Te acordarás de Normandía
¿Cómo reescribir un combate desde la mirada de los soldados? En El Día D. La batalla de Normandía, Antony Beevor resignifica la contienda más salvaje de Occidente, a 65 años del desembarco.
Por: Adolfo Coronato
Soldados británicos de infantería llorando a lágrima viva en una trinchera abandonada al ser enviados al frente sin preparación previa; alemanes rezagados colgados por la Gestapo como advertencia a desertores; paracaidistas americanos enredados en los árboles y quemados vivos por tanques lanzallamas alemanes; vacas abandonadas que mugen de dolor con sus ubres a punto de estallar y soldados que corren a ordeñarlas; madres que presienten su próxima muerte y cosen en la ropa de sus hijos los datos de parientes que podrían acogerlos...
Antony Beevor ha vuelto. Pero lo curioso, acaso, atrevido de su retorno, es que haya elegido el episodio bélico más trillado por la bibliografía, la literatura de ficción y el cine de Occidente. ¿Por qué el virtuoso especialista del frente Oriental recala en el suceso más gastado de la Segunda Guerra Mundial? A 65 años del histórico desembarco y después de John Keegan (Six Armies in Normandy), Max Hastings (Overlord) o Stephen Ambrose (D-Day, June 6, 1944: The climatic Battle of World War II), entre otros, ¿había algo más que contar? Beevor (Gran Bretaña, 1946) cree que sí, que no todo estaba dicho y que cabía volver sobre lo conocido para mostrarlo de otro modo.
El día D. La batalla de Normandía es una obra monumental, una gigantesca puesta en escena de la contienda más importante y salvaje de Occidente, donde el laureado historiador modifica enfoques anteriores y llega a equipararla con lo más atroz e infrahumano del frente soviético. Con el rigor de un documentalista, Beevor enhebra un relato denso pero que supera la aridez de la historia militar, donde transcurren, alternados, el mundo de los capitostes, el de los soldados y el de las víctimas civiles, con un trasfondo de testimonios surgidos desde el dolor de la guerra. El autor ha insistido en que más que describir la batalla desde el foco estratégico, le interesaba entender cómo era el combate desde la mirada de los soldados. Fue así que pasó largos meses en el Memorial de Caen, que atesora los diarios de combatientes alemanes, británicos, canadienses, americanos, pero también los testimonios de los civiles franceses, una documentación a la que ni Keegan ni Hastings tuvieron acceso hace 25 años.
Beevor no se detiene en los minuciosos y dramáticos preparativos del mayor desembarco jamás visto (175 mil hombres) en las playas francesas denominadas en código militar Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Sí lo hace en dos puntos clave, el factor sorpresa y el factor climático: ambos erizaban los nervios de los mandos, desde el comandante supremo Dwight Ike Eisenhower hacia abajo. Un perfecto "operativo distracción" indujo a Hitler y a la Wehrmacht a creer que el ataque se produciría por el paso de Calais, donde se concentró lo mejor de sus tropas. El clima, en tanto, amenazaba desbaratar la Operación Overlord, pero en medio de la borrasca y una tensa vigilia, los pronosticadores aliados anunciaron una mejora de seis horas que los meteorólogos alemanes no registraron. Con decenas de miles de hombres agazapados en sus barcos y el riesgo de una postergación, donde el secreto y la moral se irían al traste, Ike no dudó, y se hizo el milagro: la flota no fue interceptada, los submarinos alemanes no actuaron y aunque con fuertes pérdidas de material y vidas por las defensas alemanas en tierra (muchos soldados fueron obligados a saltar al agua a punta de pistola), el Día D se produjo. Más allá de lo que vendría después, donde sería decisivo el apabullante poderío aéreo y naval de los aliados, una vez establecidos en sus cabezas de playa, la suerte estaba echada. Como había anticipado Rommel, la batalla se decidiría en las primeras 24 horas. Fue él quien inventó la frase "el día más largo" y no Cornelius Ryan, autor del libro homónimo.
El relato transcurre entre el 6 de junio (el desembarco) y el 25 de agosto de 1944 (la entrada en París). Entre ambas fechas, Beevor sigue al ejército americano hacia Saint-Lô, la península de Contentin y el camino hacia Bretaña. Simultáneamente hace lo mismo con los ejércitos británico y canadiense hacia Caen, Falaise (donde convergen con los americanos para embolsar y quebrar la tenaz resistencia alemana) y el camino a París. Un París que no estaba en los planes de Eisenhower –urgido por llegar a la frontera alemana–, pero que se impuso por la dinámica de los acontecimientos, tanto militares como políticos: el peso simbólico de liberar la ciudad ocupada desde 1940; la necesidad de un triunfo para las alicaídas fuerzas británicas; evitar que De Gaulle y Leclerc capitalizaran el esfuerzo aliado y, muy especialmente, impedir el triunfo de la sublevación popular por parte de la Resistencia, que casi se produjo. Nadie quería a los comunistas en el poder en Francia: ni Roosevelt ni Churchill, mucho menos De Gaulle y tampoco Stalin, que avanzaba sobre Berlín y necesitaba del frente Occidental sin complicaciones políticas. Además, Roosevelt y Churchill no ocultaban su inquina contra De Gaulle y su autoproclamado Gobierno Provisional, temían una dictadura y se negaban a reconocerlo. Una vez liberada París, De Gaulle menospreció públicamente la inmensa ayuda militar de los aliados.
En algún momento, Beevor adelantó una frase tan paradójica como enigmática: el Día D significó "una liberación que no fue feliz". A lo largo de 655 páginas, esta obra intenta explicar los misterios que encierra esa frase. Es que el autor, desde hace años, viene mirando aquellos sucesos de un modo crítico, casi despojado, a contracorriente de todo lo escrito. Su lupa detecta el rencor de las tropas aliadas (especialmente los americanos) hacia Francia, al que consideraban prácticamente un país enemigo, y no un país ocupado, en tanto veían en cada francés a un colaboracionista. En esta lógica se explica que muchos franceses proclamaran haber recibido mejor trato de los alemanes. A este cuadro se suma el ajuste de cuentas de la Resistencia con los colaboracionistas, y el rol de las mujeres en la ocupación: se calcula en 20 mil la cantidad de mujeres que ayudaron a los alemanes y en 80 mil los hijos que tuvieron con los soldados en los cuatro años de ocupación. Las colaboracionistas fueron rapadas y sometidas a la befa pública, como castigo. Con todo, al llegar los aliados a París, las mujeres se mostraron generosas: más de 10 mil soldados visitaron los burdeles en "la noche de Venus" y en los días siguientes a la liberación, reiterando las escenas de amor en las carpas, los blindados y las calles.
A diferencia de Stalingrado o Berlín. La caída: 1945, donde Beevor estigmatiza el autoritarismo de las dirigencias soviética y alemana, su desprecio por la vida de sus soldados o las atrocidades cometidas durante las ocupaciones, aquí se enfrenta a la terrible paradoja de que una democracia en una guerra puede llegar a producir atroces matanzas de civiles. Churchill vivía obsesionado por el odio que los bombardeos despertaban en los franceses, un hecho que políticamente se sumaba a la presión de la prensa y el Parlamento británicos por reducir esas muertes. En Normandía murieron por el "fuego amigo" muchos más civiles franceses que soldados estadounidenses, británicos y canadienses sumados. Ya antes de la invasión habían caído 15 mil inocentes. Caen fue bombardeada a conciencia, no por error: en agosto de 1944 apenas quedaban en pie 8 mil casas, cuando antes del desembarco tenía más de 60 mil habitantes. Beevor escribió que ese bombardeo estuvo "cerca del crimen de guerra", lo que provocó un escándalo. "Fue estúpido desde el punto de vista militar, porque si quieres conquistar una ciudad rápidamente, no deberías destruirla. Y sólo hubo bajas entre los civiles...", dijo. En Mortain, tras la contraofensiva alemana (6-12 de agosto), la población era un montón de ruinas. De modo casi increíble –documenta Beevor– "el jefe de Estado Mayor de la 30ª División (británico) ordenó: 'Quiero que Mortain sea arrasada... Demoledlo todo durante la noche, quemadlo todo para que no quede nada vivo'. Esta inocente población francesa había sido destruida en un terrible ataque de rencor".
Sin decirlo francamente, el autor arremete también contra la mitificación del Día D y la falsa creencia en su aura victoriosa. Una cultura posbélica americana, fundada en la mala literatura y la vulgaridad de Hollywood, dio por preestablecido el triunfo aliado y otorgó categoría de héroes a sus combatientes. A diferencia de lo que ocurrió luego en Vietnam, para el imaginario colectivo americano, la Segunda Guerra fue una buena guerra, una guerra justa, donde los "malos" eran los alemanes, los japoneses. Pero lo cierto es que los americanos no titubeaban en ejecutar a sus cautivos alemanes, lo que explica que prácticamente no hicieran prisioneros. No se diferenciaban de los SS, que ya en los comienzos de la batalla habían fusilado a más de cien canadienses, iniciando un círculo vicioso de venganzas.
Otra visión desangelada de la guerra son las llamadas "bajas psicológicas", que se contaron por millares entre los americanos. A la llamada fatiga de combate, las heridas autoinfligidas (en un pie o en la mano derecha) se sumaron los "reemplazos", jóvenes no adiestrados para soportar la ferocidad del frente, donde sucumbían como carne de cañón o se suicidaban. Otro capítulo negro de Normandía lo dieron los fallos de los bombardeos. La frase más siniestra cuando aparecían los aviones era: "¡A cubrirse! ¡A cubrirse, que pueden ser los nuestros!".
Para el autor, los aliados se encontraron con una resistencia germana de intensidad inesperada. Y por encima de las ideologías, exalta la disciplina, el adoctrinamiento y sacrificio del mando alemán y sus tropas. Los alemanes capturados estaban dispuestos a morir por Hitler. ¿Nos imaginamos a los británicos muriendo por Churchill o a los americanos dando su vida por Roosevelt?, se pregunta. Les critica la falta de autonomía de los jefes, el delirante proceso de toma de decisiones y la nefasta injerencia de Hitler en la marcha de la guerra. El autor no oculta las hondas diferencias entre americanos y británicos. De los primeros destaca su valentía y decisión, coronados por el éxito en la Operación Cobra, que quebró las líneas alemanas; elogia la audacia de Patton, la prudencia de Bradley y la paciencia de Eisenhower. De los británicos critica el cansancio militar y social por el peso del conflicto, su conservadurismo y la falta de flexibilidad de sus mandos. Pero es Montgomery quien acapara todos los reproches, fundamentalmente, que haya conseguido que todo el alto mando americano se volviera antibritánico. En aquel verano, la Wehrmacht sufrió casi 240 mil bajas y otros 200 mil hombres cayeron prisioneros; británicos, canadienses y polacos tuvieron 83.045 muertos y los americanos 125.847. La aviación aliada perdió 16.714 entre muertos y desaparecidos.
Beevor ha colocado a la Segunda Guerra, una vez más, en el centro del debate. La resignificación del Día D, los nuevos aportes y la ruptura de mitos arrojan nuevas conclusiones. Muchos seguirán pensando que se trató de una guerra de baja intensidad, que ocurrió 16 meses después de Stalingrado y que igualmente los soviéticos hubieran llegado primero a Berlín. Pero también es cierto que el sacrificio de Normandía salvó a Francia, fue –aunque tardío– el segundo frente por el que clamaba Stalin, acortó la guerra, aniquiló la maquinaria bélica nazi en Occidente y facilitó a los aliados el control de la mayor parte de Alemania y su pujante industria, con vistas a la Guerra Fría.
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domingo, 29 de noviembre de 2009
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