Hacete el loco
Por Juan Forn
En 1937, la revista Life preparaba un largo artículo sobre Einstein y encargó a Lotte Jacobi que fotografiara al genio en su nuevo hogar norteamericano. Como Einstein y tantos otros integrantes de la intelligentzia alemana, la Jacobi había llegado al Nuevo Mundo huyendo del nazismo y sus primeros trabajos en Nueva York consistieron precisamente en fotografiar a esos expatriados. Pero cuando llevó las imágenes de aquella sesión informal a Life, la revista las rechazó, argumentando que las fotos no mostraban a Einstein “suficientemente digno”. Jacobi se encogió de hombros y se limitó a decir: “Mi estilo fotográfico es el estilo de la persona que retrato”. Einstein adoró la anécdota y la repitió muchas veces a quienes lo visitaban en su casa y veían la foto en cuestión, enmarcada y colgada en la pared.
Las relaciones de Einstein con su país de adopción estuvieron marcadas por esta clase de equívocos desde su primer intento de visita, en 1919. Einstein enfrentaba por entonces un complicado divorcio de su primera esposa, la serbia Mileva Maric, a quien llegó a ofrecerle el dinero del Premio Nobel que aún no había ganado (lo recibiría recién dos años después) para que lo dejara en paz.
Enterado de las estrecheces financieras del gran científico, un admirador llamado Max Warburg le propuso organizarle una gira de conferencias por Norteamérica, pero ninguna universidad mostró interés por pagar los honorarios solicitados, cosa que alivió a Einstein. “Es mejor así”, le escribió a su admirador. “No soy orador, no me parecía una manera muy digna de ganar dinero.”
Eso mismo le contó dos años después a Chaim Weizmann, el dirigente sionista que sería el primer presidente de Israel, cuando éste le pidió que lo acompañara a Nueva York a recaudar fondos. Es graciosa la manera en que Weizmann lo sumó a la causa del sionismo.
Einstein le dijo en aquella entrevista que le parecía absurdo llevar a trabajar la tierra a un pueblo que se caracterizaba por su orientación hacia lo intelectual. Weizmann le contestó que lo ayudara entonces a juntar dinero para crear la primera universidad hebrea en Palestina. Einstein le dijo que ya había comprobado que nadie pagaría por escucharlo en América. Weizmann le contestó que no se trataba de pedir honorarios por hablar de la teoría de la relatividad, sino de recolectar donaciones voluntarias entre los judíos de América hablándoles de la patria que construirían en Palestina.
La llegada a Manhattan del Premio Nobel y el futuro presidente de Israel colapsó la ciudad. Multitudes de inmigrantes los esperaban en el puerto y siguieron cada uno de sus pasos en los días siguientes. Llamativamente, el grueso de esas multitudes estaba compuesto por inmigrantes de clase media y baja.
El establishment judío, en cambio, encabezado por Louis Brandeis (presidente de la Corte Suprema norteamericana), Felix Frankfurter (decano de Leyes de Harvard), Arthur Hays Sulzberger (dueño del New York Times), el financista Irving Lehman, el filántropo Daniel Guggenheim y el senador Jefferson Levy, le recomendó discretamente a Einstein que restringiese a lo científico sus alocuciones públicas y dejara a cargo de ellos la recaudación de fondos: “No se puede confiar el dinero para la creación de un Estado judío en Palestina a los judíos rusos. Weizmann es una buena persona, pero su gente no es confiable”. Einstein les contestó públicamente: “Hasta hace una generación, los judíos alemanes no se consideraban miembros del pueblo hebreo.
El antisemitismo ha revertido esa situación, nos guste o no nos guste, y considero repulsiva la indigna tendencia a adaptarse y conformar a los goyim que caracteriza a los judíos asimilados, tanto aquí como en Europa”. Consecuencia: Harvard le retiró una invitación para dirigirse a su alumnado, el New York Times cubrió con mal disimulada ironía la gira y los fondos recaudados en la gira fueron cinco veces inferiores a los cuatro millones de dólares que esperaba Weizmann.
La única universidad que honró a Einstein como se merecía fue Princeton: le contrató un ciclo entero de conferencias, le dio un doctorado honoris causa y le ofreció publicar la traducción al inglés de esas conferencias con un royalty del 15 por ciento (cuando el derecho de autor histórico era del 10 por ciento). Así comenzó el vínculo que desembocaría, doce años después, en la instalación definitiva de Einstein en Long Island, como “joya de la corona” de Princeton. Pero su vida allá no fue fácil. Su sionismo, su pacifismo, su socialismo, su igualitarismo racial no eran vistos como virtudes “americanas”, ni en los años de preguerra, ni durante, ni después.
Para el decano de Princeton, que tanto esfuerzo había hecho por contratarlo, las declaraciones políticas de Einstein eran una incomodidad permanente. Incluso cuando hablaba de las causas que defendía. No más llegar a Princeton, Einstein despertó las iras del sionismo cuando declaró: “Si los judíos somos incapaces de encontrar una honesta vía de pactar y cooperar con los árabes, demostraremos que no hemos aprendido nada en veinte siglos de sufrimiento” (años después, cuando rechazó la presidencia de Israel, supo ser más discreto: le confesó en una carta a su hijastra Margot que “si aceptara, debería decir cosas que el pueblo israelí no quiere escuchar”).
Es sabido que, desde que Estados Unidos entró en la guerra, un comité de la universidad filtraba el correo de Einstein e incluso rechazaba invitaciones a su nombre sin consultarlo. Cuando Einstein comprendió la situación, decidió poner en práctica el consejo que le había dado su amigo Charles Chaplin y aprendió a camuflar sus ideas políticas a través de la fachada simpática de genio distraído (la melena revuelta, los suéters viejos, los zapatos sin medias). En 1949 le escribió al matemático Max Born: “Se me considera un objeto petrificado, un rol que no me disgusta del todo si sirve para que se acepten mis defectos como los acepto yo mismo”.
El FBI no le respetó la intimidad ni siquiera en el lecho de muerte. En el frondoso legajo sobre su persona, abierto al público recientemente, hay un memorándum furioso de J. Edgar Hoover preguntando cómo era posible que la enfermera que cuidaba de Einstein en sus últimas horas (y escuchó sus últimas palabras) no supiera alemán, idioma en el que se refugió el moribundo antes de expirar. La última intromisión a la intimidad de Einstein fue la disección de su cerebro para estudiar “el origen de su genio”.
Dividido en 240 partes, almacenado en frascos de vidrio, analizado por todo tipo de genetistas durante los últimos cincuenta años, el cerebro de Einstein no logró ofrecer ninguna revelación particular a la ciencia norteamericana, demostrando cuán literalmente cierta era la frase que su dueño repitió un millón de veces sin que nadie lo tomara en serio: “No tengo talentos especiales; sólo una anormal curiosidad”.
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viernes, 27 de noviembre de 2009
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