La Maga
Por Mario Goloboff *
De la larga nómina de mujeres míticas o literarias (quizás, con la experiencia humana transcurrida, hayan dejado de ser distintas) que pudieron impactar la sensibilidad de nuestras muchachas de las capas medias argentinas y latinoamericanas en los tiempos modernos, sólo una, vecina, contemporánea, lo hizo cabalmente. No fueron la Esther o la Débora bíblicas, ni la Circe o la Penélope homéricas, ni la Yocasta de Sófocles, ni la variada y concurrida Antígona, ni la Ofelia o la Julieta de Shakespeare, ni la rebelde Nora de Heinrik Ibsen ni, más cercanamente, las españolas y lorquianas Mariana Pineda, Bernarda Alba o la audaz novia de Bodas de sangre, ni la colombiana María; fue una uruguaya inventada por un argentino, que a la sazón andaba por París, Horacio Oliveira: la ahora célebre Maga.
Nacida por obra y arte de Rayuela (y claro está que de su inmenso creador, Julio Cortázar) como la mujer joven, la intuitiva, la ligera, la sensible, la antilogos, la poética, la que vagaba por las calles y a quien seguramente encontraríamos, sin buscarla, rondando alguno de los puentes de París (tal vez el más estético, el más artístico de todos, el Pont des Arts), en esa imbricación de ciudad luz con santamaría rioplatense que supo ser esta novela, el personaje fue convirtiéndose, por magia y gracia de la sola letra escrita, en un ideal de cierta feminidad con el que tantas mujeres se identificaron. Y a quien, por nuestra parte, los varones buscábamos o perseguíamos o soñábamos.
No por casualidad cortazariana, la Maga fue la quintaesencia de otras mujeres que recorren su obra, con rasgos de la Alina Reyes de “Lejana”, de la Delia de “Circe”, de la Laura de “Cartas de mamá”, de la Leticia de “Final del juego”, de la bella e imaginada “Silvia” de Ultimo round y, muy probablemente, el espejo femenino de “El perseguidor”, Johnny Carter-Charlie Parker, para quien el tiempo funcionaba de un modo tan personal que alguna vez declaró “esto lo estoy tocando mañana” y quien también decía que no pensaba nunca o, mejor dicho, que no pensaba como nosotros: “Estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”.
Puramente literario (doblemente ficticio, habría que decir, ya que “Oliveira decide inventar a la Maga para dar celos a Talita”, como reza el Cuaderno de bitácora o Log-book que acompañó la redacción de Rayuela en muchos de sus fundamentales tramos) ¿qué había en el personaje de la Maga para que transformáramos, por el poder de la escritura y de la lectura, a un ser de papel en algo tan vívido y tan vivo? Acaso, por empezar, su apelativo, siempre bien elegido por Cortázar, poeta al fin, buen nombrador y buen titulador; ese nombre de resonancias mágicas, extra terrenas, ocultas, esotéricas.
Y luego, sus modos, sus movimientos vagos y ligeros, casi etéreos, su estar en el mundo a contramano, a contraluz, que no fuera “en la cabeza donde tenía su centro”, que no necesitara “saber” como nosotros, que pudiera “vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga”, que “adorara el amarillo”, que buscara obsesivamente un trapito rojo cuando suponía haberlo perdido, que su espacio y su tiempo fuesen otros, que no la guiara nunca la razón sino exclusivamente la intuición; que la torpeza y la confusión, pero también lo estético, la dominaran (“la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva”); en fin, que tuviese otra dimensión humana, que no creyera para nada en los nombres de las cosas sino que al tocarlas las conociera, con una aproximación prelingüística y casi primitiva a la naturaleza, al mundo, en el lenguaje de la tribu utópica; una mujer con quien amar no fuera sólo mirarse a los ojos sino mirar en la misma dirección...
Desde entonces, no dejaron de pasar cosas muy graves en este bendito suelo. Se mataron ideales a sangre y fuego, y también ellos se fueron desgastando. El tiempo, ese gigante, fue haciendo caer los días, las horas y los ídolos. Decepcionados del resbaladizo porvenir, volvimos al presente de las ilusiones más concretas y las concretas cosas. Y a encontrarnos, al cabo de las décadas, con la amarga premonición de Pablo Neruda en sus veinte poemas juveniles: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
Tampoco puede olvidarse la propia evolución de la llamada cuestión de género en lo que va de los ’70 del siglo pasado a hoy. La imagen de mujer subestimada, desplazada y despreciada, así como también la imagen de exaltada, venerada, idealizada (en la que fueron diestros los literatos españoles y ni qué hablar los franceses desde Michelet a Breton y de Musset a Aragon) han sido sustituidas por lo que Gilles Lipovetsky llamó “La tercera mujer”, cuando sostiene que “a los antiguos poderes mágicos, misteriosos, maléficos atribuidos a las mujeres han sucedido el poder de inventarse a sí misma, el poder de proyectar y de construir un porvenir indeterminado de antemano.
Tanto la primera como la segunda mujer estaban subordinadas al hombre; la tercera mujer es sujeto de ella misma. La segunda mujer era una creación ideal de los hombres; la tercera mujer es una autocreación femenina”. ¿Pudo ser la Maga, en la imaginería de Cortázar y en la nuestra, una suerte de transición entre aquella segunda mujer y esta tercera? ¿Pudo ser así leída?
Quizás, por ello, no todo esté apagado. Acaso todavía tengamos presente en alguna ocasión a la inconmensurable Maga; quizás sintamos un relampagueo, alguna vibración. Pero, tal vez, no más. Ahora, de nuestras conciencias parecen haberse adueñado otras costumbres, otros valores, otros símbolos.
También otras mujeres. Sin hacer nombres, como exigían en pasadas épocas en voz alta y con sonrisa cómplice mis tías maternas, pero mirando asustadamente la galería de robustas damas que acaudillan hoy los módicos ideales de buena parte de la clase media urbana, y por quienes muchas señoras y señores ponen los ojos en blanco y dan sus votos entusiastas a la inanidad conservadora, vemos, con no escaso pesimismo, cómo han retrocedido nuestros sueños, qué pobres son estos ideales, cuánta distancia separa ya a la fraterna Maga de algunas patricias y descarriadas Furias, de esa gruesa, platinada mediática, de esta enjoyada bisabuela con vestidito de organdí.
En fin, que como sentenciaba la inscripción de los romanos en los relojes de sol, referida claro está a las horas que marcan nuestro duro tránsito: Omnes ferunt, ultima necat. Todas hieren, la última mata.
* Escritor, docente universitario.
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miércoles, 23 de diciembre de 2009
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