50 ANIVERSARIO DE LA REVOLUCIÓN LIBERTADORA
A 50 años de la caída de Perón - 1955 - 2005
Las frustradas milicias obreras para defender el gobierno
El titular de la CGT las propuso para mantener las "conquistas sociales"
Uno de los estereotipos más firmes con que se veía el régimen peronista era la idea de que a Perón no se le escapaba ningún hecho de gobierno, que era responsable absolutamente de todo lo que ocurría. En realidad, no era tan así.
Aunque el presidente sostenía firmemente sus instrumentos de conducción también podía dar bastante libertad a sus colaboradores, sobre todo a los técnicos que se encargaban de áreas muy específicas. Naturalmente, las decisiones políticas eran sólo suyas.
-En política, io sono io ? -acostumbraba decir.
Pero los temas que calificaba de "gallináceos", los que se referían a la pura gestión no siempre estaban sujetos a su contralor. Menos aún desde la desaparición de Evita. Algunos de sus colaboradores, como el ministro de Economía Alfredo Gómez Morales, recordaban que desde 1953 a Perón le fastidiaban algunos temas, se distraía y pasaba más tiempo en la quinta de Olivos que en la Casa Rosada.
Si se recuerdan estas circunstancias es porque puede pensarse que la nota que Hugo Di Pietro, secretario general de la CGT, presentó al ministro de Ejército, general Franklin Lucero. el 7 de septiembre de 1955, poniendo a su disposición "reservas voluntarias de obreros" para defender las conquistas sociales, podría haber sido una iniciativa que no contó con la previa aprobación de Perón. Cabe que la nota haya sido un producto del entusiasmo peronista del dirigente sindical, relativamente nuevo en su cargo, que no calculó el alcance que tendría.
Es ésa sólo una conjetura. Lo cierto es que la prensa oficialista minimizó la iniciativa y Lucero la desestimó rápidamente. No obstante, el impacto que tuvo el ofrecimiento fue enorme en las filas opositoras, y para quienes ya estaban conspirando fue el activante decisivo.
No era para menos. El ofrecimiento de Di Pietro remitía a las milicias obreras de la Guerra Civil Española y muchos vieron (o quisieron ver) a trabajadores criollos vestidos con su "mono" u overol blandiendo fusiles y disparando indiscriminadamente contra la "oligarquía". El hecho de que Lucero hubiera cortado abruptamente la propuesta era, para estas mentalidades, poco relevante, pues en cualquier momento podía actualizarse.
El efecto más negativo del episodio se produjo en las filas del Ejército. Desde 1945, el esquema del poder peronista se afirmaba en el apoyo popular protegido por las fuerzas militares. Lo que ahora se proponía era invertir la fórmula: el apoyo de las armas lo darían los trabajadores, y las Fuerzas Armadas, renunciando al monopolio de la fuerza, se limitarían a un rol pasivo.
Ningún jefe, ningún oficial, por leal que fuera a Perón, podía aceptar semejante mutación.
Reiteramos: aunque para los opositores fue Perón el autor oculto de la iniciativa de Di Pietro, no está probado que haya sido así, y de todos modos el líder justicialista le puso un rápido punto final después de haberla asordinado convenientemente. Pero el autoritarismo del régimen le jugó esta vez una mala pasada a Perón: si nada se hacía en la esfera del poder sin su consentimiento, este intento de mediatizar a los hombres de armas debía atribuirse al propio Perón, que aparecía así como un traidor a sus camaradas. Y si no lo era, si a Perón se le había escapado el impromptu de Di Pietro, esto quería decir que no manejaba los hilos del poder con la firmeza habitual.
Fue un faux pas, un error político grave en un momento especialmente difícil, cuando los delirios del 31 de agosto estaban frescos en la memoria de todos y Perón se debatía entre sus ganas de aniquilar a la oposición y su miedo a causar daños irreparables a su propia causa; indeciso entre el fuego y el aceite, inseguro sobre sus propias fuerzas y sin datos ciertos sobre las de sus enemigos.
Para peor, precisamente el día en que Di Pietro elevó su nota a Lucero, un juez santafecino decretaba la prisión preventiva de varios oficiales de policía de Rosario, acusados de haber asesinado bajo tortura al médico comunista Juan Ingalinella en la noche del 16 de junio, en la Jefatura de Policía de Rosario.
La bárbara muerte de Ingalinella movilizó a fuerzas políticas y sociales -primero en la provincia de Santa Fe y luego en todo el país-, que presionaban para que se investigara el crimen. Tampoco en esto tenía Perón una responsabilidad directa, pero el hecho había desnudado, una vez más, la naturaleza represiva y el desprecio por los derechos humanos del régimen peronista.
Por supuesto, en estas vísperas nadie estaba en condiciones de espíritu como para hacer un balance sereno del régimen, que, pese a las apariencias, estaba haciendo agua por todos lados.
Nadie podía evaluar, por ejemplo, el formidable aporte que había hecho Perón a la tabla de valores de la sociedad argentina al incorporarle la noción de justicia social y el impulso igualitario de un movimiento que había llevado a la mujer a la vida política y abierto oportunidades de educación y trabajo a los hijos de los pobres. Un régimen que, más allá del primitivismo de sus consignas y las torpezas de sus procedimientos, había dado al pueblo nuevas y frescas banderas.
Era difícil reconocer estos logros, que estaban empañados por el autoritarismo, la represión, el desdén por el adversario, la falsificación de la vida democrática, las incitaciones al odio y a la violencia, que se habían acentuado desde noviembre del año anterior cuando Perón inició su inexplicable ataque contra la Iglesia. Se habían inferido demasiados agravios, difícilmente perdonables.
Y entonces, al lado de una levantada vocación de reconstruir el sistema republicano y una convivencia decente entre los argentinos, existía en los rangos antiperonistas un sedimento de rencores y una ansiedad de cobrarse cada una de las ofensas, los abusos y atropellos perpetrados por el peronismo. Y también, bajo el noble propósito de sanear la vida del país, se agazapaban sectores que odiaban al pueblo, despreciaban a "los negros" y anhelaban recuperar sus antiguos privilegios.
Fuera como fuere, la caída de Perón estaba marcada con el ritmo ineluctable de un drama griego y al compás de sus propios desaciertos. Todo iba llevando a su desplazamiento, y a los ojos de quienes daban los últimos toques a la conspiración no importaba el costo.
No importaba, por caso, que el gobierno al que se trataría de derrocar fuera, a pesar de todo, un gobierno constitucional, elegido por una incuestionable mayoría. En esto, el golpe que se preparaba habría de parecerse demasiado al de 1930.
Tampoco era un costo que se tuviera en cuenta la contradicción que se escondía tras la intención de restaurar la democracia y la circunstancia de que la mayoría popular era, y probablemente seguiría siendo, peronista. No: no estaban las cosas para pensar en estos nudos gordianos cuando Perón había cerrado todos los caminos racionales y acorralado a sus adversarios a los términos de la desesperación. Porque bien visto, el proceso que culminaría pocas jornadas más tarde fue motorizado -desde luego sin desearlo- por Perón mismo, dilapidador de su propia fortuna, autor, con sus incomprensibles errores, de su propia caída.
El refrán aconseja no casarse ni embarcarse los días martes: y si es martes 13, peor...
Eduardo Lonardi no era supersticioso. El martes 13 de septiembre, a las 17, este general retirado, vistiendo de civil, con 14 pesos por todo capital y con un diagnóstico de cáncer pesando sobre su espíritu -aunque no limitándolo-, se embarcó en un ómnibus de línea con destino a Córdoba. Empezaba la Revolución Libertadora.
Por Félix Luna
Para LA NACION
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