Reseña de "Lo que se pierde", de Alejandra Zina.
Editorial: Carne Argentina
Por Violeta Gorodischer en Literatura, Narrativa Fresca, Reseñas escritas por Tamarisco
¿Qué busca uno en un libro de cuentos? ¿Qué espera encontrar si ese libro es pequeño, reciente? Si la editorial es independiente, si ya se ha leído tanto...
Desde el principio, Lo que se pierde, de Alejandra Zina, sacude cualquier presupuesto de lectura:
Arremete contra la parsimonia y se aparta de la corrección política sin ser pretensiosamente transgresor. Al desconcierto inicial que provocan los chicos que en la puerta de la iglesia le gritan a la mendiga “vieja puta” sigue otra cosa: no es la obviedad del gesto buscado sino la calma de quien transita seguro por un terreno sinuoso: la vieja puta es, en efecto, una vieja puta, o una pedófila, o alguien que al haber soltado los lazos de la razón trasciende cualquier prurito moral.
Sea como fuere, el chico sucumbe a la trampa como el lector a la destreza narrativa.
¿Cómo se llega a este punto? Sutil el pasaje de la crueldad pequeburgue a un despertar sexual tan abyecto como excitante, desagradable e inquieto: acaso venganza acaso favor, la certidumbre está ausente en éste y todos los cuentos de Zina.
Como los varoncitos que rodean a Elizabeth, Lis, tirada sobre la tierra con las piernas abiertas en el cuento “Baldío”. Si el Mayor los dirige a todos, la chica, motor del relato, no tiene voz. La duda, entonces, acelera la acción: ¿quiere Lis ser cogida por todos? Está muy bien maquillada y lanza lo que se infiere serían gemidos, pero también está inmóvil, araña la tierra, aprovecha la primera oportunidad para bajarse la pollera y salir corriendo.
Y en el medio, la propia sexualidad puesta en duda: quién gime y por qué gime, la casta edilicia y los derechos de acción, la imposición o el deseo de ocupar ellos mismos el lugar que antes ocupaba la chica.
O la muerte y el asesinato porque sí, sin razones aparentes, sin ningún tipo de explicación.
No importa por qué “el hijo” decide matar al padre; no importa por qué esa mucama “con cama adentro” debe someterse a los reclamos inusitados de la patrona, no importa por qué a un hombre llamado “Waldemar” se le deshace la oreja hasta caer putrefacta en el teclado de la computadora. Las cosas ocurren y en este sistema, funciona.
No hay valores, no hay jerarquías, el pacto de lectura implica no cuestionar sino aprehender ese universo, seguirlo con minucia: el detallado relato de la muerte, los insistentes reclamos que encubren el pánico, el avance tedioso del deterioro corporal. Todo, todo, es aceptado como se acepta lo inevitable.
Si bien “Carioca” parecería, en principio, apartarse del resto, pronto se acopla a la sensación general de inquietud de los otros cuentos. Remitiendo a los clásicos ejercicios de narración, el relato alterna monólogos durante un cumpleaños de quince: los compañeros, el tío, la tía...
Sin embargo, esta apariencia naif de la propuesta se ve de pronto atravesada, agrietada, por la incorrección del adolescente ( “con matías, los dos, queremos garcharnos a Vanina Lipnik. Tiene unas tetas grandes como Pamela Anderson, también tiene nariz ganchito y estrella de David pero todo eso no importa, del cuello para arriba no importa”) o por las sugerencias del tío borracho dedicando a cámara unas palabras “para la cumpleañera”:
“A ver, a ver. Bueno, no sé. Cuando viniste con nosotros a Mar Chiquita, en el 85. ¿Te acordás?(...)la tercera ola nos revolcó hasta la orilla como dos lobos marinos. Te levantaste con la bombacha hecha una bolsa de arena y de tan pesada se te resbalaba de la cintura. No quisiste salir del agua así, me pediste que la lavara y te sacara toda la arena. Por debajo del agua me pasaste la bikini y la froté hasta que volvieron a verse los ositos. Yo me encargué de subírtela, me pediste que te la apretara fuerte porque si no, te quedabas en el agua hasta la noche...”
Finalmente, el libro termina con un cuento que retoma el primero: “Picazón”. Es aquí, entonces, donde el círculo cierra o, según se mire, tal vez vuelva a abrirse: es el mismo protagonista quien, quince años más tarde, decide volver a la casa de la vieja mendiga para ajustar asuntos pendientes. De ahí en más, el lector lo acompañará en su búsqueda y en el impactante resultado final que nos privamos de adelantar en esta reseña.
Lo que se pierde es un libro ágil, que moviliza y genera esas sensaciones que llevan a releer un párrafo, subrayar una frase, quedarse pensando... “¿pero esto es...?” Es cuestión de estar atentos, mirar para todos lados, aguzar un poquito el criterio a la hora de soltar el a esta altura trillado “nuevas voces de la literatura argentina”.
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miércoles, 23 de diciembre de 2009
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