ENTREVISTA A LA ESCRITORA INES FERNANDEZ MORENO
“El humor es una herramienta para relativizar las cosas”
En los cuentos de Mármara, la autora logra exorcizar el peso de la muerte y conjurar la incomodidad de estar “allá” (España) y “acá”. Lo hace a la manera “chejoviana”, narrando la aparente levedad de lo cotidiano con una perspectiva de lucidez.
Por Silvina Friera
Chejovianos de alma, los cuentos de Inés Fernández Moreno, parafraseando al maestro ruso, “son comedias, no dramas melancólicos”. La carcajada a flor de piel atempera un humus de nostalgia, un atisbo de melancolía que queda levitando ante la mirada del lector. Con su ácida paleta de colores humorísticos –y una precisión asombrosa para “pintar” cada detalle, cada matiz, pelusa o grieta que detecta en sus criaturas– logra exorcizar el peso inexorable de la muerte o conjurar la incomodidad del “estar allá” y “estar acá”: Marbella (España), ciudad en la que vivió entre 2002 y 2005, y Buenos Aires. En Mármara (Alfaguara), integrado por catorce relatos ferozmente lúcidos, la escritora con abolengo poético -–es hija y nieta de César y Baldomero, respectivamente– narra la levedad de lo cotidiano desde una profundidad de perspectiva poco frecuente. Los materiales autobiográficos que despliega explícitamente en el cuento que da nombre a su nuevo libro le permiten sumergirse en el terreno de la ficción hasta fundirse, lentamente, en sus aguas. Sin piruetas formales ni malabarismos sintácticos, este tránsito de lo real a la invención deviene en una apuesta por la “transparencia total”.
En el primer cuento, “Confesiones en un ascensor”, Clara, una mujer que sufre claustrofobia y asiste a su primera entrevista laboral (después de meses de estar en el limbo de los desocupados) se queda encerrada en el ascensor con un hombre que parece empresario, abogado o funcionario, de traje impecable, “sólo que a la altura de la rodilla tiene un hilo negro, un hilo rematado en una pelusa como una araña”. Ella suelta la lengua más que él en esos minutos de intimidad forzada, pero la tensión en ese confesionario accidental asoma por las entrelíneas de lo apenas sugerido por este hombre: “Todos somos sádicos”. En “Hombre en la taberna”, una suerte de arqueología de miradas superpuestas, los cuadros de Picasso trazan, sutiles, el final anunciado de una relación de pareja: “Están juntos pero irremediablemente separados”. En “Filtro de amor” una mujer es seducida por un vendedor excepcional, “un sherezade masculino imposible de resistir”; en “Truhanes” hay una familia experta en velorios; “En la periferia”, como anticipa el título, narra la desaparición de una militante montonera desde una primera persona “triangulada”, a la que le refieren la historia; una amiga de la mujer que intentó ayudar a la víctima y que recibió de herencia una cartera y un par de zapatos.
“El marco es liso; la realidad, inexpugnable”, piensa la mujer que quedó encerrada afuera, en un balcón en Marbella, en el relato homónimo; la contratara de este relato es “Carne de exportación”, un argentino exiliado en Miami, atrapado en una cámara refrigeradora. “Mármara”, el más extenso, casi una nouvelle, es una excepcional road movie de dos amigas argentinas que recorren España siguiendo los pasos del abuelo poeta de Inés en la Cantabria española. El libro, cuenta la escritora, “tardó en arrancar” por las idas y vueltas entre España y Argentina. Tal vez por ese andar tan pendular muchos de los cuentos están emparentados con los tópicos de La profesora de español, novela que publicó en 2005: la migración, el extrañamiento y los problemas que suscita el estar lejos. “Estos cuentos se fueron escalonando entre el regreso de España y la readaptación a la Argentina. Con el relato ‘Mármara’ cerré una etapa. Es el epílogo de ese ir y venir. Ya no voy a escribir más sobre el exilio”, anuncia Fernández Moreno a Página/12. “Cuando hablo del exilio, me siento un poco una impostora. No me fui en una situación desesperada, más allá de la desesperación que teníamos todos los argentinos en 2001 cuando sentíamos que el país se hundía”, aclara.
–¿Cuánto hay de autobiográfico puesto en juego en el cuento “Mármara”?
–El cuento tiene sus reglas; escribir un buen cuento requiere una gran economía, por lo menos para mí. Cuando empecé a escribir este relato, quise contar lo que me pasó con esa amiga, los viajes que hicimos juntas y las cosas que descubrimos. Quería contarlo con total libertad, sin preocuparme por la economía o porque me estuviera yendo por las ramas. Lo narré como si fuera la crónica de esta relación y de los viajes que hicimos juntas, siguiendo bastante ajustadamente la realidad. Así que es pura autobiografía. Yo fui a visitar el pueblo de mi abuelo y muchas de las cosas que pasan en el relato fueron reales. Pero a medida que fui escribiendo, me fui engolosinando (risas). Fue muy interesante para mí esa escritura porque partió de lo biográfico, de lo real y de la crónica de viaje, pero fue desviándose hacia lo ficcional. A tal punto que en algún momento, las dos amigas imaginan un cuento posible. Después de que terminé el relato de “Mármara”, escribí ese cuento que tiene otro tono y encaja bien en lo que es una ficción. Me gustó mucho esta escalada: partir de algo biográfico que de pronto se fue ficcionalizando, y luego agregarle una coda final que era ficción pura y dura. En realidad no descubrí la pólvora, el Quijote está lleno de historias que son como un rosario de historias que se encadenan en la novela.
–En ese cuento, Mara dice que el Quijote le sirvió para comprender a los españoles. ¿A usted qué cosas le sirvieron para alcanzar esa comprensión?
–No sé si comprendí a los españoles, te diría que la experiencia fue más acotada. Estuve en el sur de España, con los andaluces. Con ellos sí sentí que hubo un aprendizaje a través de la convivencia, las experiencias diarias y la presencia de la música, la alegría y esa propensión que tienen a festejar sus rituales, sus tradiciones, su religiosidad. En realidad lo que es asombroso para nosotros los argentinos, que todavía no sabemos bien quiénes somos ni qué queremos, es ese espesor de historia y de pertenencia que tienen los españoles. Es muy fuerte convivir con ese espesor porque nos hace ver qué poca historia, qué jóvenes y vírgenes somos todavía.
Fernández Moreno subraya que se fue a probar suerte como “consorte” de su marido, que tenía el trabajo principal en Marbella. “No me fui como escritora a Madrid y Barcelona; teníamos que sobrevivir y hacer de todo, aunque siempre hice trabajos vinculados con la escritura. Pero no me fue tan bien”, añade sin pudor. “Cuando escribía una nota, me corregían porque no escribía en español, que es un poco lo que cuento en La profesora de español. Aquellas cosas que creía que tenía de pronto se volvieron patinosas. “¡Oye, te tengo que corregir todo, qué mal que escribes!”, ejemplifica imitando el modo de hablar de un “gallego”. “Justo a mí me lo decían, que estaba acostumbrada a que me felicitaran por escribir correctamente las composiciones escolares.”
–¿Qué reflexión le merece esa expresión “escribir correctamente”? Así como ellos consideraban que usted no escribía bien, un argentino, un colombiano, un chileno o mexicano podrían decir lo mismo del español que se escribe en España.
–En algún punto es otro idioma, hay un vocabulario cotidiano que es diferente. Por ejemplo, yo decía: “¿Me daría un cafecito?” o “¿podría ser un cafecito?”. El tipo se me quedaba mirando espantado; lo tomaba como una pregunta metafísica y no como una fórmula de cortesía. Un español dice: “¡Hombre, me pones un café!”; es más imperativo. No era solamente por las palabras sino por la forma de vivir, que conlleva las palabras y las formas de decir. A tales formas de decir, tales formas de vivir. Me fascinaba el hecho de observar cotidianamente estas diferencias; era un material constante de diversión y de angustias. En Mármara hay un cuento relacionado con este tema, algo que le sucedió a un amigo mío, que quedó encerrado en una caja refrigerada en Miami. Cuando consiguió comunicarse y pidió que lo fueran a buscar, no lo entendían. El estaba muy angustiado porque no encontraba la palabra justa para hacerse comprender en una situación en que peligraba su vida.
–¿En la comunicación siempre hay un sustrato de equívocos?
–Sí, y ese sustrato de equívocos es interesante porque te pone en un lugar diferente de observación de la realidad misma. Todo lo que pasa es y no es; un poco como en el Quijote, donde la realidad y lo irreal tienen distintos planos. Estás en una zona donde la realidad, como es equívoca, se vuelve un poco diferente, se amplifica.
–Cuando la realidad se amplifica, ¿puede rozar el absurdo?
–Claro, roza el absurdo porque uno tiene una realidad constituida y estable. Cuando estás viviendo en otro lugar, esta sensación de lo absurdo, de lo desencajado, es más intensa.
–¿Por qué en situaciones “límite”, como la mujer que queda encerrada con un hombre en un ascensor, se confía más en un extraño?
–Son situaciones donde estás afuera de las relaciones establecidas, encuentros totalmente fortuitos; es como si estuvieras encerrado con tu propia conciencia, como hablarte a vos misma. El tipo de comunicación que tenés con alguien que conocés por Internet es en algún sentido más libre porque no estás con alguien que tenga una idea de vos y pueda sacar conclusiones. Hay menos vergüenza, menos pudor. De pronto le podés contar a un taxista cosas íntimas que no le contarías a otras personas, porque es un lugar de desahogo que te enfrenta a vos misma.
–¿Cómo explica la añoranza por cosas que se pierden, caen en desuso o se vuelven difícil de conseguir, como los cubanitos con dulce de leche que aparecen en uno de los cuentos?
–Pertenezco a una generación que fue perdiendo muchas cosas, como también hay un montón de cosas nuevas que incorporamos. Aprendí a escribir en una Underwood, una máquina que tecleaba con dos dedos; después pasé a trabajar en una máquina eléctrica. Finalmente llegó la computadora en plena madurez de mi actividad. Tal vez otras generaciones puedan decir lo mismo, pero nosotros atravesamos un cambio tecnológico enorme. Es bastante común mirar para atrás y recordar todas esas cosas que te constituyeron en tu infancia, en tu formación, y que se van perdiendo. Cuanto más te vas acercando al final de tu vida, mayor es la nostalgia, porque lo que viene es peligroso o difícil. Esa mirada hacia atrás es habitual en gente de cierta edad. Yo todavía estoy interesada por lo que viene; no soy una anciana, pero tengo 60 años. También cuando viajás, cuando vas y volvés, se te hacen más presentes aquellas cosas que tuvieron que ver con tus raíces y tu formación.
En “Cubanitos con dulce de leche” aparece la madre de Fernández Moreno, un personaje que le ha dado mucha letra, literariamente hablando. “Cuando estaba en España, tuve que regresar porque ella tenía que hacerse un estudio médico importante y estaba antojada con los cubanitos con dulce de leche; decía que habían desaparecido. En vez de estar enrollados con el riesgo por lo que podía pasar, el tema de los cubanitos con dulce de leche ocupó el centro de la escena. Eso es bastante disparatado, tanto por parte de la madre como de la hija. La idea fue acercar dos ideas absolutamente diversas y ver de qué manera hacerlas confluir.
–Si en sus cuentos no hay dramatismo es porque el humor aliviana situaciones dolorosas como la inminencia de la muerte. ¿Por qué trabaja su narrativa de esta manera?
–Uno escribe lo que es. Tengo una mirada melancólica y veo cosas horrorosas, pero al mismo tiempo tengo humor. Me gusta mucho el humor, me parece que es una herramienta de la inteligencia, una manera de alejarte de las cosas para poder verlas con una perspectiva más amplia. Si uno se hunde en la tragedia, chau, te ahogaste. Lo que te salva, lo que te permite seguir adelante, es el humor, que es también una manera de relativizar las cosas, de mirarlas desde lejos.
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lunes, 21 de diciembre de 2009
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