuela criolla y su "círculo de poco sentido común" de parientas, vecinas, criadas y animales.
-Era mi abuela Eulogia Jiménez, casada primero con un señor Segura, catamarqueño. De ese matrimonio nació mi madre. Cuando enviudó, se casó con mi abuelastro, un señor Aráoz Alfaro, que yo adoraba y que tenía pasión por mí. Desde chiquita yo me escapaba a esa casa, que quedaba a cuadra y media de la mía. Porque además yo allí reinaba: ¡era la enferma! Ya podía pedir un cochinillo de Indias para la cena que los viejos me lo buscaban y me lo hacían... Mi abuela, que sólo se ocupaba la pobre de ir una vez por mes a ver cómo marchaba el juicio por una casa que le habían robado, fumaba en chala, pasaba las horas y las horas charlando con las criadas, que eran gente de campo y me divertían mucho, porque nos trataban como si fuéramos de ellas... "Señora Euloooogia, ¡no salga así que después se me constipa y mañana quién la aguanta!" Cuando volvían embarazadas después del Carnaval, había que escucharla a Mamiye lamentándose de que hubiera "otra boca más para comer". No se le ocurría que pudiera echarlas. Eran muy charlatanas y yo también hablaba mucho, y recitaba para ellas, inventaba obras de teatro... Cuando pasó el tiempo, cada tanto el patio temblaba y la palmera a bambolearse y cabecear. Era mi prima Elsa, la aventurera, que tomaba lecciones de aviación. Quería saludarnos, pero tenía que apartarse para esquivar la palmera.
-¿Y tu madre?
-Bueno, de mi madre lo primero que hay que decir es que era una mujer católica y una fanática de la limpieza y de la desinfección. Que vivía pendiente de mis tratamientos. Era terriblemente católica. Y se había casado con ese ateo y tenía esta hija desesperada por vivir... Por eso su pasión por meterme en un colegio de monjas. Mi madre estaba vistiéndome para una procesión. De angelito precisamente. Y sentí como un rayo en el vientre. Por suerte había cerca una cama y caí desmayada sobre ella. Me desperté horas después, en el sanatorio X. Todos los días venía un enfermero a drenarme la infección, que casi me llegó al corazón, con una cánula. Yo veía pasar al enfermero y... ¡lo veía al diablo! Por eso cuando salí, ya dije ¡ah bueno! Cómo me habré vuelto de mala que mi madre, aunque era la mujer más atormentada por miedo del infierno, se atrevió a alterar la partida de nacimiento para que pudiera entrar en un colegio en que me tuvieran quieta [se refiere al colegio Nuestra Señora del Huerto, que si bien hoy se enorgullece de haber contado entre sus alumnas, además, a Lola Mora, en esa época era, dice Elvira, muy tradicional]. Y entré a los once, con compañeritas de catorce... El primer día la conocí a Leda Valladares. "¿Y qué sos vos, ah? ¿Sietemesina?", me preguntó Leda al verme. ¡Cómo sería de ingenua yo que creí que me preguntaba si tenía siete hermanos mellizos! Las dos fuimos tal para cual: dos espíritus totalmente endemoniados. ¿Sabés cómo nos llamaba la profesora de música? "Caudillas de grillos" y "¡Bribonas!". Y éramos taimadas... Los viernes, cuando venía el cura a confesar, pedíamos permiso para salir y ya no volvíamos a clase. El tiempo se nos iba en imaginaciones malignas. Una vez Leda salió del confesionario, diciendo que el cura preguntaba el nombre, lo que no se puede hacer. Entonces fui y me inventé yo sola unos pecados horrorosos. "¿Cómo te llamas, hija?" "Saritita Molina Padilla", dije. Era el nombre de mi compañera de banco. Después teníamos otra trapisonda a la que habíamos llamado, no sé por qué, "la calandria". Aunque éramos las dos bajitas -yo más, claro, por la diferencia de edad-, nos poníamos últimas en la fila durante los rezos; y cuando el cura decía "y el cuerpo de Dios se hizo carne", que es cuando todos se tienen que arrodillar, embestíamos con la fila de chicas. Quedaba el tendal de devotas... En fin, pobre mi madre: no salí mucho más religiosa de lo que había entrado. Eso sí: siempre he tenido un costado muy metafísico. Ahora, por ejemplo -te vas a reír- estoy leyendo un libro de Katherine Neville, sobre el número ocho. ¿Cuál es tu número preferido? ¿El ocho también? ¡Gran destino! Sólo que van a tardar mucho en reconocerte. ¿Sabés?, cuando ella me levantaba de la cama, con un delantalito gris nomás sobre el camisón embutido en las medias, yo recuerdo que ya iba contando las baldosas así, de a ocho...
Al menos en un sentido, las elecciones estéticas de Valladares y Orphée son coincidentes: la primera buscó arte más allá de los límites de su clase y de la cultura urbana, Elvira Orphée hizo de los desclasados, los marginados y los pobladores de las zonas rurales de Tucumán los personajes de un mundo insólito, más cerca de Faulkner, Juan Rulfo u Onetti que de cualquier nativismo. La conversación deriva, por ejemplo, a la feroz pintura del ambiente de los ingenios azucareros, en donde se emplea el adolescente Félix Gauna, otro de los protagonistas de Aire tan dulce... "¿Cómo sabés tanto?", le pregunto.
-Mi madre se enfermó sorpresivamente cuando yo tenía quince años. No me explico qué pudo haber pasado. He llegado a pensar que sería un mal que le habían hecho, ¿vos creés en esas cosas? Mi padre no tuvo mejor idea que mandarme a un ingenio de un francés amigo suyo. Y yo le pagué volcándole el automóvil mientras trataba de enseñarme a manejar entre los cañaverales. Cuando mi madre murió, a la semana, otro francés, amigo de mi padre, me dijo: "Bueno, m´hija, ahora va a tener que pensar en ir buscando un hogar", y al mismo tiempo -se interrumpe Orphée, furiosa-, ¡le tuve que dar una trompada! Y después ya fue él, mi padre, que tenía esa pasión por desprenderse de mí. Me dijo que se casaba con otra mujer y que fuera buscándome dónde vivir. Claro, suponía que iba a ir a lo de mi abuela, que es lo que hice. Pero yo ya quería irme. Para los tucumanos era poco menos que una meretriz, simplemente porque me ponía a charlar con un muchacho, así como vos, de la ventana a la vereda...
Y así, como por casualidad, parece entrar en la conversación el modelo de Félix Gauna, ese fantástico personaje que en las primeras páginas de Aire tan dulce decide que "ya que no puede ser el mejor, será el peor", se hace echar de su colegio con el fantástico gesto de tajear en cuatro el mapa de la provincia al grito de "¡de este a oeste, de sur a norte, aquí nunca ha habido un hombre?!", y se encuentra con Atalita en un baldío de "basura y luna" (una imagen tan emblemática de su estética que ése es el título de su nueva novela, aún inédita).
-Ese baldío estaba a dos casas -contesta, evasiva y cortante- y pertenecía a una carpintería. Allí nos juntamos una o dos noches, sí, para planear las perradas que íbamos a hacerle al mundo? Pero ya soñaba con irme. Leda ya se había a ido Europa, a vivir de la música. Mi prima Elsa, la aventurera, le había pedido al padre, que era otro Orphée, un dinero. Y se había ido a Egipto, sin siquiera saber el idioma. Enseguida llegó carta donde decía que había conseguido que una familia egipcia la recibiera en su casa por un año. Me morí de envidia. Pero después llegó carta donde decía que se había fugado en un barco por el Mediterráneo porque se había dado cuenta de que todo era una trampa para casarla con el hijo mayor. Mi tío se negó a mandarle más dinero y Elsa vivió de baby sitter de una nena que aún le escribe... ¿Me querés decir por qué volvió? No lo puedo entender. El día que me fui de Tucumán fue el más feliz de mi vida.
* * *
Aire tan dulce es la novela de la rebeldía adolescente. En el fondo, es la novela del desarraigo y la nostalgia que Orphée nunca admitiría. Una nostalgia de madre. Una nostalgia menos de las personas del "país caliente", es cierto, que de un paisaje y, sobre todo, de un modo de hablar, o mejor, de un modo de relacionarse con la lengua, en los límites de la ciudad indiana con la argentina indígena, haciendo de la transgresión lingüística un disfrute cotidiano... Y la nostalgia y la sensación de no tener destino deben de haber puesto en marcha la rueda de su escritura.
-Cuando llegué a Buenos Aires fui a parar al pied-à-terre de una parienta lejana de mi abuela, una señora salteña, que estaba en la política. Por ahí se decían cosas malas de ella, en la provincia se dicen cosas malas de mujeres así. Yo no sé: ella no se metía conmigo ni yo me metía con ella. Un día fui a una institución a que me hicieran un test, con idea de que me iba a tocar Medicina. Pero me dijeron que si quería hacer algo con mi pasado de enfermedades, más vale estudiara Letras. Y sí, era la carrera para mí. Tenía unos profesores fabulosos de locos. Me acuerdo de la tarea que me dio el profesor de latín: traducir "Yo amo...esta hormiga". A mí me enamoran esos dislates. Ahora una de mis nietas, que está en Letras, dice que casi no se estudia el latín. ¿Y qué estudiarán? Porque si hay algo que hay que aprender en la vida, es a desarmar las palabras. Bueno, en la facultad me crucé con un pintor Mihánovich que me preguntó si quería trabajar posando para él. Yo necesitaba trabajar, pero cuando fui ya no me quiso: me había dado el sol en el verano y se ve que para cuadro ya resultaba demasiado oscura. Sin embargo Miguel, que era uno de sus discípulos, se enamoró de mí. ¿Te dije ya que soy el ocho? Miguel es claramente el siete. ¡Nítido, elegante, misterioso! "Qué suerte, un novio rico", me decían todos. Pero yo a los hombres no les pido nada, sólo que me desconcierten. Todo el que es ocho se enamora del que es siete: tengo más vueltas, pero sé lo que es la eternidad... Una mañana de domingo me llamó una señora, Julia Bullrich, diciéndome que Victoria, prima hermana de Miguel, me quería esa misma tarde en San Isidro. Sentí que quería examinarme. Le dije que de ningún modo. "Uuuuuuy -dijo la señora-, no puede hacer eso, Victoria se va a enojar muchísimo." "Bueno -confesé-, lo que pasa es que estoy muy resfriada." "Uuuuuuy -dijo la señora-, pues va a tener que venir y disimular ¡porque Victoria odia a la gente resfriada!" Fui y entré tan nerviosa que sin querer pisé un zapato ¡con el pie de Victoria adentro! "Uuuuuy", oí que decía el coro. Pero ella, regia, nada. Tampoco yo: ¡me pasé una tarde horrible, aguantando los estornudos y las ganas de responder a las cosas que se decían!
Sin embargo, el talento y la originalidad de Orphée no pasaron inadvertidos a los directores de la revista Sur : en 1951 se publica "La calle Mate de Luna", un extraordinario cuento coral, sobre las sospechas y chismes que un barrio tucumano va elaborando, a medida que avanza el calor, acerca de una familia de forasteros porteños; chismes basados menos en datos concretos que en una secreta "hambre de realidades abominables" que permitan escapar del tedio y liberar el odio acumulado. "Dos veranos", que escribe por entonces, es un extraño fresco de las clases media y baja tucumanas, las mismas que poco más tarde retrataría Juan José Hernández desde el punto de vista de un criado huérfano, un "caído del cielo", analfabeto pero alucinantemente lúcido al momento de detectar la omnipresencia del racismo, el abuso de poder, la enfermedad.
-De no haber sido por otra gran señora (¡ésa sí que era una mujer abierta!), Carmen Gándara, no sé qué habría sido de mí. Ella había formado parte del jurado en el premio Emecé, donde yo me había presentado, y que ganó Beatriz Guido. Bueno, alguien me llevó a su salón, y cuando le dije que me interesaba su opinión porque estaba medio triste por el fracaso, ella se golpeó la frente. "¡Pero mi querida! ¿Entonces vos sos el negrito del norte? ¡Yo te quería dar el primer premio y los demás (Bioy Casares, Leopoldo Marechal) ni quisieron leerte! ¡Pero qué querés hacer, decime!" "¡Irme!", le dije. Todavía estaba Perón. Días atrás nos habían llevado presos, a Miguel y a mí, por unas horas, a la Sección Especial de la Policía, donde se torturaba mucho. Nos habían largado enseguida (al comisario se le cayó un crucifijo de la misma mano con que daba palizas y de ahí saldría mucho más tarde toda una novela). Gracias a la Nena Gándara, lo nombraron a Miguel en la embajada en Roma. [La actividad diplomática de Miguel Ocampo ha quedado en la historia de la literatura por un episodio que Manuel Mujica Lainez se encargó de agradecer: fue ese joven pintor quien descubrió a Manucho la belleza de los jardines de Bomarzo.]
-En cambio -dice Elvira Orphée-, yo no me llevé bien con Manucho, que era muy de humillar. "¿En serio sos escritora? Qué sorpresa... Porque todas ustedes (las mujeres de diplomáticos) parecen institutrices." "No como vos", le dije yo ¡porque ya me lo veía venir!, "que parecés una..." y ahí agregué una palabrota que no me perdonó nunca. Hace poco estuve leyéndolo a Manucho. Le importa mucho la historia, que a mí, de por sí, no me interesa nada. Narra bien, ¿quién lo duda? Pero es como los novelistas decimonónicos que quieren contar todo, todo, todo. Y eso los distrae. Y sobre todo, no sabe hacer lo que hay que hacer para que las palabras resplandezcan. La suya es la lógica del sentido común. Y yo escribo según esa otra lógica, ¡que vaya uno a saber de dónde me viene!
-¿Entonces tampoco te adaptaste a Roma?
-¡Ah sí! Si Dios me diera ir a un solo lado ahora, un solo viaje, nada más?! Cierro los ojos, me veo embarazada de mi tercera hija, esperando el tranvía (porque vivíamos lejos de la ciudad) y viendo uno, dos, tres coches que paraban y decían: "¡yo la llevo!" "¡yo la llevo!". Coches con familias enteras. ¡Qué gente maravillosa! Un día llamé a mi médico: "Creo que llegó la hora". "¿Cada cuánto son las contracciones?" "No siento contracciones, dottore, sólo me siento rara" "¿Rara cómo?" "No sé -dije-, muy feliz" "¡Entonces véngase para acá inmediatamente!". Y nació apenas llegué. Le puse Flaminia, como la Via Flaminia, donde nació. Una pintora colombiana me llevó a un cóctel en la casa de Alberto Moravia y su mujer, Elsa Morante, que vaya a saber uno por qué de entrada se apasionó por mí. Elsa era así. Fuego. Los demás me celaron por eso. Pasolini, que prácticamente vivía con ellos y que me maltrataba; Natalia Ginzburg, que estaba en la Einaudi y tampoco quería a las mujeres. Moravia no me prestaba atención: estaba sólo en sus novelas y cuando salía quería gente superficial. Recuerdo que un día volvimos de no sé qué viajes con Elsa y encontramos a sus gatos muertos de hambre: Moravia, metido en su novela, se había olvidado de alimentarlos. Elsa salió al balcón (vivía en un quinto piso y Moravia en el sexto) y gritó: "¡Alberto, si vuelves a hacer esto, ¡no te daré más gatos! ¿Me escuchaste?" Nunca entendí la pasión loca de Elsa por Moravia, que era tanto menos en todo. Otro día Elsa me dice: "Elvira, mañana tienes que venir aquí porque he invitado a un hombre bellísimo, bellísimo". Y apareció Italo Calvino. "Pero Elsa -le dije, en secreto-, questo uccellino es para vos un uomo bellissimo ?". En cambio, él sí se enamoró de mí. Lo he sentido mucho a Italo, como a Elsa. Porque a mí me han gustado muchos libros como lectora común y silvestre; pero me han importado pocos libros como escritora. Como escritora, a mí me han importado los que alcanzan poesía. No me interesan ni las tramas ingeniosas, ni los frisos sociales, ni los pensamientos profundos... Yo lo que les pido es poesía. Poesía no es lo que se escribe: es la más profunda necesidad de expresión del hombre, para la que no bastan las palabras, las frases, ¿cómo decirte? de la cotidianidad. Y Elsa, que estaba escribiendo La isla de Arturo , vivía en esa necesidad. Yo nunca había visto a alguien así, salvo yo misma. La recomendé a Sudamericana, mi editora, con la esperanza de poder traducirla: se la dieron a otro, que la tradujo sin nada nada de poesía.
Siguiendo las lecciones de Morante y de los escritores latinoamericanos que descubría por su trabajo y que le ayudaron a recuperar, como herramienta literaria, el poder de creación lingüística del pueblo de Tucumán de su infancia, Elvira Orphée empezó Aire tan dulce tan pronto llegó a París, hacia 1961.
-¿Cómo escribía? Nunca he sido metódica. Escribía cuando me venía en gana. Pero me venía en gana todo el tiempo. En papelitos, en cuadernos, en boletas, en lo que fuera y donde fuera. Ahora, cómo me volvían esas voces. Porque yo a Tucumán creía habérmelo sacado de encima salvo por dos cosas: los odios y los olores. No el olor de las rosas, no, que siempre me parecieron tontas, sino el de las flores de los naranjos de las calles, que era impresionante. Todavía lo tengo en mí. Por eso creo que Elsa Morante me escribió una vez: "Sé que volverás y con vos volverá la primavera". Y no, no creo que fuera ya el influjo de otros escritores. Salvo, ¡claro!, Alejandra Pizarnik -se entusiasma- que a ella sí la conocí en París y nos alimentamos mucho, la una a la otra, hasta el día de su muerte. ¿Sabías que yo estuve con ella la noche anterior? Estuvimos jugando hasta altas horas esos juegos de papelitos, ¿cómo se llaman? Cadáveres exquisitos, sí. Al mediodía llamé y una amiga me dio la noticia. Y me costó creerlo, porque para mí era un ser de alegría. Me amaba Alejandra. La gente habla mucho sobre que era lesbiana: es secundario. Lo que hay que entender es que Alejandra era un ser de una necesidad de amor in-ve-ro-sí-mil. Quería entrar en el mundo de cada uno de los que la fascinaban y quedarse allí. Salvarse de sí misma. Claro que la gente no lo entendía, que se sentía violada. Una vez que entendió que yo no era lesbiana y la admitiría en mi mundo, si ella me admitía tal como yo era, vivimos en diálogo profundo. Me acuerdo de una vez que teníamos que ir a un cóctel o a una fiesta, no sé, medio de gala, y como ella no se animaba a ir, yo me puse a vestirla, a peinarla: nos pasamos horas frente al espejo, como dos adolescentes. Ahora he estado leyendo sus poemas.
Orphée me pide que tome el libro Árbol de Diana (1961) y busque "uno que está dedicado a Esther Singer, la amiga que yo le presenté a Calvino y con quien él finalmente se casó". Se lo leo:
Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego, de silencio ingenuo, de piedras verdes en la casa de la noche, déjate caer y doler, mi vida.
-Bueno, yo digo en "Querida", uno de los capítulos de Aire tan dulce : "Sé mi querida, sé la que me quiere, mamita Muerte. Vendrás, habrá acabado de llover. Sabrás que te estaba esperando por este inmenso desapego que me notarás. Y después será el amor". No puedo dejar de pensar en eso. Alejandra hablando a la vida; yo, a la muerte. Pensar que ella se ha muerto hace tanto y yo estoy aquí. Sin el menor desapego.
© LA NACION
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lunes, 30 de noviembre de 2009
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